Desde que puedo recordarlo, por alguna razón que me
supera, la medida del tiempo era una obsesión más que acendrada en el discurrir
de su día a día. Este empeño exagerado en conocer el tiempo transcurrido cuando
terminaba de binar el barbecho o, dependiendo de la hora, el tiempo que quedaba
por deslizarse hasta que nos ordenaba que paráramos la trilla, siempre me
resultó muy chocante. Más aún, si se tiene en cuenta que, en una aldea perdida,
en el norte de Castilla la Vieja, las horas, los días, incluso los meses, por
no decir los años, discurrían plácidamente. Como el sinuoso río tranquilo que
la bordeaba.
Nunca había prisa alguna para soltar las ovejas de
la tenada. No importaba cuantas horas tardáramos en gradear el quiñón del
páramo y, desde luego, cuando las jornadas de otoño todavía eran más alargadas
que sus sombras, para nada nos agobiaba el apresuramiento al tiempo de bardar
los tapiales de adobe. El tiempo pasaba, sí, pero sólo eso, pasaba. Sin más.
Hasta el reloj de la iglesia parroquial -llevaba años parado en las cuatro y veintitrés,
no se sabe si de la mañana o de la tarde- parecía entender que los lustros seguirían
llegando y marchándose con el inquebrantable ritmo de siegas y sementeras. Como
desde siglos lo habían hecho.
Si acaso, los únicos horarios a los que atendía mi
padre, raramente se lo perdía, eran mirar las noticias del “hombre del tiempo”
en la tele, una vez finalizadas las noticias, y la ocasión puntual, de pascuas
a ramos, en que tenía que tomar el autobús para desplazarse a la capital. Pero
lo primero, lo de la tele, sólo surgió cuando mi madre compró la Telefunken, de
segunda mano, a un familiar emigrado a Madrid, a mediados de los setenta. Lo
segundo era inusitado, rarísimo. La encargada de mover los papeles en la
capital era, indefectiblemente, mi madre. Más ducha, y menos sorda, todo hay
que decirlo, en meter el dedo en el ojo a los burócratas de la Calle Mayor en
la gran ciudad.
Pero ya para entonces, mucho antes de que Mariano
Medina hablara de anticiclones en las Azores, le recuerdo preocupado por averiguar
si para el mediodía faltaban todavía 25 o, más bien, 30 minutos. Como Don Audaz, el párroco, nunca quiso saber
nada de la maquinaria del campanario, mi padre recurría a un método infalible:
la vara que usaba para arrear las vacas. Perpendicular al suelo, cuando la
sombra enfilaba la mole de la Peña Redonda, al norte, en las estribaciones de
los Picos de Europa, era la hora de volver a casa para la comida. Ignoro,
supongo que la costumbre había afinado su intuición, cómo se las apañaba los
días nublados o cuando la niebla se agarraba a los recodos del valle.
Unos decenios después, cuando yo, en unas vacaciones
veraniegas, vine de Japón, le pregunté qué prefería, si un reloj de pulsera o
una segadora de látigo. En aquella época, las segadoras de látigo eran
completamente desconocidas en España y para mi padre que toda su vida había
segado a dalle, la segadora habría representado, como se dice ahora, un avance
tecnológico de primera magnitud. Por supuesto, mi padre prefirió el reloj. Un Seiko
último modelo, de cuarzo, cuyos números verdosos brillaban en la oscuridad, con
la pulsera bañada en plata que, como era de prever, mi padre sólo sacaba a
relucir el día de la fiesta del Santo Patrón. Para los días laborables, la vara
de arrear las vacas seguía resultando tan eficaz como práctica.
En viajes sucesivos le traje relojes de pared, de
mesilla de noche, de comedor y repetí con los de pulsera. Esta vez uno más
sofisticado, marca Citizen, con manecillas, barrocos números romanos y silencioso
segundero. Todos terminaban cuidadosamente almacenados en una alacena de la
entresala. Salvo uno que había colocado al lado del basar de la cocina. Supongo
que, porque aparte de la hora, marcaba la temperatura, la presión atmosférica y
hasta el día, mes y año. Los rótulos estaban en japonés, pero mi padre pronto
pilló el truquillo para entender que -a la manera nipona- primero venía el año,
después el día y se terminaba con el mes.
Así que siempre que volvía de las labores del campo
lo primero que hacía era ir hasta la pared de la cocina y gritar la hora en voz
alta, aunque todas la conociéramos o a nadie nos interesara porque llevábamos
nuestros propios relojes. “Las nueve y treinta, ya pronto dan el tiempo”. Bien
que la experiencia le permitía predecir por la puesta del sol, con notable
exactitud, el tiempo atmosférico del día siguiente, seguía siendo un devoto
seguidor de los sucesores (y sucesoras) de Mariano Medina.
Este reloj de pared, que ha sobrepasado el cuarto de
siglo, sigue funcionando perfectamente. Más que con la tecnología japonesa, que
también, tiene que ver con el mimo con el que mi padre lo ha cuidado. De vez en
cuando pasaba un paño por la esfera para quitarle el vaho que con frecuencia lo
recubría en la cocina y, cuando ya muy mayor, durante los inviernos venía a mi
casa, en el sur, siempre se preocupaba de quitarle las pilas. Aunque esto, creo,
que lo hacía más bien para ahorrar.
Ahora, con la memoria muy difuminada, nonagenario, apenas
si distingue las horas y los días. Pese a todo, cuando en su silla de ruedas le
saco a la calle, todavía tiene esa obcecación con el tiempo ¡a sus años! y no
hay vez que no levante la cabeza para echar una ojeada al reloj colocado al
lado del ascensor de la residencia de ancianos. Y como hizo durante tantos años
en casa, vuelve a proclamar la hora. Bien que ahora la dice al albur. ¿“Qué
hora es, papa”? “Las doce menos cinco” responde sin pestañear. No importa que,
en realidad, sean las diez y media. Y si al volver, una hora más tarde, le
pregunto de nuevo, insistirá en que son las doce menos cinco. Siempre detenido
en la misma hora y el mismo minuto. Lo que me recuerda a Don Audaz y el reloj de
la torre que nunca quiso reparar.
Supongo que ya será el último. Pero estas Navidades
le regalé un Casio de pulsera. El relojero de la Plaza Cetina me dice que todavía
se venden más de lo que la gente cree. Es bastante más sofisticado, y más
barato, que los de hace decenios. Tiene la correa de plástico, las manecillas
recorren unos números arábigos, inmensos que, seguro, mi padre podrá leer con
facilidad. Y funciona con el movimiento de la muñeca. Mi padre ya no tendrá que
preocuparse por quitar las pilas si viene a verme el próximo invierno.
El reloj ha ido acompañado de un calendario, hecho
artesanalmente con el ordenador. Un mes por cada página. En la parte superior,
casi mitad de A4, en un folio ligeramente reforzado, imágenes de los páramos
recién arados, de la portada con los geranios y las petunias de vivos colores, del
patio con los manzanos en flor, el huerto con el último cerezo que plantó, el
meandro del río, en otoño, con la ribera poblada de salces con las hojas
doradas. Intercaladas con fotos familiares de los nietos cuyos nombres pena
para recordar. Y por supuesto, en enero, señorial, insobornable, elevándose
sobre valles y páramos, la Peña Redonda coronada con las primeras nieves.
He dudado antes de entregarle ambas cosas. Por un
momento me ha parecido que era demasiado cruel. Poner en su muñeca huesuda un artilugio
que mide el tiempo cuando ya le queda poco y que a duras penas puede entender. Incluso
me he sentido culpable. Quizá sea peor, si cabe, colgar en la pared de su
habitación, de apariencia hospitalaria, las imágenes de los espacios y los
lugares que han conformado toda su vida y a los que, muy posiblemente, nunca más
volverá.
Pero al final, he pensado y, lo creo firmemente, que
en los recovecos de su memoria, sepultados por infinidad de recuerdos, tiene
grabados para siempre esos mismos lugares, idénticos barbechos ásperos, las mismas
vaguadas onduladas y las vegas de entrerríos. Y no me cabe ninguna duda que en
su sueño entrecortado surge la misma roca desnuda y majestuosa hacia la que él
miraba, apoyado en su vara, desde cualquier lugar del campo, para saber, casi
con precisión atómica, si era la hora del almuerzo y así tomar el camino de
retorno. Regreso al hogar. A las doce menos cinco.