Para decirlo pronto y rápido, mi ciudad preferida. Aunque
desde hace unos meses, quizá un par de años, París su ascendido muy rápidamente
en el escalafón y se acerca al primer puesto si es que no va a la par. Yo creo
que todo tiene que ver con habitarla, pasearla, perderse sin rumbo ni destino
por cualquier bocacalle y en la siguiente volver a girar.
Eso es justamente lo que hice muchos domingos en
Roma, siempre con el bolso de fotografía a cuestas. Es la única manera de absorber
los olores de los callejones, detenerse ante un escaparate, sin pensar que hay
que correr a algún sitio, atravesar un puente sin pensar en absoluto a donde se
atraviesa. Esperar que tras la cuesta que asciende a la colina del Quirinale,
haya otra colina que ascender. O quizá no. Poco importa.
Algo parecido, aunque sin colinas, es lo que me ha
pasado últimamente en París. Es lo bueno que tienen las huelgas para los usuarios
de transporte público, que te obligan a caminar y caminar. En las últimas
navidades, sobrepasé una media de 20 kilómetros al día, rozando en algunos los
30. Lo que para mí, más acostumbrado a caminar por los montes y cañadas de mi
pueblo y nada propenso a las urbes, es una barbaridad. Así que si pillo otro
par de huelgas, algo que no será muy complicado dado el espíritu indomablemente
reivindicativo de los gabachos, no sería de extrañar que comience a olvidarme
de la Ciudad Eterna y me convierta en un apasionado de la de la Luz.
La primera vez que visité Roma, me deslumbró.
Tampoco era muy complicado. Eran principios de los setenta, la primera vez que
salía de España, la primera vez que tuve que hacer un pasaporte, que todavía conservo
y donde entre otras curiosidades había media docena de países que no se podían
visitar, según las autoridades españolas, entre ellos, Mongolia Exterior. Que ya
había ganas en la España franquista de emprender un viaje en el Transiberiano.
Al menos me obligó a mirar en el mapa cuál era su capital: Ulam Bator.
El viaje en autobús, estábamos en sexto de
bachillerato fue épico. Un recorrido a matacaballo por todo lo más selecto que
Italia podía ofrecer a un adolescente ferviente alumno de Historia del Arte y
la Cultura: Pisa, Roma, Florencia, Venecia, Milán. En tan sólo 11 días, ida y
vuelta incluidos, supongo que el presupuesto no daba para más. Derrengados retornamos
a la ciudad amurallada, eso que estábamos sanos y fuertes.
No estoy seguro por qué me fascinó ya desde esa
primera vez. Lo intuyo. Fue la ciudad que más he imaginado antes de conocerla y
la ciudad que más sigo imaginando. Incluso después de haberla habitado durante tres
largos años. Una eternidad. Quizá sea eso el amor: imaginar. Lo que crees que
podría ser, imaginar lo que crees que podría haber sido. Algo. Cualquier cosa.
Tu adolescencia. Un paisaje de tu aldea. Un compañero que murió. Una mujer que
surgió de un encuentro casual. Una ciudad. Roma.
La ciudad con la que fantaseé en las sesiones de
cine de las tardes de domingo en el internado pucelano. Yo no sabía que “La
caída del imperio romano”, en realidad, había sido filmada en un decorado
madrileño. Nunca imaginé, en la oscuridad adolescente de un cine de Ávila, otro
Coliseo que no fuera el de Ben Hur. Antes de conocerla, ya tenía una concepción
más que definida de la urbe de las urbes, con sus gladiadores, su decadencia y
su Foro reconstruido, una y mil veces en las clases de Historia del Arte y la
Cultura. Las de nuestro inigualable profesor Hauser. Que no era alemán, sino de
Cádiz. Pero esta es otra historia.
Para un chico de villorrio, que la primera salida al
extranjero, cuando al Generalísimo todavía le quedaban tres años para
espicharla y muchos años antes de que Michael O’Leary imaginara lo del “low
cost”, terminara en la Ciudad Eterna resultó ser algo de otro mundo paralelo.
Una cuarta dimensión. Amor a primera vista. De adolescencia tardía, pero
flechazo al fin y al cabo. O quizá por eso. Ya se sabe, los primeros amores…
El Moisés por aquí (S. Pietro in Vincoli), el templo
escondido de San Clemente, con el altar de Mitra en el subsuelo por allá, Villa
Borghese tras ascender, literal y metafóricamente, por la calle de Fellini “che
fece de Via Veneto il teatro de la Dolce Vita”. Y una interminable ristra de
basílicas mayores, menores, museos. Si hubiera sabido que apenas diez años más
tarde iba a recorrer esas mismas calles recitando los verbos polirrizos y el
aoristo griego camino de la facultad podría muy bien haberme evitado el maratón
y el ranking que establecimos para ver cuantas iglesias, de las 262 que posee
la ciudad, nos permitiera el tiempo y nuestros todavía frescos músculos
adolescentes.
Aunque no todo fueron iglesias. Todavía teníamos
acné y tres años más de franquismo, así que fue una buena oportunidad para
introducir de contrabando, por La Junquera, conteniendo la respiración, un
puñado de revistas pornográficas que fueron manoseadas, no es una metáfora, por
todas las clases de sexto del Instituto de Ávila.
Justamente diez años más tarde, Roma se convirtió en
la ciudad de las tardes otoñales memorizando, por las riberas del encajonado Tíber,
hasta la isla de Esculapio y vuelta, los vericuetos de la Fuente “Q” camino de
convertirese en los canónicos evangelios de Mateo y Lucas. Las diarias
ascensiones hasta el Pincio y, de nuevo, pero con más calma, Villa Borghese,
vía la escalinata de la Plaza España, engalanada de azaleas en mayo, para
repasar antes de los exámenes finales sobre como dilucidar la importancia del
arameo en algunas secciones del profeta Esdras.
Pero también los paseos nocturnos, con mis
excelentes compañeros de fatigas de entonces, Montecitorio, la estatua de
Aureliano -siempre cubierta de andamios, en restauración permanente y eterna,
como la propia ciudad- para terminar, chupándonos los dedos con el helado de
Giolitti en el Panteón o la Piazza Navona. Mientras decenas de turistas
desembarcan por un extremo, la atraviesan a la carrera, camino del autobús que
les espera en Corso del Rinascimento. Y Roma no es eso, no es eso.
Roma es la mañana esplendorosa de primavera. Cuando
la Vía del Corso que recorro está en la penumbra del amanecer, aunque al fondo,
el Capitolio ya recibe los primeros rayos de sol. Cierro los ojos. Me inundo de
la incomparable luz romana de la primavera. Del perfume de su historia
irrepetible. La sensación, inequívoca, de sentirme único en el mundo. No soy
nadie, pero, a cambio, la ciudad es toda mía. En mis recuerdos y en mis
memorias de juventud. Una “carrozzella” trota por delante del campanario
románico de Santa Maria in Cosmedin y su Bocca della Veritá, circunvalo la
muralla Aureliana, atravieso la rosaleda del Viale Murcia y entro en el
Giardino degli Aranci.
Al fondo de la hilera de naranjos, desde esta
terraza de Santa Sabina, sobre el Aventino, que domina el río, envuelto en la
calima matinal, el gigantesco Cupolone del Vaticano. ¡Me dejé tantas cosas en
el camino! Por eso ahora imagino las “fontanas” (‘Serenella, in questo
vento di mare, di pini, nel nostro anno tra la guerra ed il Duemila.’),
las callejuelas atestadas del Trastévere, la soledad en Piazza delle
Tartarughe, el ajetreado mercado de Campo dei Fiori y la estatua de mi colega
Giordano Bruno achicharrado en la hoguera.
Y pese a los años y la distancia, sigue siendo sólo
mía. "The old river flows / while I look at/ my youth goes too " [Roma,
otoño 1986, Nikon FE, Ektachrome 64]
No hay comentarios:
Publicar un comentario