Por más años, la mayoría de seis décadas, que haya
vivido en grandes ciudades, algunas demasiado grandes, éstas no son para mí. Apenas
viví, de manera continuada en la aldea de la infancia diez años, pese a lo
cual, si algún sitio me pertenece y yo a él, sin duda ninguna, es ese reducido
espacio geográfico entre valles y páramos. Cuando la llanura castellana comienza
a elevarse, entre bosques de pinos y robledales, acercándose a las estribaciones
de la Cordillera Cantábrica. Si alguien me pregunta de dónde soy, sin pestañear
le diré que soy de pueblo. Del mío, por supuesto.
Aparte de acompañar a mi abuelo con su carro de
gochos, a través del páramo y los montes, al mercado comarcal de un pueblo algo
más grande en otro valle, la primera ciudad que yo conocí fue la capital
provincial. En aquella época no es que fuera muy grande, sigue sin serlo, pero reconozco
que ver tantos vehículos en la calle, los primeros semáforos en alguna esquina,
tiendas donde sólo se vendían pasteles era, por fuerza, chocante.
El viaje, de hora y media, comenzaba muy de mañana,
en invierno era noche cerrada, resguardados en la pared del bar de Abundio de
la helada que escarchaba las eras al otro lado de la carretera. Adivinando,
pasaban muy pocos turismos, si alguno, si las luces que asomaban por la curva del
pueblo vecino correspondían al coche (coche se llamaba, aunque fuera un autobús
relativamente grande) de los Herreros. El mismo que habíamos visto pasar la
tarde anterior en dirección contraria, mientras apurábamos el último cuarto de hora de luz jugando al
futbol en el cercado situado al lado de la escuela unitaria.
Ahora hacía el camino de vuelta, a la capital,
parando en todos los pueblos. Eran los tiempos cuando la emigración a las grandes
ciudades comenzaba a despegar, así que no era raro ver familias enteras, a
veces iba de adelantado el hijo o la hija soltera, con maletas desvencijadas,
incluso con fardos, donde llevaban las pocas pertenencias que los acompañarían
en su insensata aventura hasta Bilbao, Madrid o Barcelona. Los más afortunados
se quedarían en Valladolid.
El conductor no tenía necesidad de bajarse para meter
los bultos al maletero o subirlos a la baca por una escalerilla situada en la
parte trasera del vehículo. Siempre iba acompañado del cobrador con su zurrón
de cuero gastado en bandolera desde donde sacaba el cambio para los billetes.
Estos eran lo que más interesante me resultaba. Eran una tira alargada, de
color ocre, en un papel con textura casi de estraza donde venían marcados todos
los pueblos de la línea, desde el origen en plena montaña hasta llegar a la
capital.
Con una especie de alicates agujereaba, con mucho
cuidado, a veces se le iba la mano en un par de pueblos, aquel donde el pasajero
se subía, un troquelado en forma de estrellita. Yo me quedaba con los dos, el mío y el de mi madre, en justo premio por el helador frío y el
madrugón. A medida que íbamos parando en los pueblos yo los iba repitiendo
mentalmente, incluidos, los que llevaban el apellido del valle, que eran casi
todos. En verdad, raro era el pueblo donde no había algún pasajero. Así que el
viaje, para unos ochenta kilómetros duraba más de hora y media. No que a mí me
importara mientras iba memorizando lo de Arenillas de San Pelayo, Villaeles de
Valdavia, Villamelendro, etc. Me los debí de aprender bien porque todavía los
puedo recitar de corrido. En cualquier caso, acudir en el coche de línea hasta
la capital de provincias era una gran aventura para un chaval recién comenzada la escuela primaria.
El viaje, entre ida y vuelta se ocupaba todo el día,
solía ser algo excepcional. No se iba por capricho o a echar la jornada. Sólo había
dos razones válidas para emprender la aventura: para las compras especiales, a
veces para consultas con el médico especialista. Como no había estación de autobuses, la primera visión de la ciudad, al descender del largo trayecto, era
el magnífico edificio de Correos, justamente donde la línea llegaba a su
término.
De aquel periodo se me ha quedado grabada la imagen
de la larguísima, para mis ojos infantiles, Calle Mayor flanqueada de soportales,
al amparo de los cuales, estaban los bajos con los comercios de telas donde me
compraban el traje de primera comunión o acaso un abrigo con forro interior,
las mangas demasiado largas por si podían servir para mi hermano, que endosaría
para la cercana boda de mi tía. Con el propósito adicional de que resultara
útil para los siguientes cuatro o cinco inviernos.
Los doctores, por el contrario, solían habitar
algunas de los primeros bloques que se edificaron con el naciente
desarrollismo, al principio de la calle. Poseían una gran novedad. Sus
consultas estaban en los pisos superiores por lo que ya era necesario usar los
ascensores, con olor a desinfectante y a productos anestésicos. Aquellos
señores entrados en años y con apellido raro como Calderón o Fonseca o dos
juntos con una y copulativa por medio, grabados en placas de bronce con
caligrafías excesivas al final de mullidos y silenciosos pasillos.
El especialista, claro, era de pago, así que la
visita sólo era por causas absolutamente necesarias, graves, bien recomendado
por el matasanos de la aldea o, a escondidas de él, incapaz de discernir si el latido
alocado del corazón era normal o una arritmia. O si el cúbito y el radio estaban
fracturados tras caer del carro cargado de hierba de mi padre respondía a un
magullón o necesitaba escayola. Como así fue, tras pasar una noche de perros en
la alcoba que da al río.
Ese era el doble repertorio de la gran aventura
capitalina: adquisición de alguna vestimenta especial y la consulta al dentista.
No había más diversidad. Desde luego a los restaurantes, si existían, nunca fuimos.
Mis padres, por supuesto no se lo podían permitir. Además, aunque se lo
hubieran podido permitir, con tal de ahorrar nunca habrían caído en un gasto
que, hasta el final de sus vidas, consideraron inútil.
Como mucho, mi madre se acercaba a la Plaza de
Abastos, al lado de los soportales del ayuntamiento y, como extremo lujo, ni siquiera
tengo la memoria nítida de que lo hiciera de manera regular, compraba algún
embutido especial que ella no elaboraba en casa, como el llamado chorizo de
Pamplona. Por lo general, si había que hacer algún encargo en la capital,
siempre era mi madre la que iba. Mi padre, por el contrario, era el responsable
de acudir a las ferias de ganado, pero estas se celebraban en dirección
contraria, en los pueblos de tamaño medio de la montaña: Cervera y Potes.
El almuerzo, que tenía lugar en Los Jardinillos, un
espacio público que, salvo pequeños cambios ha permanecido inmutable, era, naturalmente,
el jamón o el chorizo que habíamos acarreado de casa. Como mucho, comprábamos el
pan en la Plaza de Abastos, supongo que el precio sería idéntico al que
repartían en el pueblo, aunque en aquella época, hacia mitad de los sesenta, mi
abuela todavía lo hacía ella misma en la hornera.
Ocasionalmente, muy ocasionalmente, podía
intercalarse algún lujo, siempre que hubiera una causa muy motivada. Como, por
ejemplo, cuando el otorrino, o quizá fue un dentista, no creo que yo tuviera
más de seis años, me sentó en la silla y con unas tenazas / tijeras me rebanó
las anginas que llamaban en la parla local. Esto es, las amígdalas. Entonces
sí, entre la llorera contenida y la extraña sensación de que algo me faltaba en
el paladar, mi madre me premió con un helado. El primero que tomé en mi vida.
En los pueblos no había frigoríficos, así que el cucurucho helado era una absoluta
primicia.
Una vez acabados los recados y el almuerzo, ya no quedaba
gran cosa por hacer. Salvo acudir a la cercana estación de tren, otra innovación
extraordinaria. Escuchar el ruido lejano, ensordecedor, acercándose hasta la
estación. El curioso hombre con la gorra y la banderita roja y otra vez el
convoy que se pone en marcha con el mismo abultado ruido, impensable, en la
aldea, hasta que se pierde de vista en el horizonte. El señor de la gorra se
vuelve a su garita.
Así que entre el premio del helado y la visión del
tren alejándose, la aventura había resultado mágica. No es que tengan mucho que
ver un helado de vainilla y una locomotora de tren, pero en mi memoria siempre
están asociados a esos primeros viajes a la gran capital.
Ya sólo queda, retornar a la calle Correos para que
el cobrador nos dispense la tira que hace de billetes y, una vez más, perfore con su
curioso instrumento y un par de estrellitas, pueblo arriba, pueblo abajo, el nombre de mi aldea.
Mañana, a la escuela.
Veo con claridad el pueblo de mi infancia,cerquita del tuyo.Las imágenes que tengo son en blanco y negro.Sólo los veranos traían el calor y el color!!
ResponderEliminarEl coche de línea o "el cochecorreo" llegaban con las novedades de la ciudad..gracias por escribir sobre esta época y compartirlo
Bonito recuerdo de nuestra infancia y agregando algo al cobrador del coche de línea diré que se llamaba Maxi y tenía un bigote muy negro
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