Cuando en clase de literatura de bachillerato, allá a
principios de los setenta, en Ávila, nos tocaba en la clase de Literatura Universal
Goethe y su Fausto, me resultaba bastante incomprensible que alguien hiciera un
pacto con el diablo para poder sobrepasar los límites del conocimiento, del
poder y de los placeres de la vida. Cualquier camino era aceptable en la búsqueda
del verdadero sentido de la vida. No sé si fue nuestro profesor de entonces, o
quizá a través de alguna lectura posterior, quien nos inculcó que el verdadero
sentido de la existencia consistía en controlar el tiempo. Si alguien,
Mefistófeles o alguna otra encarnación del maligno te daba el poder para seguir
siendo siempre joven, no había mejor manera de entender el sentido de nuestras
vidas. El poder, el conocimiento, los placeres se te darían por añadidura.
Con diecisiete años, obviamente, en plena post
adolescencia, ni siquiera estaba iniciada la juventud, resultaba ininteligible
la necesidad de hacer un pacto con quien fuera para prolongar una juventud que
ni siquiera se había iniciado. Por lo tanto, la lectura del texto, al menos
algunos extractos se hacían, única y exclusivamente, por la obligación académica,
una mera rutina de los deberes de todos los días. Aquello, ciertamente, no iba
conmigo. Ni que yo sepa con ninguno de mis compañeros de pupitre. Teníamos toda
la vida por delante y aquellas reflexiones teutonas, enraizadas en leyendas
centroeuropeas nos quedaban muy, muy distantes.
Si acaso, mucho más atractivo que bucear en la gran
literatura germana, me resultaba indagar en atajos más cortos y radicales para
conseguir lo mismo, pero sin los circunloquios y enrevesamientos literarios.
Durante una temporada me apasionaron lecturas sobre alquimistas y magos
medievales, capaces de descubrir la piedra filosofal y sobre todo encontrar la
fuente del elixir de la eterna juventud.
Aquello si que resultaba un método rápido para parar
el tiempo, sin la arriesgada intermediación del Maligno y fruto,
exclusivamente, de la pericia y la investigación humana. Decenas, que diríamos
ahora de empresas emergentes (start-up) distribuidas por monasterios y
salas capitulares dilucidando como el oro disuelto en agua regia constituía el
elixir de la vida.
La investigación no era un asunto reservado a religiosos
marginales a quienes se les hubiera ido la olla de tanto aislamiento obligado,
enclaustramiento, para ser exactos. Entre los buscadores hubo grandes luminarias
de la filosofía y la teología, como los dominicos San Alberto Magno y Santo
Tomás de Aquino. O eso cuentan las malas lenguas. Yo devoraba las enciclopedias
ilustradas donde se mostraban a un solitario monje machacando misteriosas hierbas
en el almirez o burbujeantes matraces bajo las bóvedas en ojiva.
Mi interés era, simplemente, curiosidad, sin ninguna
pretensión filosófica -ya tenía bastante con Sócrates- y mucho menos,
científica. Como leía “El oro de los dioses” o la expedición en el Pacífico de
la Kon-Tiki. Pura evasión. El tiempo que no se podía parar era la menor de las preocupaciones
cuando se tienen menos de veinte años.
Y para el caso, al menos es mi experiencia, tampoco cuando
se tienen treinta, cuarenta, cincuenta. Para de contar. No tengo una conciencia
clara de cuando he comenzado a percibir que lo de Fausto no era un mero artificio
literario, pero creo que eso fue, y esto es una mera operación matemática,
cuando me dí cuenta que sumando el doble de lo que había vivido, la ruleta de
la vida, por mera deducción estadística, salvo algún milagro, que nunca se
sabe, pero siempre se espera, no de vueltas más allá de los cien.
Y eso es tirando muy para arriba, siendo muy, pero
que muy, optimista. Acaso debería haberme dado cuenta antes. Quizá a los
cuarenta. Ochenta no parece una edad descabellada. Es decir, que la idea de
Fausto o los alquimistas medievales, después de todo, no era un pasatiempo, antes
bien, los que lo buscaban sabían muy bien las razones por las que dedicaron
tantas horas, tantos días con sus noches, a la luz de la candela, a la búsqueda
de un hallazgo más que improbable.
Más allá de esa sencilla operación matemática, tengo
otro dispositivo mental para medir la usura del tiempo. Me parece que comencé a
usarlo, aproximadamente, hace unos treinta años. Poco después de jubilarse mi
padre. Cuando comencé a observar que ya no aguantaba con tanta prestancia en
sus riñones, los ochenta kilos largos que pesaban los sacos de centeno en época
de cosecha. Lo que yo le había visto hacer, con facilidad pasmosa, durante tantos
agostos, poco a poco se fue convirtiendo en una carga que administraba, sin
quejarse, eso sí, pero en el doble de tiempo.
Desde entonces, lo sigo haciendo, cuento para atrás,
en su vida y en la mía. Pienso en un momento de su vida remarcable. Por ejemplo,
un inolvidable viaje que hizo en 1995 a Japón. Entonces tenía 71 años. ¿Dónde estaré
yo en el año de gracias del Señor del 2027? Miro el álbum de fotos familiar,
aparece en patio de casa, picando el dalle. Una impresión a tinta azul en el cartoncillo
que enmarca la diapositiva dice AGO 1984. Esto es tenía sesenta años. En esta
ocasión tengo que rebobinar. Sesenta años para mí, fueron hace tres. ¿Dónde
estaba yo en agosto de 2017? Vuelta al álbum, en esta ocasión digitalizado: recorriendo
la Bretaña. A mi padre le quedaban apenas tres meses de vida.
En estos días de confinamiento, donde queda tiempo
para tantas cosas, este juego mental lo repito con mucha más frecuencia. Miro
una imagen de mi padre, miro la fecha de digitalización de la imagen. ¿Cuántos
años tenía y donde estaba yo? O para ser exactos, ¿dónde estaré yo cuando tenga
la edad que él tenía? Inevitablemente, llega la pregunta final, en concepción
más literal. ¿Dónde estaré yo cuando tenga los 93 con los que el murió, en el
esperanzador supuesto de que llegue tan lejos?
Imposible saberlo, los meandros de la vida son inescrutables,
como los caminos del Señor, para algunos son la misma cosa, y la geografía puede
resultar, de aquí a entonces, muy confusa y dispersa. Estamos hablando, ahí es
nada, del 2049. Es en este siglo, pero, así, a primera vista, a mí me parece el
siguiente.
Técnicamente la usura se define como el cobro de un
interés excesivo sobre un préstamo. En la tradición cristiana,
durante siglos, la tradición de un interés, cualquiera que fuera el préstamo,
se consideraba usura y, por lo tanto, moralmente reprobable. De ahí que dejaran
este tipo de transacciones a los judíos.
El paso del tiempo, inexorable, lo de los
alquimistas medievales ya sabemos que no dio resultado alguno, y todo lo que
ello conlleva, gozos, enfermedades, pandemias, aislamientos, alegrías es la usura
que nos va cobrando la vida por existir. Cada hora que pasa, cada minuto, cada
décima de segundo, vamos pagando el interés de la vida prestada. Para algunos por
la divinidad, para otros por la materia, para otros por el azar.
El problema es que nadie sabe cuando habrá pagado
los intereses al completo. Por eso, quizá el Fausto de Goethe no iba muy
desencaminado cuando quería sobrepasar los límites del conocimiento y de la
existencia a través de un intermediario, incluso aunque este no parece que
fuera muy fiable.
Después de todo Johann Wolfgang von Goethe estuvo
escribiendo la obra durante, prácticamente, toda su carrera literaria. Ironías
de la vida y de la muerte, la segunda parte sólo fue publicada después de su
fallecimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario