martes, 8 de diciembre de 2015

RECOMENDACIONES AGRÍCOLAS PARA LAS ELECCIONES

Para los que nos acercamos a los sesenta y somos más de pueblo que el cornezuelo del centeno, y a mucha honra, siempre recordaremos que el final de la magra cosecha coincidía con la tarea de la bielda. El momento clave donde se separaba la paja del grano y se recolectaba el fruto cuando las tardes de agosto comenzaban a menguar. La bielda manual requería de una exquisita técnica basada en lanzar al aire, con mimo y ritmo, la paja y el grano para que la ligera brisa permitiera separar lo uno de lo otro.

Tanta o más técnica, pero ésta ligeramente industrial, se requería cuando a finales de los cincuenta los labradores más pudientes accedieron al lujo de la beldadora mecánica movida por el motor de dos tiempos. En el norte de Castilla el monopolio correspondía a un fabricante, relativamente cercano de Vitoria, Ajuria. Mágica herramienta que con, relativamente poco esfuerzo, obraba el milagro de separar el tamo del cereal.

Los chavales de la época, arremolinados alrededor de aquel aparatoso instrumento, observábamos con pasmo, no exento de admiración, como el agostero, con un cunacho, llenaba la tolva, mientras el traqueteo de la mezcla de lata y madera que la polea del motor Campeón ejercía sobre el armatoste terminaba por expulsar la cebada por debajo del vientre abombado del ventilador, donde con cariño se hacía un montoncito a mano, con el escaso grano que paría la máquina. Por la parte trasera, en cambio, salía tanto que el montón de broza, paja y relleno inútil había que quitarlo, cada dos por tres, a gariadas.

Las beldadoras desaparecieron de las eras hace decenios, aunque como metáfora en este tiempo de campaña y elecciones no tienen precio. Siempre ha sido así, pero en este 20-D que nos martiriza con tanta palabrería insustancial, tan rebosante de promesas hueras, con más razón si cabe. Los debates electorales, los mítines, los panfletos que se reparten por los buzones son anodinos y triviales haciendo que la parva fútil y vacía oculte el poco grano, a mimarlo con sumo cariño, que se desprenderá de la bielda en menos de 15 días.

El secreto está en las cribas. Mi abuelo, que pasó el verano del 36 escondido en los robledales para ocultarse de la cuadrillas falangistas, y nunca oyó hablar de Bob Geldof (“no creas a los políticos, no importa quien pronuncie el discurso, son todo mentiras y esto incluye a las estrellas de rock que hacen discursos políticos”), se habría vuelto a perder en el monte, esperando tiempos mejores. Cualquier cosa antes que seguir los debates inanes del jefe de gobierno sentado en un sofá, una vez más la intermediación de la pantalla de plasma; presuntos líderes de la oposición alabando repúblicas bananeras o guaperas sosias de Kennedy promoviendo despidos más baratos.

Mi abuelo en esto de la bielda era bastante radical -a diferencia de mi padre que ponía la cribas con agujeros más grandes para pasar en diferentes etapas hasta las cribas con agujeros más pequeños- e iba, literalmente, al grano. Empezaba directamente con las cribas más cerradas, aquellas que tenían los huecos tan estrechos que, a duras penas, permitían pasar los granos alargados de la avena. ¡Cuánto menos de la paja, las granzas o cualquier otra brizna! Así que a mi padre terminaban por colársele en la cosecha de trigo no pocas brozas. A mi abuelo ni una.


Es tiempo de cribado. Seremos indulgentes y estultos, no vale quejarse el 21-D, si dejamos pasar tanta paja como nos prometen y con la que nos quieren engatusar, entre el escasísimo grano de esta cosecha. Mi criba, siguiendo los buenos consejos del abuelo Lides, sólo tiene cuatro agujericos: educación, empleo, sanidad y fiscalidad. Y un tamiz insobornable: el de los hechos. Para que pase el poco fruto después de marearnos con tantas vueltas en la trilla. Todo lo demás: a tomar por el viento.

domingo, 22 de noviembre de 2015

¿Y SI EL PA AMB TOMÀTEC FUERA AZTECA?

El pa amb tomàquet es la quintaesencia del arte culinario catalán, no por lo sofisticado, cuanto por la popularidad. Cualquier “guiri” que haya pasado por Cataluña lo afirmará. Algo que, tenazmente, será discutido, en términos muy doctos, por andaluces, extremeños, valencianos, mallorquines y murcianos, alegando estos últimos que por algo sientan sus reales en la Huerta de Europa. De hecho, durante la polvareda generada por el 27-S, volvió a resurgir en los medios regionales de la capital del Segura un clásico del ardor patriota regionalista: el pan con tomate es un invento murciano. Para ser exactos, de los murcianos que trabajaron en la construcción del metro barcelonés en los años veinte del siglo pasado.

Y, al decir de algunos eruditos, no faltan testimonios de que los emigrantes murcianos, siempre indómitos emprendedores, eran tan propensos a disfrutar del manjar que hasta plantaron tomateras al lado de los raíles. Esta sagacidad y que el pan se les quedara duro con el paso de los días  para hincarle el diente, les condujo a popularizar entre los locales tan sencillo manjar. En estas laberínticas, como tan inútiles disquisiciones culinarias, no podían faltar otras regiones, provincias y comarcas del Levante, atribuyéndose el origen de bocado tan exquisito como sencillo.

Con lo cual las memorias insondables y los recuerdos de abuelos, bisabuelos y tatarabuelos que en pueblos de Valencia, Andalucía o Extremadura, restregaban –por cierto, en Murcia no se restriega, se unta el tomate ya rayado sobre el pan tostado- son tan abundantes como pintorescas. La más peregrina que he encontrado es ésta: los cartagineses lo introdujeron en la península por Cartagena y de ahí se extendió al resto de España, Cataluña incluida. ¿Diga? ¿Pero no fueron Colón y marineros quienes lo trajeron de las Américas, como mil cuatrocientos noventa y pico años después? Solución, los cartagineses, Aníbal, Asdrúbal y compañía lo copiaron de los vikingos quienes a su vez ya habían observado como restregaban el fruto del tomate los nativos de América. 

Cronológicamente toda esta sesuda aseveración es un dislate, pero hay foros y artículos donde la argumentación patriótica regionalista es tan procelosa e inane que resulta cómica. Como en la Edad Media se debatía durante horas, incluso días, sobre cuantos ángeles cabían en la punta de un alfiler o dónde se encontraba el verdadero prepucio del Niño Jesús, ahora es la época donde cualquier iletrado puede pasar por experto investigador. Basta tener una conexión decente a la banda ancha para escupir sandeces.


La ignorancia, solía decir mi abuelo, es muy atrevida. Si a ella se suma que mirarse al ombligo geográfico, sea estatal, regional, provincial o comarcal es la madre de todas las ciencias, hasta la gente más sensata pierde el oremus y se insulta, amenaza, zahiere y vilipendia por las más estultas de las nimiedades.  Entre otras sobre si el pa amb tomàquet se empezó a utilizar antes en Manresa que en Mazarrón. 

Y puestos a impartir sabiduría huera sobre el origen de las delicadezas gastronómicas se me ocurre que, quizás, ¿por qué no? los primeros que se deleitaron con el pa amb tomàquet fueron los aztecas. Después de todo disponían del fruto del Solanum lycopersicum. Mucho antes que murcianos, catalanes o andaluces. Cierto, no disponían de pan. Pero tenían exquisitas tortitas de maíz. Acaso, después de todo, el pa amb tomàquet fue en un principio docsa amb tomaquet. Vamos, que no hace falta ser de ningún sitio en especial, ni haber sido honrado con 3 estrellas Michelin, para llegar a la conclusión de que si frotas el tomate con un trozo de pan endurecido (o de torta de maíz) será la única manera de manducarlo. 

domingo, 8 de noviembre de 2015

DONDE ESTÁ ÍTACA...

Ulises, atado al mástil, resiste el canto de las sirenas
Mucho antes de que el zascandil de José María hablara catalán en la intimidad, quien esto escribe empezó a escucharlo bajo idéntica modalidad. Esto es, en la penumbra (apaga la luz, mariluz) de una habitación a oscuras, sinónimo del abismo infernal que profetizaban aquellos primeros escarceos amorosos. El insondable, a la vez que inquietante, pozo de lo que en el siglo calificaban como amores clandestinos. El aposento en contraluz se mimetizaba en un popular barrio madrileño, entonces poblado por funcionarios de la escala media, tirando a baja, madres demasiado jóvenes convirtiéndose en viejas, maestras de colegios de monjas y no pocos obreros que hacían, todos los días, el viaje de retorno hasta la frontera de Vallecas y más allá. Entonces era 1975 y el Generalísimo agonizaba en La Paz, a un par de kilómetros a tiro de piedra.

“Quan surts per fer el viatge cap a Ítaca, has de pregar que el camí sigui llarg, ple d'aventures, ple de coneixences. Has de pregar que el camí sigui llarg, que siguin moltes les matinades que entraràs en un port que els teus ulls ignoraven, i vagis a ciutats per aprendre dels que saben”. Ya fue casualidad que, mismamente un servidor, castellano viejo de los ásperos páramos de la meseta norte, me empapara con el catalán mientras el piano dominaba el huracán de viento y pasión que surgía del vinilo, en la misma capital de España.

Todo gracias a Lluis Llach. En la intimidad, sí, pero no en Banyoles, el Alto Ampurdán, ni siquiera en Calaf. En el corazón de Madrid, rompeolas de todas las España.  Aquello no fue fruto de la casualidad, claro. Mi amiga se apellidaba Roca Carrer, sus padres habían emigrado desde Sant Andreu, al borde del Besós, hasta las orillas de la M-30. Después de Lluis vinieron Pau Riba, María del Mar Bonet, Francesc Pi de la Serra y unos cuantos más. Todos ellos cómplices de fervorosas pasiones postadolescentes y algaradas a la carrera en la facultad.

Con el paso de los meses y de los años ‘Viatge a Itaca’, incluso después de arrinconar los amores de juventud y alcanzar la sosegada cincuentena, se convirtió en himno personal, mi propio mapa, mi brújula y mi hoja de ruta al filo de las décadas transcurridas, de las gentes encontradas, las ciudades habitadas, también de aquellas otras pasajeras, las montañas escaladas y los puertos en los que he buscado abrigo.

Soy plenamente consciente del trasfondo político que Lluis Llach imprimió a la canción. Desconozco, intuyo que no, si esa era la intención del autor de la letra, el gran Constantino Kavafis. Ni una cosa ni la otra me importan lo más mínimo. El “Viatge a Itaca”, para mí, no es el llegar a ninguna patria, ningún país, ninguna región. El “Viatge a Itaca” es el que me llevará, “Més lluny, sempre molt més lluny, més lluny del demà que ara ja s'acosta. I quan creieu que arribeu, sapigueu trobar noves sendes”. Pero a mí y a nadie más. Porque mi viaje a Ítaca es personal e intransferible. Único. Está dentro de mí. No vibra con una bandera fofa, cualesquiera el color, ni se oye en un himno huero, por bien que suene la música. Ni me arrodillo ante un Estado guardián, no importa su formato.

En realidad, Ítaca está dentro de cada uno de nosotros, en cuantos nos quieren y en a cuantos hemos querido. También en aquellos a quienes amaremos y nos amarán. Nuestra salvación, la mía al menos, no reside en arribar al puerto de una identidad de pueblo, religión, raza, nación, tribu o clan. Bien al contrario, está en los caminos que he recorrido para llegar hasta aquí. A lo que soy ahora.  Y en las sendas que todavía me quedan por andar para que “ l'amor ompli el meu cos generós, trobi els camins dels vells anhels, plens de ventures, plens de coneixence”.


Desconozco que habrá sido de quien fue mi amiga catalana en la intimidad. Quien me abrió los ojos a la bella cadencia de estos versos “I si la trobes pobra, no és que Ítaca t'hagi enganyat. Savi, com bé t'has fet”, amén de a “el camí llarg, ple d'aventures, ple de coneixences”. Me dijeron que regresó a San Andreu. Quizá alguna vez la memoria y la nostalgia me lleven a buscarla y si la encuentro, pobre, no es que Ítaca me haya engañado. Sabio como muy bien me he hecho, sabré lo que significan las Ítacas.
-------------

Texto para la web Àgora Alta Segarra (http://www.agoraaltasegarra.cat/)

domingo, 4 de octubre de 2015

ELOGI I LLOA A LES COMARQUES

Poco antes de ir al internado, mediados de los sesenta, mi madre me llevó en el coche de línea a la capital de la provincia, norte de Castilla la Vieja. Ciudad menor de colores pálidos y calle mayor porticada por donde paseaban curas ensotanados y las señoras burguesas, venidas a menos, entraban y salían del Casino provincial tan emperifolladas como altaneras, observándonos a los pueblerinos como extranjeros paletos y asilvestrados. Tenía que ingresar en el internado con un ajuar como Dios manda, entre otras pertenencias, unos flamantes zapatos de charol. Así que allí estaba yo, con la mirada esquiva, en Zapatería Segarra, asombrado de las decenas de cajas que se apilaban encima del mostrador, por estanterías y escaleras de caracol, hasta colmar el establecimiento. Se desprendía un rancio olor a cartón enmohecido y a la goma de las suelas filis. Nunca antes había visto en la aldea más de dos pares juntos, así que al advertir centenas de ellos en Zapaterías Segarra, asumí, equivocadamente, que el Sr. Segarra era el mayor hacedor de zapatos del mundo.

Apenas unas semanas después, en mi libro de Geografía de primero de bachillerato, aprendí que Segarra era una comarca en la otra esquina de mi pequeño mundo, en la Cataluña lejana a donde habían emigrado no pocos de mis paisanos. Deduje, de nuevo equivocadamente, que mis zapatos de punta acharolada venían de allí. Observaba con detenimiento el mapa, esperando ver entre las chimeneas humeantes de Manresa y la bocamina de sal de Solsona, el dibujito con un par de zapatos como señal de que mi calzado tenía un origen geográfico preciso y exacto en mi maravilloso mapa escolar. En vano. En el texto se mencionaba la comarca, entre el Solsonés, la Anoia y no muy lejos del estraperlo andorrano, pero de los zapatos en el mapa ni huella.

Pese a la ausencia del icono con los escarpines, mediante aquel libro que conservo como oro en paño, entendí que la geografía, sigo convencido de ello, hay que estudiarla por comarcas. Yo comencé por una esquina. Por el Maresme, el Ampurdán y el Priorato para terminar en la otra: en Las Hurdes y la Sierra de Cazalla. En realidad por Rio Muni, Fernando Poo y Sidi Ifni, pero ésta es otra historia. Las comarcas son el equilibrio perfecto que te permiten salir del villorrio, de la aldehuela, de tu caserío, la primera ventana al mundo. Y a la vez sigues manteniendo tu propia identidad: la del primo que buscó novia, o se la buscaron, tres pueblos más allá, el compañero de pupitre del internado que encuentras los martes, el día de mercado, vendiendo legumbres en el pueblo que figura como cabeza de partido judicial. Los veinte, treinta, cuarenta kilómetros a la redonda donde sigues encontrando las mismas casas de adobe que la tuya, las mismas miserias de las cosechas arruinadas, los mismos rostros austeros de tez arrugada por la solana. Tu propio rostro, tu propio hogar, tu gente. Tu comarca.

Medio siglo después, pura casualidad, me topé, allí donde mi viejo libro de geografía hablaba de la cría del gusano de seda y del cultivo de limoneros (Huerta de Murcia), con un pallet de cerámica de Calaf (Alta Segarra). Imaginé entonces que mi libro debería añadir, donde yo imaginé zapatos, el icono coloreado de los azulejos. O quizá todo fue un espejismo: los zapatos y la cerámica. Al menos espero que siga existiendo la comarca de mi ideario adolescente: las masías escondidas entre bosques de pinos, los campos de cereal en el secarral de la altiplanicie, los viejos payeses resguardados del gélido viento de los Pirineos mientras conversan de la botica que cerró, de las misas que ya no se celebran, de la autovía que cercenó sus campos de cultivo. De su comarca. De un pasado sin futuro.
-------------
Texto para la web Àgora Alta Segarra (http://www.agoraaltasegarra.cat/)

martes, 28 de julio de 2015

QUE SE ME PEGUE LA LENGUA AL PALADAR SI ME OLVIDO DE TI, JERUSALÉN

No he visto otra ciudad tan cosmopolita como Jerusalén. En el sentido más pleno de la palabra: abierta, étnica, multicultural y, aunque ahora parezca poco creíble en los tiempos que corren, maravillosamente tolerante. Herencia de haber sido una encrucijada de la historia durante milenios. La genética de tantos invasores, a su vez invadidos por los siguientes usurpadores.  A su manera, eso sí. Es cierto que era a finales de los ochenta y ahora los vaivenes políticos, ya complicados entonces, han hecho de la Ciudad Santa por excelencia, una perla insondable que se recubre, para no perecer, acercándose a los seis mil años de existencia, con sus propias excreciones de violencia, odio y destrucción. Nada nuevo, por lo demás, en tantos siglos de supervivencia, sobre la colina que ocupaban los jebusitas cuando todavía el rey David era muy capaz de arrebatarles la ciudad. Lustros antes de que, en su vejez, le trajeran a Abisag, la virgen sunamita, para que le calentara el lecho.

En diciembre de 1987, apenas un año antes de que estallara la primera intifada, todavía era posible, por ejemplo, ir caminando, en la oscuridad estrellada de la Nochebuena, desde la puerta de Damasco, a campo través, por las colinas de Judea, hasta la misma gruta de la Basílica de la Natividad en Belén. Por supuesto, la tensión se mascaba en el “hanshin”, el viento cálido que venía desde la otra ribera del Jordán, el áspero territorio nabateo. Había controles con demasiada frecuencia en pleno zoco de Nablus Road, adolescentes israelíes con aparatosas armas automáticas al hombro, sentados en todas las esquinas de las calles que ascendían hacia la Ciudad Nueva, y de la nada, surgían siempre policías de jeta adusta, tez morena y malas pulgas en patrullas de tres. Un solo gesto para extraer el monedero de la mochila bastaba para que los tres, al unísono, comenzaran a palparse la pistola que lucían en el cinto.

Cuando viajas con adolescentes a Nueva York te sorprenden con expresiones del tipo “ese rascacielos ya lo he visto yo infinidad veces”. Cierto, en una serie repetitiva hasta la náusea, en un taquillazo apocalíptico sobre el fin de la civilización occidental, en un vídeo clip pretencioso y etéreo. Idéntica sensación tuve yo cuando la primera noche, al alba, me despertó el cántico del “muezzin” a la plegaria matutina. Y el olor a pan ázimo del horno al otro lado de la calle, fuera de la muralla otomana, bien adentrado ya en el barrio palestino. Era mi primer contacto con Oriente, el Medio, un mundo tan diferente, por lo demás, del Extremo Oriente. Durante dos largos años y tantas caminatas a pie, siempre tuve la sensación de que yo había estado allí antes. En todos los sitios que admiré, en cada centímetro de excavación arqueológica que hollé.

Esta intuición se acrecentaba cada vez que me topaba con un resto inesperado del asedio de Tito, cuando no dejó piedra sobre piedra del Templo de Salomón, o descubría, boquiabierto, una nueva panorámica, al caer el sol, desde alguna de las colinas que circundan la ciudad. Esa sensación tan aseguradora, a veces tan inquietante, de que yo ya lo había visto. En alguna otra vida. Mirando desde aquí, desde la cima del Monte de los Olivos, la cúpula bruñida por el sol de la Mezquita de la Roca. Fijando la vista en los centenares de sepulturas musulmanas que, en inescrutable desorden, jalonan la ladera, esperando que el Profeta salga por la Puerta Áurea y pronuncie el Juicio Universal en nombre del Altísimo. “Entre los dos grupos se interpondrá una muralla con una puerta, en la parte de dentro campeará la misericordia, en la de fuera, el castigo” (Sura 57,13).

Ni pensar por un momento, en esta cuna del monoteísmo, en la reencarnación. Ni lo más mínimo. En absoluto. La pura linealidad de la existencia, en esta confluencia de caminos del Creciente Fértil, donde tantos –reyes y siervos- pasaron y de la misma manera se difuminaron por los laberintos de la historia. ¿Alguien sabe hacia dónde? ¿Cómo no pensar en el padre de los creyentes, Abraham, a punto de sacrificar a su primogénito, aquí mismo sobre el Monte Moria? O la interminable fila de israelitas, camino del destierro, derrotados por Nabucodonosor. Ante los ojos y lamentos del mismísimo Jeremías !Cómo ha quedado sóla la ciudad populosa! / La grande entre las naciones se ha vuelto como viuda, / La señora de provincias ha sido hecha tributaria. /Amargamente llora en la noche, y sus lágrimas están en sus mejillas. / No tiene quien la consuele de todos sus amantes; /Todos sus amigos le faltaron, se le volvieron enemigos. (Lamentaciones 1,1-2). Y sin embargo…

Juraría que cuando atravieso el cardo romano para llegar hasta el Muro de las Lamentaciones, donde observo el inquebrantable ritual de judíos ortodoxos, completa regalía de tirabuzones y filacterias, creo haberme dispersado con ellos por alguno de los innumerables guetos de Europa del Este o la Alemania rural para, por fin y, previsiblemente, para siempre, retornar de nuevo a la Ciudad Santa. Para recordar cómo nos acordábamos de ti. Junto a los canales de Babilonia, en el barrio viejo de Cracovia, o en las poblaciones mercantes de las mesetas castellanas que hace tantos siglos nos hicieron abandonar a la fuerza.

Dejo a un lado la Iglesia del Santo Sepulcro, con sus milimetradas fronteras de mosaicos entre confesiones cristianas, pisar la baldosa del vecino en la fe puede ser más grave que declararte ateo, amén de ser fuente inagotable de sibilinos debates teológicos y algún que otro altercado. Desciendo bordeando la colina del Ofel, el núcleo esencial de la ciudad davídica y voy camino de uno de mis lugares preferidos. La piscina de Siloé, en la confluencia del valle del Tyropeion y del torrente Cedrón. A última hora de la tarde, cuando el sitio permanece todavía abierto, pero ya ha sido abandonado por las hordas de turistas, el frescor de la fuente –lo de piscina es un término cuando menos excesivo- desprende una quietud absolutamente mágica. Aquí, al pie de la ciudad fortificada por David, en la penumbra que comienza a cubrir el otro lado del valle, desde las laderas de casas bajas de los palestinos, se oyen gritos de niños persiguiéndose por entre las empinadas callejas. “Y le dijeron: ¿Cómo te fueron abiertos los ojos? / Respondió él y dijo: Aquel hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó los ojos, y me dijo: Ve al Siloé, y lávate; y fui, y me lavé, y recibí la vista. / Entonces le dijeron: ¿Dónde está él? Él dijo: No sé” (Juan 9, 10-12).

Maronitas libaneses venidos desde las faldas del Monte Hermón, Saladino el damasceno, sirios ortodoxos, Alejandro Magno, el macedonio, coptos etíopes, Judas Macabeo, armenios de las riberas del Caspio, Godofredo de Bouillon, el normando, Herodes Antipas, de por aquí, protestantes de Virginia, Solimán el Magnífico, del Bósforo, sunnitas de la península arábiga, Lawrence de Arabia de la pérfida Albión, hassidines neoyorquinos, fatimitas, abasidas, sultanes, cruzados, cananeos. Después de tantos siglos, de tantas centurias y tantas generaciones. Todos, mismamente un servidor, a la búsqueda de un milagro redentor, a la caza y captura de un espejismo imposible. ¿Pero qué milagro? ¿Qué sueño? ¿El del poder omnímodo, la gloria infinita, el dinero inagotable, la juventud eterna, la muerte dulce y pequeña, la nada de la Gehena al fondo del valle?

En realidad, creo saber por qué. De hecho, al escribir estas líneas lo sé a ciencia cierta. ¿Por qué durante aquellos dos maravillosos años de incansables caminatas, tan interminables como las largas horas de polirrizos griegos y conjugaciones hebreas dedicadas a descifrar las Sagradas Escrituras, me parecía haber visitado cada rincón en alguna –inexistente- vida anterior?. Porque en realidad me encontré a mí mismo. Un milagro redentor. Un espejismo palpado con la punta de los dedos. El amor. Finalmente. Puede parecer una broma, sería pura casualidad, y no digo más, a los treinta y tres años exactos. Fui, me lavé y recibí la vista. Por eso, si me olvido de tí, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha (Salmo 136,5).


domingo, 19 de julio de 2015

DESPACHOS

Es bien sabido que entre los mamíferos el hecho de marcar territorio –los métodos y costumbres ancestrales varían de una especie a otra y son muy diversos- más que una deuda hacia la funcionalidad del espacio que habitan, en el que luchar por la supervivencia o en el que cazan, protegen a sus cachorros o simplemente sestean, es el símbolo del poder. Entre la especie humana esta tendencia está sobradamente reconocida por los científicos más prestigiosos.

Si ya descendemos a las subespecies de funcionarios, subcontratados y asimilados, as myself, la observación de sus comportamientos no hace sino apuntalar el concepto de que si quieres ser un funcionario de categoría –independientemente de las escalas reconocidas oficialmente- debes de tener tu propio despacho. ¡Qué digo tener, el vocablo adecuado es poseer! Como mal menor se podría admitir que lo compartas con un colega. Ya en el límite de la dignidad estaría el hecho de que lo disfrutaras, he escrito correctamente, disfrutaras, compartido entre tres. Más de tres es un sinsentido, te conviertes en uno más de la manada.

De ahí que sea tan complicado y competitivo el que tu superior jerárquico tenga la delicadeza, de que si te aprecia, te conceda este Santo Grial del habitáculo reservado que te convertirá en un genuino funcionario. De la cabeza a los pies. O, en este caso, el sillón reclinable. A veces, no hablo de memoria, resulta mucho más interesante disponer de despacho, lo dicho, preferiblemente individual, a que te otorguen un complemento económico por asumir responsabilidades jerárquicas.

Tan importante resulta que si accedes a convertirte en uno de los ungidos con la gracia celestial del espacio reservado, más te resultará el abandonarlo. Léase volver a convertirte, y diluir tu inmarcesible individualidad, entre el vulgo, en pura plebe. Por esto, a veces, en el interminable tiovivo de los cambios que se suceden en las administraciones pueden ocurrir dos cosas. A) Que la propia inercia de los cambios te permita seguir gozando del despacho que te concedió tu superior tres o más generaciones (de directores generales) atrás. B) Que el carrusel de cambios haya convertido las instalaciones de la entidad administrativa en un infinito laberinto de cubículos donde haya más despachos que empleados. Así que al nuevo responsable no le quede otro remedio que hacer “tabula rasa”. Literalmente, si mi latín no me engaña, porque de lo que se trata es de empezar a derribar tabiques.

Todo lo anterior tiene como consecuencia, que en el largo ciclo de la vida funcionarial, los despachos vayan pasando de mano en mano y termines por llegar a uno, o quizá son todos, donde heredas parte del territorio que tus predecesores han marcado con denodada tenacidad. A veces tendrás la impresión de que han huído a la carrera, como si el cese o el cambio de funciones hubiera sido parte del guión de una película apocalíptica. En la mesa encontrarás carpetas de tapa dura, mezcladas con documentos anillados, propuestas de hace cuatro lustros y, sin duda, decenas folios en blanco, algunos amarillentos, desparramados en montoncitos por encima de las estanterías.

Me encanta abrir los cajones del escritorio. Más sorpresas que el baúl de la Piquer. Por aquí, un líquido borrador, momificado. Estoy seguro de que se usó antes de que naciera Bill Gates. Con alguna vieja Olivetti que, siento pavor, de un momento a otro, se me tirará a la yugular desde el armario que no puedo abrir porque alguien lo ha cerrado con llave. Como era de esperar, siempre se encuentra uno con un par de docenas de llaves, aunque sólo haya dos armarios, pero ninguna es la que corresponde. En el fondo del segundo cajón, unas tijeras, con el filo ligeramente oxidado y las hojas inamovibles por lo que parece un pegamento de cola. Alguien debió de usarlas en el calcolítico, se olvidó de secarlas, pero ¿para qué las dejaría empapadas?

El lapicerero, la palabra todavía es válida, ¡hay hasta un Castell Faber a estrenar! porque contiene tres unidades, el susodicho, otro sin punta y otro mordisqueado por la parte trasera. Si yo tuviera una lámpara, de esas azuladas con las que descubren las huellas en CSI, estoy convencido que podría remontar en el tiempo con este insondable yacimiento arqueológico en las alegrías y las penas de los funcionarios que me han precedido. Todo un libro de memorias, la herencia que me ha tocado en suerte, en las decenas de objetos, abandonados al azar, que pueblan cajoneras, baldas y compartimentos. La autopsia detallada del lapicerero, que conste en acta, dona, además: un bolígrafo de propaganda de un certamen turístico, anuncio de un hotel caribeño, un sacapuntas, esto es más grave de lo que yo pensaba, un par de bics, uno de ellos –milagrosamente- conserva la capucha, un abrecartas, otro recuerdo ferial, media docena de rotuladores, uno curiosamente rosa y un par de marcadores de flúor (naranja y amarillo).

Pasar a la parte documental te lleva, si cabe, más atrás en el tiempo. Los funcionarios son esclavos del papel. Más vale una fotocopia en mano que mil volando en la virtualidad digital. Para empezar, en el armario de la derecha, ¡vaya!, la cerradura parece que está un poco desventrada, otra llave innecesaria, contiene un tesoro: una cinta VHS sobre el gasoducto Magreb-Europa. Miro la fecha. Seguro que me he equivocado, pero no. 1974. Acompañada de un cable de red para el ordenador –qué raro, todavía no he visto ninguna tipo LAN, una variedad que suele pulular por este tipo de anaqueles- y varios rollitos de calculadora de contabilidad. Impecables en su embalaje de plástico. ¿Fue despacho del departamento de contabilidad? No conviene sacar conclusiones precipitadas. En el estante de arriba, dos copias de un informe emitido por la Agrupación Astronómica de la Región de Murcia. Empiezo a estar confundido, no me suena para nada la existencia un departamento que analice el estado de la contaminación lumínica. Aunque en las administraciones no es raro encontrarse con denominaciones y siglas a cúal más peregrina.

Prosigamos. Aparentemente aquí han marcado territorio muchos funcionarios. Y funcionarias, por supuesto, faltaría más ¿Cómo si no explicar que lomo por lomo, en el armario de la pared opuesta se encuentren tomos sobre “Nicaragua Patrimonio Cultural y Natural” con los “Anales de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Murcia, con una recopilación de Doctrina Legal? Vaya, nos acercamos a la modernidad. Es del 2003. Total eso fue ayer.

Desisto de mi modesta condición de documentalista, de hecho me tengo que apoyar en la pared, casi me desmayo, aunque debe ser por estar agachado tanto tiempo, al observar que en un mapa de la pared se representa la ruta a Madrid, con un diminuto tramo de autovía a la altura de Molina. Back to the future. Parece que fue hace milenios cuando recorrí esa carretera, para llegar por primera vez a la región. ¡Toooda una vida¡ Para llegar a esto. Cuando mis conocimientos sobre la región se resumían en la importancia histórica que había tenido la cría del gusano de seda y en Amílcar Barca. Estoy seguro que si revuelvo un poco más en los armarios terminaré por encontrarme con mi libro de primero de geografía, en bachillerato, donde Murcia y Albacete iban de la mano, conformando una unidad indivisible en lo universal. Mediados de los sesenta.

Yo siempre había imaginado que cuando te cambiaban de despacho era como en las películas americanas. Todas tus pertenencias te las llevas en una caja de cartón. Ahora voy a tener que necesitar media docena, de las grandes, para desembarazarme de tanto territorio marcado. Y como buen mamífero que soy, empezaré a marcar el mío. Pero antes me tengo que deshacer de los clips. Como una invasión de hormigas robóticas están por todos lados. Es mi peor pesadilla cuando llego a un despacho nuevo. Recolectar por las esquinas de los armarios, en los rincones de los cajones, en las tazas de café, en cuencos, en tiras enlazadas esos insignificantes objetos de escritorio que sólo sirven para juntar papeles. Aunque puedo ofrecer una pesadilla peor para los que me han testado esta herencia de objetos inaprovechables y artículos inservibles.

La planta entera, la sala de contrataciones de Mitsubishi, en el otro siglo y en pleno corazón de Tokio, donde 200 empleados hormiguean codo con codo, ni un solo tabique, donde la única concesión a la intimidad de los jerifaltes era que tenían su mesa medio metro separada del resto de los empleados. Yo negociaba, con mi interlocutor, en la parte baja del escalafón, cartas de crédito a 200.000 dólares a cambio de pulpo del banco sahariano, con una docena de sus colegas en otros tantos metros a la redonda. Más o menos cuando construían el reducido trecho de autovía en Molina. Creo que antes que de los clips debería deshacerme del dichoso mapa mural. No sea que se me empiece a aparecer en sueños la cría del gusano de seda. Peor aún: la variante de Camarillas.

martes, 14 de julio de 2015

CUANDO ME TRASLADARON DEL BRONX A MANHATTAN, ES UN DECIR, EN MURCIA

El barrio de La Fama, en medio plano, desde la torre de la Catedral
Ayer, por razones laborales, me trasladaron del barrio de La Fama, el extrarradio que no es, pero lo parece, a las Cuatro Esquinas, en pleno corazón de Murcia. No quiero abusar de metáforas pero es la comparación, de mis tiempos jóvenes, entre Vallecas y el barrio Salamanca. La distancia entre ambos barrios, no Vallecas y el barrio Salamanca, sino entre La Fama y las Cuatro Esquinas no debe de ser de más de un kilómetro. Pues bien, como si hubiera una frontera, digamos, para los que conocen Murcia, a partir de la iglesia de Santa Eulalia.

La población de la capital del Segura está en torno a los 500.000 habitantes lo que la convierte en la séptima ciudad, por población, de España. Como tantas otras, ha ido creciendo y afeándose a medida que los especuladores han ido ganando la partida a los urbanistas que nunca existieron. O sí, porque incluso en pleno desarrollo franquista, a las casas bajas y aseadas de La Fama, por la parte de la ribera del río, se les dotó de placitas interiores, arbolado y paredes encaladas que, incluso tras tantos años, siguen conservando encanto nada desdeñable. Un poco más al norte, a partir del mercado de abastos, el desarrollismo impenitente que aqueja a los españoles cada veinticinco años, más o menos, de gloriosa paz, se han convertido en estrafalarios monolitos de una decena de pisos. No sé si abandonados de la mano de Dios, pero ciertamente del concejal del ramo, del alcalde de cuatro lustros y de algún especulador que salió trasquilado.

El caso es que las fachadas desconchadas, las paredes pintarrajeadas, las ventanas sin balcones serían el lugar ideal para un decorado de película neorrealista de hace 50 años. Amén de las periódicas redadas policiales, los pregoneros el día del mercado anunciando a grito pelado “melones robados a un euro, señora, a un euro”, sin olvidar bares cutres y malolientes donde desde el alba se despachan carajillos y soberanos. Y después, claro, están las buenas gentes que habitan estos inmuebles en decadencia aparentemente imparable. En ninguna zona de Murcia se ven tantos africanos atravesando los pasos de cebra, senegalesas o malienses -de anchas caderas y culo más ancho todavía- arrastrando, literalmente, un carrito de bebe con bolsas de plástico de Mercadona y niños en edad prescolar, con la lengua fuera por el calor del estío, agarrados a la otra mano de la mama.

No faltan puñados de magrebíes a la puerta de la consejería de Asuntos Sociales, acompañados, siempre, de “hombre-blanco-que-sabe-trucos-de-administración”. O quizá sea el sempiterno listillo de turno. En las escalinatas sucias que salvan los desniveles entre las torres de pisos y la plaza del mercado de abastos hay gitanos envejecidos, de los que no pueden disimular que sus antepasados recorrían el levante de sol a sol, ennegrecida la tez, sentados en las escalinatas destrozadas, contemplando, sin apenas hablar, un futuro que nunca tuvieron y nunca tendrán.

Por el contrario las madres gitanas, todas tan sorprendentemente jóvenes como escotadas o apretadas a sus leggings, su camiseta de tirantes o alguna indumentaria que estuvo de moda hace media docena de años, gritan a sus vástagos, en una cantinela interminable: “nene, no jodas con la pelota”. Pero ya se sabe cómo son de obedientes los nenes cuando las madres les increpan. Así que, si cabe con más fuerza, el nene prueba otra vez a ver si la pelota pasa por un resto de seto miserable que, cualquiera sabe, cómo ha podido sobrevivir a tanta desidia.

Hoy hace un sol abrasador, pero cuando llegue la gota fría, las aceras, pavimentadas con mosaicos, desconchados como las fachadas, absorberán, ante la falta de desagües, el agua de tormenta y cuando pises alguno de ellos, casi uno sí y otro no se remueven con la lluvia, se levantará por una esquina y salpicará tus zapatos de marca al reasentarse en el pavimento. Lo del Bronx es una comparación odiosa, por supuesto, puramente literaria. Una simple metáfora que se disuelve a medida que desde la Plaza de Toros se camina hacia el centro. Hacia la otra metáfora, la del Manhattan, eso sí, sin rascacielos.

Pero a su manera, pese al calor del mediodía, al llegar por la antigua calle de Correos parece uno entrar, salvando las distancias, en el East Upper Side. Un par de señoras mayores, ninguna imagen más descriptiva de un par de burguesas de provincias, salen de una tienda de ropa, en realidad una cadena extendida por todo el mundo, discutiendo sobre si en la casa de la playa hizo (o no) mucho calor el pasado fin de semana. Una incluso lleva una pamela y un vestido floreado que no le pega ni a tiros. Si acaso con cuarenta años menos y en la boda de una prima emigrada a Barcelona.

Afortunadamente, los zapatos de tacón de una elegante veinteañera que contempla el escaparate de una lujosa zapatería, pisa sobre cemento firme y no sobre pavimento movedizo, nunca salpicarían ni aunque cayera el Diluvio Universal. Juraría que el bolso de Luis Vuitton que porta es falso, pero no me atrevo a afirmarlo. Conversa por un iPhone 6, de funda tan hortera como dorada, y quizá un poco alto, salvo que pretendiera que alguien de los paseantes la oiga, señala a su interlocutora que “la fiesta fue guay y el DJ estaba como un tren”.

Muchas motos aparcadas en las calles ahora convertidas en peatonales. Aquí no hay espacios para los automóviles salvo si dispones de un mando a distancia para bajar los bolinches que impiden el acceso a las calles interiores. En La Fama lo hacen sobre las aceras, los bordillos, en doble fila. Aunque, por todo decir, sí que hay un negro, uno sólo. Resulta sorprendente. Los africanos no suelen mendigar, sobre todo por vergüenza o dignidad. Pero este tiene la lección bien aprendida. A primera hora de la mañana, ante la escasez de peatones, se pone en la esquina de Trapería para cortar el paso a los funcionarios de medio pelo –as myself- que se apresuran para fichar y salir rápido a tomar el cafelito. Cuando a media mañana empiezan a acudir las amas de casa, más pesarosas y con insondables cargos de conciencia por asistir a la misa dominical, se aposta al otro lado, cerca de la Calle Correos, a esa hora más frecuentada por la existencia de pequeños comercios en la vecindad de la plaza Cetina.


Pese a todo, hay algo que está completamente fuera de lugar. Y no es el negro. Intento adivinar, como en el juego de los siete errores, donde salta la discrepancia. Aquí enfrente hay un Carrefour Market, mucho más delicado que el revoltijo existente en el bazar chino, al otro lado de la frontera, pero tampoco es eso. Tampoco el gastrobar donde sólo sirven zumos ecológicos. Finalmente caigo en la cuenta. En este barrio pudiente, los deshechos están a la orden del día. Sino que se lo pregunten a la pareja de jóvenes rumanos que antes de las ocho de la mañana ya ha llenado su carricoche con una variopinta colección de objetos. Mientras el marido observa el paso apresurado de los transeúntes como si ya hubiera concluido la jornada, la señora, con relumbrantes dientes frontales de oro y posiblemente en la postadolescencia, ya ha almacenado un par de cajas de cartón, un manillar de bicicleta, un marco de ventana en aluminio, media docena de bolsas de plástico llenas de algo que no consigo adivinar ¿periódicos? y un par de cajones de madera contrachapada. Es evidente que los pobres no necesitan reciclar porque nada les sobra. Salvo a este lado de la frontera.

lunes, 22 de junio de 2015

LA GASOLINERA

Monte Nemrut (Armenia)
Están ahí. Las memorias. Pilares incólumes sobre los que se fue asentando la reducida infancia. Recuerdos que, con el paso del tiempo, se han ido evaporando. El robledal, en un recoveco de la majada, camino de Fuentetablada, donde sabíamos que anidaban las palomas torcaces. Cogíamos sus huevos para hacer una tortilla a la hora de la merienda. Los baños, a escondidas, ajenos a nuestras madres, tal cual ellas nos trajeron al mundo, y a los remolinos en el Pozo Redondo del el río Negro, de donde nos aspaventaban diciendo que allí mismo, hacia decenios, un mozo se había ahogado. La escuela de Don Tino, ahora reconvertida en bar, de donde nos escapábamos mientras dormitaba la siesta, para jugar en la era, los postes dos peñascos, interminables partidos de fútbol. El larguero una discusión redundante e imaginaria a ojo de buen cubero. Hasta discutíamos si el cabezazo había pegado en mitad del travesaño inexistente.

Podría añadir otra docena de espacios geográficos de la infancia, vacíos de gente, pero tan propios, que desde siempre los he considerado completamente míos. En realidad, lo eran. Hasta que a los once años me llevaron al internado y dejaron de serlo. O casi. Una infancia “de minimis”.

De vez en cuando regresan en una extraña nebulosa, a contra estación, como la fruta que madura fuera del tiempo que le es propicia. No me es raro, despertar, con la respiración entrecortada, porque la escuela ha sido trasladada a una decena de kilómetros y aparece envuelta en la neblina de otoño que recubre la majada. O la corriente, entonces mansa del estío, que desembocaba en el Pozo Redondo, se transforma en un torrente imparable sobre el que flotan, meros corchos, los pedruscos que usábamos como postes en nuestras porterías infantiles. Son las lluvias torrenciales de finales del invierno.

Con el paso de los años, tengo una extraña facilidad para apropiarme de los espacios como si hubieran sido míos, desde siempre, como si los hubiera habitado en otras vidas, aquellas que algunos afirman hemos transitado antes de arribar a la presente. Feudos de eternidad en un hipotético pasado. Aunque yo creo, a pies juntillas, sólo en la mía propia, indivisible, única, intransferible.

Mi habitación de estudio, en Jerusalén, desde donde divisaba las colinas desérticas de Judea en su suave descenso hacia el río Jordán. El tráfago de peatones camino de la Piazza Spagna, al pie de mi ventana en pleno casco histórico de Roma. Quizá el silbido del viento, caluroso y húmedo, asfixiante como una mordaza, cuando se acercaba un tifón de fuerza tres por la bahía de Tokio. Tantos y tantos lugares que reposan, estos sí, con extremada nitidez, en el pozo inagotable de la memoria. O quizá, como dice mi amigo luiselmaestro, espasmos insondables en la rebaba de la nostalgia. A veces me gustaría revisitar, uno a uno, cada uno de esos sitios. Asaltar de nuevo esos espacios donde yo fui yo y nadie más.

Los veintipocos años irlandeses, a brazo partido con Shakespeare, encumbrado por encima del río Lee. Algunos menos, con Kant entre ceja y ceja, en los despertares agobiantes, antes del examen final de filosofía en Madrid o, quizá, ¿por qué no?, unos cuantos más, de repente regresa a la memoria sin razón obvia, en la ascensión interminable al monte Nemrut, en el altiplano armenio, a contemplar la locura funeraria de Antíoco I Theos de Comagene. Por extraño que parezca, todos esos espacios y centenas de otros que he habitado a lo largo de los años, incluso los de la infancia, terminan por resultarme ajenos.

En realidad, donde me siento a gusto conmigo mismo es en la gasolinera del pueblo. A falta de lugares públicos más adecuados, allí están reunidos, invariablemente, a primera hora -cuando voy a comprar el Diario Palentino para que mi padre sepa, con noventa años, el precio semanal del trigo- los mozos de mi quinta, los que fueron conmigo al internado. Los que al segundo o tercer año volvieron a poner la vista en el arado y regresaron a sus páramos y labrantíos.  Los míos, también. Apenas paso cinco minutos en el local de la gasolinera que hace funciones de cajero, supermercado y bar de carretera. Más que suficiente.

"Cagüen sandiós, dice Ambrosio el de la señora Abrahana, os he dicho que si no tiro el nitrato antes de que llueva se me va a tomar polculo la puta sementera”. La media docena de parroquianos, vasos de mistela y copa de Soberano, apenas son las diez de la mañana, han musitado un austero buenos días cuando he entrado. Continúan -por un momento tengo la impresión de que no hablan entre ellos, cada cual parece mantener su propia conversación- dilucidando, los tacos y blasfemias son de rigor, sobre asuntos tan dispares como “hostia, qué cabezón eres, que el périto del seguro no viene hasta que no se le pone en los güevos”; “joder, con el Evilasio, me ha cobrado 2.000 pesetas –sí, todavía hablan en pesetas- por soldarme la reja de la grada” y “no me toques los cojones, Gervasio, ya te he dicho que el alcalde es un hijo de puta”

Iba a pedir un café. Pero apabullado por la rotundidad de expresiones tan categóricas ni siquiera me atrevo a despedirme. Aunque no me sorprenden, puesto que siempre que vengo hablan del mismo modo y sobre idénticos asuntos. Pago y, sin decir una sóla palabra, me hago invisible mientras monto en la bicicleta. De hecho, tengo la impresión de que estas conversaciones ya las he oído, repetidas al infinito, todas y cada una de las veces que he venido a comprar el diario. O acaso en la plaza de la iglesia antes de la misa del santo patrón. O puede ser, que en el teleclub que antes fue mi escuela. He salido casi de puntillas, como si no me quisiera contagiar con sus comentarios sobre la podredumbre de los políticos, su laísmo gramatical o sus manos ásperas de tantas cosechas fallidas.


Aunque mucho me temo que no se trata de un problema de contagio. Es más bien una huida. De mí mismo, claro. De lo que pude llegar a ser y no fui. Después de tantos años tengo la certeza de que soy uno de ellos. Incluso sin creer, como ya dije, que haya habido otras vidas que no sean aquellas que yo he vivido. Está claro que no soy sino uno más de los clientes cotidianos de la gasolinera. Fuere en la otra vida, en la que no creo, o quizá en esta misma, esta es la tribu a la que yo pertenezco. Como el robledal de la infancia, el pozo del río o la escuela de Don Tino. En realidad, ni Armenia, ni Tokio, ni Jerusalén, ni ninguno de los otros lugares ha existido jamás en mí. Ni yo en ellos. Fueron meros espejismos. 

lunes, 23 de marzo de 2015

LA MAJADA

Aquella mañana de mediados de agosto, en lugar de salir con la fresca, como era costumbre para evitar la canícula del estío, estaba abriendo ahora, casi mediodía, las puertas de la tinada, apenas acabada la misa del día de San Roque. A este santo, cuya estatua en escayola coloreada ocupaba la capilla de la derecha, la más cercana al altar mayor de la iglesia parroquial, le tenía una devoción especial. Seguramente porque en la hornacina aparecía con un perro a sus pies, como si fuera a lametear la pierna izquierda del santo, enllagada. Un perro que, por alguna extraña razón, parecía idéntico al Moro, uno de los dos que le ayudaban a él a guiar el rebaño. Tarea que había aprendido de su padre, también pastor, a quien a su vez le había enseñado el oficio su abuelo.

Ahora, con catorce años, ya le habían encomendado una manada propia. La de la señora Brígida, una viuda entrada en años y achacosa, que había heredado de su difunto marido un puñado de tierras y el centenar de ovejas, tres cabras de leche y un par de carneros. No sin ciertas dificultades, Eleuterio se afanaba para que atravesaran la cañada, evitando con silbidos, pedradas y la ayuda de los dos canes, que el ganado mordisqueara las ramas de los patatales de la pequeña vega, que a la salida de la aldea, bordeaba el camino en dirección a los terrenos comunales del monte.

Una vez pasada la vega, el camino ascendía por encima de una pequeña colina y, rápidamente, descendía por el otro lado para pasar al vallejo que en el pueblo denominaban Valdecerezos. Allí comenzaba el páramo con sus rastrojos de centeno. A mediados de agosto, la miés ya había sido acarreada a las eras que circundaban la aldea, por lo que Eleuterio permitió que las ovejas, sin demasiado disgregarse, fueran pastando a su aire. Llamó al Moro a su lado. Mientras que su otro perro, el Dogo, un mastín enorme -más grande que algunos de los corderos, dotado de un collarín de hierro con púas, necesario para defenderse de los lobos hambrientos en el invierno- caminaba con la cabeza gacha una veintena de metros por delante de las cabras que, como siempre, encabezaban la marcha del hato. Fue entonces cuando oyó el runruneo lejano de un motor. Paulatinamente el ruido se fue acercando. Desde el altozano que descendía hacia Valdecerezos pudo distinguir con toda claridad, como el aeroplano, de ala doble, procedente del sur, seguía el curso del Río Grande para alejarse, a la vez que se apagaba el ruido, hacia el norte, camino de las estribaciones de la cordillera.

No era la primera vez que veía un avión de guerra, aunque quizá nunca lo había visto volar tan bajo. Unos 20 kilómetros al noroeste del pueblo, los militares italianos habían construido en medio del páramo una pista de aterrizaje, disimulada entre los pinos, desde donde bombardeaban, día tras día, las posiciones republicanas en la zona minera de la montaña. En el pueblo, el paso de los aviones se había convertido en algo relativamente ordinario en las últimas dos semanas. Ya apenas despertaba la curiosidad de los vecinos.

Aunque el frente se encontraba tan sólo a unos sesenta kilómetros, la incidencia de la guerra, comenzada hacía poco menos de un mes, apenas se hacía notar. Algunos exaltados, el 25, tras la misa mayor de Santiago Apóstol, habían reunido en la plaza a toda la población, apenas un centenar contando los niños, para exhortarla a apoyar la Cruzada. Como media docena de veces, al atardecer, habían aparecido camionetas de falangistas para reclutar por las buenas o las malas a los mozos. Pero éstos ya estaban cumpliendo el servicio militar al estallar la contienda así que no pudieron llevarse a nadie más. Los que estaban cerca o sobrepasaban por poco la edad del reclutamiento, sabedores de que podían terminar empuñando un fusil, al caer el sol, una vez aparvada la trilla, se escondían en los corrales de ganado diseminados entre los robledales del monte. Así que durante la jornada, como si la guerra no fuera con ellos, los vecinos se apresuraban a acelerar la trilla, hacer la bielda lo antes posible y almacenar el grano en las paneras, ante el temor de que se lo requisaran de madrugada.

Eleuterio calculó que con el fuerte calor reinante, las ovejas no aguantarían más de un par de horas respigando en los rastrojos. Como tenían por costumbre, a eso de las dos, sin que ni él ni los perros las azuzaran, se irían sedientas y balanceando la cabeza, a ras de tierra, a buscar el frescor de la majada. La majada era un claro en el bosque, cerca de la carretera que conducía a la cabeza del partido judicial de la comarca. Incluso en los veranos más resecos, de la fuente siempre manaba un hilillo de agua, la hondonada conservaba una fuerte y agradable humedad. Especialmente en las partes más bajas, donde los matojos de menta salvaje desprendían un espeso olor a hierbabuena y remedios medicinales. Por ello, en lugar de enjutos robles, la hierba que crecía con fuerza, hasta la altura de la cintura, a finales de primavera, apenas se agostaba durante el verano. Las ovejas, las cabras eran más inquietas y se dedicaban a mordisquear los brotes de los brezos en flor, se arriaron contra el bosquecillo de robles. Cuando bajara el sol, aprovecharían el pasto de la pequeña majada.

Apenas había abierto el zurrón para sacar la fiambrera cuando oyó el ruido de dos camionetas que desaceleraban, seguramente para tomar la curva cerrada, en la carretera que conducía al valle principal y de allí a la capital de la provincia. Le pareció raro que pasaran a esa hora, aunque con la batalla en el norte, el tráfico de vehículos raros y a deshora, sobre todo en la carretera principal, no tanto en esta secundaria, se había incrementado notablemente. Los sotos de roble, por el otro lado del claro de la majada, hacían de parapeto. Desde donde se hallaba sólo podía adivinar que no habían dado la vuelta a la curva. Para su sorpresa, advirtió que no sólo habían desacelerado, sino que se habían detenido por completo. Dejó de escuchar el ruido de los motores. Aunque los arbustos y las matas de roble que bordeaban la carretera le impedían divisar la ruta, dedujo que, quienquiera fuese, se habían parado para hacer sus necesidades.

Oyó voces, portazos, alguien, a gritos, daba órdenes. ¡Bajad a esos hijos de puta, verás que rápido dejan de protestar! Más vocerío. Estaba en la parte alta de la majada y la curva donde se habían parado, separada por el vallejo que formaba la majada, no distaba, en línea recta, más de medio kilómetro. El rebaño había terminado por recostarse contra los troncos de los robles, ajeno a todo el alboroto que venía del lado de la carretera. De manera absurda, pese al calor que hacía, algunas se acurrucaban pegadas, casi encima, de las otras. Un pensamiento irrelevante le vino a la cabeza: “Menos mal que las hemos esquilado la semana pasada”.  Por un instante, se le ocurrió acercarse a ver qué pasaba. De inmediato recordó la advertencia de su madre, cuando el alcalde les había exhortado a defender la patria de las hordas republicanas: “Hijo, donde mejor estás en el monte, allí nadie te va a encontrar”. Metió la fiambrera en el zurrón y reculó unos metros más. El follaje espeso del robledal le rendía invisible, incluso aunque miraran con atención, desde el otro extremo de la majada.

De repente, notó que del sendero que provenía de la carretera hacia el claro salían tres soldados, armados, aunque no llevaban idéntico uniforme. El que daba órdenes, con una camisa azul, les seguía. Delante iban dos civiles con pantalones oscuros, no portaban camisa, sólo camisetas de media manga, color gris. Iban maniatados a la espalda. Hasta podía distinguir las manchas de sudor. Caminaban con la cabeza gacha, mirando al suelo. Uno trastabilló con alguna rama seca y estuvo a punto de caerse. Uno de los soldados le dio un empellón con la culata de un rifle. Ahora se oía con más claridad al que parecía ser el jefe: “Al suelo, cabrones, os voy a enseñar lo que se consigue por predicar la revolución a los hijoputas de los mineros marxistas”.

Como si esa fuera la orden, los soldados dispararon, a menos de tres metros, a los dos civiles. Éstos se desplomaron sobre los pastos de la majada. Al lado de un majuelo. El que mandaba se acercó al que había caído primero y le pegó un tiro en la cabeza con la pistola que llevaba en la mano. Eleuterio se agachó, amansó, uno con cada mano, a los dos perros. Con el tiroteo ambos habían buscado refugio entre sus piernas. Las ovejas apenas se sobresaltaron, se removieron ligeramente contra las cortezas ásperas de los robles, no demasiado. A Eleuterio se le ocurrió que estaban bostezando. Una vez terminados los disparos, volvieron a amodorrarse.

Eleuterio oyó que el que hacía las veces de jefe daba más órdenes. Los tres militares volvieron a la carretera, esta vez volvieron con seis personas más. Como si fuera un ritual, todo se repitió de la misma manera. Hasta el tipo que mandaba el grupo repitió la misma frase, se repitió el balaceo y el tiro en la nuca, aunque sólo a uno de ellos. Eleuterio pensó que los dos tiros de gracia habían correspondido a los dos líderes de los sendos grupos, fusilados de manera separada por razones que ni podía imaginar. Las ovejas seguían impertérritas. Como si nada hubiera ocurrido.

Lo último que oyó fue al jefe decir: “Venga, larguémonos, dejad en el pueblo los papeles de estos rojos de mierda, que les den polculo”. Las camionetas arrancaron en dirección al pueblo. Todo ello no había durado más de veinte minutos, media hora a lo sumo. Desde donde seguía oculto, Eleuterio podía distinguir perfectamente los cuerpos sin vida de las cuatro personas. Los dos asesinados en primer lugar estaban bien separados, pero los del segundo grupo de cuatro, habían caído al suelo de tal manera, que formaba un pequeño montón, al lado del majuelo. Sin razón aparente, desde donde estaba observó cómo comenzaban a colorear los frutos ovalados del espino. Pensó: “en un par de semanas serán comestibles”.

Eleuterio pasó otra media hora acurrucado con sus dos perros y aunque de lejos no pudo distinguir con exactitud si alguno de los asesinados era alguien conocido, supuso que puesto que les habían traído en las camionetas no eran de los pueblos vecinos, páramo arriba. Posiblemente, del norte, donde las noticias que llegaban a la aldea eran que la batalla batía su pleno. Olvidó completamente el almuerzo. Con cautela, aunque no volvió a oír ningún ruido, empezó a mover el rebaño hacia la parte más espesa del bosque, en dirección al pueblo vecino. Daría un gran rodeo y volvería a salir al arroyo de Valdecerezos por la parte más alejada del suyo. Casi como si viniera de la dirección opuesta a la que se encontraba. Cuando volviera al aprisco, al atardecer, nadie le iba a preguntar si había visto algo. Nadie podría imaginar que a mediodía se encontraba en la majada.

Con el sol ya puesto, anocheciendo, entró en el pueblo hasta alcanzar la calle de los corrales. Las vecinas comentaban, en corrillos, que habían matado a unos comunistas en la majada. Que los cuatro viejos que quedaban en la aldea habían ido con palas para enterrarlos. Que habían dado órdenes para no darles cristiana sepultura en el camposanto de pueblo. Eleuterio encerró el rebaño. Durante varias noches revivió la escena. Una y otra vez, aquella pesadilla concluía con los frutos enrojecidos del majuelo agrandándose, flotando, como si se hincharan, como diminutos globos llenándose de aire. La pesadilla terminaba cuando los frutos, explotando en mil pedazos, caían suavemente, en tiras vegetales que se depositaban al modo de plumas, sobre la menta fresca de la vaguada.

Tres años más tarde, el uno de abril, volvió a ver al tipo al que había observado dando órdenes al pelotón de soldados. El mismo que había dado un tiro de gracia a dos de los ejecutados. Habían juntado a los vecinos de varios pueblos, aquí, en el suyo, y mientras los niños ondeaban banderas de papel pintadas con los colores rojigualdas de los rebeldes para celebrar la victoria, un gerifalte venido de la capital arengó a los habitantes a regocijarse en el destino que había hecho de la madre patria baluarte contra el comunismo sanguinario y al Caudillo estandarte de la victoria contra las hordas rojas. El capitoste, también con camisa azul, venía protegido por varios guardaespaldas. Uno de ellos era, inconfundible, aunque ahora no daba órdenes, sólo miraba con un cierto aire de desconfianza y recelo en derredor, el de la majada.  

Con el paso de los años Eleuterio fue empujando al fondo de sus memorias de caminatas y rebaños las imágenes atroces de aquel 16 de agosto. Nunca jamás, eso que estuvo pastoreando ovejas hasta bien avanzados los setenta, se atrevió a acercarse con el rebaño a la majada Mucho menos al majuelo, donde sabía que estaban enterrados, con las prisas de una tarde de agosto y sin ningún memorial, aquellos seis desgraciados.

Así que un día de otoño, cuando setenta y seis años más tarde profesores de la universidad y un grupo de voluntarios llegaron al pueblo preguntando si alguien sabía dónde estaban enterrados los fusilados de la guerra civil, supo que había llegado su hora. La de hablar. De todos modos, el resto de los que hubieran podido acordarse había emigrado o estaban muertos. En el pueblo apenas quedaban 23 personas y él, con diferencia, era el más anciano. Sin un segundo de duda, como si hubiera ido allí cada día desde aquella aciaga jornada de estío, guió a los visitantes hasta la majada. Se plantó a un metro de donde había visto como fusilaban a los seis desventurados y señaló con su índice arrugado el majuelo. Era octubre y ahora los frutos estaban bien maduros, teñidos de rojo carmesí. “¡Aquí están¡”, dijo, y rompió a llorar.

Abrieron las fosas. Allí estaban.

domingo, 1 de marzo de 2015

LA GEOGRAFÍA

Desde los tiempos infantiles de la Enciclopedia Álvarez me fascinan los mapas. Tengo estantes llenos de ellos. Lugares que he habitado, otros a los que jamás viajaré. Todos revueltos. Namibia, los castillos del Loira,  Chile, la ruta del románico en el norte de Castilla, Sicilia, Mongolia y el desierto de Gobi, las Aleutianas, el valle del Guadalentín, los guerreros de terracota en Xi’an. Sobre soporte de la tinta que mancha. De National Geographic, de las campañas militares de la II Guerra Mundial, de la invasión de los bárbaros, de la villa romana de La Olmeda. En el iPad. Mapas turísticos, orográficos, planos de ciudades, físicos, políticos, climáticos. La palma se la lleva Tokio. Con una colección, acabo de contarlos, de cuarenta y tres. Para nativos, de la época del shogunato, para extranjeros, para el metro, para niños, de la línea Yamanote, el ferrocarril de circunvalación, de los aeropuertos, del parque de Ueno.

Durante muchos años fueron el fiel reflejo de la expansión acelerada de mi diminuto universo. Desde el exiguo valle, en las estribaciones de la cordillera, mi reducida geografía, con la energía gravitatoria de la adolescencia, incluso dentro de su insignificancia, inició su aceleración en el espacio y el tiempo. Primero, hasta el mercado de ganado en la cabeza del partido judicial, a donde mi abuelo me llevaba para vender lechones con la tartana. Desde su parte trasera, miraba como la aldea se convertía en un reducido punto, la perspectiva se perdía, a medida que nos alejábamos por el antiguo camino de robledales.

Después conocí la Calle Mayor de la capital de provincias y mi primer helado. Premio por aguantar, sin aspavientos, el inmisericorde corte de anginas que el dentista ejecutó sin pestañear, yo sentado sobre el sillón donde solía extraer muelas del juicio.  Unos kilómetros más allá, la primera vez que montaba en tren, Pucela, ya gran ciudad, misteriosa e ignorada, donde nunca puse el pie. Un internado, a mediados de los sesenta, con tapias infranqueables. Mi libro de geografía, de la editorial SM, ampliaba los horizontes con mapas a través de los cuales aprendí que en el País Vasco había altos hornos y en Murcia se cultivaba el gusano de seda. La geografía de los espacios más personales, sus casas de adobe, sus páramos de sementeras estériles, las cumbres nevadas tan próximas se iban tornando, con el paso de los años, invisibles.

El atlas de la vida, mi reducida cartografía, siguió esparciéndose. Un pueblo en medio de la llanura manchega, la capital del Reyno, un mapamundi cada vez más difícil de interiorizar mientras el dictador agonizaba y aclamábamos a Adolfo Celdrán. En los veintipocos, un salto cuántico, del gris esperanzado del rompeolas caótico de todas las Españas, finales de los setenta, al verde esmeralda de Eire. La juventud explotando a borbotones. Mi planisferio, aparentemente, no tenía fronteras en su imparable aceleración. Absorbía océanos, penínsulas y continentes, al mismo ritmo que declinaba el aoristo en griego o memorizaba el alfabeto hebreo, durante las gloriosas tardes romanas. Un agujero de gusano, un atajo atravesando la montaña de la vida, acortar la circunferencia de la Tierra, iniciar el camino de regreso, desde la luz del Extremo Oriente. En la ciudad del Gran Bosque.

En Tokio, la carta geográfica alcanzó su máxima expansión. La frontera era esférica, el único camino, pues, era volver al punto de origen. No se trataba sólo de una cuestión sobre la hipotética distancia. Había llegado también el instante donde se frenaba la energía expansiva, la hora de iniciar el viaje de retorno. La desaceleración se acentuó en la contracción de los años y de la mente. Poco a poco, el universo, el mío, se fue apocando. Sí, hubo muchos otros viajes, decenas, quizá centenas, pero ya sólo fueron anécdotas pasajeras. A tierra de nadie, aeropuertos insulsos, hoteles de paso, estaciones fugaces, visados sin fecha.

Me reposo, de momento, en este apeadero, a la sombra de los limoneros, en este reino de taifas que es Murcia. Pero no me cabe ninguna duda de que el universo, el mío, seguirá su proceso imparable de desaceleración, volviéndose cada vez más chico. No siento ninguna pena. Al contrario, me alegro de que así sea, de que poco a poco, los mapas vayan menguando. De que la historia retroceda, compulsivamene, a sus orígenes.


No me arrepiento de los mapas recorridos. Tampoco tengo miedo de los pocos que me quedan por andar. Porque sé a dónde quiero llegar. A donde empecé. A la misma latitud donde todo surgió. A las paredes de adobe, ahora derruidas, a los robledales arrancados de cuajo, a los mismos eriales de las parameras inabarcables. Y si alguien me pidiera ser más preciso, conozco, con certeza absoluta y lógica indomable, donde quiero encender la pira con todos los atlas de mi existencia. En la misma tierra acogedora y fértil donde se repatriaron al polvo los huesos de mi abuelo. De mi padre y de mi madre. Esparcidos sobre la mota del camposanto que domina el río de mi infancia. Al insignificante valle, al pie de la cordillera.

-----
Si te interesa este blog, puedes suscribirte, por correo o RSS (en cualquier momento te puedes desapuntar) en la columna de la derecha. La publicación de entradas no tiene ninguna regularidad y, de esa manera, te llegará un aviso directo en el momento que haya una nueva. Muchas gracias.