Algunos labradores nacen y otros se hacen. A mi me
han hecho, muy recientemente, por lo demás, del gremio. Por ser exactos el
pasado 9 de marzo a las 9:50, según reza la marca mecánica del funcionario que,
muy amablemente, rellenó el formulario por mí. De momento tengo un número
provisional 08481 que vaya usted a saber a que arcanos de la nomenclatura funcionarial
responde.
Pero, en fin, he vuelto a lo que, aunque fuera de manera
oficiosa lo fui durante mis años infantiles, nada más salir de la escuela y en
mi época de mozo durante las vacaciones estivales. No es que vaya, cincuenta
años más tarde, volver a los orígenes, mucho menos he tenido una iluminación de
transformación radical para retornar a cultivar la tierra que acunó mi
infancia. Dicho sea literalmente.
Después de todo, mi madre se encontraba, un caluroso
día de finales de julio, en el pago de Los Manzanos, echando una mano a mi
madre para amorenar la mies. Unas horas antes de que yo viera la luz del día. O
quizá fueron unos minutos porque fue volver a casa y nacer un servidor. Esta cercanía
al terruño desde el mismo momento de nacer, incluso antes, es más que probable
que imprimiera carácter.
Si dicen que algunos bebés les ilustran poniendo
variaciones musicales de Mozart sobre el vientre de la futura madre, a mí me
debió de arrullar, hasta el último momento, es decir el primero, el chasquido
seco de la guadaña de mi padre cercenando las cañas de centeno o trigo o avena.
Lo que quiera que aquel año hubiera sembrado en aquella ladera de polvo y
barrial que todavía, como hace más de sesenta años, se sigue inclinando, en una
suave caída hacia el cauce del cercano riachuelo.
Podríamos decir que fue un bautismo, inconsciente,
en el pozo de todo lo bueno, y lo malo, que las labores del campo engloban.
Actividad al aire libre, contemplación de la naturaleza, satisfacción de la
cosecha recolectada. Pero también el pedrisco que cae a destiempo con las
tormentas de finales de junio, el precio del cereal que permanece invariable
por décadas, el darse uno mismo cuenta que los sacos de 60 kilos que hace unos
lustros se echaban al hombro, con la misma facilidad que las andas del santo,
en la festividad del santo patrón en la aldea, necesitan de hasta cuatro brazos.
Andando ya cerca de tener uso de razón y hasta que
me enviaron al internado, fuera de las imágenes de la escuela, mis primeras
estampas de la vida campesina se confunden, frecuentemente, con los juegos infantiles.
Supongo que es porque las tareas que nos encargaban, lo de la explotación infantil,
en aquel contexto de necesidad familiar era un concepto inane, no estaban, al
menos a nuestros ojos apenas abiertos al mundo que nos rodeaba, muy lejos de
las diversiones con que pasábamos muchas horas, tras terminar las clases, con la
pandilla de compañeros de pupitre.
Digo pandilla, en singular, porque la aldea era tan
pequeña, que una vez que se formaban los grupos por las franjas de edades, que
podían ir desde los seis hasta los catorce años, la pandilla era una sola.
Las asignaciones de las cargas de trabajo iban
cambiando, como era natural, con nuestras capacidades, generalmente medidas por
nuestra fuerza bruta. Una de las primeras y más sencillas era calcar, a finales
de verano, cuando ya había finalizado la bielda, la paja molida en el carro,
especialmente preparado para transportar el mayor volumen posible hasta el
pajar, aderezado el carro con unos tableros laterales, planchas de madera de
roble o chopo cortadas muy finas, complementadas con redes en la parte delantera
y trasera.
La chiquillería, cubierta la cabeza con un saco de
yute, tirado desde la nuca y por toda la espalda, se dedicaba a pisotear con no
poco alboroto, las gariadas de paja que los adultos recogían desde los montones
de la era. Al principio era un jolgorio intentado esquivar la paja que desde ambos
laterales caía desde lo alto. Pisa por aquí, pisa por allá.
Poco a poco, el volumen, en la caja del carro iba
subiendo de altura. Con lo que la paja que tiraban desde abajo ya no caía
encima de la cabeza, sino a la altura de la cara o del pecho. Y con la paja iba
una enorme cantidad de polvo porque las eras, para no perder una mota de paja,
no digamos de grano, se barrían a conciencia con grandes escobas hechas con las
mimbres de los salces de la ribera.
En el bocarón, por donde se introducía la paja en el
pajar, la función se invertía. Los chiquillos, dentro del pajar, un espacio
cerrado por los cuatro costados, aplastábamos la paja que los adultos introducían
en el pajar por el gran ventanal hecho en la pared de adobe, precisamente, para
esos menesteres. Así que, al acabar la jornada, a media mañana, porque el calor
resultaba excesivo, la cara, los ojos, la boca y la garganta rezumaban polvo y
un picor insoportable por todo el cuerpo.
La diversión inicial se había convertido en un
pequeño drama de gargarismos y un sinfín de retorcidos movimientos para arrascarnos
el cuerpo a dos manos. Como mal menor existía la solución rápida de tirarse a
una poza del río cercano. Por entonces no eran posible las duchas por la elocuente
razón de que no disponíamos de agua corriente.
En todo caso, con nuestros modestos medios habíamos contribuido,
un verano más, a la modesta economía familiar. Nuestras pisadas encima de la paja,
nuestros desvelos para repartirla en el reducido espacio del pajar habían obrado,
quizá, el pequeño milagro de que mi padre se hubiera, a lo largo de la
temporada, un viaje de más.
Tengo la fundada sospecha, por esta circunstancia y
unos cuantos ejemplos más, que mi padre no pretendía tanto ahorrarse un viaje
entre los veinte o treinta que estaba obligado a hacer para recoger la paja de
la trilla, cuanto enseñarme, desde que apenas tenía cinco o seis años, las
labores del campo, empezando por las más sencillas, por aquellas de las que yo
era capaz. Supongo que en su perspectiva del mundo aquello era lo más natural
del mundo, enseñar a su hijo lo que sus padres con la misma edad, le habían
enseñado a él.
Hasta muchos años más tarde, cuando vio que progresaba
en mis estudios no debió de darse cuenta que el mundo se podía mirar desde
otras perspectivas que no pasaban necesariamente por la azada, la horca y el
carro. Para entonces, con la entrada de la maquinaria, aunque él nunca poseyó
un tractor, hasta él mismo fue abandonando parte de las tareas que con tanto
entusiasmo yo le había visto hacer lloviera o escampara. Eso ya era mediados de
los años setenta. Cuando hasta disponíamos ya de agua corriente y un primitivo
cuarto de baño.
En aquellos años le dio tiempo a enseñarme unas
cuantas faenas, a medida que crecía en edad y sabiduría. Sin especial orden cronológico,
me enseño a agavillar, una de las tareas más detestables que uno pueda
desempeñar en los páramos, con la mies envuelta en cardos, o quizá era al
revés, azotándote la cara mientras lo braceaba sobre las morenas, con el calor
abrasador de mediados de julio.
Algo más llevadero era el acarreo, entre otros motivos
porque me dopaban con una buena rebanada de pan rociada con orujo o anís
(¡siete años!), y chocolate de hacer para soportar los madrugones a las cuatro
de la mañana y acudir con la fresca a las fincas más alejadas de las eras de
pan trillar.
Mucho más agradable, al atardecer, también en
verano, eran las tareas de riego de las patatas o la remolacha en la huerta,
mientras la mula daba cansinamente vueltas a la noria, nada más agradable que
tumbarse en uno de los surcos por regar para echar una cabezada a la sombra de
la finísima flor de la patata. Algo en lo que nunca me hubiera fijado, en lo de
que las patatas son de flor delicada, si no hubiera sido porque muchas veces
las divisé a contraluz, cobijado a su sombra, mientras gritaba a la dichosa
mula que arreara. No que me hiciera mucho caso.
Así que al declararme el Servicio Territorial de
Agricultura, Ganadería y Desarrollo Rural como labrador oficial en la España
más que despoblada no pude por menos que sentirme orgulloso de los
conocimientos que adquirí hace décadas. No que ahora los vaya a poner en
práctica. Al funcionario le dije que era simplemente para poder cultivar el
huerto de verduras y hortalizas casero. En realidad, todo ha sido para redoblar
mi sentimiento de pertenencia a una profesión, dura como ninguna, la de
agricultor. No por otra cosa que porque fue la que practicó mi padre y en la
que, estoy seguro, secretamente siempre pensó que seguiría sus pasos.
El justificante que tengo sellado con certificado digital
no es, en realidad, más que un documento para engordar una estadística, pero si
mi padre estuviera cerca, que no lo está, seguro que se habría sentido
orgulloso de que volviera a las raíces, aunque fuera ya a la edad en la que a
él, levantar los sacos de centeno comenzaba a resultar un martirio.
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