miércoles, 22 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XXXVII: Tecnología

El Campeoón (motor de dos tiempos) en la bielda

No me entraba en la cabeza. Imposible. Por más que intentaba entenderlo no me hacía a la idea de que aquello hubiera sido posible. Estábamos en el almuerzo de algún día del mes de marzo de 1988, en la facultad de Jerusalén (EBAF), donde cursaba mi año de predoctorado. Un colega canadiense, David, de rostro cuadrado, mandíbulas tersas, pelo casi rapado, como un marine yanki y no pocas ambiciones de convertirse en unos cuantos años en obispo, de hecho, entre nosotros le tildábamos, cariñosamente, de “monsignore” comentó que acababa de volver de correos para enviar al director de su tesis en Toronto el esquema de la tesis que este le dirigía a distancia.

Mientras entraba por la puerta recibió una llamada del susodicho, confirmándole que ya tenía el esquema en sus manos. Seguro que a vuelo de pájaro, Mediterráneo y Atlántico por medio debe de haber, como mínimo, 8.000 kilómetros de distancia. Por más que se explicaba, creo que yo no era el único, el corrillo de colegas le mirábamos con asombro y notables muestras de dudas, en la creencia de que nos estaba tomando el pelo.

Veinte minutos después, en medio de la ignorancia de mis percepciones sobre la tecnología usada, llegué a entender, al menos los conceptos básicos, de que aquella herramienta que David llamaba fax había obrado maravillas para transmitir lo que, de otra manera, con un poco de suerte, si sorteaba la censura israelí, hubiera sido una semana, en menos de diez minutos. En mi vida había oído hablar de aquel extraordinario invento. Aparentemente, como en una especie de ciclostil, con el que nosotros habíamos impreso tantos apuntes, las entrañas de la maquina fotocopiaban o leían el contenido de lo escrito en el papel e “ipso facto” aparecía en los rodillos de otra máquina similar enchufada en algún despacho de la universidad de Toronto.

El duplicar imágenes, textos, no me resultaba extraño, lo asombroso era la velocidad con lo que aquello llegaba a la otra esquina de la Tierra. Hombre, a esas alturas de siglo, incluso yo que nunca estuve muy dotado para los conocimientos técnicos, como se solía decir, era más de letras, la televisión, y no digamos la radio, eran objetos habituales, en nuestras vidas cotidianas. Y se entendía que, a través de las ondas, antenas y relais, llegaba la voz y la imagen. Pero aquello era inmaterial, la maravilla del fax era que el mismo producto, es decir, texto, con sus letras y consonantes, sus espacios y sus márgenes, todo bien tangible, llegaba a la otra extremidad del globo en cuestión de segundos.

Por aquella época ya disponía de ordenador, un Amstrad no sé cuántos que, adquirido de segunda mano, con una pantalla donde las letras aparecían en verde y que cualquier equivocación en la manipulación del teclado podía echar a perder el trabajo de horas de trasiego de información recabada en la incomparable biblioteca del sótano.

Mi maestro y director de tesis, Marie-Èmile incluso disponía de uno de los primeros Macintosh, que yo miraba con envidia porque mi Amstrad me desesperaba con sus códigos arcanos y su sistema de arranque. Pese a todo, el descubrimiento del fax resultó un choque tecnológico de primer orden. Todos los que vinieron después, y han sido unos cuantos, han arribado más solapados y se han ido introduciendo en mi vida cotidiana de manera muy sutil, por una necesidad, un capricho, un obsequio. Hasta llegar a ocupar mucho más espacio del que supongo deberían.

En verdad, hasta el Amstrad, la tecnología, tal como se entiende ahora, había sido prácticamente inexistente. El motor de riego de dos tiempos -empleado también para la máquina beldadora- de mi padre, sí que lo había desmontado unas cuantas veces para limpiar los pistones de carbonilla o lijar la bujía para que arrancara sin los titubeos habituales, fuera porque la gasolina que nos vendían estaba mal filtrada, fuese porque mi padre apuraba las bujías hasta que los puntos de contacto quedaban carbonizados. Supongo que engrasar el eje del carro de vacas de mi padre no cuenta como experiencia tecnológica.

Posteriormente, tras aficionarme a la fotografía, además de que las cámaras eran simplonas, las clásicas cajas de zapatos, mi única preocupación con ellas, ni tenían apenas mecanismos, era colocar bien el carrete para aprovechar el máximo de película -para mi economía estudiantil significaban una pequeña fortuna- y tener cuidado al terminar no fuese que por mucho aprovechara quedara roto el mecanismo de enganche de la película al rulo y adiós carrete.

La siguiente etapa tecnológica, previa al Amstrad, tampoco requería demasiada sofisticación. En la facultad de filosofía y teología, ejercí con enorme placer de proyeccionista, Bresson para arriba, Bergman para abajo, mayormente, así que tuve que aprender a manejar el proyector. dos principios o tres básicos: unir y separar con acetona y tijeras, según la longitud con que venían en las cajas de lata, los rollos de las películas para que encajaran en la rueda del proyector, serpentear la película en los rodillos de arrastre y, claro está, encender y reponer las varillas, electrodos, que producían la iluminación requerida para proyectar en la pantalla. Más que conocimientos técnicos se requería una mínima habilidad manual.

Unos pocos años después llegó lo del fax en la oficina de correos jerosolimitana, tras lo cual, llegó el diluvio tecnológico. Apenas un año más tarde, ya en Tokio, casi lo primero que hice fue hacerme con aquella sorprendente herramienta que, en un papel satinado, a veces olía a requemado, escupía los textos que alguien mandaba desde algún otro distrito de la capital japonesa.

La compra no fue un capricho, al contrario, una herramienta de trabajo imprescindible para traductores, cotización de pescado congelado, horarios de partidos de fútbol, recetas de cocina y mil cosas más. De hecho, los anuncios por palabras en “The Japan Times”, requerían, como condición inexcusable para iniciar el contacto con el oferente del trabajo de traducción, se tratara de un manual de máquinas de coser Brother o un folleto de un modelo de tele Matsushita, disponer de fax.

Digamos que, sin el fax, que tanto me había sorprendido en Tierra Santa, no se podía sobrevivir en la tierra de paganos del País del Sol Naciente, así que no resultó raro que termináramos por tener dos en casa y, en cierta ocasión, hasta tres.

Pero en Japón, más en aquella época de explosión tecnológica y apogeo económico, principios de los noventa, la tecnología era omnipresente comenzaba a invadir todos los ámbitos de la vida cotidiana. Incluso, pero ya fue en los estertores antes de su desaparición final, durante algunos meses me vi obligado, por cuestiones de negocio a manejar un télex. Instrumento que también transmitía a una velocidad de vértigo pero que, no tenía ni punto de comparación con el fax, ni en cuanto a la facilidad de manejo, ni en cuanto a la versatilidad. ¿Cómo transmitir un diseño de una pieza de maquinaria a través de un télex, no digamos ya el esquema de una tesis doctoral?

En la agencia de prensa donde me ganaba el pan con el sudor de mi frente, sábados y domingos, y tecleando noticias económicas, los ordenadores rápidamente comenzaron a adquirir sofisticados mecanismos de transmisión. Me acuerdo perfectamente cuando instalamos Windows 95 y los primeros procesadores de texto que servían para redactar y retransmitir hasta Madrid el índice Nikkei con la velocidad del rayo. Si la bolsa de Tokio cerraba a las 15 horas, a las 15:02 la misión estaba cumplida.

Eso que, de modo paralelo a nuestro teclado, los teletipos seguían repicando incansablemente, Internet todavía no había entrado en mi vida, las desgracias que ocurrían en otras partes del mundo. Aunque ya no por mucho tiempo. En apenas unos meses el teletipo y el fax quedaron arrumbados en un rincón de la oficina. Dos nuevos inventos tecnológicos que, con el paso del tiempo superaron con creces la importancia del fax, estaban a punto de entrar en mi vida.

A veces pienso, y con la gente más joven, sin ir más lejos con mis hijos, seá todavía moneda más común, que no será necesario señalar los hitos de una persona por si se casó tal día, el recuerdo de su primer beso o si tuvo encontró su trabajo tal otro, sino por la fecha exacta en tal o cual dispositivo entró en nuestras vidas. Esto, para algunos, puede parecer algo melancólico y pesimista. Yo, por el contrario, opino que todos los aparatos mencionados aquí y algunos otros que no vienen al caso han hecho mi vida, al menos la material, mucho más cómoda y mejor. Incomparablemente.

Me pregunto si quien inventó la rueda o el arado se acordarían hasta el final de sus días, de la hora y fecha exacta en que tuvieron tan brillantes ideas. Y si David es ya arzobispo.

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