lunes, 13 de noviembre de 2017

ELÍAS CÓBRECES MANTECÓN: TODA UNA VIDA SOBRE LA TIERRA (1924-2017)

«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Juan 11, 25)

Elías, mismo nombre que su abuelo, nació en Renedo de Valdavia (Palencia) a las 4 de la mañana del 19 de noviembre de 1924. Esta semana próxima hubiera cumplido 93 años. Sus padres, ambos también de Renedo, se llamaban Alejandro y Basilisa. Elías fue el onceavo hermano entre un total de 13. Desgraciadamente, sólo cinco de entre ellos vivieron hasta una edad adulta. Sin embargo, la décima entre los hermanos, es su hermana melliza, Clara, que vive en Buenavista de Valdavia, a 5 km. de distancia.

Dadas las dificultades familiares y la abundante prole, desde bebé le buscaron una nodriza en Relea (un pueblo a unos 20 kilómetros), Felipa Herrero Herrero. Sus familiares, todavía residentes en este pueblo del páramo, siempre han considerado a Elías como un auténtico hermano. Celebró su primera comunión, ya de vuelta a Renedo, el 24 abril 1932.

Tras acudir a la escuela unitaria del pueblo, desde los 14 años, como era la costumbre, comenzó a ayudar a sus padres en las labores del campo, cuyos ingresos eran prácticamente los únicos en los años cuarenta y cincuenta. El 13 de mayo de 1954 casó con Judit, también Cóbreces y también de Renedo. Siendo los tiempos que eran, no había cruceros, ni destinos exóticos, por ello, el viaje de novios, en carro con vacas, lo disfrutaron en Herrera de Pisuerga, a 24 kilómetros del pueblo, tirando por los caminos del monte.

En realidad, Judit y Elías tenían un parentesco lejano, eran primos séptimos. En 1729 nacía Fernando Cóbreces Noriega, quien esposó con Andrea Gutiérrez. Por líneas genealógicas paralelas, Elías y Judit, descendientes directos de Fernando, terminaron por juntar sus dos apellidos Cóbreces en sus hijos.

Fuere como fuese, desde finales de los años cincuenta y, sobre todo, a mediados de los sesenta, pese al comienzo de las grandes migraciones de las aldeas de Castilla a las zonas industriales de Bilbao, Madrid y Barcelona, Elías siempre prefirió permanecer apegado al terruño. Su vida ritmaba con las estaciones, la sementera en otoño, la siega y las trillas en verano. Hasta el final de su vida laboral, a finales de los ochenta, siempre arrimado al carro de las vacas.

Elías nació demasiado tarde para emigrar, demasiado pronto para alcanzar la mecanización del campo, así que nunca tuvo tractor ni carnet de conducir. La única maquinaria que alivió sus labores fue el motor de dos tiempos, usado para el riego y la bielda. Por suerte, heredó de su padre algunos terrenos de regadío (huertas con frutales, mucho más feraces que los cereales de secano), en ellos mediante la siembra de patatas, cultivo de la remolacha azucarera y el plantón (semilla de remolacha) obtuvo el balón de oxígeno tan necesario para una economía familiar de supervivencia.

A esto se sumó la pequeña ganadería. A mediados de los sesenta compró su primera vaca lechera en Torrelavega por 7.500 pesetas con la que inició una modesta cabaña ganadera en la que llegó a juntar hasta 14 vacas pintas. Los ingresos complementarios se hicieron cada vez más necesarios, las estrecheces nunca acababan. Pese a ello, con la ayuda inconmensurable de Judit, a principios de los 80, consiguió que los tres hijos tuvieran la posibilidad de acceder a estudios superiores.

Durante sus últimos años como agricultor, ya a punto de jubilarse, fue vendiendo la ganadería lo que le permitió disfrutar, en la estela de la residencia de sus hijos, de cortos viajes que siempre le han encantado. Fiel a lo que ha vivido siempre, en esos viajes lo que realmente apreciaba, más que monumentos o museos, eran los campos y las tierras aradas (“¡qué fácil cultivar las lechugas aquí!”), solía decir admirando los cultivos intensivos de hortalizas de la Región de Murcia. O la feracidad de las huertas en la hoya de Huesca. En estos cortos viajes, siempre pendiente de las dichosas gallinas del corral, viajó, también, en repetidas ocasiones, a Valladolid, Ocaña o Madrid.

Incluso tuvo la oportunidad, en 1995, de pasar unos días en París para el bautizo de su nieta, donde recorrió un domingo por la mañana, en bicicleta, las grandes avenidas parisinas, los bajos de los pantalones, como hacía en el pueblo, metidos entre los calcetines para no pillárselos con la cadena. Y por la tarde acudir a los Campos Elíseos para ver coronarse a Miguel Induráin con su quinto tour. Eso sí, agarrado al cinturón de su hijo mayor, como un niño pequeño, por miedo a perderse entre la muchedumbre de espectadores.

Aunque sin duda, su viaje más recordado es el que había hecho a Japón, un año antes, en abril de 1994, que siempre recordaba, pese al tiempo transcurrido, con gran cariño. Su primer y único vuelo en avión para conocer a sus nietos. Tan grande fue la impresión que ha sido la única vez cuando ha puesto algo por escrito, más allá de la mera firma en los formularios de la PAC, sus impresiones, en un pequeño Diario de Viaje, redactado para la ocasión.

“Día de la llegada 16 de abril 11 mañana aeropuerto llegamos a casa a las 2 de la tarde comimos y por la tarde fuimos al parque con Clara y (e inevitablemente, incluso en pleno centro de la capital japonesa, siempre a lo suyo, escribió): “Día 19 mañana estuve en casa viendo poner pepinos a los hortelanos [en la huerta vecina a la casa]”.

Nunca jamás, estuvo hospitalizado ni de baja. Sólo una vez tuvo un incidente grave, una infección por una punta oxidada que se clavó en la patatera y que no cuidó adecuadamente. Bueno, a los seis años se rompió la pierna, casi a la vez que su hermana melliza. Hasta los 91 años que pudo montar en bicicleta se dedicaba a visitar los campos para poder discutir sobre la cosecha, cuidar del pequeño huerto familiar y ¡cómo no! sacar a pacer a las gallinas al ribazo del río. Pequeñas tareas que le han tenido ocupado en lo que ha hecho siempre: labrar la tierra y cuidar del ganado.

Hombre discreto, exageradamente austero, epítome de castellano viejo, siempre de buen talante, servicial, puede que un poco ingenuo, sin advertir malicia alguna en las personas de alrededor. Poco dado a la cháchara, de escasas palabras, extremadamente respetuoso con los demás, raramente ha discutido o se ha enfadado con sus paisanos.

Hasta entrar en la residencia para la tercera edad de Saldaña, incluso ayudaba en las tareas domésticas (barrer, fregar, encender la gloria) algo inusual en una persona de pueblo, y menos para gente mayor, educada en otros usos y costumbres, en una época ya remota. Y naturalmente, religioso, a la manera que aprendió desde pequeño, con la fe del carbonero, en este caso de labrador, incansable recitador de la plegaria nocturna, implorando la misericordia del Altísimo, aprendida en la lejana primera comunión, antes de acostarse.

Los últimos años ha estado preocupado por el devenir de hijos y nietos. Para que se convirtieran en personas de provecho. La frase que siempre estaba en su boca: “Vosotros a lo vuestro”. No tanto preocupado por lo que hacían o dejaban de hacer en sus estudios o trabajos, que a veces le costaba entender, sino, sobre todo, para que fueran, fuéramos, sencillos, discretos, laboriosos, y sobre todo, honrados como él lo ha sido. ¡Gracias, abuelo, por andar y mostrarnos el camino, no señalándolo con el dedo, sino con tu ejemplo, esperamos seguirlo!