Entre las primeras fotos que hice en color de los
parajes de los valles y páramos donde se asienta mi aldea, de las paredes de
adobe que, por entonces estaban más o menos firmes, también se encuentran tres
o cuatro del camposanto del pueblo. Antes de que uno de los alcaldes decidiera
renovarlo, mover los restos de crucero que había en la puerta de entrada a una
de las esquinas y, horror de los horrores, comenzaran, es propiedad municipal,
a vender nichos.
Como era de esperar, comenzó una competición, sobre
todo en los que habían abandonado el pueblo y se habían convertido en
emigrantes por erigir pequeños mausoleos, de granito apomazado de Orense o mármol
importado de China, para ver quien los hacía más grandes o más lujosos. Conociendo
las penurias que habían pasado sus antepasados, en épocas no tan lejanas, es
decir, cuyos huesos se han terminado de pudrir bajo las frías losas, no me
extrañaría que de vez en cuando se revuelvan en lo que quede de su tumba. ¡Qué
paradojas! Ser pobre en vida y parecer rico en el más allá.
Antes no era así y esa fue siempre una de las
razones por las que me gustaba el camposanto. Si la muerte, dicen, nos iguala a
todos, no hay mejor metáfora que la de ser enterrado en el cascajo donde yacen
tus abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, sin que el ser enterrado te otorgue el
derecho a poseer la tierra en propiedad.
La tierra no pertenece a nadie, menos a los muertos.
Así que las únicas, casi insignificantes diferencias, eran si las cruces de
hierro forjados tenían un pequeño adorno de una u otra manera, si la muerte te
pilló entre los parientes de dos familias que toda tu vida habían vivido
enemistadas o si eras bebe, en cuyo caso, tenían una esquinita, a la derecha según
se entra. Para los suicidas, los pocos que hubiere, terminaban con lo que
quedara de sus almas turbulentas, en un exterior, pero pegado a la tapia. Ya no
era camposanto, salvo por lo que les tocaba de proximidad.
El caso es que, al cabo de unos años, cuando tantos
se morían, porque tantos habitantes había, tus restos se juntaban, extraídos del
polvo que ahora ocupaba tu tumba y, todos juntos, al llegar el nuevo viejo
muerto, terminaban en el osario. Así que, sin temor a equivocarse, se puede
afirmar que centenares de habitantes, se llevaran peor o mejor en vida,
terminarán por pasar la eternidad juntos.
Por eso me chocó el cementerio de un pueblo cercano,
que no está deshabitado, aunque no me cabe duda, que en unos años lo estará. Hace
unos años ni los muertos, ni el muerto, para ser precisos, parece tener la
compañía de sus congéneres, salvo que sea una ilusión óptica de mi Nikon FE.
Pero así está, lo seguía estando en visitas más
recientes, el camposanto de Vallespinoso de Aguilar. Es una lástima que
poseyendo una de las ermitas románicas más bellas del norte de España y parte
del extranjero, la de Santa Cecilia, termine uno hablando del cementerio que se
encuentra a sus pies. Literalmente, porque la encantadora iglesia se encuentra
encima de una colina de postal. Desde que éramos niños, los diminutos
cementerios de las aldeas del norte de Castilla, como este de Vallespinoso, y
por supuesto el de la mía, nos imponían respeto.
Allí se iba para lo justo y necesario: enterrar a
los muertos. Como mucho, para rezar algún responso el Día de los Difuntos. Si
la tierra, como ponía en la tapia de un cementerio de Soria, es para quien la
trabaja, nunca mejor se pudo aplicar el dicho que a los camposantos de
Castilla. Como mencioné más arriba, hasta hace unos años nadie poseía su propia
parcelita para el más allá. Cuando te morías, te enterraban en el rectángulo
que te tocaba en suerte. Se iba rotando por filas, en riguroso orden de
defunción, de modo y manera que no era raro, cuando todavía la población era
numerosa y los muertos más frecuentes, que el turno, digamos de unas 50 tumbas,
diera la vuelta en unos pocos años y tuvieran que desenterrar a tu madre para sepultarte
en el mismo e idéntico hoyo.
Siempre me ha parecido una forma excelsa para
expresar que, en la Parca, todos eran (somos iguales): El manifiesto más
extraordinario de igualdad y equidad que pueda darse en la humanidad. Al menos,
entre los habitantes de mi aldea. No importaba cuántas hectáreas de barbecho
cultivaras, era irrelevante cuantas fanegas de trigo cosechases, al final,
polvo eres y en polvo te convertiste. Tal cual. Es más, hasta el polvo en que te
han transformado los años: tus mismos huesos, el ataúd de madera de chopo que
construyó el carpintero de la aldea, será excavado para hacer hueco a un
familiar, conocido, amigo o vecino.
En otras palabras: ni siquiera la tierra es para
quien la trabaja, a pesar de lo que digan los sorianos. Después vino el
desarrollismo, las gentes compraron televisores Telefunken, frigoríficos Ignis
y ¡cómo no! lo de los panteones en granito y mármol. Con arcángeles cursis,
colocados en estrambóticas posiciones sobre las negras lápidas de mármol. Ni
siquiera en los pueblos abandonados, no sé si de la mano de Dios, pero desde
luego sí de las autoridades, se puede evitar marcar el terreno, incluso en la
frágil separación entre la muerte y la vida.
Por ello, siempre que admiro en Santa Cecilia el
capitel, cada año que pasa más corroído por la humedad, de las dos mujeres
delante del Santo Sepulcro y el ángel que les señala la tumba vacía no puedo
sino mirar de reojo. Hacia el camposanto que se encuentra a media pendiente, en
un vallejo que desciende de las estribaciones de los Picos de Europa. Siempre
me pregunto, cierto, la aldea vecina es diminuta, la razón por la cual en todo
el cementerio sólo existe una tumba. Y además colocada en una esquinita. Como
si alguien hubiera comenzado una última ¿o quizás la primera? ronda de
enterramientos y se hubiera parado en seco. Todo el camposanto, en su anchura y
largura, para un solo muerto.
¡Qué soledad! ¡No te acompañan ni los muertos!
Seguramente existe una explicación más prosaica. No sé, acaso ahora les llevan
a enterrar al pueblo de al lado, puede ser que los viejos ya no se mueran donde
nacieron, sino donde emigraron y allá, en tierra extraña, son enterrados:
Valladolid, Barcelona, Bilbao. Acompañados de muertos ajenos a sus vidas y a
sus existencias, yaciendo entre algún cruce de autopistas, bordeados por
viviendas con alturas de siete pisos o lo que la ordenanza municipal dicte.
A miles de leguas de los páramos que sembraron, de
los tapiales de adobe que les ofrecían cobijo en la canícula veraniega. Quizá
sea una obsesión enfermiza. Como si dijéramos, un capricho “postmortem”. Yo ya
lo tengo bien dicho. A mí que me entierren en la colina que domina un recodo en
el río de mi pueblo. Y si dentro de décadas, quizá siglos, porque apenas hay ya
muertos, alguien necesita un hueco, no me importará para nada que se remueva la
tierra con la que me hayan amasado los lustros.
Pero, mientras tanto, yo quiero estar cerca, palpar,
ver -es un decir- mis prados y montañas, mis páramos y valles, mi vega y mis
robledales.
No sé. Por si la eternidad existiera. “All that
space / so much time / perhaps this is eternity”
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