martes, 28 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XLIII: Roma


Para decirlo pronto y rápido, mi ciudad preferida. Aunque desde hace unos meses, quizá un par de años, París su ascendido muy rápidamente en el escalafón y se acerca al primer puesto si es que no va a la par. Yo creo que todo tiene que ver con habitarla, pasearla, perderse sin rumbo ni destino por cualquier bocacalle y en la siguiente volver a girar.
Eso es justamente lo que hice muchos domingos en Roma, siempre con el bolso de fotografía a cuestas. Es la única manera de absorber los olores de los callejones, detenerse ante un escaparate, sin pensar que hay que correr a algún sitio, atravesar un puente sin pensar en absoluto a donde se atraviesa. Esperar que tras la cuesta que asciende a la colina del Quirinale, haya otra colina que ascender. O quizá no. Poco importa.

Algo parecido, aunque sin colinas, es lo que me ha pasado últimamente en París. Es lo bueno que tienen las huelgas para los usuarios de transporte público, que te obligan a caminar y caminar. En las últimas navidades, sobrepasé una media de 20 kilómetros al día, rozando en algunos los 30. Lo que para mí, más acostumbrado a caminar por los montes y cañadas de mi pueblo y nada propenso a las urbes, es una barbaridad. Así que si pillo otro par de huelgas, algo que no será muy complicado dado el espíritu indomablemente reivindicativo de los gabachos, no sería de extrañar que comience a olvidarme de la Ciudad Eterna y me convierta en un apasionado de la de la Luz. 

La primera vez que visité Roma, me deslumbró. Tampoco era muy complicado. Eran principios de los setenta, la primera vez que salía de España, la primera vez que tuve que hacer un pasaporte, que todavía conservo y donde entre otras curiosidades había media docena de países que no se podían visitar, según las autoridades españolas, entre ellos, Mongolia Exterior. Que ya había ganas en la España franquista de emprender un viaje en el Transiberiano. Al menos me obligó a mirar en el mapa cuál era su capital: Ulam Bator. 

El viaje en autobús, estábamos en sexto de bachillerato fue épico. Un recorrido a matacaballo por todo lo más selecto que Italia podía ofrecer a un adolescente ferviente alumno de Historia del Arte y la Cultura: Pisa, Roma, Florencia, Venecia, Milán. En tan sólo 11 días, ida y vuelta incluidos, supongo que el presupuesto no daba para más. Derrengados retornamos a la ciudad amurallada, eso que estábamos sanos y fuertes. 

No estoy seguro por qué me fascinó ya desde esa primera vez. Lo intuyo. Fue la ciudad que más he imaginado antes de conocerla y la ciudad que más sigo imaginando. Incluso después de haberla habitado durante tres largos años. Una eternidad. Quizá sea eso el amor: imaginar. Lo que crees que podría ser, imaginar lo que crees que podría haber sido. Algo. Cualquier cosa. Tu adolescencia. Un paisaje de tu aldea. Un compañero que murió. Una mujer que surgió de un encuentro casual. Una ciudad. Roma. 

La ciudad con la que fantaseé en las sesiones de cine de las tardes de domingo en el internado pucelano. Yo no sabía que “La caída del imperio romano”, en realidad, había sido filmada en un decorado madrileño. Nunca imaginé, en la oscuridad adolescente de un cine de Ávila, otro Coliseo que no fuera el de Ben Hur. Antes de conocerla, ya tenía una concepción más que definida de la urbe de las urbes, con sus gladiadores, su decadencia y su Foro reconstruido, una y mil veces en las clases de Historia del Arte y la Cultura. Las de nuestro inigualable profesor Hauser. Que no era alemán, sino de Cádiz. Pero esta es otra historia. 

Para un chico de villorrio, que la primera salida al extranjero, cuando al Generalísimo todavía le quedaban tres años para espicharla y muchos años antes de que Michael O’Leary imaginara lo del “low cost”, terminara en la Ciudad Eterna resultó ser algo de otro mundo paralelo. Una cuarta dimensión. Amor a primera vista. De adolescencia tardía, pero flechazo al fin y al cabo. O quizá por eso. Ya se sabe, los primeros amores… 

El Moisés por aquí (S. Pietro in Vincoli), el templo escondido de San Clemente, con el altar de Mitra en el subsuelo por allá, Villa Borghese tras ascender, literal y metafóricamente, por la calle de Fellini “che fece de Via Veneto il teatro de la Dolce Vita”. Y una interminable ristra de basílicas mayores, menores, museos. Si hubiera sabido que apenas diez años más tarde iba a recorrer esas mismas calles recitando los verbos polirrizos y el aoristo griego camino de la facultad podría muy bien haberme evitado el maratón y el ranking que establecimos para ver cuantas iglesias, de las 262 que posee la ciudad, nos permitiera el tiempo y nuestros todavía frescos músculos adolescentes. 

Aunque no todo fueron iglesias. Todavía teníamos acné y tres años más de franquismo, así que fue una buena oportunidad para introducir de contrabando, por La Junquera, conteniendo la respiración, un puñado de revistas pornográficas que fueron manoseadas, no es una metáfora, por todas las clases de sexto del Instituto de Ávila. 

Justamente diez años más tarde, Roma se convirtió en la ciudad de las tardes otoñales memorizando, por las riberas del encajonado Tíber, hasta la isla de Esculapio y vuelta, los vericuetos de la Fuente “Q” camino de convertirese en los canónicos evangelios de Mateo y Lucas. Las diarias ascensiones hasta el Pincio y, de nuevo, pero con más calma, Villa Borghese, vía la escalinata de la Plaza España, engalanada de azaleas en mayo, para repasar antes de los exámenes finales sobre como dilucidar la importancia del arameo en algunas secciones del profeta Esdras. 

Pero también los paseos nocturnos, con mis excelentes compañeros de fatigas de entonces, Montecitorio, la estatua de Aureliano -siempre cubierta de andamios, en restauración permanente y eterna, como la propia ciudad- para terminar, chupándonos los dedos con el helado de Giolitti en el Panteón o la Piazza Navona. Mientras decenas de turistas desembarcan por un extremo, la atraviesan a la carrera, camino del autobús que les espera en Corso del Rinascimento. Y Roma no es eso, no es eso. 

Roma es la mañana esplendorosa de primavera. Cuando la Vía del Corso que recorro está en la penumbra del amanecer, aunque al fondo, el Capitolio ya recibe los primeros rayos de sol. Cierro los ojos. Me inundo de la incomparable luz romana de la primavera. Del perfume de su historia irrepetible. La sensación, inequívoca, de sentirme único en el mundo. No soy nadie, pero, a cambio, la ciudad es toda mía. En mis recuerdos y en mis memorias de juventud. Una “carrozzella” trota por delante del campanario románico de Santa Maria in Cosmedin y su Bocca della Veritá, circunvalo la muralla Aureliana, atravieso la rosaleda del Viale Murcia y entro en el Giardino degli Aranci. 

Al fondo de la hilera de naranjos, desde esta terraza de Santa Sabina, sobre el Aventino, que domina el río, envuelto en la calima matinal, el gigantesco Cupolone del Vaticano. ¡Me dejé tantas cosas en el camino! Por eso ahora imagino las “fontanas” (‘Serenella, in questo vento di mare, di pini, nel nostro anno tra la guerra ed il Duemila.’), las callejuelas atestadas del Trastévere, la soledad en Piazza delle Tartarughe, el ajetreado mercado de Campo dei Fiori y la estatua de mi colega Giordano Bruno achicharrado en la hoguera. 

Y pese a los años y la distancia, sigue siendo sólo mía. "The old river flows / while I look at/ my youth goes too " [Roma, otoño 1986, Nikon FE, Ektachrome 64]

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