miércoles, 7 de agosto de 2019

JUDIT CÓBRECES RODRÍGUEZ: MADRES HAY MÁS QUE UNA (1933-2019)



Juliana, su primer nombre, Judit nació en 1933. Aunque su DNI, por algún equívoco administrativo, dijera que fue un año más tarde. Es decir, le tocó de niña y adolescente vivir una posguerra complicada y relativamente mísera, aunque en los pueblos del norte de Castilla la Vieja la supervivencia no resultara tan cara y exigente como en las grandes ciudades. Mal que bien, afirmaba, casi siempre había algo que llevarse a la boca: fruta de la huerta, cebolla, tocino de la matanza. Más duro fue quedarse huérfana de madre a los 7 años. Su madre, Vidala, murió de tifus el 1 febrero 1940. El mismo día, con apenas unas horas de diferencia, en que falleció su hermano, Cayo Ramón, de apenas 4 años, "Que falleció el día primero de los corrientes y hora de las tres de la tarde a consecuencia de bronquitis aguda según certificación facultativa" (Libro de Difuntos). Dos tragedias infantiles que, con toda certeza, marcaron e imprimieron carácter a su vida. 

Como para tantas otras personas de la aldea, con 14 años acabó su escolarización. Lo que vino detrás fueron interminables años de fatigas y sudores, en cualquier estación del año, en el campo. Trabajos que, desde la perspectiva de la ancianidad, decía detestar con toda su alma. Ese era el destino, inescapable, en aquella época y en aquellos lares. Toda su vida lamentó mucho, muchísimo, que no tuviera la oportunidad de estudiar. Quizá por eso mismo hizo un esfuerzo extraordinario para que sus hijos no perdieran ese tren, pese a los más que ralos recursos económicos de la época, prácticamente inexistentes en el ámbito rural de los años cincuenta y sesenta. 

Sin embargo, bastante más importante que la magra disponibilidad económica, fue su actitud -poco común en aquellos años plomizos- de soporte, sostén y, como se suele decir ahora, energía positiva, inagotable, para que los tres hermanos cursaran estudios y se convirtieran en personas de provecho. Cómo no recordar los últimos preparativos antes de enviar al internado, con 11 años, al que esto suscribe. Me cosía el bolsillo del pantalón desde el forro, una vez introducidos los billetes de 100 pesetas con que abonar la pensión, a fin de que no se perdieran en el transbordo del tren. Algo que, para ella, hubiera sido una tragedia. O la dedicación para que mi hermana Ana se convirtiera en la primera licenciada universitaria de aquel villorrio perdido entre páramos y valles. Con Pepe, también lo intentó, primero bachillerato, después artes y oficios, como se decía entonces. Sin embargo, la vida le condujo por otros vericuetos laborales.

La dura vida en el campo, que tanto lamentaba, fue su campo de batalla hasta la jubilación de mi padre en 1989. Casada muy joven, con 21 años, aquella combinación de esposa, madre y trabajadora alcanzó listones insospechables para los parámetros actuales. ¿Permiso maternal? ¿Reposo prenatal? Como la tierra que les daba de comer con el sudor de su frente era muy pobre, se dejaba en barbecho un año sí y otro no. Así que, si un servidor nació un 31 de julio, en plena época de segadera, morenas y trillas, -la maquinaria era inexistente- mi madre vino directamente a casa desde el pago de Los Manzanos, cerca del Caserío de Mazuelas, para parirme. El año siguiente barbecho. Dos años después, tras rastrillar las cañas de centeno, a casa, esta vez para dar a luz a mi hermano. Exactamente el mismo día, desde idéntica parcela. ¿Permiso maternal? ¿Reposo prenatal?

¡Si sólo hubiera sido eso! Sembrar patatas en junio, excavarlas en julio, regarlas en agosto, sulfatarlas en septiembre, vuelta a regarlas, sacarlas en noviembre con el barrial exhausto por la sequía, congelado por las heladas. Y así con las alubias, la remolacha, el plantón, los titos, el heno… Desde finales de los 50, hubo que añadir el ordeño, bien de mañana y caída la noche, de las vacas, echar de comer a las gallinas, hacer la comida, lavar la ropa, adecentar la casa… Aunque en el quehacer de todas estas tareas interminables, razonable es reconocerlo, no se distinguía de lo que hacían el resto de las madres del pueblo. Nada excepcional en la excepcionalidad permanente y las estrecheces de aquellos lustros. Luchadoras tenaces, a tiempo y a destiempo, hasta el infinito y más allá.

En lo que sí era diferente, al menos desde mi perspectiva, era en la extremada generosidad para con la gente de fuera, los desheredados de aquellos años duros y grises, con los ajenos a la tribu de la diminuta aldea, hacia los extraños a los lazos familiares tejidos durante generaciones. Con los pobres de solemnidad, los que venían de casa en casa mendigando un plato de comida, unos centimillos para sobrevivir a la indigencia. Y había unos cuantos. El Tío Catedrales, los quincalleros, los pobres del Caserío de Mazuelas, Ciano y María Jesús, los componedores, gitanos y otras gentes de mal vivir, no por voluntad propia, sino empujados por las circunstancias o los hados del destino.

Siempre había un plato de comida caliente, un torrezno y un mendrugo de pan, algunos céntimos. Incluso un espacio caliente en el pajar para pasar la noche. En esto iba de la mano con mi padre, aunque éste era más estricto y les ponía como condición, cuando pernoctaban en casa, el asistir a la misa de 8 la mañana siguiente. Mi madre, en asuntos religiosos, era considerablemente más flexible. Con el paso de los años, desaparecieron los mendicantes del pueblo, pero en la televisión aparecían africanos en patera, sirios atravesando Hungría entre la nieve, afganos con sus hogares bombardeados. Allí estaba la Judit lamentándose de que el mundo fuera tan cruel y despiadado. “Pero, ¿qué culpa tienen esta pobre gente?, decía. Para añadir, ya octogenaria: “Si yo tuviera que llegar a Europa andando, no podría, me moriría en el camino”.

Más cerca, la generosidad abarcaba a los vecinos en tareas aparentemente más banales, claramente ilegales en la actualidad, pero de suma necesidad entonces. Durante años fue la enfermera del pueblo. Cuando el sistema sanitario estaba en pañales y el médico desapareció de la aldea, ella se encargó de poner vendajes, untar con mercromina, mirar la fiebre y poner inyecciones a decenas de vecinos. Su aprendizaje lo llevó a cabo sobre los lomos de las vacas lecheras, algo que a niños y mayores de los sesenta y setenta poco parecía importarles. Era mi madre o esperar a que el médico se dignara visitarlos cuando le placiera.

Mientras tanto, la casa era un hogar de puertas abiertas. Literalmente. Para empezar con los niños, tanto con los nativos como con los veraneantes. Y con cualquiera que apareciera por la portada. Fuera invierno o verano. No es casualidad que el puente sobre el tramo del río, al lado de casa, se llamara “el puente de la Judit” (antes se llamó el puente de la Catalina, su abuela). A veces se juntaban decenas de niños, especialmente en verano, para chapotear en la corriente, pescar barbos o arrojarse cantos. Y más pronto o más tarde, terminaban curioseando las gallinas en el corral o las vacas en la cuadra. Siempre había alguna golosina de recompensa, la declamación de algún poema infantil aprendido en la escuela y, no pocas veces, hasta modestas propinillas para comprar algo en el teleclub. Ahora piénsese, si este cariño tenía para los niños extraños ¿cuál no tendría para sus nietos Diego, Clara, Adrián, Marcos y Elena?

A lo largo de los lustros, siempre mantuvo su casa abierta para nuestros amigos. También para los amigos de nuestros amigos. Españoles, catalanes, franceses, alemanes, japoneses, irlandeses… Siempre fue un espacio de acogida incomparable para decenas de huéspedes que se alojaron en casa, a los que se dedicaba en cuerpo, alma y cocina. Porque era una cocinera excepcional. No tenía una gran variedad de platos, tampoco le gustaba mucho experimentar, de hecho era más bien reacia a los nuevos ingredientes o recetas. Pero lo que cocinaba, seguramente aprendido desde la adolescencia y la bisabuela, resultaba exquisito: legumbres, postres de leche, asados. Por el contrario, era muy difícil de contentar, cuando alguna otra persona cocinaba, con recetas que no fueran las propias.

Cuando el concepto de “mantenimiento de servicios públicos” era completamente inexistente en aquella comarca moribunda, ella batalló hasta la extenuación por mantener los pocos que la despoblación de Castilla iba dejando. Durante meses se peleó con maestros, inspección educativa, gobernador civil, alcalde y todo quisqui que tuviera algo que ver, para que no cerraran, a principios de los setenta, la escuela del pueblo. Perdió, desgraciadamente, la batalla. La escuela se ha convertido en el bar. Nada que alegar, señoría.

Ganó otras. Como una contra el médico, cuando la seguridad social universal comenzaba a implantarse. En el terreno vago de la transición, el listillo del doctor, que para algo tenía una carrera universitaria, seguía cobrando las denominadas igualas (una especie de suscripción personal por sus servicios), hasta que la señora Judit se plantó: vuelta al alcalde, a la delegación de sanidad, al gobernador civil de la capital. El listillo universitario tuvo que dar marcha atrás y conformarse con lo que establecía la legalidad vigente. Nada de igualas de tapadillo. Podría continuar con la reforma de la iglesia, el asfaltado de las calles, la introducción del agua corriente y unas cuantas guerras más.

Fuera en parte producto de su carácter, genio, como se dice en el pueblo; parte por su sentido de no admitir las injusticias, por no hablar de desaires, cuando no menosprecios y discriminación con que se exprimía a los pueblos; parte por su inequívoco sentido de la honradez, a veces, se metía en no pocos charcos y sus posturas, ocasionalmente extremas, le proporcionaron no pocos disgustos y enfados. A veces, ciertas incomprensiones por parte de sus vecinos. Adquirida una postura, era demasiado rígida para dar su brazo a torcer. A veces su exagerada honradez, si es que esta puede ser exagerada alguna vez, propició enojos y malestares, empezando por ella misma. Y como no era muy expansiva, se perdía en ese laberinto de las contradicciones internas. Entre lo que era justo y lo que era necesario. No solía admitir términos medios.

Los últimos años, dejando aparte la muerte de nuestro padre y los achaques propios de la vejez, sobre todo las dificultades de movilidad, disfrutó, aún en medio de un cierto pesimismo, por no decir fatalismo, que nunca le abandonaba, de la vida. Le encantaba viajar. De ahí que sus viajes en la región, con la parroquia, los recordara y disfrutara como si los hubiera realizado en la adolescencia y juventud que, seguramente, nunca tuvo.

También los más lejanos y últimamente tan habituales a Murcia y Huesca. Incluso a París para el bautismo de su nieta. Pero, sobre todo, lo mismo que ocurrió con mi padre, le resultó inolvidable su viaje a Japón en 1994. Pagado con la recolección de níscalos, vino a ser su primer -y único- viaje en avión. Una memoria para toda una vida. Más si se tiene en cuenta, por ejemplo, que a su luna de miel fue en carro, a Herrera, a 20 km. de distancia. Austeros como fueron siempre, se pasaron las 12 horas de vuelo sin comer porque ignoraban que la comida estaba incluida en el pasaje.

A diferencia de mi padre que siempre iba comentando los cultivos que se veían desde la ventanilla del coche o del tren bala, mi madre se ocupaba de aprender los nombres de los templos, la denominación de los barrios de Tokio y hasta de memorizar una decena de vocablos en japonés. Eso sí, sufriendo con las comidas japonesas que, evidentemente, quedaban muy lejos de sus recetas familiares. La omnipresente morisqueta se le atragantó en el almuerzo vegetariano del templo de Ryoanji (Kioto). Esta última primavera, 25 años después, se acordaba, sin pestañear, de los nombres de templos en Kamakura y Kioto. Y algunos no dejan de ser un pequeño trabalenguas.

Nada sorprendente. Puede parecer una exageración, después de todo soy su hijo, ¡qué voy a decir! pero no he conocido a nadie con una memoria tan monumental como la de la Judit. Lo mismo te recitaba de carrerilla “Mi vaquerillo” de Gabriel y Galán (“he dormido esta noche en el monte con el niño que cuida mis vacas”), que aprendió en la escuela, que contaba cuántas pesetas costó y quien financió la imagen del Sagrado Corazón que está en la iglesia del pueblo. Aparte de dónde se compró y qué día exacto lo trajeron. Y estamos hablando de los años cincuenta del siglo pasado. Para las fechas era única: comuniones, defunciones, matrimonios las pronunciaba sin parpadear. Por no hablar de anécdotas e historias del pueblo y sus gentes. Algunas de las cuales, por los extraños recovecos de la vida quedan, suponemos que para siempre, en los archivos sonoros de Onda Regional de Murcia, donde participó repetidamente en un programa vespertino llamado “¡Qué ancha es Castilla!”. ¡Cuántas veces habré dicho, que ojalá tuviera la mitad de memoria que la suya! Incluso con un cuarto me conformaría. Desgraciadamente, menos a mis años que comienza a mermar, eso no será posible.

No obstante, pese a la enorme admiración, envidia, que sentía y siento por su memoria inabarcable, mi admiración mayor resta con su inagotable generosidad para con los que fueron acogidos sin ser de la tribu familiar, mendigos y amigos, por su honradez a prueba de bomba, incluso complicándose su propia existencia más allá de lo que era justo y necesario.

Muchos consideran que los recuerdos de los que se van no se pierden con ellos, que van a depositarse en alguna nube, como las informáticas, pero en el éter, el firmamento, el paraíso, donde se van sumando las memorias de todos los millones y millones de personas que han pasado por este mundo. Una suerte de memoria de la humanidad. Yo, francamente, preferiría, sé que soy egoísta, que la memoria de la Judit se quede conmigo: la de su hondo instinto de honradez, su formidable dadivosidad, su inconmensurable sentido de la acogida.

En la esperanza de que esto sea factible, aunque sea parcialmente, me remito a una figura bíblica que siempre he identificado con mi madre. Ruth, respigando en las llanuras de Moab y a un versículo de Mateo: “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me recibisteis”

¡Que la tierra y el cascajo del camposanto -allí nos veremos- de tu querido Renedo te sea leve! Descansa en paz.

Te lo has merecido. Dicen que madres no hay más que una, pero tú has sido muchas.



[TEXTO DE JACQUELINE J. QUE EN 1981 FUE ACOGIDA EN CASA CON 16 AÑOS]


This woman, taught me so much about Spanish, obviously you taught me more in terms of grammar.

But living under her roof, illustrated so much wealth of vocabulary that I have never anticipated in a farming community.

In the English-speaking world, Irish = unempowered, denuded of their language, Irish farmer, it became almost a joke how illiterate and badly spoken the farming community was.

Your mother and father taught me that this belief was a function of my Irish history, because the richness of her vocabulary, the wealth of her phrases, her metaphors, imagery that was in your mother’s daily vocabulary actually contributed to building me up as a working-class young woman who felt herself lesser than more educated people.

Judit did all that for this young girl from Cork city! #RIP


[TEXTO DE RAQUEL A. CUYOS ABUELOS ERAN DEL PUEBLO]

Judith: La única que tenía un Puente

Recuerdo a Judith…

Para ser exactos, en Renedo era “la Judit”…

Tanto te influye lo que escuchas de niña que, hasta años más tarde, no supe que no se pronunciaba así.

Sea como fuere, la recuerdo a ella, recuerdo su casa, a su marido, a sus vecinas y su patio repleto de flores. Recuerdo sus manos y sus ojos y recuerdo su Puente…

Sí, Judith tenía un Puente…

De niños, íbamos allí a pasar algunos ratos muertos de los largos veranos, aquellos inolvidables y especiales, que se precipitaban sin prisa, calendario abajo, desde los primeros días de julio a los últimos de agosto. No hubo ni habrá veranos iguales…

“El Puente la Judit” era un rincón apacible y tranquilo que bordeaba el río cuando éste discurría a su antojo y bajaba repleto de cangrejos y renacuajos. Hacían remanso los chopos, y había un lecho de tréboles, de esos de la suerte, muy pequeño. Cerca de los juncos, nos echábamos boca arriba, entreviendo el cielo velado por las hojas y las ramas que se mecían al viento.

Si cierro los ojos, aún puedo sentir la brisa suave en la cara mientras te envolvían  los destellos rojos y amoratados que llegaban del sol, atravesando nuestros párpados cerrados.

Metros más allá, hacia el pueblo, vivía Judith con Elías y luego, ya sola…

Judith era amiga de mi abuela Sibi. Iba a su casa cuando yo era muy niña y hablaban de cosas de mujeres que apenas yo sí entendía. Siempre venía a buscarla cuando tenían que preparar a alguien para ser enterrado. Aquello me causaba un sincero estupor y una profunda admiración a partes iguales.

Y es que eran Mujeres del Cielo y la Tierra y entre ambos mundos se movían con ese halo de espiritualidad de andar por casa, sin duda el más profundo.

Del Cielo, con profundas convicciones religiosas, llenas de ritos dominicales y de actitudes de buenas samaritanas. Y de esa Tierra que fueron hijas de aquellas madres, cuidaron maridos, criaron hijos, conocieron a sus nietos, mientras cultivaban el campo, atendían los animales y sembraban los huertos.

… Y los días que vivieron, sus patios se mantuvieron siempre con flores…

Pasaron los años y con los años pasaba un tiempo que tampoco pasaba tanto para ella, con esa memoria increíble que le permitía saber el día exacto del cumpleaños de todos los que son nietos del pueblo.

Y porque pasa ese tiempo que apenas nos damos cuenta que pasa, ayer Judith cruzó su Puente, suavemente en la noche, como cualquier otra noche de las de aquellos veranos.

Vinieron a buscarla a la hora en que todos duermen y ya no quiso decir que no iba.

Como me decía su sobrina Cova: “Creo que ya necesitaba descansar”.

Que así sea.                                                   

In Memoriam