domingo, 25 de noviembre de 2012

Mi padre en París (2 de 2)

Que mi padre, tan poco dado a ir más allá de la capital de provincias, de un día para otro se decidiera a ir, como quien dice, al otro extremo del mundo, incluso pasando la raya de Francia para ganar el jornal, resultaba cuando menos sorprendente. Con el paso de los años llegué al convencimiento de que si ganarse unos francos en medio de aquella economía de supervivencia, cuando faltaban todavía algunos años para que el desarrollismo franquista se notara en el pueblo, le resultaba atractivo, aún lo era más el aura de que en Francia, más cerca o más lejos de la frontera, estaba la Torre Eifiel.

Dudo mucho que mi padre se hubiera lanzado a la aventura sólo por salarios de emigrantes desarrapados que acarreaban, en no pocas ocasiones, desgracias mortales. Maurino, el hijo del señor Maurino, el vecino, había fallecido en el acto, según contaba el padre, golpeado por un cable desprendido accidentalmente de una vagoneta en una oscura mina de carbón en las cercanías de Lieja. Y Ceferino, que ahora ejercía de alcalde, se las veía y deseaba para poder respirar mientras uncía, esfuerzo más bien insulso,  las vacas al yugo. Los años que había pasado en una fábrica de pinturas en Dusseldorf no le habían hecho nada bueno a sus pulmones. Previsiblemente, entresacar remolacha resultaría menos peligroso que pasar de labrador a minero o convertirse en envasador de esmaltes. Previsiblemente…

 Cómo llegaron a las extensas fincas de remolacha azucarera, en pleno corazón de las landas francesas, emboscadas a su vez en interminables pinares, nunca lo contaron, salvo que pasaron cuatro días, con sus noches, de estaciones en andenes, pernoctando en los bancos de las salas de espera. Aunque la fecha de salida, 24 de abril de 1964, así como la estación de llegada, Mimizan, quedaron bien grabadas, al resguardo de su boinas nuevas, las que usaban únicamente para ir al bar, a jugar la partida de subastao los domingos por la tarde. Comparados con los minifundios que cultivaban en su comarca de media montaña, las hileras de remolacha azucarera que se perdían en el horizonte, hasta donde comenzaba el siguiente pinar o las dunas costeras del Atlántico, les parecieron interminables. 

Ambos, con otras cuadrillas de compatriotas, fueron alojados en las caballerizas que el propietario poseía, como anexo, en un lateral de la vivienda principal. No muy alejados del mar, en una zona indeterminada al sureste de Burdeos, la niebla hacía que cada mañana, al alba, cuando comenzaba el trabajo de coger un surco para iniciar la labor de entresacado, el final del mismo, apenas era visible a más de un kilómetro y medio. Una distancia que contada en plantones de remolacha, separadas por milímetros, les parecía infinita. “Ostia puta -murmuraba el señor Pablo, poco dado a jurar pero a quien las hileras interminables para entresacar le sacaban de sus templadas casillas- esto es como si empezáramos la hilera en el Turruntero (uno de los pagos del pueblo) y termináramos más allá de Polvorosa”, el pueblo vecino que, efectivamente, estaba situado a un kilómetro y medio.

Ambos conformaban un equipo de dos, lo que les servía para consolarse mientras calculaban que labores podrían estar haciendo, ya casi principios de mayo, en la aldea, si no se hubiera movido de ella. Casi con toda seguridad, gradear los diminutos terrenos de regadío, entre los dos ríos que abrazaban la vega, a fin de prepararlos para la siembra de las patatas tempranas. El grupo de andaluces que compartían rancho y posada, aparentemente más experimentados en la labor o quizá menos concienzudos con ella, pronto les cogían la delantera en los surcos. Según ellos, la ventaja de los andaluces era tramposa, la inusitada celeridad sólo era resultado del poco cuidado que ponían en hacer la labor como Dios manda o el terrateniente ordenaba. De manera que cuando ellos apenas habían llegado a la mitad del par de surcos que llevaban “con el espinazo bien doblado, como hay que entresacar”, al decir del señor Pablo, los compatriotas del sur ya venían de vuelta por la siguiente hilera.

“Aquello me llevaban los demonios”, contaba más tarde. No porque creyera perder una competición inexistente aunque real –les pagaban por surcos entresacados- sino porque quisquilloso como era para todo, incluido para el entresacado de la remolacha, le parecía de muy mal gusto que las remolachas se quedaran a distancias irregulares, como si hubieran sido plantadas al albur, algo de lo que los andaluces, evidentemente, se mofaban. Lo peor, en todo caso, con diferencia era la comida que les echaban. Según mi padre, en el caldero del rancho la criada de los amos se limitaba a echar tocino y patatas, sin ningún tipo de condimento, ni siquiera sal,  “ni la Eufrosina da de comer así a los gochos”. Fuera el enfado de ver como los andaluces les sacaban ya una delantera enorme todos los días a media mañana, fuera la comida “de tocino crudo y patatas de cochino”, y sobre todo la añoranza del terruño, no aguantando más aquella brevísima experiencia de emigrantes fallidos, una noche al amparo de la oscuridad y de la pertinaz niebla, campo a través de los campos de remolacha, los entresacados y los que faltaban por entresacar, y de los viñedos, pusieron pies en polvorosa, sin saber muy bien dónde estaba polvorosa. Sólo tenían una noción geográfica aproximada del sitio donde se encontraban.

Su mejor esperanza consistía en toparse con cualquier vía de tren y seguirla hasta dar con alguna estación.  Al alba dieron con una granja. Preguntaron, en español, claro, a la dueña por el camino de vuelta. A España. Suponían, con lógica aplastante, que la buena señora empeñada en la guía de una manada de ocas, difícilmente habría oído hablar de su capital de provincia, menos aún de la aldea.  Ella, en francés, claro, señaló vagamente hacia lo que parecía el sur, por la postura del sol, en dirección a la madre patria. Finalmente dieron con una estación de tren. Pero como habían desertado de las caballerizas sin avisar y con nocturnidad, no habían cobrado el salario de la escasa semana trabajada, por lo que no disponían de dinero suficiente para adquirir los billetes.  

El señor Pablo confiesa sin ambages que, en aquel preciso momento, ya no pudo más y rompió a llorar como una magdalena, con sus treinta y dos añazos casi recién cumplidos. Una joven que les vio en semejante estado de tribulación se acercó a ellos, y en impecable cristiano, se ofreció a pagarles los billetes. Pese a que le pidieron las señas para reenviarle el dinero en cuanto llegaran al pueblo, ella se negó en redondo. Este gesto de solidaridad lo suelen recordar ambos con infinito agradecimiento, pese a los años transcurridos, y el señor Pablo, ligeramente dado a fantasear, asegura que se acuerda perfectamente de su tez morena, de su sonrisa tímida, para añadir que, con toda certeza, era hija de refugiados, y que portaba, por más señas, un vestido estampado en vivos colores. Tanto detalle, no me extrañaría, podría ser fruto de su imaginación. Mi padre, lo único que dice recordar es el plato de lentejas que devoró, cual hijo pródigo, una vez de vuelta en el hogar.

Así que los inconfesados deseos de mi padre por admirar de cerca la Torre Eiffel, que desde pequeño conocía en la miniatura procedente de la casa de su madre adoptiva, terminaron un día de mediados de mayo cuando el tren atravesó  Hendaya, la línea divisoria que les separaba de la tierra prometida que pudo ser y nunca fue. Regresaron unas cuantas pesetas más pobres que cuando salieron, levemente humillados por el fracaso sufrido a manos de andaluces y, más hambrientos, gracias a las patatas para los cochinos. Durante una temporada, mi padre escondió la torre Eiffel en un cajón de la cómoda, en la habitación de la entresala de la segunda planta, quizá con intuición metafórica, en la mismísima caja de zapatos donde mi madre guardaba los recordatorios de los difuntos que los vecinos repartían unas semanas después de haber enterrado a un ser querido en el camposanto que había en una extremidad del pueblo, al resguardo de una alameda, en la curva que formaba el río pequeño antes de desembocar en el grande.

Al otro lado del río, en la vega, mi padre siguió entresacando remolachas durante decenios, pero ahora ya para su propio beneficio de labrador minifundista, sin surcos infinitos, ni tocino crudo, ni andaluces acelerados. Durante todos esos años, la torre Eiffel siguió escondida en la caja de cartón de los recordatorios de los difuntos de la aldea, cada año más abundantes, aunque probablemente nunca llegó a olvidarla del todo. Unos treinta años después, mediados de los noventa, mi padre continuaba, aunque con menos vigor y entereza, realizando a mediados de verano las mismas tareas que había realizado durante aquel aciago viaje a Francia. La obra de Eiffel convertida ya en un espejismo yaciente entre el olor a naftalina que mi madre repartía abundantemente contra la polilla por armarios y cómodas.

Gran aficionado al ciclismo, seguía el Tour de Francia, siempre que sus labores se lo permitían con asiduidad. Incluso llegaba a sacrificar la sacrosanta siesta con tal de ver los míticos finales de carrera en los míticos puertos de los Alpes o los Pirineos. Pero con la etapa con la que más disfrutaba era la del último día, cuando los ciclistas ya relajados, o como él decía “con toda la cebada vendida”, se dedicaban a dar vuelta tras vuelta, pavoneándose, mayormente, al circuito de los Campos Elíseos, mientras las cámaras de televisión se regodeaban en las tomas aéreas del Arco del Triunfo o el obelisco de la plaza de la Concordia. Mi padre, que como dije era poco propenso a exhibir emociones, terminaba por cambiar de postura en el tresillo, adelantando su cuerpo como para aproximarse a la pantalla, ya en color, cada vez que el helicóptero daba otra pasada y enfocaba desde la explanada de Trocadero la inconfundible silueta de hierro forjado, al otro lado del Sena.

“El próximo año nos vamos a ver a Induráin, a por el sexto Tour”, le dije. “Quiá, quiá, que mejor que aquí”, contestó. Exactamente la misma expresión que usaba para rechazar cualquier invitación de viaje ocioso, por corto o largo que fuera. Y pensando que no le había oído, volvió a repetirlo: “Quiá, quiá, que mejor que aquí”. A la mañana siguiente, por arte de magia, la Torre Eiffel que se nevaba al darla la vuelta, que había decorado la Optimus de la señora Eudovigis, la Telefunken donde a principios de los setenta escuchábamos Radio Andorra, campeaba sobre la Phillips en color, de mediados de los noventa, donde habíamos admirado a Miguelón en la bajada de Luz Ardiden.

Aún con la desilusión por el desfallecimiento de Induráin en la subida a Les Arcs, fue su último Tour y sólo ocupó la undécima plaza, nosotros aquella tarde del 21 de julio de 1996 disfrutamos de lo lindo viendo a los ciclistas una y otra vez pasar delante de nuestras mismas narices. Habíamos ido con tiempo suficiente hasta el metro de Madeleine y nos habíamos apostado en una curva de la plaza de Concordia que, los ciclistas por precaución, además había lloviznado por la mañana, tenían que tomar a velocidad reducida. Este insignificante ardid nos permitió observar al mismísimo Induráin, en una de las vueltas en que se abrió hacia el exterior, pedalear a no más de dos metros de donde estábamos situados. Fue un momento emocionante y único para mi padre.

Volvimos a casa en medio de un gentío inmenso, mi padre, por temor a perderse, me había agarrado del jersey desde que salíamos de la boca de Madeleine y no me soltó –salvo para aplaudir a Induráin, la vez que tan cerca pasó de nosotros- hasta llegar a la puerta de casa, en los suburbios parisinos. A esas alturas, el jersey ya había crecido un par de tallas.

Pero lo mejor estaba por llegar. Al día siguiente, apenas amanecido, aprovechando que era festivo y el tráfico escaso, nos propusimos hacer, en bicicletas de paseo, el mismo recorrido que los ciclistas profesionales. Parte de las vallas estaban sin quitar y todavía quedaban algunas cintas de la protección civil atadas a los árboles. Mi padre, fuera para ir a París o la fiesta del pueblo de al lado, se había atado los pantalones, como había hecho siempre,  con un par de pinzas de madera para tender la ropa, con la parte inferior del pantalón recogida a medias dentro de los calcetines. Y naturalmente con los zapatos acharolados, de puntera, bien abrillantados.

Dimos la vuelta completa al circuito urbano, igual que el mismísimo Induráin. Salvamos un momento de pánico en Concordia, al abrirse un semáforo antes de tiempo y aparecer, pese a ser festivo, una riada de turismos procedentes de la margen izquierda del Sena, enfilamos los Campos Elíseos, nos dimos el gusto de pedalear por debajo del Arco del Triunfo y terminamos por girar hacia Trocadero, cruzamos el río, ya fuera del circuito oficial, para llegar, por fin, a la mismísima torre Eiffel, a la hora que empezaban a llegar las primeras hordas de turistas. Que mi padre no imaginaba tan alta y en torno a la cual, tras dejar apoyado el manillar de su bicicleta en uno de los pilares, dio no menos de diez vueltas, una detrás de otra, mirando atentamente hacia arriba, absorto en la estructura trenzada con millones de remaches y hierro ensamblado.

Aquella bicicleta, que había recorrido los Campos Elíseos y se había apoyado en la mítica torre de la infancia, terminó en el pueblo. Todavía es usada por mi padre, capaz de pedalear, con 88 años, hasta el Puente de Piedra para pasar parte de la mañana sentado en el pretil –dicen que construido con las tallas del desaparecido castillo- mientras observa los vehículos que, de ciento en viento, circulan por la carretera provincial. Entretenido en predecir si la puesta del sol, entre nubes grises, que viene acompañada del cierzo gélido, acarreará lluvias para la sementera que ya nunca volverá a labrar. Apoyada contra un chopo ajado de la ribera, la bicicleta de color azul que dio la vuelta a los Campos Elíseos y se apoyó en el pilar izquierdo de la torre Eiffel espera. No me cabe duda de que mi padre cuando la mira, acaso no siempre, pero de vez en cuando, rememora la torre Eiffel. No la de verdad, sino la que imaginó al contemplar por primera vez la que estaba en la “gloria”, en casa de su madre adoptiva.