domingo, 14 de octubre de 2018

¡POR DIOS Y POR LA PATRIA!


Los signos de exclamación no estoy muy seguro que aparecieran en la inscripción. Quizá sí. En el tobogán de recuerdos de la adolescencia no todo lo que se rememora en el presente tiene una certeza real en el pasado. De lo que sí estoy seguro es que la lápida estuvo colocada durante décadas sobre la fachada de la iglesia, a media altura, a la izquierda de la entrada.

La foto fija es ésta: la lápida de mármol blanco, clavada con cuatro clavos enormes, como los que se utilizan de adorno en las tumbas. En algún momento debieron de ser dorados aunque ahora aparecen como oxidados. Lo de “Por Dios y por la Patria”, con o sin exclamaciones, en grandes letras negras, talladas en profundidad sobre la piedra blanca, imitando la tipografía gótica. A sus pies, esperaba siempre el señor Honorino, cada domingo y fiesta de guardar, a que el cura tocara la tercera a misa. En la lápida, uno detrás de otro, los nombres y apellidos de media docena de personas con sus fechas de fallecimiento. Todos en el corto espacio de tiempo que va de 1936 a 1939.

No me acuerdo de ninguno de sus nombres, salvo del de uno, al que, en aquellos años, mediados de los sesenta, consideraba un héroe en toda regla. Después de todo, aquella media docena de valientes habían sido los gloriosos vecinos del pueblo que habían batallado contra las hordas rojas. Desgraciadamente para ellos, no habían llegado a escuchar lo de “cautivo y desarmado el Ejército rojo” el 1 de abril del 39, así que el mérito, a mis ojos infantiles de pequeño admirador de la historia hispánica quedaba, si cabe, redoblado. Habían luchado por la victoria del Generalísimo, pero el destino, la providencia, el azar, conceptos que en aquella época se resumían, no había otra, exclusivamente en Dios, les había impedido ondear las banderas victoriosas.

Hace una treintena de años, Don Ovidio, el párroco, decidió, muchos lustros antes que nadie oyera hablar en el pueblo de memoria histórica, retirar la placa. Acaso por estética, quizás por vergüenza o, puede ser, por un sentido, algo tardío, de reconciliación. De las dos Españas.  ¿Alguien la habrá guardado? ¿Terminó quebrada en algún muladar? ¿Ha servido de relleno para alguna obra pública? Con su aparente desahucio, al menos en mi memoria, desaparecieron, al mismo tiempo, los nombres de la media docena de héroes. Excepto el de Ildefonso Cóbreces Herrero.

Grabado desde entonces en mi memoria por dos hechos. Primero, que había muerto con apenas 28 años, apenas el doble de los que tenía yo entonces y, claro está, porque llevaba el apellido de la familia. ¿Tenía yo un héroe franquista entre mis antepasados? “Somos héroes del mañana / llenos de fe y de ilusión / y en nuestros pechos arraiga / el más noble y patrio amor”. Con el paso del tiempo deduje que, posiblemente, ni lo uno ni lo otro. Dudo de que fuera franquista y dudo de que fuera héroe. Las historias de paladines patriotas suelen ser mucho más banales y mustias. Triviales, incluso. Salvo que aquí el destino, la divinidad, la fatalidad se llevó por delante la existencia de un mozo de veintiocho años. En aras de un sacrificio inútil, huero y estéril. Morir tan joven no es una trivialidad. Aunque sí lo fueran las causas y la cadena de acontecimientos que a ello condujeron.

El pueblo, localizado a una cuarentena de kilómetros del durísimo frente del norte, donde se situaba la cuenca minera del Cantábrico, inicialmente en manos republicanas, apenas sufrió por la Guerra Civil. Exagerando un poco, casi fue un oasis en el marco de una indescriptible tragedia. Al menos, quedó exento de las atrocidades que pasaron tantos otras aldeas y ciudades, más cercanas y más lejanas, arrasadas por la contienda.

A unos quince kilómetros, del aeródromo militar de Membrillar, despegaban aviones italianos para bombardear la zona minera de Barruelo. Contra las paredes de la ermita de Buenavista (se dice pronto, usar las paredes de una ermita para acribillar a tiros a una persona), fusilaron a un par de personas arrastradas desde la montaña. En una majada de Villabasta [ENLACE] tuvo lugar la espantosa matanza de seis civiles, entre los que se encontraba el maestro de Mudá. Como mal menor, nada comparado con lo anterior, no había escapatoria, los mozos de Renedo que les correspondía, al estar en zona nacional, terminaron alistados en uno de los bandos. La geografía había tirado sus dados. Podía haber sido el otro. Para la mayoría de ellos la cuestión ideológica, pequeñas rencillas locales al margen, era un asunto irrelevante. Puede que hasta ignorado.

Así que los más espabilados, cuando oían el rugido de las destartaladas camionetas de falangistas que venían a enardecer la vena patriótica -seguramente inexistente- de los que podían empuñar un fusil, se escabullían entre los robledales del monte o las choperas de la ribera. Algunos, más previsores, pasaban incluso las noches de finales de julio y principios de agosto de aquel indecente verano del 36 en los corrales del Pitano.   

Pero Ildefonso no, Ildefonso estaba en la cama, una mañana de aquel verano fatídico, primera semana de guerra incivil. Cumpliría 27 años el 8 de octubre. Su madre, Felisa, había escuchado en la radio muy de mañana, los llamamientos exaltados de los gerifaltes franquistas para participar en la lucha. Así que ni corta ni perezosa, fue a la alcoba para despertar a su hijo. Para que, sin demora, cogiera el hatillo y se subiera a la última camioneta fascista que había venido desde la capital, camino de la montaña.

Es más que probable que las exhortaciones de la madre, para con su hijo único, no tuvieran ninguna base ideológica. Era, simplemente, fruto del enardecimiento de aquellos días de locura. Un instante de erróneo delirio maternal transformado en disparate fatal para su propio hijo, al que le costaría la vida, y que, como guinda, acabaría con la suya propia. Las andanzas militares, durante todo el año siguiente, del joven Ildefonso me son desconocidas. Salvo su trágico punto final.

Hacia el 15 de diciembre de 1937 el Ejército Popular de la República, tras acumular una gran cantidad de hombres, sitió la ciudad de Teruel en poder de los nacionales. Estos resistieron hasta principios de año, cuando los republicanos terminaron por hacerse con la ciudad tras una cruenta lucha cuerpo a cuerpo, casa a casa. Por poco tiempo. Hasta el 22 de febrero, donde cerca del río Alfambre, en las inmediaciones de la capital turolense, sufrieron una derrota que abrió el camino para que los nacionales llegaran al Mediterráneo. Esto es, con trazos gruesos, la gran historia.

La pequeña historia, por el contrario,  de la Batalla de Teruel dice que fue uno de los inviernos más crudos registrados en España, con nevadas frecuentes por encima de un metro y temperaturas habituales de -20º, alcanzando ciertas noches cerca de -40º. Al norte de la ciudad, el frente se extendía a lo largo de un valle, muy abierto y sin apenas protección, creado por el río Jiloca. En un pequeño pueblo de este valle, desnudo e inhóspito, está la tumba de Ildefonso Cóbreces. En el Libro de Difuntos de la parroquia de Renedo, una simple anotación, sin más detalles: “Murió en Cella (Teruel), el 20 de enero de 1938”. Y la inscripción en la lápida ya desaparecida. Entre los 20.000 muertos republicanos y los 17.000 nacionales, como consecuencia de la batalla, allí quedó uno para siempre. Ildefonso, el de Renedo, hijo de Arsenio y Felisa. Un 20 de enero.

Dicen que su madre nunca se recuperó del golpe. Falleció en 1941. Arsenio su padre, le sobrevivió 20 años, junto con dos hijas más. Arsenio, que treinta años antes, quiso zafarse de la Guerra de Cuba, pero no reunió el suficiente capital, como hicieron algunos de los quintos, para eludir -legalmente- cruzar el charco pagando una cierta cantidad de dinero. Al menos volvió vivo ¡Cuánto dinero no habría dado para que Felisa no hubiera despertado a su hijo aquella madrugada aciaga del verano del 36! Ildefonso quien, seguro que para entonces ya había soportado buenas heladas en su valle natal, no sobrevivió a las heladas aragonesas.

O quizá fue una bala perdida de un compañero de fatigas. O un tirador de élite de las Brigadas Internacionales. O un obús disparado entre copos de nieve. Pero, sobre todo y, antes de nada, el ímpetu fútil de una madre, el sacrificio inane en el altar de un ideal vacuo. Por Dios y por la Patria.

sábado, 10 de febrero de 2018

LOS ÚLTIMOS POBRES

Nos había acompañado hasta donde el camino de vuelta al pueblo comienza a empinarse ligeramente a la vez que gira, con suavidad, hacia la izquierda y desciende hasta el paraje de Entrerríos, en la Fresneda. A unos trescientos metros se perfilaba, entre la niebla vespertina de finales de septiembre, el Caserío de Mazuelas. O lo que sobrevivía de sus muros de piedra. Se derruyen los muros, a la vez que se mueren los viejos. Sin que nadie sepa lo que viene antes. El tejado ya hacía años que se había hundido. La señora de Lamadrid, como siempre que nos despedíamos, lloraba a lágrima viva. “¿Cuándo volveréis?” La respuesta usual, mía o de la Conchita era invariable: “El domingo que viene”. Lo que solía ser verdad y costumbre de venir a visitarlos todos los domingos por la tarde. Al menos, mientras el buen tiempo durase. Aunque esta vez ya sabíamos que no lo sería. Les traíamos algo de comida, les hacíamos compañía un rato y Julio o Elías aprovechaban para cortar el pelo a Ciano, su marido.

Al día siguiente, los Servicios Sociales se habían comprometido a llevar a la pareja de ancianos al asilo de Palencia. Vocabulario políticamente correcto aparte, no cabe duda de que, en esta ocasión, el vocablo respondía a la realidad. Ya no sólo era la edad de ambos, superados los setenta. También las condiciones infames en las que se guarecían en aquella casa aislada. Sin agua, ni electricidad. El pueblo más cercano, Renedo, a unos cuatro kilómetros. Sin pensión. Así que dependían, mayormente, de la buena voluntad de Celestino, el de Báscones, el propietario de la furgoneta de ultramarinos que cuando pasaba por la carretera para llegar a los pueblos de la cabecera del valle, tomaba el desvío para llevarles lo más elemental: patatas, leche, ocasionalmente alguna caja de galletas.

Con un poco de suerte, Ciano, que salía a mendigar una vez al mes por los pueblos de alrededor, se las apañaría para reunir las suficientes limosnas con que pagarle lo que le había dejado a deber del mes anterior. Y así mes a mes. En cambio, la señora Lamadrid, de nombre de pila María Jesús, no salía nunca a pedir. No sé si por dignidad, vergüenza o ambas cosas a la vez. Como la vieja vestía por obra y gracia de la vestimenta que su marido recogía ocasionalmente en los pueblos, su indumentaria era sorprendentemente colorida. Se vestía con las oportunidades ofrecidas por la caridad vecinal. Ciertamente, para su edad, llamativa cuando no extravagante.

Un jerséi verde, con franjas blancas verticales, y una falda de paño negro, véte a saber de dónde habría salido, era lo que llevaba este domingo. Y por debajo de la chaqueta rosa, una faja de lana, verde oliva. El último en que estuvimos con ella. Lo que no fallaba nunca era la pañoleta que le cubría la cabeza, literalmente, de oreja a oreja. Aunque ligeramente desdentada, la edad y los vaivenes de la vida habían hecho mella en su rostro, sorprendentemente su piel no estaba demasiado ajada para su edad, incluso exhibía los coloretes del sol que, día sí y día también, tomaba a la puerta de la caseta, desde que asomaba la primavera hasta bien entrado el invierno. Algo bisoja, por los años o acaso de nacimiento. Bajo la pañoleta asomaba una buena mata de pelo que, tirando a canoso, todavía tenía trazas de haber sido muy rubio.

Siempre era su Ciano quien cada quince días se presentaba por casa. Tenía ajustado el horario, aunque fuera mentalmente, porque siempre llegaba a la hora de la comida. Y como donde comen cuatro, comen cinco, siempre había por la hornera un plato para llenarle el estómago mientras comía silenciosamente en la mesa de la portada, acompañado de un vaso de vino recién sacado del cántaro y un zoquete de pan.

El Sr. Ciano, que en gloria esté, fue el último pobre que conocí. Pobre de los de pedir casa a casa. Durante años, la procesión de mendigos por el pueblo y por nuestra casa era constante. No había semana que no aparecieran dos o tres. En los años de la posguerra incluso a diario. Y hasta en cuadrillas. Los más desheredados por la guerra, por las peripecias de la vida o carentes de cualquier posesión, llegaban agrupados a los pueblos, generalmente en el mismo día de la semana, de tres en tres o de cuatro en cuatro. Se me escapa la razón por la que venían en grupo. El caso es que los soportales del ayuntamiento, donde estaba el potro para herrar las vacas, casi todas las noches tenía huéspedes. Arrumbados entre la paja y los chinches.

Poco a poco desaparecieron. A finales de los ochenta sólo quedaban el Ciano y la María Jesús. Los otros pobres se habían ido muriendo, los quincalleros se volvieron sedentarios, algunos, los más audaces y más jóvenes, pocos, emigraron en búsqueda de trabajo a los paraísos fabriles de las Vascongadas o Cataluña. Al desaparecer los pobres, hasta desapareció el rancho que el ayuntamiento les ofrecía, tras la misa solemne, delante de la casa del alguacil el día del santo patrón. Los que pedían, quiero decir.

Porque en la aldea también había pobres, naturalmente, pero desde luego no de los que salían a mendigar. En caso de necesidad y, discretamente, algún vecino les echaba una mano y todo quedaba en el marco de un entorno familiar o buena vecindad. Lo mismo se puede decir que tampoco había ricos. Quien más quien menos tenía un par de vacas, el huerto, algunas tierras que cultivar. A mediados de los sesenta, sin que nadie nadara en la abundancia, el nivel de vida de las gentes se incrementó ligeramente y pudieron pagarse pequeños, hasta entonces, lujos: agua corriente, la televisión, quizá el frigorífico. Nadie se hizo rico, pero comenzaron a arreglarse las casas. Incluso a cobrarse las primeras pensiones estatales.

Sin embargo, Ciano proseguía, invariablemente, con su peregrinar semanal. En el pueblo, sin que nadie pudiera presumir de ricachón, quien más quien menos era capaz de darle unos céntimos, incluso alguna peseta y los más generosos ya comenzaban a dar duros. Por los bamboleoas de la vida, la pareja de pobres se había quedado en una tierra de nadie: donde nada tenían y nada esperaban. Ni podían esperar. Su caso, para esos años, finales de los setenta, resultaba notablemente excepcional. Él había servido de pastor en la Vega de Saldaña. Por razones que me son desconocidas, o quizá simplemente porque se aprovecharon de ellos, entraron en edad avanzada sin tener ningún recurso propio (lo que no era del todo raro entre los pastores) como tampoco ningún tipo de pensión. Alguien se olvidó, o quizá quiso ahorrarse unas perricas, y no pagó el famoso sello de la seguridad social. Puede que hasta ellos mismos lo desecharan por considerarlo un gasto inútil.

Contaban que la anciana era madrileña, en sus tiempos jóvenes, durante la Guerra, se vio obligada a huir hacia Santander. Y aunque decían que provenía de una familia rica, seguramente dimes y diretes de los vecinos, al terminar la contienda se encontró en aprietos económicos. Formaba parte de una de las cuadrillas que descendían de la montaña con un cuévano en las espaldas, a veces para pedir alimentos, a veces para hacer trueques. Se llevaban fruta de invierno, por ejemplo, a cambio de paños, o transportaban estraperlo para algún mayorista de género.

Sobre que viniera de familia rica, tengo mis dudas. Ambos eran analfabetos. Algo que resultaba excepcional por los contornos. Los habitantes de los pueblos, incluso en aquella época gris. Fueran nacidos antes o después de la guerra, todo el mundo sabía leer y escribir. Y hacer algunas cuentas. Lo básico. Yo conocí, aparte de a ellos, sólo a otra persona que fuera analfabeta.

El caso es que allí se habían quedado confinados, en todos los sentidos, en aquella casa deshabitada. Si se puede decir, un mal menor. El arroyo no estaba lejos, donde recogían el agua, y disponían de leña para calentar la hornacha en el monte de los alrededores. La señora de Lamadrid, al principio del verano se había caído de la cama y allí estuvo toda la noche, con la muñeca rota y su cuerpo pegado a las húmedas losas del suelo. Hasta que el bueno de Celestino, ya era casualidad, apareció con su suministro semanal y consiguió levantarla y avisar al médico de Renedo. Fue entonces cuando hicimos las gestiones para que los Servicios Sociales examinaran el caso. Afortunadamente, no era muy complicado entenderlo a cualquiera que les visitara, alguien aceleró todo el papeleo para fueran trasladados al asilo de la capital.

Cuando llegábamos a la altura de Cañoperis, en unos metros el camino descendería y el Caserío desaparecería de nuestra vista, advertimos que de la chimenea salía un penacho de humo. La última humareda. De leña y de dos personas que habían recorrido durante décadas la comarca, y la vida, extendiendo la mano para sobrevivir. Posiblemente, la última noche que Ciano y María Jesús, tendrían que atizar para pasar la noche en aquella caseta abandonada.  


Ya no volvió, evidentemente, ni a pedir, ni a almorzar a casa. Apenas semanas después, él falleció en el asilo de Palencia. Y no mucho más tarde la señora de Lamadrid.