martes, 31 de marzo de 2020

CUARENTENA DÍA XV: Días de teatro

El padre, la madre y el hijo rebelde

Es una de las aficiones de mis tiempos mozos que más echo de menos. Otras como el tenis o el fútbol, con el paso de los años y las rodillas resentidas de patadas y carreras, pasaron a mejor vida. Otras, como la lectura o el cine han permanecido, con algún que otro vaivén, pero siguen siendo referencias sólidas para el entretenimiento cotidiano. Aunque hayan evolucionado a nuevas modalidades como las tabletas digitales o el “streming” interminable de series y películas de todos estilos y colores.

El teatro, por el contrario, como actor en numerosas piezas, figurante en algunas, personaje destacado en otras e, incluso, ocasionalmente protagonista, constituyó, durante muchos años una de las actividades más atractivas y fascinantes en las que he participado. Para un chico de aldea perdida en medio de la nada, cuyo primer contacto con el medio lo fue un programa dramático de televisión -la Una, claro, porque no había otra. Estudio 1 se llamaba- mi carrera de aficionado tuvo hasta sus momentos de gloria.

Pasajera y reducida, como suelen ser los aplausos efímeros de teatro. Más, si cabe, en funciones estudiantiles, donde las representaciones no solían pasar de tres. Aunque lo importante no era la representación, sino las semanas y meses de excelente camaradería durante los ensayos interminables a horas intempestivas. El gusto por el teatro, sin duda ninguna adquirido viendo la televisión en blanco y negro de mis padres o en el bar, aquello sí que era cultura popular, la población de la aldea reunida casi en su totalidad, como si de la misa dominical se tratara, en el teleclub recién inaugurado, se prolongó, mutatis mutandis en el internado.

Aquí ya con un espacio en toda regla, escenario, luces, tramoya y demás. Todo un poco artesanal, pero que, para internos de un colegio religioso de rigurosa disciplina, aquel tipo de actividades era una bocanada de libertad. Obviamente, aunque no todas, las obras estaban orientadas a temas piadosos, con mensajes moralizantes a tutiplén y, naturalmente, adaptadas al público adolescente que era lo que la mayoría éramos.

Pese a todo, recuerdo perfectamente, en el Día de las Familias, a más de 400 alumnos y un numeroso grupo de progenitores seguir, boquiabiertos y en éxtasis, las peripecias de mis compañeros de pupitre en, por ejemplo, “Escuadra hacia la muerte” de Alfonso Sastre. Una pieza, por lo demás, poco piadosa, extremadamente dura con suicidio incluido.

En el Instituto de Ávila, después de unas pruebas, lo que ahora llaman “casting”, arramplé con el papel de protagonista, en “El Rebelde”, un típico cuadro de la burguesía del desarrollismo franquista, aunque faltaba poco para que el Generalísimo se fuera al otro barrio. Mediados de los setenta. Pero como entre los profesores estaba hasta el Jefe Provincial del Movimiento, el señor Cubillo, tampoco se podría haber pedido algo revolucionario, digamos de Brecht o Lorca. No tengo ni la menor idea de los méritos que hice para que, esta es otra, el profesor de latín y jefe de estudios, Don Ángel, era el director, se fijara en mis modestas cualidades. Sí que recuerdo, que cuando nos mandaban leer el texto en las pruebas, yo ponía toda mi pasión y empeño en declamar las partes que me correspondían. Con el tiempo pasado quizá me lo haya imaginado, pero tengo la sensación que, en las representaciones que hicimos, yo abarcaba las partes que me correspondían con ímpetu y denuedo. Es posible que hasta demasiado.

Cierto, hubo otras en las que me hubiera gustado participar y no me escogieron. Recuerdo, con especial cariño, todavía, una magnífica representación del Edipo Rey de Sófocles, en el femenino y, otra, no menos excelente, de El enemigo del pueblo, de Ibsen, en la Residencia Santo Tomás, que nos alojó, un par de excelentes años, un poco pasados de pubertad, pero sin habernos adentrado en la juventud.

Con “El Rebelde” llegamos a realizar hasta una gira, no consigo acordarme la razón, supongo que algún tipo de intercambio escolar de la época, acaso algún profesor procedía de aquellos lares, por algunos pueblos de Andalucía. Pozoblanco y algún otro. Aunque lo que más me marcó en aquella época fue mi madre. Mi madre en la ficción, obviamente.

Una muchacha rubita, en la veintena, me acuerdo perfectamente de su nombre y apellido, que estudiaba en las, eran para nosotros, exóticas clases del “nocturno”, a las que acudían alumnos relativamente trabajadores, mayores, tanto como para convertirse en mi madre. Consuelo en la vida real. Mi primer amor. Rigurosamente platónico. Muchos años después, ya pura nostalgia de la adolescencia perdida, me acerqué un día para charlar un rato con ella, en la librería donde trabajaba, cercana a la catedral abulense. Muchos años más tarde, retorné de nuevo. La librería había desaparecido. En su lugar se levantaba un bloque de pisos. No pocas veces me he preguntado que habrá sido de ella. La he imaginado como era en la obra, madre de familia, quizá con un hijo rebelde como yo lo fui de ella en la ficción teatral.

La actividad teatral no decayó, más bien se intensificó durante los estudios de filosofía y teología. Cada año nos atrevíamos a montar, con nuestros escasísimos medios, pero una ilusión, como dicen ahora, del copón, tres y hasta cuatro obras de teatro. A veces, hasta nos poníamos a escribir sainetes o montajes pintorescos con diapositivas proyectadas en la pantalla mientras representábamos pantomimas más o menos afortunadas.

Nos atrevimos, incluso, esto sí que era revolucionario, hasta hacer comedias, en un contexto de disciplina y orden religioso, siendo estudiantes de teología, disfrazados de mujeres. La movida madrileña, antes de tiempo, a nuestro estilo y manera, a finales de los setenta. Éramos un grupo muy compacto, compartiendo las mismas ilusiones, con una creatividad despampanante. No me cabe ninguna duda de que si alguno de mis compañeros de aventuras artísticas se hubiera inclinado por esa carrera profesional, hubieran llegado muy lejos.

En cualquier caso, en el escenario, fuera durante los ensayos, hasta la madrugada, fuere en las representaciones teatrales, disfrutábamos de un aire de libertad impensable. Estábamos en plena efervescencia juvenil y el teatro era la válvula de escape perfecta para nuestros deseos de libertad. Durante horas dejábamos de ser nosotros mismos, jóvenes devotos, embarcados, iba a escribir embaucados, en disquisiciones tomistas ininteligibles, sometidos a la disciplina de reglas y observancias, para convertirnos, en lo que realmente éramos: muchachos esperanzados ante la vida y el futuro.

En realidad, el teatro lo constituía la vida diaria, aquello era la ficción, mientras que la vida real nos absorbía cuando estábamos sobre el escenario declamando dramas históricos o ironizando con poemas lo que creíamos que era la vida real.

Así que cuando en cierta ocasión tuve que representar la figura insigne, al menos eso creía yo en aquella época, de San Vicente Ferrer, en “Nueve brindis por un rey” de Jaime Salom, probando a dirigir con los otros compromisarios los destinos del reino de Aragón en el Compromiso de Caspe, yo flotaba como el héroe que me creía, aleccionando a las multitudes, a grito pelado como sin duda, de esto era bien consciente, hubiera hecho su correligionario Girolamo Savanorola. Mi problema es que no sabía discernir si en la vida de todos los días imitaba al teatro o en el teatro imitaba a la vida de todos los días.

Ni qué decir tiene, que esa no tan modesta experiencia, ha sido una excelente escuela de vida. Como muchas veces he rememorado cuando he tenido la oportunidad de volver a reencontrarme con mis colegas actores, aunque aficionados fuéramos.

Ha servido para lo obvio. Para perder la timidez cuando se tiene que hablar en público, para ejercitar la memoria, recordando de carrerilla páginas enteras de diálogo, para aprender a interactuar, con gestos y ademanes, en situaciones comprometidas. A veces, esto no viene nada mal, para mostrarse impávido, como si no fuera con uno mismo, aquello que no me interesa o no me concierne, aunque esté en el meollo del asunto en discusión.

Con cierta frecuencia, se necesita hacer teatro para poder sobrevivir en aprietos laborales, incluso familiares, seguir en el escenario hasta que alguien corre la cortina, porque la escena se acaba o el pesado de turno se pierde entre bambalinas. Naturalmente a observar a los otros en contextos complejos y discernir, al menos intentarlo, no si están mintiendo sino en qué y en qué proporción. No voy a citar nombres, pero si se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, no hay nada más facilón, si se hecho teatro, aunque sea en modo aficionado, que pillar, con una mueca, un guiño o un tic, las trolas encadenadas que profieren, no son tan buenos actores como ellos creen, muchos personajes públicos.

Estos días de pandemia, de sobreexposición en medios de expertos, políticos y tertulianos, son una ocasión inigualable para decirle a más de uno: “Quieto, parao, repite la frase que te ha salido rematadamente mal”. La semilla del Estudio 1 de TVE no cayó en balde.

lunes, 30 de marzo de 2020

CUARENTENA DÍA XIV: “¿Etoqueé?”


Intento, a veces no lo consigo, hacer todo lo posible para separar mi vida personal de la del ámbito laboral. Después de tantos años en el mismo puesto de trabajo, con una movilidad muy reducida entre los colegas, a algunos de entre ellos comienzan, a mi pesar, a tener rasgos familiares. No porque no se lo merezcan, sino porque si se filtra demasiada familiaridad en las relaciones laborales, estas terminan por perder el necesario orden jerárquico y respeto profesional, algo no muy recomendable para gestionar equipos de trabajo cohesionados, flexibles y ágiles. La versión inversa también la practico.

Salvo en esta circunstancia extraordinaria, donde no me queda otro remedio, procuro no mentar lo que me da de comer con el almuerzo familiar dominical. Tanto han insistido mis hijos, año tras año, para que les dijera con precisión en qué consistía mi trabajo que hace poco tuve que enviarles, por correo electrónico, el perfil profesional de mis actividades de oficina. De hecho, usé el mismo documento que había hecho llegar, tiempo ha, al departamento de recursos humanos.

Sin embargo, la situación actual, vuelve ciertas barreras más permeables, incluso me permito enviar a mi equipo de trabajo una flor virtual, vía Whatsapp, todas las mañanas a las ocho, algo que jamás me hubiera permitido en la vida real. Tengo que decir que ellas me han abrumado con macetas de plantas, caniches y niños en edad escolar. Sea lo uno por lo otro.

Viene esto a cuento porque esta mañana, un proveedor que trabaja con China desde hace muchos años, por esas casualidades de la vida resulta que es casi paisano mío, allá en el norte, me ha enviado un correo con una cotización de mascarillas, vestimenta de protección, equipos de análisis del coronavirus y demás, a través de un correo que comenzaba así: “Estimado amigo, ¿cómo estás? Espero que al recibo de este te encuentres bien”.

Automáticamente me he acordado, de ahí lo de la familiaridad mencionada más arriba, de las cartas, conservo algunas como oro en paño, de las que enviaba como cada quince días a mis padres. Las cuales, alguien me dijo que los que cumplían el servicio militar redactaban de forma pareja, comenzaban siempre de la misma guisa: “Queridos padres: espero que estéis bien al recibo de esta. Yo también lo estoy”.

Como el teléfono no existía, las visitas, como mucho se producían una vez al año con ocasión de la fiesta de Santo Tomás, aquel era el único, ansiado, por lo demás, cordón umbilical -creo que censurado por los buenos padres dominicos- que mantenía los vínculos familiares en aquel confinamiento, que ríete tú del actual, nos mantenía aislados, semana a semana, mes a mes. Salvo por las contadas excepciones de las salidas deportivas y la coral colegial. Obviamente, para quien tenía la suerte de especializarse en triple salto o era un destacado cantor. Que no fue mi caso.

Este internado, mi proveedor dice que estuvo en los escolapios de Madrid, estaba localizado, digo estaba porque ya ni es internado y además hace muchos años que se transformó en colegio mixto, en Valladolid capital. Abundaban tanto este tipo de internados a mediados de los sesenta, por toda España pero, en concreto, en ese barrio pucelano que el vecindario era conocido como el Barrio la Hostia. Amén. Al menos una docena de órdenes religiosas reclutaban potenciales aspirantes con vocación religiosa por toda Castilla la Vieja y provincias limítrofes.

El mío, denominado de Arcas Reales, en realidad era herencia directa de otro colegio mucho más antiguo que existía en las cercanías de Olmedo, en el pago de La Mejorada, también en la provincia de Valladolid. Recabando documentación sobre los antiguos alumnos me he encontrado con la carta de un antiguo discípulo, Víctor, fechada el 3 de noviembre de 1918, sí, el año de la famosa gripe española que comienza así: “Recibí su carta por la que me decían los desastres que está epidemia ha causado en casa; tumbado leía yo la carta creyendo estaría alguno de casa grave, pero, bendita sea la Virgen Santísima y su Santo Rosario, respiré como un aliento de gozo al leer que estaban todos ya bien gracias a María.

Me preguntaban que si yo había tenido algo de esa enfermedad, pero debo decirles que ni siquiera rastros conocidos de ella, no parece sino que la Virgen Santísima, que nunca abandona a los suyos estaba cubriendo con su Sagrado manto este Santo Colegio, pues a pesar de estar tan cerca de Olmedo que estuvo lleno, y que según nos dijeron morían 6 o 7 cada día, y que hubo días de 11, y que algunos que daban 5 pesetas por cada vez que les visitaban, nadie quería porque no les afectara a ellos, pues a pesar de esto digo, no entró en el Colegio, y eso pasó por las vendimias, que para que no nos entrara a nosotros tuvimos que vendimiar, pues no había tampoco obreros, en el Colegio se hicieron los medios posibles para que no entrara, ya quemando azufre, ya evitando la comunicación con las personas de afuera, y por eso todavía no han venido más que 18 o 20 nuevos; aquí en Olmedo estuvo bastante tiempo pero ya hace unos cuantos días que no hay apenas nada.”

Como dice el Cohelet, “¿Qué es lo que fué? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará: y nada hay nuevo debajo del sol.” Que tradujo quiere decir. El Ejército ha recogido ancianos muertos en los asilos porque nadie les visitaba, las lechugas del Campo de Cartagena necesitarán voluntarios para la recolección, a falta de obreros habituales, la distancia social se practicaba ‘evitando la comunicación con las personas de afuera’.

Lo del azufre, supongo que ya no tiene mucho sentido, supongo. Aunque si no llegan los famosos “kits” para los test rápidos no queda descargado que sea un último recurso de emergencia. Y la parte de la invocación a la corte celestial queda al libre albedrío de quien esto lea. Los mensajes apocalípticos y redentores son abundantes como era de esperar ante tal impotencia humana.

En otro nivel de supervivencia más banal, pasar el tiempo en la familia como mejor se puede, esperando, esperando que la curva caiga a plomo, hoy nos ha dado por hacer un concurso de tortillas. En algo teníamos que usar la huevada que compré en un ataque de pánico primario hace unos días. El caso es, modestia aparte que el jurado cruzado (padre/hija versus madre/hijo) ha concedido el primer premio al que esto suscribe. Tengo que puntualizar que mis dotes culinarias son más bien reducidas y sólo las he demostrado, es un decir, en situaciones de emergencia. No tan agudas como la actual, cierto.

En cualquier caso, tuve una excelente maestra, mi santa madre que esté en la gloria, cuya receta básica consistía en esta expresión: “Para que te salga bien un plato, tienes que quemarte los hocicos en la cocina”. Esto es, debes dedicar muchas horas a los fogones. He adquirido, con el paso de los años, un cierto grado en esta virtud, pero no estoy muy convencido de que tenga que ejercitarla entre las cacerolas y las sartenes. Así que, si me sacan del concurso de tortillas y el huevo frito, soy un auténtico maestro, mucho me temo que no podré repetir galardón.

Finalizada mi fugaz estancia entre los pucheros he vuelto al teletrabajo. La vuelta y vuelta de la sartén me ha debido de volver un poco tarumba. Los cuatro primeros correos que he enviado a primera hora de la tarde, de manera inusual, los he comenzado como las cartas a mis progenitores desde el internado: “Estimado amigo: espero que al recibo de la presente te encuentres bien tú, y los tuyos, de salud como yo lo estoy gracias a Dios”. Para continuar con el negociado habitual de “te adjunto la nota de prensa”; “mándame, por favor, el PDF del Consejo de Dirección”, etc. etc.

Sólo cuando alguien me ha respondido, con sorpresa y medio en broma, usando la parla local: “¿Etoqueé?” por “¿esto qué es? me he dado cuenta de que esta peste propicia que comience a saltarme líneas divisorias, en este caso la de la intimidad familiar y la del coto laboral, que nunca me hubiera permitido. Menos mal, soy un acérrimo defensor de la separación Iglesia-Estado, que no he invocado, como hace mi colega de internado de 1918 en la cabecera de su misiva a Jesús, José, María y Domingo.

Aunque como esto siga así, por encima de los 800 muertos, no es descartable que tenga que recurrir a ellos en días venideros.

domingo, 29 de marzo de 2020

CUARENTENA DÍA XIII: La ruta del colesterol


71,5 metros y medio, que me condone este error periodístico mi maestro Ramón por comenzar el párrafo escribiendo números, como si esto fuera una operación de álgebra. Que en realidad lo es. Setenta y un metros y medio el perímetro de la vivienda donde habitamos desde hace, exactamente veinte años. Afortunadamente tiene un modesto jardín, así que, entre las cuatro paredes exteriores y la valla de cipreses, tengo espacio más que suficiente para ejercitarme. Al menos andando, para otros trotes ya no estoy.

Tengo que sortear el limonero que, buscando el calorcico del sol ha extendido sus ramas pegándose a la pared encalada. Menos mal que hace unas semanas podé el mandarino y el granado, así que ahora puedo pasar con holgura. Esta es la mayor contrariedad para mí. Raramente socializo, por usar los términos de mi hijo, no salgo apenas de la cueva, como afirma su hermana.

Pero la carencia del paseo diario, la mayor de las veces en solitario, es lo que peor llevo. Así que, tras dos semanas encerrado, salvo por las dos excursiones para hacer la compra, dar vueltas a la casa, hasta que me canse, será el mejor ejercicio para aligerar la cerveza y el aburrimiento dominical.

Pongo el contador de la aplicación y con el móvil en la mano, comienzo a girar. No he dado la primera vuelta y mi cuñado, aficionado a las carreras largas y al entrenamiento cotidiano, ya me ha dado ánimos: “Si das 295 vueltas, tienes media maratón. ¡A por ella!”. Pero voy andando ¿esto también cuenta? “Todo cuenta”, responde. Así que acelero el paso. Hace una mañana magnífica, eso también ayuda. Me consuelo que para la misma media maratón, él tiene que dar 700 en su balcón oscense.

Pasar una y otra vez por el mismo sitio, constituye un excelente ejercicio de concienciación del mundo que nos rodea. Decenas de cosas que han estado siempre ahí y a las que apenas habíamos prestado atención, de repente cobran vida, como si alguien las acabara de instalar. Si de vez en cuando, se hace el recorrido a la inversa y una esquina se observa preferentemente con el ojo izquierdo, como contrapuesto al derecho, si el giro lo hago en el otro sentido, también propicia una renovada visión del mundo. Aunque el mundo sea una parcela de 495 metros.

Al final la aplicación me dice que habré dado 4.507 pasos, supongo que eso equivale a algo más de 3,5 kilómetros, no está mal tras quince días oxidado. En el interín me he dado cuenta, entre decenas de observaciones de que cualquier día de estos tengo que cortar el césped, pero esperaré tres o cuatro días, hasta que se marchiten las campanillas amarillas que comienzan a estar lacias.

El vecino, con el que apenas he intercambiado cuatro frases en veinte años, esto sí que es mantener la distancia social y lo demás son cuentos, ha aparecido de nuevo. Digo aparecido, porque normalmente no vive aquí, pero en estos quince días ha he notado que va y viene a la ciudad como un dominguero habitual. Me dan ganas de lanzarle algún improperio, pero como tengo que rogarle que me corte las ramas de su palmera que invaden mi propiedad, casi mejor no azuzarle con artículos del Boletín Oficial del Estado, ni siquiera con las normas más elementales del sentido común y la ciudadanía. Ya debe de andar por los setenta, él sabrá lo que se trae entre manos con tanta ida y venida.

Mi hijo se desfoga practicando con la batería. Los timbales retumban estruendosamente cada vez que hago el giro en la esquina este, a medida que avanzo hacia el otro lado, el golpeo furioso, a veces atronador, del bombo se va apagando para volver a empezar de inmediato en cuanto giro de nuevo. Esto comienza a parecerse a un tocadiscos de los de antes, con la aguja de diamante en mal estado, leyendo los surcos, a veces con excesivo volumen, a ratos completamente desaparecido.

¡Mira! uno de los cactus, estas plantas que resisten como ninguna la aridez del Levante español, ha tirado un tallo, en apenas una semana (¿o quizá llevaba así meses?), del cual sale una inflorescencia tremendamente curiosa, flores en forma de pepinillos, con el cuerpo rosáceo y las puntas verdes. Siempre me ha gustado tener cactus en el jardín. Rebajan en un porcentaje altísimo la factura del agua, nunca les entran enfermedades, se regeneran ellos solos, no necesitan apenas cuidados. Ocasionalmente, como me acabo de dar cuenta, ofrecen sorpresas. Otra vuelta más.

El olivo, tan bíblico y fornido, parece que, tras las lluvias de los últimos días, ha redoblado el crecimiento de las ramas más altas de su copa. Recuerdo perfectamente, muchacho del norte, la primera vez que divisé estos majestuosos árboles, entre Ontígola y Ocaña, desde las ventanillas del tren que me llevaban a la reclusión del noviciado en la Ciudad del Comendador. No tengo ni la más mínima memoria de dónde venía, me refiero a las estaciones físicas, supongo que de Valladolid o Ávila, como tampoco si iba sólo o acompañado, previsiblemente con algunos de mis futuros colegas de confinamiento. De aquel viaje a la santidad, a ahondar en mi vena mística, si es que existía, es la única imagen que me resta: extasiarme ante los olivos en las laderas que circundaban el trayecto de la locomotora cuando esta abandonaba la depresión del Tajo para penetrar en la interminable llanura manchega. He perdido la cuenta de las vueltas.

Desde la ventana de la cocina, Isabelle grita: ¡Allez, allez! como si esto fuera el Tour de Francia y estuviera escalando el Tourmalet. No es recomendable pasar por delante de la cocina cuando uno está concentrado, de lleno, en el ejercicio físico. Los efluvios que salen por la ventana comienzan a hacer ronchas en el estómago. Por no hablar de la Alhambra que me espera en el refrigerador. Estamos a 21 grados, así que si acelero un poco el paso rompo a sudar. ¡Uy! tengo que ordenar y limpiar la leñera. Por aburrimiento, hemos consumido toda la ración de troncos anual en la chimenea, eso que estamos camino de abril. Esta mañana me he dormido con el cambio de hora. No me he levantado hasta las cinco y media. Un disparate en mi rutina cotidiana.

En el patio interior, debajo de la parra -ya han brotado las primeras hojas, tengo que echarla un poco de quelato de cobre para que no amarilleen antes de tiempo- mi hija ensaya, en la modalidad de yoga, la posición del ‘cuervo’ que no sé exactamente en qué consiste. En otros tiempos, todo se reducía a hacer el pino o dar la voltereta en el plinto que decíamos entonces, ahora conocido como caballete. “¿Cuántas vueltas llevas, papi?”. Me faltan tres para la cerveza, respondo. Seguro que la aplicación del iPhone es mucho más estricta y me hará dar una docena más.

A los gatos, semisalvajes, que van y vienen entre el vecindario les ha dado pro reunirse hoy a todos bajo una hornacina donde guardo las herramientas de jardinería. Hasta seis, cuento. Adormilados al sol, no parece que estén muy agobiados con el COVID-19. La Academia dice que el bicho es femenino y debería ser llamado la COVID-19. Sea. Otra vuelta. ¿Te ha salido lo del cuervo, hija?, pregunto. “Casi, casi, pero no a la primera”, replica. Yo nunca fui capaz ni de hacer el pino. Así me fue en Educación Física con el P. Chopo.

Con la mención del cuervo, pienso que, últimamente, apenas se oye a los perros ladrar. ¿O son imaginaciones mías? Hasta parece que ha desaparecido el mirlo que debe de criar todas las primaveras en algún recoveco de los cipreses, pues en cuanto pongo semillas de cinnias en el macizo debajo de la higuera, rápidamente aparece, saltimbanqui de rama en rama, para escarbar la semilla recién plantada. Como las aves de la parábola.

Seguramente, hay muchas maneras de pasar una mañana de domingo resplandeciente de sol y luz. Que esta de dar vueltas a los muros de la casa. Me prometo a mí mismo que si los trabajadores, con vacaciones forzosas a partir de mañana lunes, se verán obligados a recobrar las horas antes del 31 de diciembre, yo no me daré tanta tregua para recuperar las caminatas perdidas en línea recta. En cuanto digan que el encierro ha terminado, me vengaré por veredas y cañadas. Se acabarán estas rutas caseras y circulares del colesterol.

De momento, me consuelo con ver que el ciruelo de mi padre está dejando caer las flores. He advertido media docena de abejas revoloteando sobre sus delicadas flores blancas. Espero que hayan cumplido con su deber de siglos y para julio maduren las ciruelas claudias.