Entre ambas imágenes existen ciertas similitudes,
aunque sólo sean materiales. En cada una de ellas, una pareja de niños que se
parecen, no podía ser de otra manera, puesto que son hermanos. En ambos casos
se han puesto su ropa nueva, quizá de fiesta o quizá se hayan arreglado para
posar ante el fotógrafo. En la primera imagen lo hacen de una manera más bien
informal, como si estuvieran andando por la carretera y la cámara les hubiera
sorprendido. Posiblemente el aparato de algún familiar cercano. Seguramente su
padre que era muy aficionado a la fotografía. Nunca lo sabremos.
En la segunda toma, el posado parece mucho más
formal. La pareja de niños ha sido peinada, repeinada, para aparecer delante de
la cámara con una apariencia que, con toda certeza, no es la de todos los días.
Nadie vestía así, a diario, en una aldea de Castilla la Vieja a principios de
los años sesenta. Tiene toda la pinta de ser invierno. Botas de goma para
atravesar los charcos, aunque en el día que la foto se hizo, como se puede
observar por las intensas sombras, brillaba con fuerza el sol. Pero los pantalones
largos con peto, los jerséis de cuello cerrado, no engañan. Debe de hacer frío.
El decorado es una pared de barro, la entrada a una
casa, la portada de una vivienda típica de las aldeas del norte palentino. Se
percibe, en la penumbra de la portada, la rueda y una parte del mazo, usado
como freno, del carro de vacas. Por la disposición de las sombras hasta podría
calcular la hora aproximada. Poco antes de mediodía. De otro modo, si fuera
antes, las sombras estarían dirigidas hacia la portada. Si por la tarde, no
habría sombras, la entrada a la portada impediría que estuviéramos con el sol
iluminando nuestras mejillas izquierdas.
Estuviéramos, porque el de la derecha, mirando hacia
la cámara, con aire de poco convencimiento, quizá escuchando las indicaciones
del fotógrafo ambulante. Acaso no sea otra cosa que timidez ante lo que, en
aquel momento, debía ser un instrumento completamente ajeno a las herramientas
usuales que veía usar a mi padre en las labores cotidianas del campo.
Mi hermano, con un dedo en la boca, el pelo pinche,
tampoco parece que esté muy seguro de que lo que está ocurriendo sea algo como
para tomarse a broma. Eso sí, yo diría que, aparentemente, es menos reticente ante
la cámara que un servidor. La calle sin asfaltar, los cantos rodados que
sostienen las paredes de adobe. Mil novecientos sesenta y cuatro. Circa. Por mi
madre sé que los “monos” que portamos son de confección propia. Debe ser la
segunda o tercera imagen que conservo de mi infancia. Como oro en paño la
guardo. Aunque una vez digitalizada, su conservación resulta menos ardua.
De la primera fotografía, sé bastantes menos cosas.
Algunas puedo deducirlas. El sol también luce, aunque desconozco desde qué
dirección. Los niños, ligeramente mayores en edad y altura a nosotros, llevan
pantalones cortos, posiblemente verano. Su corte, así como las de sus camisas
impolutas, blancas, y cinturones de piel, sandalias, mucho más elegantes que
las katiuskas que calzamos mi hermano y yo, apuntan a un nivel de vida, seguramente,
bastante más elevado que el nuestro.
Por lo demás, aquí la imagen está tomada en una
carretera, al fondo se ve como avanza una tartana, asfaltada y con bordillo de
piedra bien tallada. Se adivinan lo que parecen ser dos postes ¿electricidad,
iluminación viaria? Por Michel, el de la derecha, sé que pasó su infancia en
Biarritz junto a su hermano Robert, donde su padre tenía un pequeño negocio de
carrocerías de coches que, en aquella época, se hacían de madera, al gusto del
consumidor. Así que es muy posible que sea el sur de Francia, cerca de la
frontera española y el porte pequeño burgués, comparado con la apariencia indudablemente
pueblerina de los otros dos zagales, apunte a la diferencia geográfica y, claro
está, a los diferentes recursos de las familias a las que pertenecíamos.
A estas alturas de la vida, parece irrelevante
señalar que ellos eran rubios y nosotros morenos. Todos vamos camino de
quedarnos calvos. Los cuatro bien peinaditos. Trescientos sesenta y cuatro
kilómetros nos separaban, cuatro horas, con tráfico fluido. No parece gran
cosa. Salvo que, por medio, también había treinta y tres años de diferencia.
Una brecha que, menos aún en el futuro, resulta metafísicamente imposible de
cubrir.
Y, sin embargo, muchas décadas después, los caminos
terminaron por cruzarse. Un punto de encuentro seminal, como si hubiera
ocurrido antes de ayer, cuando Michel, tras cerrar las puertas del salón de su
apartamento parisino, me invitó, quizá debería teclear, me ordenó, sentarme en
una silla colocada enfrente del señorial sillón, estilo rococó, que él ocupa y
a bocajarro me pregunta: ¿Cómo vas a mantener a mi hija? Tierra trágame.
Primero porque no esperaba la pregunta, no tenía ni idea que los suegros gabachos
recurren a esta argucia para introducir el miedo en el cuerpo a los
pretendientes de sus hijas. Y segundo porque en aquella época, principios de los
noventa, ya teníamos bastante con sobrevivir trabajillo por aquí, trabajillo
por allá, como para pensar en un futuro adocenado.
Supongo que aquello resultó traumático, puesto que
no recuerdo, para nada, mi respuesta y la mente, tras tantos años, sigue en
blanco, como dicen que suele pasar tras un grave accidente de coche. Eso sí, la
puesta en escena y la pregunta inesperada están esculpidas en el frontispicio
de mis recuerdos más angustiosos.
Una y otra vez me he preguntado, me lo sigo preguntando,
se lo preguntaría a él, si estuviera aquí al lado y un poco menos sordo de lo
que está, ¿por qué encrucijadas y vericuetos nos ha conducido la vida para que lo
que a primera vista parecía metafísicamente imposible, por tantas razones, temporales
y espaciales, terminara por producirse?
Si empezara a recorrer, como a veces lo he hecho mentalmente,
los hitos, curvas, contracurvas, cambios de dirección, paradas, casualidades, relaciones
causa efecto, azar y viajes en autobús para que los protagonistas de las dos
imágenes terminaran por encontrarse, podría estar describiendo situaciones y
respondiendo a contextos específicos, de tiempo y espacio, durante horas,
semanas, posiblemente meses. Volviendo hacia atrás en la vida, enrollando en sentido
inverso el discurrir de la existencia para que un chaval moreno de estirpe
campesina, allende los Pirineos, mirando desde la Galia, terminara empujando la
silla de ruedas del otro muchacho rubio, químico de profesión.
O todo ello es pura física, células que conforman un
cuerpo humano que habita un espacio determinado, cuya hija estudia arqueología
que, en un momento preciso y determinado, leyes de la física, se encuentra con
otro, el hijo del labrador, que está estudiando hebreo y los Hechos de los
Apóstoles en un espacio bien definido y en una excursión de campo se aposentan
en los asientos contiguos del autobús. Dos asientos bien tangibles, también
sometidos a las leyes de la cercanía física y las matemáticas, porque uno era
el número 31 y el otro el 32.
O bien, la carambola, de hecho, miles, millones de
carambolas, para que todo aquello ocurriera como así ocurrió.
O bien, tercera posibilidad, que alguien dirija
nuestros destinos, una fuerza superior, divina, intangible e invisible que nos
lleva de la mano hasta que nos sentamos en un autobús al lado de otra persona
de quien no teníamos ni la más remota idea de su existencia. Y viceversa.
Si sale de esta masacre de la peste, ya no sé si por
las leyes de la física, del azar o de la Providencia, confinado como está en
una residencia, ya le he dicho, a voz en grito para que me entienda, que el 22 de
agosto, cuando cumpla los 100 años, ¡se dice pronto y rápido! vamos a
emborracharnos con champagne. Francés, por supuesto.
Para regodearnos en que alguien, las matemáticas de
la distancia social, el albur de la suerte universal, el Altísimo han propiciado,
al menos de momento, que nuestras vidas siga su periplo. Cruzándose y descruzándose
al ritmo de las idas y venidas de Vueling.
No hay comentarios:
Publicar un comentario