viernes, 24 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XXXIX: El carro de paja


Algunos labradores nacen y otros se hacen. A mi me han hecho, muy recientemente, por lo demás, del gremio. Por ser exactos el pasado 9 de marzo a las 9:50, según reza la marca mecánica del funcionario que, muy amablemente, rellenó el formulario por mí. De momento tengo un número provisional 08481 que vaya usted a saber a que arcanos de la nomenclatura funcionarial responde.

Pero, en fin, he vuelto a lo que, aunque fuera de manera oficiosa lo fui durante mis años infantiles, nada más salir de la escuela y en mi época de mozo durante las vacaciones estivales. No es que vaya, cincuenta años más tarde, volver a los orígenes, mucho menos he tenido una iluminación de transformación radical para retornar a cultivar la tierra que acunó mi infancia. Dicho sea literalmente.

Después de todo, mi madre se encontraba, un caluroso día de finales de julio, en el pago de Los Manzanos, echando una mano a mi madre para amorenar la mies. Unas horas antes de que yo viera la luz del día. O quizá fueron unos minutos porque fue volver a casa y nacer un servidor. Esta cercanía al terruño desde el mismo momento de nacer, incluso antes, es más que probable que imprimiera carácter.

Si dicen que algunos bebés les ilustran poniendo variaciones musicales de Mozart sobre el vientre de la futura madre, a mí me debió de arrullar, hasta el último momento, es decir el primero, el chasquido seco de la guadaña de mi padre cercenando las cañas de centeno o trigo o avena. Lo que quiera que aquel año hubiera sembrado en aquella ladera de polvo y barrial que todavía, como hace más de sesenta años, se sigue inclinando, en una suave caída hacia el cauce del cercano riachuelo.

Podríamos decir que fue un bautismo, inconsciente, en el pozo de todo lo bueno, y lo malo, que las labores del campo engloban. Actividad al aire libre, contemplación de la naturaleza, satisfacción de la cosecha recolectada. Pero también el pedrisco que cae a destiempo con las tormentas de finales de junio, el precio del cereal que permanece invariable por décadas, el darse uno mismo cuenta que los sacos de 60 kilos que hace unos lustros se echaban al hombro, con la misma facilidad que las andas del santo, en la festividad del santo patrón en la aldea, necesitan de hasta cuatro brazos.

Andando ya cerca de tener uso de razón y hasta que me enviaron al internado, fuera de las imágenes de la escuela, mis primeras estampas de la vida campesina se confunden, frecuentemente, con los juegos infantiles. Supongo que es porque las tareas que nos encargaban, lo de la explotación infantil, en aquel contexto de necesidad familiar era un concepto inane, no estaban, al menos a nuestros ojos apenas abiertos al mundo que nos rodeaba, muy lejos de las diversiones con que pasábamos muchas horas, tras terminar las clases, con la pandilla de compañeros de pupitre.
Digo pandilla, en singular, porque la aldea era tan pequeña, que una vez que se formaban los grupos por las franjas de edades, que podían ir desde los seis hasta los catorce años, la pandilla era una sola.

Las asignaciones de las cargas de trabajo iban cambiando, como era natural, con nuestras capacidades, generalmente medidas por nuestra fuerza bruta. Una de las primeras y más sencillas era calcar, a finales de verano, cuando ya había finalizado la bielda, la paja molida en el carro, especialmente preparado para transportar el mayor volumen posible hasta el pajar, aderezado el carro con unos tableros laterales, planchas de madera de roble o chopo cortadas muy finas, complementadas con redes en la parte delantera y trasera.

La chiquillería, cubierta la cabeza con un saco de yute, tirado desde la nuca y por toda la espalda, se dedicaba a pisotear con no poco alboroto, las gariadas de paja que los adultos recogían desde los montones de la era. Al principio era un jolgorio intentado esquivar la paja que desde ambos laterales caía desde lo alto. Pisa por aquí, pisa por allá.

Poco a poco, el volumen, en la caja del carro iba subiendo de altura. Con lo que la paja que tiraban desde abajo ya no caía encima de la cabeza, sino a la altura de la cara o del pecho. Y con la paja iba una enorme cantidad de polvo porque las eras, para no perder una mota de paja, no digamos de grano, se barrían a conciencia con grandes escobas hechas con las mimbres de los salces de la ribera.

En el bocarón, por donde se introducía la paja en el pajar, la función se invertía. Los chiquillos, dentro del pajar, un espacio cerrado por los cuatro costados, aplastábamos la paja que los adultos introducían en el pajar por el gran ventanal hecho en la pared de adobe, precisamente, para esos menesteres. Así que, al acabar la jornada, a media mañana, porque el calor resultaba excesivo, la cara, los ojos, la boca y la garganta rezumaban polvo y un picor insoportable por todo el cuerpo.

La diversión inicial se había convertido en un pequeño drama de gargarismos y un sinfín de retorcidos movimientos para arrascarnos el cuerpo a dos manos. Como mal menor existía la solución rápida de tirarse a una poza del río cercano. Por entonces no eran posible las duchas por la elocuente razón de que no disponíamos de agua corriente.

En todo caso, con nuestros modestos medios habíamos contribuido, un verano más, a la modesta economía familiar. Nuestras pisadas encima de la paja, nuestros desvelos para repartirla en el reducido espacio del pajar habían obrado, quizá, el pequeño milagro de que mi padre se hubiera, a lo largo de la temporada, un viaje de más.

Tengo la fundada sospecha, por esta circunstancia y unos cuantos ejemplos más, que mi padre no pretendía tanto ahorrarse un viaje entre los veinte o treinta que estaba obligado a hacer para recoger la paja de la trilla, cuanto enseñarme, desde que apenas tenía cinco o seis años, las labores del campo, empezando por las más sencillas, por aquellas de las que yo era capaz. Supongo que en su perspectiva del mundo aquello era lo más natural del mundo, enseñar a su hijo lo que sus padres con la misma edad, le habían enseñado a él. 

Hasta muchos años más tarde, cuando vio que progresaba en mis estudios no debió de darse cuenta que el mundo se podía mirar desde otras perspectivas que no pasaban necesariamente por la azada, la horca y el carro. Para entonces, con la entrada de la maquinaria, aunque él nunca poseyó un tractor, hasta él mismo fue abandonando parte de las tareas que con tanto entusiasmo yo le había visto hacer lloviera o escampara. Eso ya era mediados de los años setenta. Cuando hasta disponíamos ya de agua corriente y un primitivo cuarto de baño.

En aquellos años le dio tiempo a enseñarme unas cuantas faenas, a medida que crecía en edad y sabiduría. Sin especial orden cronológico, me enseño a agavillar, una de las tareas más detestables que uno pueda desempeñar en los páramos, con la mies envuelta en cardos, o quizá era al revés, azotándote la cara mientras lo braceaba sobre las morenas, con el calor abrasador de mediados de julio.

Algo más llevadero era el acarreo, entre otros motivos porque me dopaban con una buena rebanada de pan rociada con orujo o anís (¡siete años!), y chocolate de hacer para soportar los madrugones a las cuatro de la mañana y acudir con la fresca a las fincas más alejadas de las eras de pan trillar.

Mucho más agradable, al atardecer, también en verano, eran las tareas de riego de las patatas o la remolacha en la huerta, mientras la mula daba cansinamente vueltas a la noria, nada más agradable que tumbarse en uno de los surcos por regar para echar una cabezada a la sombra de la finísima flor de la patata. Algo en lo que nunca me hubiera fijado, en lo de que las patatas son de flor delicada, si no hubiera sido porque muchas veces las divisé a contraluz, cobijado a su sombra, mientras gritaba a la dichosa mula que arreara. No que me hiciera mucho caso.

Así que al declararme el Servicio Territorial de Agricultura, Ganadería y Desarrollo Rural como labrador oficial en la España más que despoblada no pude por menos que sentirme orgulloso de los conocimientos que adquirí hace décadas. No que ahora los vaya a poner en práctica. Al funcionario le dije que era simplemente para poder cultivar el huerto de verduras y hortalizas casero. En realidad, todo ha sido para redoblar mi sentimiento de pertenencia a una profesión, dura como ninguna, la de agricultor. No por otra cosa que porque fue la que practicó mi padre y en la que, estoy seguro, secretamente siempre pensó que seguiría sus pasos.

El justificante que tengo sellado con certificado digital no es, en realidad, más que un documento para engordar una estadística, pero si mi padre estuviera cerca, que no lo está, seguro que se habría sentido orgulloso de que volviera a las raíces, aunque fuera ya a la edad en la que a él, levantar los sacos de centeno comenzaba a resultar un martirio.

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