sábado, 4 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XIX: La usura del tiempo


Cuando en clase de literatura de bachillerato, allá a principios de los setenta, en Ávila, nos tocaba en la clase de Literatura Universal Goethe y su Fausto, me resultaba bastante incomprensible que alguien hiciera un pacto con el diablo para poder sobrepasar los límites del conocimiento, del poder y de los placeres de la vida. Cualquier camino era aceptable en la búsqueda del verdadero sentido de la vida. No sé si fue nuestro profesor de entonces, o quizá a través de alguna lectura posterior, quien nos inculcó que el verdadero sentido de la existencia consistía en controlar el tiempo. Si alguien, Mefistófeles o alguna otra encarnación del maligno te daba el poder para seguir siendo siempre joven, no había mejor manera de entender el sentido de nuestras vidas. El poder, el conocimiento, los placeres se te darían por añadidura.

Con diecisiete años, obviamente, en plena post adolescencia, ni siquiera estaba iniciada la juventud, resultaba ininteligible la necesidad de hacer un pacto con quien fuera para prolongar una juventud que ni siquiera se había iniciado. Por lo tanto, la lectura del texto, al menos algunos extractos se hacían, única y exclusivamente, por la obligación académica, una mera rutina de los deberes de todos los días. Aquello, ciertamente, no iba conmigo. Ni que yo sepa con ninguno de mis compañeros de pupitre. Teníamos toda la vida por delante y aquellas reflexiones teutonas, enraizadas en leyendas centroeuropeas nos quedaban muy, muy distantes.

Si acaso, mucho más atractivo que bucear en la gran literatura germana, me resultaba indagar en atajos más cortos y radicales para conseguir lo mismo, pero sin los circunloquios y enrevesamientos literarios. Durante una temporada me apasionaron lecturas sobre alquimistas y magos medievales, capaces de descubrir la piedra filosofal y sobre todo encontrar la fuente del elixir de la eterna juventud.

Aquello si que resultaba un método rápido para parar el tiempo, sin la arriesgada intermediación del Maligno y fruto, exclusivamente, de la pericia y la investigación humana. Decenas, que diríamos ahora de empresas emergentes (start-up) distribuidas por monasterios y salas capitulares dilucidando como el oro disuelto en agua regia constituía el elixir de la vida.

La investigación no era un asunto reservado a religiosos marginales a quienes se les hubiera ido la olla de tanto aislamiento obligado, enclaustramiento, para ser exactos. Entre los buscadores hubo grandes luminarias de la filosofía y la teología, como los dominicos San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino. O eso cuentan las malas lenguas. Yo devoraba las enciclopedias ilustradas donde se mostraban a un solitario monje machacando misteriosas hierbas en el almirez o burbujeantes matraces bajo las bóvedas en ojiva. 

Mi interés era, simplemente, curiosidad, sin ninguna pretensión filosófica -ya tenía bastante con Sócrates- y mucho menos, científica. Como leía “El oro de los dioses” o la expedición en el Pacífico de la Kon-Tiki. Pura evasión. El tiempo que no se podía parar era la menor de las preocupaciones cuando se tienen menos de veinte años.

Y para el caso, al menos es mi experiencia, tampoco cuando se tienen treinta, cuarenta, cincuenta. Para de contar. No tengo una conciencia clara de cuando he comenzado a percibir que lo de Fausto no era un mero artificio literario, pero creo que eso fue, y esto es una mera operación matemática, cuando me dí cuenta que sumando el doble de lo que había vivido, la ruleta de la vida, por mera deducción estadística, salvo algún milagro, que nunca se sabe, pero siempre se espera, no de vueltas más allá de los cien.

Y eso es tirando muy para arriba, siendo muy, pero que muy, optimista. Acaso debería haberme dado cuenta antes. Quizá a los cuarenta. Ochenta no parece una edad descabellada. Es decir, que la idea de Fausto o los alquimistas medievales, después de todo, no era un pasatiempo, antes bien, los que lo buscaban sabían muy bien las razones por las que dedicaron tantas horas, tantos días con sus noches, a la luz de la candela, a la búsqueda de un hallazgo más que improbable.

Más allá de esa sencilla operación matemática, tengo otro dispositivo mental para medir la usura del tiempo. Me parece que comencé a usarlo, aproximadamente, hace unos treinta años. Poco después de jubilarse mi padre. Cuando comencé a observar que ya no aguantaba con tanta prestancia en sus riñones, los ochenta kilos largos que pesaban los sacos de centeno en época de cosecha. Lo que yo le había visto hacer, con facilidad pasmosa, durante tantos agostos, poco a poco se fue convirtiendo en una carga que administraba, sin quejarse, eso sí, pero en el doble de tiempo.

Desde entonces, lo sigo haciendo, cuento para atrás, en su vida y en la mía. Pienso en un momento de su vida remarcable. Por ejemplo, un inolvidable viaje que hizo en 1995 a Japón. Entonces tenía 71 años. ¿Dónde estaré yo en el año de gracias del Señor del 2027? Miro el álbum de fotos familiar, aparece en patio de casa, picando el dalle. Una impresión a tinta azul en el cartoncillo que enmarca la diapositiva dice AGO 1984. Esto es tenía sesenta años. En esta ocasión tengo que rebobinar. Sesenta años para mí, fueron hace tres. ¿Dónde estaba yo en agosto de 2017? Vuelta al álbum, en esta ocasión digitalizado: recorriendo la Bretaña. A mi padre le quedaban apenas tres meses de vida.

En estos días de confinamiento, donde queda tiempo para tantas cosas, este juego mental lo repito con mucha más frecuencia. Miro una imagen de mi padre, miro la fecha de digitalización de la imagen. ¿Cuántos años tenía y donde estaba yo? O para ser exactos, ¿dónde estaré yo cuando tenga la edad que él tenía? Inevitablemente, llega la pregunta final, en concepción más literal. ¿Dónde estaré yo cuando tenga los 93 con los que el murió, en el esperanzador supuesto de que llegue tan lejos?

Imposible saberlo, los meandros de la vida son inescrutables, como los caminos del Señor, para algunos son la misma cosa, y la geografía puede resultar, de aquí a entonces, muy confusa y dispersa. Estamos hablando, ahí es nada, del 2049. Es en este siglo, pero, así, a primera vista, a mí me parece el siguiente.

Técnicamente la usura se define como el cobro de un interés excesivo sobre un préstamo. En la tradición cristiana, durante siglos, la tradición de un interés, cualquiera que fuera el préstamo, se consideraba usura y, por lo tanto, moralmente reprobable. De ahí que dejaran este tipo de transacciones a los judíos.

El paso del tiempo, inexorable, lo de los alquimistas medievales ya sabemos que no dio resultado alguno, y todo lo que ello conlleva, gozos, enfermedades, pandemias, aislamientos, alegrías es la usura que nos va cobrando la vida por existir. Cada hora que pasa, cada minuto, cada décima de segundo, vamos pagando el interés de la vida prestada. Para algunos por la divinidad, para otros por la materia, para otros por el azar.

El problema es que nadie sabe cuando habrá pagado los intereses al completo. Por eso, quizá el Fausto de Goethe no iba muy desencaminado cuando quería sobrepasar los límites del conocimiento y de la existencia a través de un intermediario, incluso aunque este no parece que fuera muy fiable.

Después de todo Johann Wolfgang von Goethe estuvo escribiendo la obra durante, prácticamente, toda su carrera literaria. Ironías de la vida y de la muerte, la segunda parte sólo fue publicada después de su fallecimiento.

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