El techo
altísimo acentúa el aspecto lúgubre de las paredes lisas, construidas con
ladrillo de caravista, tan mortecino e insulso como banal en su regularidad
rojiza y simétrica. Todo parece de tránsito en la estación de autobuses. Hasta
las ideas arquitectónicas. Como si al arquitecto o al funcionario de turno se
les hubieran agotado los conceptos estéticos detrás de la ventanilla donde
cumplían, cansinamente, sus labores de administradores de lo ajeno.
Hace unos
años, mi línea, entonces llamada “los Herrero”, dejó de recoger a los viajeros
en la calle Correos y como el resto de las que daban servicio a los pueblos,
terminó por ser acogida aquí, precisamente en el andén 23. No hay en todo el
recinto, ni la mínima alusión al entorno espacial de las gentes a las que da
servicio. ¿Un pequeño mural tal vez con palomares? Ni el mínimo guiño a la
geografía de los usuarios que vienen desde las indivisibles llanuras
terracampinas o retornan a los valles y páramos ásperos del norte de la
provincia. ¿Un mosaico con espigas de centeno? Está aquí, pero podría localizarse
en Sudáfrica o Winsconsin. Salvo por el inconfundible tono –impecable castellano-
del anuncio emitido por el altavoz: “El autobús con destino Cervera, con
paradas en Villasarracino, Castrillo, Villanuño, Villasila –sigue una larga
retahíla con todos los pueblos del valle y las estribaciones de la montaña- va
a efectuar su salida desde el andén 23 en cinco minutos”.
El
arquitecto, obviamente, cumplió al pié de la letra las indicaciones y,
posiblemente, tal como le pidieron, se afanó en hacer una sala de paso más que
de espera. Sobre todo de paso. Pese a la fila de prosaicos bancos naranjas con
respaldos de plástico que divide en su centro geométrico el hangar embaldosado,
el excesivo frío en invierno –el acceso a los andenes carece de puerta y la que
da a la calle nunca se cierra- y el extremo calor del verano hacen que,
efectivamente, el sombrío lugar donde se atiende hasta que el altavoz, cargado
de ruido estático, anuncia la hora y el andén de las salidas inminentes, se
haya convertido en un inmenso salón de transeúntes, presurosos, casi todos, por
tomar el coche de línea que les devuelve a sus aldeas. Hora punta de medio
centener de viajeros. Tirando por lo alto.
Casi todos. Porque
no todos están de paso. En realidad, es una estación, sobre todo, de vuelta.
Más que de ida. De forma regular, grupos de viejos bien abrigados, cuando las
noches de invierno se ciernen a una hora tan temprana como las seis de la
tarde, se reúnen en corrillos para evocar las sementeras de otrora, cuando la
estación de autobuses ni siquiera existía y las tierras que sembraban, como
comenta uno de ellos, valían lo mismo que ahora. Es decir, nada. En otro
corrillo, un viejo de pelo muy canoso, pero abundante y recio, con el rostro
enrojecido por las calorinas de agosto y, quizás, por una notable afición a la
bodega familiar, narra, con pelos y señales, las dificultades que entrañaba
acarrear el ganado ovino desde Portugal. “Al llegar a la altura de
Torremormojón… “. Sus palabras se confunden y tornan inaudibles en el
insufrible eco de la megafonía Optimus anunciando que “el autobús de la línea
Estébanez-Aja, con destino Cervera y paradas en, Villasarracino, Castrillo…”
para desgranar la cantinela de, no menos, de una cuarentena de pueblos.
Son los
pueblos que yo me sabía de memoria, de carrerilla hasta llegar al mío, que
estaba por la mitad de la tabla. Después, con los situados en las estribaciones
de los Picos de Europa, la enumeración se me hacía más confusa y terminaba por
mezclar unos con otros. Nunca terminé por decidirme si Ríosmenudos estaba antes
de Viduerna o viceversa. En caso de duda, miraba el billete, una cartulina rectangular,
fina y alargada de color anaranjado, donde venían listados uno tras otro, en
una letra minúscula, emitida por lo que se leía en un lateral por “Impr. Palencia”.
Hubo una época donde los coleccionaba entre las tapas de mi libro de literatura
de segundo. ¡Cualquiera sabe por qué! Lo del libro de literatura. El cobrador, al
subir al autobús, porque aparte de chófer siempre había un cobrador con su
zurrón –desgastado y grasiento- de monedas y billetes, colocado de través en su
hombro, perforaba la cartulina, con un utensilio similar al que usan los
zapateros para agujerear la piel en los cintos, en el sitio exacto que marcaba
el nombre del destino. Al menos lo intentaba.
La
perforación tenía forma de estrella y, muchas veces, con las prisas, marcaba
los billetes siete u ocho pueblos más allá del destino original. De ahí el
dicho: “Te has pasado siete pueblos, Urcisino…” Los chicos que veníamos en
bandada del internado bromeábamos sobre si al perforar nuestro billete media
docena antes del propio nos dejaría alcanzar nuestro destino. O si media docena
después nos obligaría a continuar viaje hasta Cornón o Cornoncillo, donde el
valle se estrecha y se hace uno con el monte. Urcisino, el cobrador del zurrón
en bandolera, gozaba de todo nuestro aprecio porque sin su inestimable ayuda,
la maleta se hubiera quedado en tierra, y por sus exhibiciones circenses con sus
aires de saltimbanqui de feria pueblerina. Se subía hasta la mitad de la
escalerilla metálica que recorría toda la parte trasera del autocar –después se
plegaba hacia arriba por la mitad- y con un pié en uno de los banzos, una mano
agarrada a la escalerilla y una pierna en el vacío, se las arreglaba a las mil maravillas,
para recoger la maleta con la mano libre y tirarla con un resoplido encima de
la baca. Cuando tenía varias echadas, se subía sobre el techo del autocar y las
colocaba bien pegadas unas a las otras, en fila india, antes de atarlas con una
cincha elástica que pasaba entre las asas.
En un lateral
del rectángulo que conforma esta desapacible sala de espera, sostenida por una
decena de columnas banales pintadas de amarillo mate, imitando vagamente el
peristilo de un patio romano, las diferentes líneas de autobuses se anuncian de
forma tan irregular como estrámbótica en su cartelería de soportes variopintos
y tipografía diversa con nombres –después de tantos años- remotamente
familiares: Abagón, Estébanez Aja, La Bilbaína, La Regional Vasca. Otras
parecen más recientes: Alsa, Rex, Enatcar.
En segundas
intenciones, alguien tuvo la idea de que resultaría más conveniente numerar las
ventanillas, así que cada proveedor ha puesto un número, al azar, al lado de la
denominación de su empresa. No siempre en el mismo lugar. Algunos en la esquina
superior derecha de los letreros, otros en la parte inferior, el resto donde
encontraron hueco. Así que cuando en la minúscula ventanilla de información
indican que el billete se saca en la diminuta ventanilla 23 se requiere ir
leyendo un letrero tras otro, con sumo cuidado, hasta dar con la ventanilla
veintitrés. Ni siquiera la numeración se ha puesto de modo correlativo. Las
ventanillas, como las de hace decenios, son pequeñas aberturas ovaladas en la
parte superior, situadas a la altura de la cintura. En la cercana Estación del
Norte, durante un tiempo fueron más modernos y había un letrero que decía “hable
por el higiafono” que no eran sino unos agujeritos practicados en el cristal. Aquí,
a la hora de pedir el billete, conviene agacharse o pedirlo a gritos para que
el despachador consiga entender el destino.
El resto del
espacio aparece completamente desierto, salvo el bar La Lastra retranqueado con
el nombre de uno de los pueblos al extremo de la línea que llega más al norte
de la provincia. El sindicato agrario ha aprovechado una esquina para instalar
sus oficinas, aparentemente, siempre cerradas. El confitero, los periódicos que
vendía hace tiempo que dejó de venderlos, para hacerse más visible, ha plantado
un par de mesas llenas de golosinas, casi en medio de la sala, para los
clientes inexistentes. Vestido con una bata blanca de farmacéutico, a falta de
clientes, se dedica a conversar con un abuelo. A su lado, en un banco, dos
ancianas enlutadas narran, como sólo saben hacerlo en los pueblos, las mil y
una enfermedades que ha tenido que soportar la de rostro más arrugado (“no,
hija, a mi nuera el especialista le ha dicho que el ‘posintrón’ (por Sintrom)
es pa’ toda la vida, hasta que la lleven al hoyo”). Metáforas, cuantas menos,
mejor. Aunque parece que su compañera no le va a la zaga como narradora de
desgracias y, sin venir a cuento, deben de ser del mismo pueblo, cambia de tema
para afirmar que “mi tío Emeterio no pasa de San Bartolomé, no sé quien se
quedará con las ovejas”. Y, olvidadas del supuesto e ineludible fallecimiento
del tío Emeterio, la discusión se ciñe al futuro propietario de la cabaña ovina
familiar.
Mediados de
febrero, falta medio año para San Bartolomé, no sé quien es el tío Emeterio,
pero los malos augurios de las dos viejas no predicen una primavera halagueña. El
otro corrillo, el que hace decenios (¿siglos?) se afanaba con acarrear el
ganado desde la raya de Portugal hasta Torremormojón sigue enfrascado en
discutir si la sementera de la avena es mejor hacerla en otoño o al acabar el
invierno. Creo haber escuchado la misma discusión decenas, centenas de veces.
Cae la noche. Han salido los últimos autobuses hacia su destino. En todo el hall, como en una imagen secularmente petrificada,
sólo resta el confitero hablando con el abuelo, las dos ancianas –a estas
alturas deben ir por la enésima vecina a punto de espicharlas— el corrillo de
ancianos que no acaba de ponerse de acuerdo, de hecho comienzan a acalorarse,
sobre la pertinencia de la siembra de la avena. Por alguna razón ignota, la
ventanilla 23, la de la línea a la montaña, sigue abierta. El autobús ha
partido, no hay billetes que despachar, no hay viajeros para montar o los que se ven son demasiado
ancianos para regresar a los pueblos, salvo para ser enterrados. Se me ha
pasado por la cabeza que de un momento a otro el altavoz comenzará a declamar: “El
autobús del andén veintitrés, con destino a la nada, a ninguna parte saldrá
dentro de cinco minutos”. Pero no, son imaginaciones mías. Con toda certeza,
esta noche helará.
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