Como estos días de peste uno parece que dispone de
más tiempo que el habitual, lo mismo que parece están haciendo miles de
personas a través del mundo, me dedico a ordenar cosas. Ordenar parece el
infinitivo paralelo al de resistir. Es una forma tan entretenida como otra de
pasar el rato. Aunque llega un momento, donde se ha ordenado tanto, que uno se
pasa de rosca. Como esos estudiantes que hincan los codos, durante tantas
semanas o meses, para sacar una oposición y cuando llega el momento de la
verdad se quedan con la mente en blanco.
No soy yo mucho de atesorar cosas, de hecho, soy más
bien de tirar. Como buen ciudadano y padre ejemplar que debiera ser, me
corrijo, de reciclar cosas. Algo que con cierta frecuencia me ha llevado a
enfrascarme en alguna que otra disputa familiar por un quítame esa batidora
rota o una enciclopedia cubierta de polvo y que los vástagos, ya muy “millenials”
y metidos en camisas digitales ni se molestarán, jamás de los jamases, en abrir
ni siquiera las solapas.
En este desprendimiento de los objetos materiales,
actitud en lo que sin duda ha tenido que ver una extensa e intensa formación de
reglas y preceptos durante tantos años pasados en la otra vida, también ha
incidido el que haya pasado por 14 traslados, algunos entre continentes y océanos
por medio, lo que ha impedido, considero que más para suerte que para
desgracia, en que en el camino se hayan perdido muchos objetos, sin contar que
en un par de maletas, como me movía en plena juventud, tampoco quedaba mucho
espacio para el romanticismo y la nostalgia.
El tercer factor, tras la educación y el constante
movimiento durante una época, creo que tiene que ver con la edad. Con el paso
de los años, los artículos materiales pierden su importancia. De década en
década, algunos de aquellos con los que me encapriché, por razones varias,
terminan por convertirse en banales, olvidados por estanterías y trasteros.
Como mucho, cuando se hace una limpieza general, de lustro en lustro, sirven
para que salga un sarpullido de morriña. Y poco más.
Se ve que el coleccionar no está grabado en mis
genes. Las buenas intenciones y el excelente ejemplo con que mi profesor de
historia en el internado, el P. Reyero, me aleccionaba para que me iniciara una
colección de sellos, nunca llegaron a buen puerto. Como mucho llegué a reunir
unos cuantos de á céntimo con la cara del Generalísimo y otro puñado, aquellos
sí que los remiraba, con imágenes de monumentos de España o trajes regionales folclóricos.
Fue la pasión de un día, como mucho de un par de meses.
Lo único que sí que conservo en su totalidad,
arramplando incluso con algunas familiares que, en puridad, no me pertenecen,
es con todas la fotos que he ido reuniendo, primero en papel, después en diapositiva,
finalmente en soporte digital, de forma y manera, que si he repartido libros,
he reciclado ajedreces o regalado pases usados del metro de Tokio, las 77.000
imágenes que guardo desde que aparezco sentado en una alfombra bajo el nogal de
la casa familiar, con apenas medio año, hasta la realizada ayer de la
buganvilla del jardín, suplen, sobradamente, las decenas de objetos que se han
perdido por habitaciones que deshabité, por despachos que dejé vacíos o las
cartas de amor que incineré, en una penúltima huida, en una isla que bordea el
Mar Interior de Japón. Confieso que de esta quema sí que me arrepentí.
De los libros, ya comenté que fueron a parar a
destinos muy distantes entre sí, salvo el puñado que puedo alcanzar desde la
silla donde escribo estas líneas. Las carpetas con miles de diapositivas y las
fotos impresas en papel, en realidad, también podría condenarlas al fuego, una vez
que me pase un verano entero digitalizando y digitalizando. No sé, no sé si
durarán mucho cogiendo polvo en las estanterías.
Dicho lo cual, miro alrededor y puedo contar con la
mano, los pocos objetos que han sobrevivido a la quema de tantos años. Algunos
de ellos tienen cierta justificación para haberme acompañado en los traslados,
de otros no estoy tan seguro. Los menos, espero me acompañen hasta la mota del
camposanto donde algún día reposarán, previsiblemente, mis huesos. Junto con el
iPad donde almaceno todas las fotos, claro.
En una bandeja, por ejemplo, guardo unos cuantos
trocitos de mármol y fragmentos de cerámica, cuyo valor material es absolutamente
nulo. Sin embargo, ocupan una posición relevante en la estantería, si ponerlos
en la balda superior puede calificarse como tal. Durante varios años conformaron
el foco de mis cuitas intelectuales, no tanto estos restos centenarios inertes,
cuanto el lugar donde los recogí: Listra.
Mi tesis doctoral versaba sobre el recibimiento que
Pablo y Bernabé recibieron en esta ciudad, localizada en Anatolia, en una encrucijada
de culturas y religiones, al alba del siglo I. Si había pocas divinidades, allí
se presentaron (Hechos de los Apóstoles, 14, 1-7) la pareja de discípulos con otro
nuevo. Terminaron por poner pies en polvorosa.
Así que cuando visité el sitio, en la actualidad no
queda nada de la ciudad, sólo restos de construcciones desperdigados por la
llanura otomana y un pozo de época medieval, me dediqué, un abrasador día de
agosto de 1988, a rebuscar entre la maleza algunos vestigios que pudieran haber
estado en contacto con el Apóstol de los Gentiles (nunca mejor usada la
expresión). El material que recogí, obviamente, no tenía ninguna veracidad
científica. De hecho, eché a la mochila una veintena de fragmentos que me resultaban
más agradables a la vista y al tacto.
Lo importante es que había conseguido traspasar la barrera
del tiempo y, a través de aquellos trozos insignificantes, olvidados o
destruidos por ejércitos invasores, había establecido una conexión, supongo que
ficticia, con los personajes que eran el objeto de mis desvelos post universitarios.
Y ahí siguen, al lado de las fichas de la tesis doctoral, como si fueran el
Santo Grial que me hubieran teletransportado al momento en que el gentío de
Listra gritaba, blasfemaba a los oídos de Bernabé y Pablo: “Dioses en figura de
hombres han venido a visitarnos”.
No muy lejos de los mármoles de Listra, se encuentra
mi Instamatic 25, de Kodak, fabricada en España, la clásica caja de zapatos,
que en aquella época era un lujo para los principiantes en la fotografía, como
era mi caso. Fue mi primera cámara, comprada en una librería de la Plaza Santa
Teresa de Ávila con el propósito de ilustrar mi primera salida al extranjero,
un viaje a Italia con los compañeros del Instituto “El Tostado”. No debí de
hacer muchas fotos, seguramente no tenía dinero para comprar carretes, porque
apenas conservo un puñado de ellas, en blanco y negro, más bien borrosas.
En algún momento posterior, me cambié a una Werlissa
Color, tecnología alemana, algo que debió de ocurrir de la noche a la mañana.
Todavía conserva, en sus entrañas, un carrete de la época. Mejor no tocarlo
porque la química habrá cumplido su cometido de obsolescencia programada y
habrá pasado por un deterioro ajeno a todo reparo. Pese a todo, otra
superviviente del paso del tiempo. Acaso se ha ganado el pulso para acompañarme
con las porciones de mármol de Listra y el iPad con toda mi vida digitalizada.
Me pregunto si no podría enlazar este triángulo
amoroso de la memoria. Hacer una foto, si todavía el carrete funcionara, el
mecanismo he comprobado que está impecable ¿cómo olvidarse, incluso después de
tantos años, del ras ras de la ruleta al girar para mover la película?,
del puñado de cerámica y mármol requisado en las llanuras de Anatolia y, tras imprimir
la imagen, aunque tenga que ser revelada en blanco y negro, digitalizarla para
subirla a la nube de mi iPad.
Con este sencillo mecanismo, que me perdonen mis
correligionarios de antaño, los tres elementos podrían parecerse a la Santísima
Trinidad, parafraseando el dogma, si se me permite, tres objetos diferentes y
una sola vida verdadera: la de la añoranza de mi vida. No necesito más.
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