lunes, 16 de enero de 2017

EL TIEMPO

Desde que puedo recordarlo, por alguna razón que me supera, la medida del tiempo era una obsesión más que acendrada en el discurrir de su día a día. Este empeño exagerado en conocer el tiempo transcurrido cuando terminaba de binar el barbecho o, dependiendo de la hora, el tiempo que quedaba por deslizarse hasta que nos ordenaba que paráramos la trilla, siempre me resultó muy chocante. Más aún, si se tiene en cuenta que, en una aldea perdida, en el norte de Castilla la Vieja, las horas, los días, incluso los meses, por no decir los años, discurrían plácidamente. Como el sinuoso río tranquilo que la bordeaba. 

Nunca había prisa alguna para soltar las ovejas de la tenada. No importaba cuantas horas tardáramos en gradear el quiñón del páramo y, desde luego, cuando las jornadas de otoño todavía eran más alargadas que sus sombras, para nada nos agobiaba el apresuramiento al tiempo de bardar los tapiales de adobe. El tiempo pasaba, sí, pero sólo eso, pasaba. Sin más. Hasta el reloj de la iglesia parroquial -llevaba años parado en las cuatro y veintitrés, no se sabe si de la mañana o de la tarde- parecía entender que los lustros seguirían llegando y marchándose con el inquebrantable ritmo de siegas y sementeras. Como desde siglos lo habían hecho.

Si acaso, los únicos horarios a los que atendía mi padre, raramente se lo perdía, eran mirar las noticias del “hombre del tiempo” en la tele, una vez finalizadas las noticias, y la ocasión puntual, de pascuas a ramos, en que tenía que tomar el autobús para desplazarse a la capital. Pero lo primero, lo de la tele, sólo surgió cuando mi madre compró la Telefunken, de segunda mano, a un familiar emigrado a Madrid, a mediados de los setenta. Lo segundo era inusitado, rarísimo. La encargada de mover los papeles en la capital era, indefectiblemente, mi madre. Más ducha, y menos sorda, todo hay que decirlo, en meter el dedo en el ojo a los burócratas de la Calle Mayor en la gran ciudad.

Pero ya para entonces, mucho antes de que Mariano Medina hablara de anticiclones en las Azores, le recuerdo preocupado por averiguar si para el mediodía faltaban todavía 25 o, más bien, 30 minutos.  Como Don Audaz, el párroco, nunca quiso saber nada de la maquinaria del campanario, mi padre recurría a un método infalible: la vara que usaba para arrear las vacas. Perpendicular al suelo, cuando la sombra enfilaba la mole de la Peña Redonda, al norte, en las estribaciones de los Picos de Europa, era la hora de volver a casa para la comida. Ignoro, supongo que la costumbre había afinado su intuición, cómo se las apañaba los días nublados o cuando la niebla se agarraba a los recodos del valle.  

Unos decenios después, cuando yo, en unas vacaciones veraniegas, vine de Japón, le pregunté qué prefería, si un reloj de pulsera o una segadora de látigo. En aquella época, las segadoras de látigo eran completamente desconocidas en España y para mi padre que toda su vida había segado a dalle, la segadora habría representado, como se dice ahora, un avance tecnológico de primera magnitud. Por supuesto, mi padre prefirió el reloj. Un Seiko último modelo, de cuarzo, cuyos números verdosos brillaban en la oscuridad, con la pulsera bañada en plata que, como era de prever, mi padre sólo sacaba a relucir el día de la fiesta del Santo Patrón. Para los días laborables, la vara de arrear las vacas seguía resultando tan eficaz como práctica.

En viajes sucesivos le traje relojes de pared, de mesilla de noche, de comedor y repetí con los de pulsera. Esta vez uno más sofisticado, marca Citizen, con manecillas, barrocos números romanos y silencioso segundero. Todos terminaban cuidadosamente almacenados en una alacena de la entresala. Salvo uno que había colocado al lado del basar de la cocina. Supongo que, porque aparte de la hora, marcaba la temperatura, la presión atmosférica y hasta el día, mes y año. Los rótulos estaban en japonés, pero mi padre pronto pilló el truquillo para entender que -a la manera nipona- primero venía el año, después el día y se terminaba con el mes.

Así que siempre que volvía de las labores del campo lo primero que hacía era ir hasta la pared de la cocina y gritar la hora en voz alta, aunque todas la conociéramos o a nadie nos interesara porque llevábamos nuestros propios relojes. “Las nueve y treinta, ya pronto dan el tiempo”. Bien que la experiencia le permitía predecir por la puesta del sol, con notable exactitud, el tiempo atmosférico del día siguiente, seguía siendo un devoto seguidor de los sucesores (y sucesoras) de Mariano Medina.  

Este reloj de pared, que ha sobrepasado el cuarto de siglo, sigue funcionando perfectamente. Más que con la tecnología japonesa, que también, tiene que ver con el mimo con el que mi padre lo ha cuidado. De vez en cuando pasaba un paño por la esfera para quitarle el vaho que con frecuencia lo recubría en la cocina y, cuando ya muy mayor, durante los inviernos venía a mi casa, en el sur, siempre se preocupaba de quitarle las pilas. Aunque esto, creo, que lo hacía más bien para ahorrar.

Ahora, con la memoria muy difuminada, nonagenario, apenas si distingue las horas y los días. Pese a todo, cuando en su silla de ruedas le saco a la calle, todavía tiene esa obcecación con el tiempo ¡a sus años! y no hay vez que no levante la cabeza para echar una ojeada al reloj colocado al lado del ascensor de la residencia de ancianos. Y como hizo durante tantos años en casa, vuelve a proclamar la hora. Bien que ahora la dice al albur. ¿“Qué hora es, papa”? “Las doce menos cinco” responde sin pestañear. No importa que, en realidad, sean las diez y media. Y si al volver, una hora más tarde, le pregunto de nuevo, insistirá en que son las doce menos cinco. Siempre detenido en la misma hora y el mismo minuto. Lo que me recuerda a Don Audaz y el reloj de la torre que nunca quiso reparar.

Supongo que ya será el último. Pero estas Navidades le regalé un Casio de pulsera. El relojero de la Plaza Cetina me dice que todavía se venden más de lo que la gente cree. Es bastante más sofisticado, y más barato, que los de hace decenios. Tiene la correa de plástico, las manecillas recorren unos números arábigos, inmensos que, seguro, mi padre podrá leer con facilidad. Y funciona con el movimiento de la muñeca. Mi padre ya no tendrá que preocuparse por quitar las pilas si viene a verme el próximo invierno.

El reloj ha ido acompañado de un calendario, hecho artesanalmente con el ordenador. Un mes por cada página. En la parte superior, casi mitad de A4, en un folio ligeramente reforzado, imágenes de los páramos recién arados, de la portada con los geranios y las petunias de vivos colores, del patio con los manzanos en flor, el huerto con el último cerezo que plantó, el meandro del río, en otoño, con la ribera poblada de salces con las hojas doradas. Intercaladas con fotos familiares de los nietos cuyos nombres pena para recordar. Y por supuesto, en enero, señorial, insobornable, elevándose sobre valles y páramos, la Peña Redonda coronada con las primeras nieves.

He dudado antes de entregarle ambas cosas. Por un momento me ha parecido que era demasiado cruel. Poner en su muñeca huesuda un artilugio que mide el tiempo cuando ya le queda poco y que a duras penas puede entender. Incluso me he sentido culpable. Quizá sea peor, si cabe, colgar en la pared de su habitación, de apariencia hospitalaria, las imágenes de los espacios y los lugares que han conformado toda su vida y a los que, muy posiblemente, nunca más volverá.

Pero al final, he pensado y, lo creo firmemente, que en los recovecos de su memoria, sepultados por infinidad de recuerdos, tiene grabados para siempre esos mismos lugares, idénticos barbechos ásperos, las mismas vaguadas onduladas y las vegas de entrerríos. Y no me cabe ninguna duda que en su sueño entrecortado surge la misma roca desnuda y majestuosa hacia la que él miraba, apoyado en su vara, desde cualquier lugar del campo, para saber, casi con precisión atómica, si era la hora del almuerzo y así tomar el camino de retorno. Regreso al hogar. A las doce menos cinco.