Primera fotografía: páramos y valles en el norte palentino |
No tengo una memoria clara de por qué me aficioné a
la fotografía. Supongo que tendría que ver, al menos en parte, con que en la
época de la niñez las imágenes eran más bien escasas, prácticamente
inexistentes. Salvo por las ocasionales fotografías de “El Diario Palentino” en
casa de mi tío Lucio, suscrito al “papel”, no sé si por curiosidad en conocer
lo que pasaba un poco más allá de la aldea vecina o porque recibir todos los
días, aunque fuera con retraso, el periódico era un relevante signo de distinción,
sino de opulencia. Opulencia relativa en un medio donde todos eran más bien pobres
y algunos miserables.
La Enciclopedia Álvarez no hacía gala de muchas
imágenes, más bien dibujos que valían igual para ilustrar los diez mandamientos
que los emblemas de la FE y las JONS. Por no haber, no había ni estampas de santos,
aunque, cierto, nunca fallaban los recordatorios, una vez más simples
ilustraciones en blanco y negro, de los difuntos del pueblo que pasaban a mejor
vida. A poco que fuera buena del otro lado, casi seguro que era mejor.
Así que sospecho que los primeros encuentros con
imágenes, en el sentido de fotografía debieron de causar un notable impacto en
mi memoria. Esto debió de ocurrir, si bien recuerdo, con los libros de texto de
primero de bachillerato, mi primer curso en un internado religioso. Estos
libros sí, ya eran mucho más sofisticados que la Enciclopedia Álvarez.
Aparte de que disponíamos de un texto para cada
asignatura, a diferencia de la Enciclopedia de a la escuela infantil que las
englobaba todas, en ellos aparecían, sobre todo en los de geografía, imágenes
de paisajes, en los de historia, reproducciones de cuadros famosos o personajes
destacados, en los de ciencias naturales, fotografías de aves y mamíferos. Las imágenes
comenzaban a estar cada día presentes en nuestra visión de pre adolescentes.
Empezaron, también, a aparecer las colecciones de
cromos, fueran de futbolistas, fotos con relucientes camisetas del Valencia, el
Sevilla y otros equipos, fuesen de animales de la sabana o de la jungla. Lo que
en la infancia habían sido bocetos y diseños, se habían convertido en el espejo
inconfundible, incluso aunque la calidad fuera más bien mediocre, de lo que la
vida deportiva, científica, meramente curiosa, ofrecía en derredor nuestro.
En aquella época, de forma paralela, otras imágenes,
estas en movimiento, también comenzaron a abundar en mi vida. Las del cine. Que
la inmensa mayoría estuvieran pasadas por el cedazo de la censura de la época,
o que rezumaran de tintes devocionales constituía un asunto menor. King Kong o Los
héroes de Telemark, por supuesto también, La túnica sagrada eran fotografía
aunque esta se moviera a 24 cuadros por segundo, como nos explicaba el padre
Isidro, antes de entrar en los detalles de las técnicas de filmación
superpuestas que permitían que King Kong se encaramara con tanta facilidad al
Empire State.
De alguna manera, como otros muchos compañeros de la
época, el cine y las lecturas de tebeos nos había convertido en “millenials”,
antes de que los “millenials” fueran concebidos. El cine fue para nosotros la
herramienta precursora, por hacer una comparación, con los “youtubers” de
ahora. Poco a poco, porque la letra a veces espantaba o simplemente resultaba
más cómodo, aún sin abandonar la lectura, me hice un devoto adorador de la imagen.
Que algunos profesores, como el padre Cándido,
nuestro profesor de dibujo, portara, siempre que íbamos a los pinares vallisoletanos
a dibujar al natural, una cámara que retrató a tantos cursos de escolares bajos
los troncos de los pinos, mostrando orgullosos los cuadernos con nuestras
recreaciones pictóricas también tuvo su influencia. Ciertamente.
Más aún, cuando ya con los primeros sarpullidos de
una adolescencia tardía me hice, primero, con una simplona, pero maravillosa y
efectiva cajita de zapatos, llamada Kodak Instamatic 25 y un poco más tarde,
lujo de lujos, una Werlissa Color, que como su nombre indica aceptaba negativos
para impresión de papel satinado en un, para la época, maravilloso colorido.
Había un problema, no banal, que con dieciséis años, en la Ávila de principios
de los setenta, los recursos económicos eran, prácticamente inexistentes, así
que disponer de un carrete y, no digamos ya de pagar por el revelado,
significaba, en el menesteroso peculio personal, un agujero difícil de colmar
en un semestre. Como mínimo.
Pese a todo, unas cuantas impresiones, en blanco y
negro, de la Kodak, han sobrevivido, muy dignamente, al paso del tiempo. Ahora
digitalizadas y en la nube parece que, salvo catástrofe nuclear o algo
parecido, también perdurarán más de lo que viva el propio fotógrafo. Otro
tanto, de los primeros revelados de la Werlissa. En ambos casos, supongo que
era lo fácil y lo cómodo, paisajes de mi pueblo.
Con el paso del tiempo me he arrepentido de no tener
la valentía suficiente para haber fotografiado los rostros curtidos de las
buenas gentes de la aldea. Estoy seguro, incluso pese a la calidad mediocre de mi
material, que ahora serían carne de archivo provincial. Cuando menos. El caso
es que me quedé en los paisajes, lo que tampoco es nada despreciable, si se
considera que, al menos que yo sepa, son de las pocas imágenes que han llegado
desde aquella época de penuria.
Después vinieron más cámaras, más fotos, más álbumes,
el encuentro con algún amigo aficionado, en Madrid, que incluso tenía la osadía
de revelarlas él mismo, algo a lo que nunca llegué, fue una buena fuente de
inspiración porque, siempre con los escasos medios de la época, conseguía unas
magníficas ampliaciones, mucho más sofisticadas que las que revelaban en las
ópticas para los aficionados, que fijadas sobre soportes de madera aglomerada,
eran -para mí- el no va más en la sofisticación del desarrollo de la
fotografía.
Y mira por donde, ya en plena juventud, acaso tuvo algo
que ver la musa de la fotografía, si es que existe, terminé con mis huesos y mi
ojo avizor en Japón. Si algún paraíso existe en esta tierra para los
fotógrafos, ese es el País del Sol Naciente. Naturalmente, al mes de llegar ya
había adquirido una joya, una Nikon FE que, al decir de los expertos, es una de
las grandes máquinas de porte mecánico que jamás se hayan fabricado. Esto es,
antes de que llegara la invasión del armamento digital.
Muchos domingos y fiestas de guardar me dediqué a
recorrer con la FE los parques y calles de Tokio fotografiando a todo lo que se
moviera y a lo que restaba inmóvil. Digamos que mis recursos financieros habían
mejorado notablemente y los rollos de Kodachrome o Fuji resultaban, para colmo,
escandalosamente económicos.
Nunca hice ningún curso, ni tampoco me he preocupado
mucho por los aspectos técnicos, salvo elementos que he captado aquí o allá
-estaba suscrito a una famosa revista nipona de cuyas explicaciones, la verdad
sea dicha, no pillaba de la misa la media- así que toda mi obsesión era captar
detalles sorprendentes, encuadres diferentes, las gentes paseando en las
grandes avenidas o emborrachándose bajos los cerezos en flor.
Una mañana entera, al final lo conseguí, esperando,
como los fotógrafos de naturaleza, con paciencia y escondido detrás de unos
arbustos, a que aparecieran, en un canal, al lado de la bahía, un grupo de
discapacitados, tan rara por no imposible era la visión, en sus sillas de ruedas,
empujados por familiares. Y, claro está, una lente de 300 milímetros.
Con el paso de los años, la pasión por la
fotografía, más que una mera afición pasajera se agigantó, lo que se manifestó
en cambio de equipos, cada vez más baratos por la digitalización, y miles de
fotografías. Decenas de países, centenas de situaciones, miles de paisajes,
rostros, montañas, caminos, monumentos. De tal modo y manera, ahora es mucho
más fácil, que tras haber digitalizado las impresas y sumadas las más
recientes, rondo las 80.000.
Esas son muchas fotografías. Aunque paso las horas
muertas, desechando repetidas o parecidas, borrosas, inanes, de mala calidad,
banales, ordenando y categorizando, siguen siendo demasiadas. No nunca he
tenido la tentación, como me ha pasado con alguna colección de sellos que empecé,
de marginar los álbumes, ahora digitales. Al contrario, cada vez que me siento
para ordenar, reordenar, refinar las categorías y reclasificar, me encuentro,
junto con algunas páginas mal escritas, con la mejor memoria de mi vida.
Seguramente de entre esas 80.000, desde la perspectiva
técnica, no exagero nada, si digo que habrá una veintena, tirando por lo alto,
que merecerían conservarse. Poco importa. Cada una de las que tras el último
repaso siguen en la nube de algún servidor de Nebraska o de Dakota del Norte constituyen
un punto firme en el discurrir de mi vida. De hecho, cuando no tengo fotos, se
multiplican los puntos suspensivos que tengo que rellenar, a veces con las
páginas mal escritas, a veces con el vacío insondable de la memoria.
Por eso las tengo tanto aprecio. Por banales que
puedan parecer a quien las observe desde fuera. Cada vez que se ha abierto el
obturador, fuera mecánico o digital, allí estaba yo, calculando el diafragma o
encuadrando el visor.
Instante inexpugnable, extraordinario, único y
personal donde nadie me podría haber sustituido y donde nadie, ya, podrá
sustituirme. Lo que yo contemplé a través de la Nikon, nadie más lo vió. De
alguna manera, el disparador era como mi propia conciencia, de nadie más, que
se abría, un instante, al mundo, para cerrarse de manera inmediata. Décimas de
segundo donde el paisaje, el rostro, la calle, fueron sólo míos y de nadie más.
Ochenta mil imágenes impresas darían para muchos
álbumes. Pero ahora todo cabe en el iPad. Por eso, lo mismo que me pasaba con
los libros leídos, flotando en alguna nube digital, cuando mis huesos reposen
para siempre en el camposanto que se eleva sobre el ribazo de la aldea, que me
entierren con mis fotos. Yo calculo, espero, que para entonces esté en las cien
mil. Una cifra redonda para cerrar el círculo. A unos metros de distancia de
donde me emocionaba con las fotos en blanco y negro de Amstrong poniendo el pie
sobre la superficie de la luna. Portada de El Diario Palentino – El Día de
Palencia.
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