domingo, 12 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XXVII: Memoria


Desde hace unos años ando dando vueltas a la memoria. Como facultad incomparable de las personas. No tengo ni idea de si pongamos, por ejemplo, los gatos que merodean por el jardín la tienen. Hace unos días escribí el orden, ojalá no llegue, en que, si elección tuviera, fuera perdiendo los cinco sentidos. Como comenté, el último que me gustaría conservar sería el de la vista. Incluso si perdiera la visión, por Dios, o por quien corresponda, que se me mantenga la memoria.

Supongo que estas disquisiciones en torno a la memoria se han acelerado con el paso de los años y, sobre todo, tras ver a familiares muy cercanos y familiares de amigos perderla. Total o parcialmente. De golpe o por etapas. Como también he observado muy de cerca el deterioro de la movilidad física, mi madre, por ilustrar un caso reciente y, sin embargo, conservar hasta el último suspiro una memoria extraordinaria, mientras que otro familiar cercano ha pasado por lo contrario, gran movilidad y memoria menguante, he considerado en varias ocasiones cuál sería el mejor trato en unos cuantos años: ¿movilidad o memoria? Sin duda, memoria. No que yo pueda decidir lo que el futuro me depare.

La mía, a pesar de lo que parece, va justita. O siendo muy optimista resulta que es tremendamente selectiva. Un desastre para recordar nombres, una carencia que, en más de alguna ocasión, me ha hecho pasar por algún apuro que otro. Ahora no recuerdo si esta insuficiencia viene de lejos, espero que sí, o ha empezado a acelerarse de repente. En mis tiempos de estudiante, supuestamente, también tenía buena memoria, al decir de ciertos compañeros.

No estoy muy seguro de ello. Más que memoria lo que tenían era una notable capacidad para estructurar los textos y argumentos de manera que recordarlos, aunque fueran extenso o complejos, me resultaba relativamente fácil. De esto todavía restan algunas cualidades, consolidadas con el paso de los años. Sin embargo, mi mejor memoria, tampoco sabría explicar la razón, tiene que ver con los emplazamientos, los lugares, la geografía, el contexto espacial.

Puedo recordar perfectamente, aunque acaso no me acuerde de los nombres, el decorado que conformaba la excursión colegial al Monasterio de Piedra, lugar al que no he vuelto a acudir jamás, con doce años. Cierto, son escenas selectivas, especialmente las enmarcadas fuera de la rutina de los días. Pero con todo y con eso, llenas de detalles puntillosos. U otras que implican remembranzas de amores nostálgicos en un parque determinado, una colina sobre la ciudad, con la brisa del mar cercano arrastrando la lluvia y la tarde que cae.

Aunque para memoria, no he conocido otra igual, pese a que he tenido profesores brillantes que podían citar sin parpadear versículos del Levítico, como la de mi santa madre. Sólo ligeramente, muy ligeramente, al final comenzaba su retentiva de fechas de primeras comuniones, defunciones, entierros, nombres de personas, detalles narrativos en las historias que contaba, poemas de Gabriel y Galán aprendidos en la escuela hacía más de ochenta años, a flaquear. No sólo los de hijos, nietos y familiares cercanos, también los de los vecinos de todo el pueblo y, si tenían relación con el nuestro, los de unos cuantos en derredor.

Bueno, quizá con una excepción, la de mi amigo Tino, apodado, muy apropiadamente, “Matrículas” porque recordaba los números de placas, con frecuencia el del bastidor, si había tenido de echar una ojeada, y documentos de identidad de los conductores de todos los vehículos de la comarca. Pero esta es otra historia.

Como en estos días de peste, las horas parece que duran mucho más de sesenta minutos, el tiempo de ocio cunde mucho más he dedicado algunos de esos minutos que sobran de las horas a vagabundear por Internet. Mi interés en los elementos de la memoria no va más allá de ilustrarme por lo que pueda pasar. Los debates son tan técnicos que con mis modestos conocimientos de Ciencias Naturales de 3º de bachillerato me pierdo. Como también, por lo que colijo, lo son los progresos de los estudiosos.

Un par de cosas, si consigo explicarme, me han llamado la atención. En 1995, se identificó la proteína Arc, cuyo papel en los cambios estructurales de las neuronas es crítico para la consolidación de la memoria. En cristiano, sin esta proteína, no podríamos almacenar en el disco duro del cerebro las memorias. ¡Qué horror!

Más recientemente, hace un par de años, otro grupo de científicos, han llegado a la conclusión de que la proteína Arc funciona como un virus. Esto se produce porque la proteína encapsula su propio ARN (ácido ribonucleico), el cual, al ser transferido en laboratorio, con el uso de ratones, ese ARN se transfiere a las células cerebrales de los animalicos. Exactamente como una infección viral, pongamos por caso la del corona.

Los científicos sospechan que esta colaboración entre ese funcionamiento viral de Arc empezó a interactuar con los animales de cuatro patas, a saber, los mamíferos, hace unos 400 millones de años. En otras palabras, lo que somos hoy, y eso atañe a nuestra memoria, lo mismo que hemos heredado otras características biológicas por selección natural, de alguna forma, portamos la memoria, al menos el funcionamiento biológico de los millones de personas que nos han precedido. Un poco de su historia, aunque sea una porción infinitesimal vive hoy en nosotros.

Tengo que reconocer que esto me conforta. De alguna manera, aunque yo lo haga como una mera reflexión, sin ningún fundamento científico, puedo concluir que la memoria no se esfuma con la muerte de las personas. En algún lugar, aunque no sepa dónde, resiste la extraordinaria que poseía mi madre. No alcanzó su finitud en el montículo de tierra y cascajo que cubre su tumba.

Como tampoco se perdió la de mi maestro de Hechos de los Apóstoles, Marie Emile Boismard, ni sus alambicadas deducciones a partir de las comparativas entre las primeras versiones impresas que se conservan del texto en la biblioteca del Trinity College. Hasta puede ser que en algún dónde persistan los marcadores de las interminables partidas de tenis que disputábamos antes de volver a las columnas sinópticas.

Ni las memorias de otros profesores que me enseñaron el aoristo griego o los nombres y apellidos de los dos arquitectos de Santa Sofía en Historia del Arte y la Cultura en el instituto, ni las del profesor de Roo que tenía en su cerebro holandés miles de caracteres japoneses junto con el orden de escritura de los rasgos y las historias, muchas de ellas inventadas, del origen de los pictogramas. Ni siquiera la de mi querido maestro de escuela infantil Don Tino que me hizo aprender, de memoria, por supuesto, los metros que tenía la montaña más alta de Europa, para insondable satisfacción del inspector de educación cuando nos examinó a bote pronto de geografía.

Como tampoco, por suerte, espero se disuelvan las mías en el éter, cuando algún alma caritativa amontone la tierra y el cascajo en el altozano del camposanto de mi aldea, no muy lejos del que ocupa mi padre, mi madre, mi abuelo. En algún espacio ignoto sobrevivirá, por la eternidad, la memoria familiar.

Es más, siempre he pensado que en el paraíso no habrá huríes, ni arroyo que manen leche y miel, ni siquiera aureolas. Lo que habrá será una infinita memoria colectiva. La de toda la humanidad. Incluida la mínima porción que me corresponda.

El edén será memoria o no será nada.

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