lunes, 13 de noviembre de 2017

ELÍAS CÓBRECES MANTECÓN: TODA UNA VIDA SOBRE LA TIERRA (1924-2017)

«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Juan 11, 25)

Elías, mismo nombre que su abuelo, nació en Renedo de Valdavia (Palencia) a las 4 de la mañana del 19 de noviembre de 1924. Esta semana próxima hubiera cumplido 93 años. Sus padres, ambos también de Renedo, se llamaban Alejandro y Basilisa. Elías fue el onceavo hermano entre un total de 13. Desgraciadamente, sólo cinco de entre ellos vivieron hasta una edad adulta. Sin embargo, la décima entre los hermanos, es su hermana melliza, Clara, que vive en Buenavista de Valdavia, a 5 km. de distancia.

Dadas las dificultades familiares y la abundante prole, desde bebé le buscaron una nodriza en Relea (un pueblo a unos 20 kilómetros), Felipa Herrero Herrero. Sus familiares, todavía residentes en este pueblo del páramo, siempre han considerado a Elías como un auténtico hermano. Celebró su primera comunión, ya de vuelta a Renedo, el 24 abril 1932.

Tras acudir a la escuela unitaria del pueblo, desde los 14 años, como era la costumbre, comenzó a ayudar a sus padres en las labores del campo, cuyos ingresos eran prácticamente los únicos en los años cuarenta y cincuenta. El 13 de mayo de 1954 casó con Judit, también Cóbreces y también de Renedo. Siendo los tiempos que eran, no había cruceros, ni destinos exóticos, por ello, el viaje de novios, en carro con vacas, lo disfrutaron en Herrera de Pisuerga, a 24 kilómetros del pueblo, tirando por los caminos del monte.

En realidad, Judit y Elías tenían un parentesco lejano, eran primos séptimos. En 1729 nacía Fernando Cóbreces Noriega, quien esposó con Andrea Gutiérrez. Por líneas genealógicas paralelas, Elías y Judit, descendientes directos de Fernando, terminaron por juntar sus dos apellidos Cóbreces en sus hijos.

Fuere como fuese, desde finales de los años cincuenta y, sobre todo, a mediados de los sesenta, pese al comienzo de las grandes migraciones de las aldeas de Castilla a las zonas industriales de Bilbao, Madrid y Barcelona, Elías siempre prefirió permanecer apegado al terruño. Su vida ritmaba con las estaciones, la sementera en otoño, la siega y las trillas en verano. Hasta el final de su vida laboral, a finales de los ochenta, siempre arrimado al carro de las vacas.

Elías nació demasiado tarde para emigrar, demasiado pronto para alcanzar la mecanización del campo, así que nunca tuvo tractor ni carnet de conducir. La única maquinaria que alivió sus labores fue el motor de dos tiempos, usado para el riego y la bielda. Por suerte, heredó de su padre algunos terrenos de regadío (huertas con frutales, mucho más feraces que los cereales de secano), en ellos mediante la siembra de patatas, cultivo de la remolacha azucarera y el plantón (semilla de remolacha) obtuvo el balón de oxígeno tan necesario para una economía familiar de supervivencia.

A esto se sumó la pequeña ganadería. A mediados de los sesenta compró su primera vaca lechera en Torrelavega por 7.500 pesetas con la que inició una modesta cabaña ganadera en la que llegó a juntar hasta 14 vacas pintas. Los ingresos complementarios se hicieron cada vez más necesarios, las estrecheces nunca acababan. Pese a ello, con la ayuda inconmensurable de Judit, a principios de los 80, consiguió que los tres hijos tuvieran la posibilidad de acceder a estudios superiores.

Durante sus últimos años como agricultor, ya a punto de jubilarse, fue vendiendo la ganadería lo que le permitió disfrutar, en la estela de la residencia de sus hijos, de cortos viajes que siempre le han encantado. Fiel a lo que ha vivido siempre, en esos viajes lo que realmente apreciaba, más que monumentos o museos, eran los campos y las tierras aradas (“¡qué fácil cultivar las lechugas aquí!”), solía decir admirando los cultivos intensivos de hortalizas de la Región de Murcia. O la feracidad de las huertas en la hoya de Huesca. En estos cortos viajes, siempre pendiente de las dichosas gallinas del corral, viajó, también, en repetidas ocasiones, a Valladolid, Ocaña o Madrid.

Incluso tuvo la oportunidad, en 1995, de pasar unos días en París para el bautizo de su nieta, donde recorrió un domingo por la mañana, en bicicleta, las grandes avenidas parisinas, los bajos de los pantalones, como hacía en el pueblo, metidos entre los calcetines para no pillárselos con la cadena. Y por la tarde acudir a los Campos Elíseos para ver coronarse a Miguel Induráin con su quinto tour. Eso sí, agarrado al cinturón de su hijo mayor, como un niño pequeño, por miedo a perderse entre la muchedumbre de espectadores.

Aunque sin duda, su viaje más recordado es el que había hecho a Japón, un año antes, en abril de 1994, que siempre recordaba, pese al tiempo transcurrido, con gran cariño. Su primer y único vuelo en avión para conocer a sus nietos. Tan grande fue la impresión que ha sido la única vez cuando ha puesto algo por escrito, más allá de la mera firma en los formularios de la PAC, sus impresiones, en un pequeño Diario de Viaje, redactado para la ocasión.

“Día de la llegada 16 de abril 11 mañana aeropuerto llegamos a casa a las 2 de la tarde comimos y por la tarde fuimos al parque con Clara y (e inevitablemente, incluso en pleno centro de la capital japonesa, siempre a lo suyo, escribió): “Día 19 mañana estuve en casa viendo poner pepinos a los hortelanos [en la huerta vecina a la casa]”.

Nunca jamás, estuvo hospitalizado ni de baja. Sólo una vez tuvo un incidente grave, una infección por una punta oxidada que se clavó en la patatera y que no cuidó adecuadamente. Bueno, a los seis años se rompió la pierna, casi a la vez que su hermana melliza. Hasta los 91 años que pudo montar en bicicleta se dedicaba a visitar los campos para poder discutir sobre la cosecha, cuidar del pequeño huerto familiar y ¡cómo no! sacar a pacer a las gallinas al ribazo del río. Pequeñas tareas que le han tenido ocupado en lo que ha hecho siempre: labrar la tierra y cuidar del ganado.

Hombre discreto, exageradamente austero, epítome de castellano viejo, siempre de buen talante, servicial, puede que un poco ingenuo, sin advertir malicia alguna en las personas de alrededor. Poco dado a la cháchara, de escasas palabras, extremadamente respetuoso con los demás, raramente ha discutido o se ha enfadado con sus paisanos.

Hasta entrar en la residencia para la tercera edad de Saldaña, incluso ayudaba en las tareas domésticas (barrer, fregar, encender la gloria) algo inusual en una persona de pueblo, y menos para gente mayor, educada en otros usos y costumbres, en una época ya remota. Y naturalmente, religioso, a la manera que aprendió desde pequeño, con la fe del carbonero, en este caso de labrador, incansable recitador de la plegaria nocturna, implorando la misericordia del Altísimo, aprendida en la lejana primera comunión, antes de acostarse.

Los últimos años ha estado preocupado por el devenir de hijos y nietos. Para que se convirtieran en personas de provecho. La frase que siempre estaba en su boca: “Vosotros a lo vuestro”. No tanto preocupado por lo que hacían o dejaban de hacer en sus estudios o trabajos, que a veces le costaba entender, sino, sobre todo, para que fueran, fuéramos, sencillos, discretos, laboriosos, y sobre todo, honrados como él lo ha sido. ¡Gracias, abuelo, por andar y mostrarnos el camino, no señalándolo con el dedo, sino con tu ejemplo, esperamos seguirlo!


domingo, 29 de octubre de 2017

EL CARDENAL DE MANILA***

A mediados de los sesenta, que muy de ciento en viento, apareciera el obispo por el pueblo, constituía un evento de primera magnitud. Banderitas de papel con los colores patrios, repique de campanas, recepción por todo lo alto en los viejos soportales del ayuntamiento. Tras la santa misa, por supuesto. Lo hacía muy, pero que muy ocasionalmente, cuando tenía que confirmar a los chavales, antes de que abandonaran la escuela y terminaran ayudando a sus padres en el campo. Y ya se sabe, de modosos alumnos en la escuela mixta, bastaba que comenzaran a empuñar la esteva del arado para que empezaran a jurar por todos los santos de la corte celestial. Y jurar, lo que se dice jurar, hay pocos sitios que se blasfeme tanto y con tanto ardor como las aldeas castellanas.

Ya llegará Pascua Florida para que todos los pecados contra el Segundo Mandamiento te sean perdonados en un abrir y cerrar de ojos. Así que el obispo aprovechaba que a los escolares de varios pueblos les empezaban a salir sarpullidos en la cara, y en otros sitios, para juntarles y darles, por así decirlo, la última catequesis ritual, como si fuera la extremaunción del fin de la adolescencia. Que, aunque no cundiera mucho efecto, al menos, les dejaba limpios del polvo y paja sacramental para cuando llegaran los esponsales.

La otra única autoridad que solía aparecer por el pueblo era el Inspector del Ministerio de Educación. Quizá con algo más de frecuencia, aunque como su ámbito quedaba limitado al escolar, fuera de las madres -los padres no solían preocuparse por estos menesteres- apenas nadie en el pueblo se percataba que había pasado el examen de geografía. “¿Cuál es el pico más alto de Europa?” me preguntó a mí, el penúltimo en la hilera de chiguitos (y chiguitas, claro) de la escuela mixta.

Por lo tanto, el que un día apareciera en un “haiga” su excelencia el cardenal de Manila, con su solideo carmesí, resplandeciente por encima de sus cejas achinadas y sus mejillas rechonchas, recubierto con una sotana con los botones rojos y un resplandeciente fajín a juego, causó verdadera sensación.  De su cuello pendía, refulgente, una pesada cruz dorada. Por no hablar del anillo pastoral que casi tapaba dos dedos de su mano derecha. Ni los más viejos del lugar, quizá años ha, cuando vino el Gobernador Civil, recordaban una vista tan egregia. Ni que decir tiene, que el porte del cardenal era mucho más solemne, aunque sólo fuera por los ampulosos y pausados andares a la hora de caminar.

Es cierto que apenas pasó un día con su noche. Pero, quizá si entonces hubiera habido un alcalde con horizonte de miras, atento a las modas turísticas que comenzaban a despertar en la costa, bien que aquí estábamos en el corazón de los páramos y valles del norte de la provincia, hubiera solicitado una subvención a la Diputación. Con ella, habría preservado la cama con el elaborado cabecero de nogal y el colchón de borra de oveja merinas, que seguramente le causó no pocos picores, como hitos de una atractiva ruta turística. Incluso una placa: “Aquí durmió el Cardenal de Manila en fecha tal y tal, siendo alcalde tal y tal”.

Sin embargo, nada de eso sucedió. Tal como vino se marchó ¿Tal como vino se marchó? Para nada. Por muy cardenal que fuera, por muy dignatario de la Santa Madre Iglesia, el ampuloso cardenal estaba obligado a hacer sus necesidades como todo hijo de vecino. En el corral. Si tenía suerte, disculpas por los detalels escatológicos, no habría gallinas alrededor y no tendría que espantarlas mientras, como se solía decir, “tiraba los pantalones”. No te digo nada del enredo con la sotana.

Pero hete aquí que el P. Agapio Salvador, de fausta memoria, de la familia de los Salvadores, había sido confitero antes que fraile. Al menos su padre, el señor Honorato había regentado, en aquellos tiempos de penuria de la postguerra, el obrador, innecesario decirlo, la única confitería del pueblo. Todo un lujo, en tiempos del estraperlo de harina y azúcar. Fuere como fuese, se las arregló para que tres hermanos y, si mal no recuerdo, una hermana, se sintieran atraídos por la vocación religiosa. En concreto la dominicana.

El pequeño, Félix, estuvo durante muchos años en el Tonkín o la China y terminó dando clase de latín en el internado de Valladolid. Emiliano, el de en medio, desarrolló una destacada carrera eclesiástica entre las procelosas jerarquías del Vaticano y sus alambicados tribunales eclesiásticos. El P. Agapio, de carácter afable, con excelente sentido del humor, tan aficionado a contar chistes como a pescar cangrejos a retel, pasó la mayor parte de su vida en la lejana Manila, en la Universidad de Santo Tomás, una de las instituciones académicas más importantes, si no la más, de la iglesia católica en Oriente.

Fue allí donde trabó amistad con el cardenal, uno de los primeros dignatarios locales -bien que fuera de origen chino- elevado a la gloria del purpurado. El P. Agapio era muy dado a loar los pacíficos remansos de las choperas nativas, a descripciones épicas sobre los susurrantes robledales del monte las tardes de cierzo o la innegable aspereza de los barbechos de Campoloncillo. Residía a 14.000 kilómetros de distancia, pero la aldea estaba omnipresente en su corazón y en su mente.

En estas que el cardenal tuvo que desplazarse a Roma para uno de sus negociados eclesiales. Como era verano, coincidió, venía cada tres años, cuando ya empezaban a ser comunes los aviones a reacción, con las vacaciones estivales del buen P. Agapio. Así que, de tanto hablar del pueblo, de las casas de adobe, de la sonoridad en el volteo de las campanas en los domingos y fiestas de guardar, al cardenal le entraron unas enormes ganas de visitar el villorrio.

Llegar hasta Madrid no era demasiado complicado. Desplazarse hasta el norte de la meseta castellana era otro cantar. Pero un purpurado, en la España de los sesenta, no se iba a parar porque no hubiera autovías y las carreteras ni siquiera estuvieran asfaltadas. En lo que seguro que fue una pequeña epopeya viajera -no conviene exagerar, en aquellos tiempos el interior de Filipinas era aún más rústico que la Valdavia- allí que se presentó el cardenal. Tanto le había hablado el P. Agapio de la torre de la iglesia, que desde la curva de Villaeles ya le resulto fácil adivinar que Renedo se divisaba en la distancia, apenas a cuatro kilómetros, con el magnífico telón de fondo de las estribaciones de los Picos de Europa.

Lírica y nostalgia aparte, como ya dije, el P. Agapio había tenido que pensar en las necesidades más elementales. La comida no era ningún problema. Su hermana, la señora Davídica, estaba acostumbrada a cocinar para los hermanos frailes; durante el paseo hasta el río Negro, por la cañada, nadie le iba a quitar al cardenal el polvo del sendero; del lecho ya hemos hablado. Pero ¿dónde hacer sus necesidades? Desde luego no en la cuadra como todo hijo de vecino. Para eso era todo un cardenal.

El P. Agapio había pensado en todo. En un receso de lo que en su momento había servido de cuadra para los animales de su padre confitero, se las había arreglado para que el albañil del pueblo vecino montara una taza de wáter. Absoluta novedad en la aldea y, con toda certeza, en muchos kilómetros a la redonda. Acompañada de un pequeño lavabo (la ducha ya hubiera sido demasiada sofisticación). Que al hacer de cuerpo las santas inmundicias terminaran en un pozo negro era un problema menor. Total ¿cuántas veces iba a necesitar el cardenal acudir al excusado? Y después ya nadie más volvería a usarlo. Dicho sea de paso, las gallinas algunas veces resultan más eficaces.

Y así fue como el cardenal de Manila, que yo sepa el primer y único cardenal que ha puesto los pies en el pueblo, disfrutó de las austeras y mínimas comodidades del cuarto de baño (o algo parecido) en la villa de Renedo. ¡El primero! Hasta al menos una década después, en 1975, el agua corriente no llegó desde las fuentes de Ambuena al pueblo.


Las limitadas comodidades no fueron obstáculo para que su Eminentísima disfrutara de su asueto en la meseta castellana y el primer edil tuviera la oportunidad, desaprovechada, como ya sabemos, de haber colocado una placa: “Aquí pasó pasó una noche y un día su Eminencia el cardenal de Manila”.  Sin entrar en detalles, por supuesto, de los primeros elementos de modernidad llegados al pueblo. Por mor del cardenal de Manila.

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*** Basado en hechos reales

miércoles, 13 de septiembre de 2017

POSTALES DESDE FRANCIA (II): ABADÍA DE BEAUPORT (Bretaña):

Hubo una época, cuando era joven, que tenía verdadera obsesión por las ruinas. Releía incansablemente las guías arqueológicas y toda su letra pequeña, intentando averiguar el trazado exacto del cardo romano en Palmira. O me aseguraba de que la iglesia jordana de Mádaba estaba correctamente orientada, como debía y era costumbre, hacia el este. 

No olvidaré nunca la primera vez que apercibí, hace treinta años, los muros de Jericó, 8.000 años de antigüedad, saliendo de las profundidades del oasis neolítico, torres defensivas que, 6.400 años más tarde, cayeron ante el ensordecedor soplo de las trompetas de Josué. Ni las horas muertas pasadas al sur de la explanada del Muro de las Lamentaciones intentado averiguar por donde discurría la fachada del Templo de Salomón en Jerusalén. De contemplar tantas ruinas uno termina por pensar que, en la mayoría de las ocasiones, lo que queda, tras el desgaste del hombre y los siglos, termina por ser mucho más instructivo que un mismo edificio al completo, reconstruido y reformado por las generaciones siguientes. 

Un monumento en ruinas, abandonado, o al menos con apariencia de estarlo, da alas a la imaginación, permite recrear, con mucha más facilidad, el momento exacto en que las vidas, logros y fracasos de sus habitantes desaparecieron, aunque fuera progresivamente, de manera radical, de los espacios que habitaron y fueron tan suyos. Su historia devorada por el paso del tiempo, no sus obras. Unas ruinas, contempladas en su integralidad –aunque parezca contradictorio- resultan mucho más didácticas que cualquier empalago arquitectónico posterior. En otras palabras, destilan la autenticidad y candor que las hibridaciones y amalgamas ulteriores hubieran afeado. 
Sobre todo si están perdidas en el inmenso arco de la ensenada de Paimpol, en la Bretaña más esquiva y recóndita. En pie quedan unas cuantas paredes de la sala capitular, algunos arcos góticos del ábside abacial han resistido airosos los embates de las tormentas atlánticas. En medio de la nave, sin techumbre alguna, la tumba medieval de los fundadores, o quizá sean sus descendientes, yace cubierta de enredadera. La inevitable llovizna hace brillar, entre la neblina, la piedra tallada recubierta de musgo y humedad. El conjunto se difumina contra la marea baja, envuelta en la brisa de los siglos pasados y la irrealidad del presente. 

Una pareja de jóvenes turistas alemanes intentan con una guía digital, como yo lo intentaba hace treinta años, recrear la nave que Alano de Avaogour financió para los frailes premostratenses de la Abadía de Beauport (Bellus Portus). Los premostratenses, el nombre les viene del lugar geográfico donde se originaron, Premontré, experimentaron, a partir de 1200 un crecimiento extraordinario. Más que monjes eran curas que vivían en comunidad conventual. En parte porque fueron extraordinariamente eficaces en la gestión económica, como fue el caso en Beauport, de las propiedades y donaciones que les legaron. A la vez que cuidaban de las almas con su ejercicio pastoral, dinamizaban sabiamente los resortes económicos ligados a la abadía: tierras de cultivo, caza, bosques y en esta zona costera: la pesca. Sin barcos.

Las posesiones de la abadía abarcaban un buen tramo de costa que, aquí, se beneficia de un flujo de mareas sobresaliente. Así que a unas centenas de metro del núcleo abacial construyeron un ingenioso sistema de pesca. Un laberinto de muretes en piedra donde los peces, en marea alta, nadaban pacíficamente, engatusados por cebos. En cuanto la marea comenzaba a retirarse y lo hacía de manera vertiginosa los peces quedaban atrapados en el laberinto de piedra. Aunque muy deteriorado, todavía se aprecia, al fondo del obligatorio huerto de manzanos, la cerca derruida de piedras donde los peces, atrapados, boqueaban sus últimos minutos de vida.

Mientras regreso al aparcamiento leo que las hortensias, como las que adornan y colorean abundantemente las ruinas, no fueron introducidas en Francia, desde Japón, vía Italia, hasta la Exposición Universal de Paris en 1900. Y sin venir a cuento me revienen a la memoria las imágenes de la muralla de Jericó (“Entonces el pueblo gritó, y los sacerdotes tocaron las bocinas; y aconteció que cuando el pueblo hubo oído el sonido de la bocina, gritó con gran vocerío, y el muro se derrumbó”) ilógicamente entreveradas con el laberinto de piedra que servía para atrapar los peces en Beauport. 

Después, una frase en latín: QVOD NON ME VINCIT, FORTIOREM ME FACIT (“lo que no me mata, me hace fuerte”). Acaso piense, dondequiera que esté, San Norberto, el fundador de los premostratenses cuyos discípulos, de manera tan admirable, supieron gestionar los recursos económicos y espirituales de BELLUS PORTUS. 


Para llegar hasta aquí. Lo que califican como el vestigio en ruina más hermoso de Francia. No podría estar más de acuerdo. Otra víctima de la Revolución Francesa que sobrevivió, en este caso más bien que mal, a los abandonos forzados y voluntarios, a los olvidos queridos y a los no deseados, a los vericuetos de la historia y a la desidia de los hombres. Puerto Bello, superviviente de los laberintos de la historia, resistente tenaz en las mareas altas. No menos que en las más bajas

domingo, 20 de agosto de 2017

IMÁGENES: NORIKO Y MASAKO (VIII)

La más pequeñita se llamaba Noriko, la más alta, Masako. Bueno, espero que se sigan llamando así. Deben de estar acercándose a la cuarentena, puesto que la foto es de 1984. Mirando desde la distancia, en años y geográfica, a veces parece que he soñado. O que fue en alguna otra vida, no sé si pasada o futura. Me pregunto que hacía yo allí, subdirector de una guardería, en el Japón profundo, en el pueblo de Iyo, prefectura de Ehime, país del Sol Naciente, sur de Japón. Seguro que lo he soñado. Pero de Noriko y Masako me acuerdo perfectamente, no por mi buena memoria, más bien porque tengo su nombre escrito sobre la montura de la diapositiva original. 

El jerséi, que había tejido mi tía, me quedaba grande, incluso para mí, así que las dos enanitas niponas cabían, para su gran jolgorio, dentro, incluso les sobraba. De Noriko, que era graciosa y simpática a no más, tengo otras cuantas imágenes. Me pregunto que habrá sido de ella. Supongo que estará felizmente casada y que enviará a sus hijos a la misma guardería a la que ella fue. Incluso puede que se haya casado con un agricultor de cítricos. La zona, en aquella época, vivía de ese producto y del cultivo del arroz o quizá con algún operario de las dos grandes industrias que existían en el pueblo, dedicadas a la producción de salazones. 

Como muchos de los que han aprendido idiomas fuera, uno de los métodos más sencillos y fáciles es hablar con niños, no se extrañan de los disparates, si no entiende repreguntan y, generalmente, su vocabulario limitado favorece la comprensión. Así que la hora del recreo era una de mis momentos favoritos para practicar el idioma de Natsume Soseki, uno de los más grandes literatos  nipones que había nacido a unos kilómetros del pueblo de Iyo. Fueron unos cuantos meses para aprender, también, las ventajas de la tan elogiada educación japonesa. No comulgaría con todos los postulados de la misma entonces que, estoy casi seguro, apenas habrá cambiado. El mecanicismo y literalidad, entre otras cuantas cosas, de la misma eran más bien penibles. Por no hablar, en bachillerato de su negacionismo de los desastres que causaron en el sudeste asiático. 

Por el contrario, el sentido de disciplina desde la guardería ¿algo en contra?, de resistencia, resiliencia, que se dice ahora, persistencia, tenacidad, concepción de la jerarquía, respeto por el profesorado y el orden, entre otros muchos aspectos, fueron los que han hecho de Japón lo que ha llegado a ser. Todo ello, pese a quedar arrasado en su propia pira imperialista de la II Guerra Mundial. En cuanto a la guardería, había muchas cosas llamativas que a una madre española la llevarían a protestar ante el mismísimo ministro de Educación Nacional. Por ejemplo: unos cuantos años más tarde, en Tokio, yo mismo protesté ante la directora porque a mi hija, como al resto de los alumnos (y alumnas, por supuesto), en pleno invierno, con el patio nevado, andaban descalzos por las clases. 

Lo de descalzo, con unas pantuflas, era lo normal, tanto en las casas y las escuelas era la costumbre. ¿Pero con el patio nevado? La directora y esto era un sentido común del espíritu japonés consideraba que así se fortalecería su carácter y que ¡sería más resistente a los posibles catarros! Volviendo a mi Noriko de Iyo. Aparte de mi jerséi, tenía fascinación por mis brazos peludos. Así que en cuanto tenía ocasión se dedicaba a acariciar mi antebrazo como si fuera de peluche. Que lo era, todo sea dicho. “Happines is almost nothing / just going back / to your childhood laughs” [Iyoshi, Ehime-ken, Japón, marzo 1984]

jueves, 17 de agosto de 2017

POSTALES DESDE FRANCIA: MONT SAINT-MICHEL (Normandía)

De repente. Aparece por encima de la línea amarillenta y verde de los maizales. Aunque no inesperadamente. Llevo kilómetros y kilómetros oteando el horizonte, hacia la derecha, hacia el océano, esperando ver la masa triangular ascender sobre el mar. Pero no hay manera. Desde las zigzagueantes carreteras comarcales solo se divisan prados escondidos entre laberintos de setos, terrenos pantanosos que se entrecruzan por kilómetros y más kilómetros. El temido “bocage” normando donde tantos jóvenes yanquis, de Oklahoma, Dakota o cualquier desconocido pueblo del Medio Oeste, perecieron, tras el día D, para librarnos de la barbarie nazi. Descansen en paz los héroes.

Llega la línea imaginaria que separa Normandía de Bretaña. Ahí está. En su versión más colosal. La sorpresa no es que surja de la marea alta, eso vendrá más tarde, sino desde los campos acicalados del finisterre normando. La segunda sorpresa es, al menos desde la lejanía, desde tierra adentro, la perfecta pirámide que se percibe sobre la inmensidad del Atlántico imaginado.
 
Una pirámide en tierra de nadie, entre un océano de maíz y un mar invisible, añil y bravío. No es de extrañar que sea uno de los monumentos más visitado de Francia. A lo largo de dos mil años se han acumulado, sobre el modesto montículo que sirve de base, la historia, las piedras con sus aristas, las batallas con sus muertos, las plegarias con sus súplicas y acción de gracias que, desde aquí, parecen elevarse con pasmosa facilidad benedictina hasta lo más alto. Desde las impresionantes mareas bajas de la bahía.
 
El Monte Saint Michel es la perfecta metáfora de que la historia, a pesar de lo que se suele decir, no es cíclica, sino lineal. Aunque para ser exactos, en este aislado pedazo de tierra, la historia es, ha sido, sobre todo, vertical. Desde los druidas, pasando por los primeros monjes celtas, las cruentas batallas con los ingleses, la feroz Revolución –curiosamente aquí apenas tuvo el eco destructor de otros lugares- hasta culminar en la estatua bronceada del arcángel San Miguel. Pese a todo, seguro que con los pararrayos colocados en sus alas y en su espada flamígera la historia no ha llegado a su fin. 

¿Qué será lo siguiente, aparte de las hordas de turistas, ahora mucho más sostenibles que cuando lo visité hace veinte años? Penetrar en el recinto amurallado es, escalinata a escalinata, nivel a nivel, descender por los recovecos de la historia. Ahondar sobre la riquísima historia de la religión en Francia, país campeón del laicismo. Hasta llegar, con el frescor de las piedras, derrumbadas y reconstruidas en un dédalo infinito, hasta alcanzar los 150 metros de altura.
 
Aunque por más que busco, no hay forma de encontrar la reliquia mandada traer de Italia por San Euberto, una roca que contenía la huella dejada por el arcángel San Miguel sobre la misma, una vez que en ella reposó su pie. ¡Lástima! Tiene sentido que sea el tercer monumento más visitado de Francia, tras la Torre Eiffel y el Palacio de Versalles. Después de todo, bastan un par de horas, por este pozo ascendente, para hacerse con un excelente resumen del desmedido amor gabacho por la cultura y la monumentalidad. Un recorrido raudo por los megalitos celtas, el arte prerromano, la airosa ascensión del gótico. Todo ello acompañado de las inevitables destrucciones, ruinas, saqueos y sitios. Vuelta a empezar. Por no hablar de los desastres de la Revolución. Una terrible historia que los franceses han exportado, tan exitosa como engañosamente, en nombre de la libertad, fraternidad e igualdad.

Aunque, deduzco, que el principal atractivo que ejerce sobre los turistas en masa es la enorme facilidad para visualizar, completamente aislado entre el continente y el océano, en un solo golpe de vista, su conjunto tan espectacular. A diferencia de los monumentos urbanos, más a ras de tierra y más complicados de ver, incorporados en las construcciones de las grandes ciudades, aquí todo se ve de golpe en un abrir y cerrar de ojos. Desde aquí abajo.

Y a la inversa. Desde arriba. Desde el pórtico en la parte superior, la iglesia abacial –desgraciadamente el extraordinario claustro románico está en restauración- se maravilla uno, en toda su extensión, sin ningún obstáculo visual, del espectáculo de la marea atlántica, baja en esta hora del mediodía, creciendo a una velocidad vertiginosa. Dicen que tan deprisa como el galope de un caballo. Sobre la playa que aparece y desaparece con el flujo, a los pies de la fortaleza inferior, las familias organizan picnics, una pareja de recién casados con los ojos rasgados se toman fotos para la eternidad. Los autobuses del turismo sostenible cargan y descargan viajeros sin parar.


No quiero ser aguafiestas, pero al final de la jornada, para mí, que vengo de tierra adentro, me quedo con la imagen de la cúspide que se eleva, airosa e impenetrable hacia el cielo, por entre los maizales. Aunque si por pedir fuera, hubiera preferido que en lugar de maizales fueran los ondeantes campos de centeno de la meseta castellana. Hubiera sido la postal perfecta.

miércoles, 14 de junio de 2017

IMÁGENES: EL PLATO DE MIJO (VII)

Afortunadamente, el trasfondo socieconómico de la imagen es menos dramática de lo que parece. Está tomada en un pueblo del noroeste de Mali, en el País Dogón, denominado, Tabitongo, literalmente, “el pueblo que está en la ladera”. En realidad, corresponde a una fiesta, tras la inauguración del dispensario-maternidad y un pozo financiado por la Fundación Polaris World. Toda esta explicación no cancela de un plumazo la dureza de la vida en estos parajes donde el sistema de seguridad alimentaria está bastante consolidado. 

Dicho de otro modo, no sobra nada, hay una pobreza extrema pero en aquella época (2010), parece que sigue siendo igual, no muere la gente de hambre como en otras partes de África. Las manos son todas de niñas que, uniformadas con las camisetas azules de un equipo de fútbol, supongo que donadas por alguna ONG, habían formado parte del comité de bienvenida a los visitantes españoles. La algarabía, la música, los cánticos y los discursos habían durado más de tres horas, así que también ellas tenían apetito. El extraordinario sentido comunitario, incólume en muchas regiones africanas y, más concretamente en Mali, se manifiesta de mil maneras y como no podía ser de otra manera, también en las celebraciones comunitarias, incluidas las comidas. Las adolescentes están dando buena cuenta del plato de mijo, el cereal más común, casi el único, que se cultiva en esta zona de África. 

Sin agua, otro problema gravísimo en esta zona del África subsahariana, y sin mijo sería imposible la vida de subsistencia, y resistencia, que los dogones llevan con entereza y energía. Una etnia cuya identidad cultural es sumamente interesante. En el pueblo, de unos 800 habitantes coexisten y sobreviven en condiciones extremas, pacíficamente, cristianos, islamistas y animistas. Para llegar a la aldea se recorren 30 kilómetros por una pista infame, además de intransitable en época de lluvias. Hasta la construcción del dispensario, los enfermos más graves eran transportados en bicicleta. 

La imagen, en comparación con el complejo entorno en el que viven realmente las adolescentes, refleja una composición banal. La hice porque me gustó el dramatismo de las manos apurando el mijo y el contraste con la fuente redonda y semivacía. No muestra la lucha diaria por la supervivencia, la necesaria mejora de las infraestructuras, aunque sean elementales, escolares y sanitarias para evitar que los jóvenes inicien una dramática aventura de emigración a la capital o, peor aún, a las costas del sur de Europa. La cual suele acabar muchas veces, como es bien sabido, de manera dramática. 

“Sometimes sharing is so easy / the future in a mill plate / hope is unbreakable” 

[Mali, Tabitongo, febrero 2010] Más detalles del proyecto: https://goo.gl/VgwjND

martes, 13 de junio de 2017

CARAVACA DE LA CRUZ, Murcia (VI)

Murcia, aparte de la costa, para los que no somos de aquí, sorprende por ser una región relativamente montañosa, especialmente en el Noroeste, donde se sitúa Caravaca de la Cruz que este año celebra su Año Jubilar. La basílica integrada en el castillo fortaleza de la imagen conserva lo que, según la tradición, es un trozo de madera de la cruz donde crucificaron a Jesús. Como tierra de frontera durante décadas con el dominio andalusí de Granada la historia, ¿deberíamos de decir leyenda? es muy linda y, como no podía ser de otra manera, sirve para cimentar la historia posterior. La de los ganadores, que en este caso fueron los cristianos. 

Haber vivido en Medio Oriente durante una larga temporada le vacuna a uno contra este tipo de historias (desde el prepucio del niño Jesús, lo que tiene lógica, después de todo era judío y fue circuncidado, hasta la leche de su madre María, las reliquias en la zona, extendidas después a toda Europa con los cruzados son, por usar un vocablo tierno, pintorescas). La cruz de Jesús, siempre en esa nebulosa de historia-tradición fue encontrada por Santa Elena, la madre del emperador Constantino como unos 300 años después. Así que en la espesa niebla que separa la erudición de la devoción, a cada cual de creer o no creer. Todo esto, obviamente, no quita que la parte religiosa, para los creyentes, tenga un enorme valor y como tal debe ser respetada. Pero como este es un terreno proceloso, sujeto a emociones y sentimientos, casi mejor lo dejo aquí. Dicho eso, la imagen está tomada desde un ultraligero. 

Un amigo de Yecla, gran mueblista ¿qué si no en la capital del Altiplano murciano? aficionado a este tipo de aparatos me invitó, creo que fui bastante inconsciente a “dar una vuelta”. Salimos de Yecla, atravesamos la Sierra de la Pila, subimos por todo el río Segura, Molina, Cieza, Calasparra y allí, de repente, en un día claro, estaba la bonita ciudad caravaqueña y la Basílica de la Vera Cruz. Había mucha luz y la imagen no tiene contraste. Pero desde arriba, apagó el motor a 2.000 metros y comenzamos a planear en absoluto silencio, la panorámica del caserío se apreciaba en toda su belleza. 

El casco histórico con sus calles estrechas en torno a la basílica, la plaza de toros y la curiosa edificación de basílica fortaleza, que conserva con tanta veneración la reliquia. Por el otro, la vega que, con toda seguridad, es la herencia árabe inestimable, como en tantas comarcas de Murcia. Poco después de tomar la foto, mi amigo volvió a encender los motores y nos fuimos sobrevolando, camino de Yecla, sobre las canteras de mármol que conforman una de las riquezas de Caravaca. 

“Above, within de air bubble / silence is everything / I hardly guess the noise below” 

[Caravaca, 1 diciembre 2007]

lunes, 12 de junio de 2017

CEMENTERIO AMERICANO EN NORMANDÍA (V)

En las clases de filosofía teníamos unos debates interminables sobre si existen (o no) las guerras justas. Después de todo, el tomismo ha desarrollado largos excursus a la materia. Puede que haya guerras justas, lo que está claro es que la inmensa mayoría son injustas, entre otras cosas porque son siempre los mismos los que terminan siendo carne de cañón, en el sentido literal del término. No hace falta ir a la historia, basta leer las noticias de los periódicos. Pese a mi interés en la II Guerra Mundial y no pocas estancias veraniegas en Normandía, hasta hace muy poco no había tenido oportunidad de visitar uno de los lugares míticos del desembarco el día D: Omaha Beach en Colleville-sur-Mer. 

Lo primero que llama la atención es la paz que respira el entorno, la playa baja, la vegetación abundante, el Atlántico tranquilo en pleno agosto. Comparado con el infierno que tuvo que ser en aquellas horas dramáticas del 6 de junio de 1944. Si ha habido una guerra justa, ésta es de las pocas. Sorprende la edad de la mayoría de los 9.387 jóvenes enterrados aquí. No pocos por debajo de los 20 años. Como sorprenden los lugares de donde proceden: Omaha, Nebraska, California… Y esto es lo que hace más grande su heroísmo y sacrificio por la libertad, lo que sin duda contribuyó a la paz y libertad que hemos gozado durante tantos años (a no comparar con las intervenciones desastrosas de Irak, Afganistán y unos cuantos sitios más). Hay una escena de “Salvar al soldado Ryan” donde un coche avanza por medio de la polvareda en una llanura del oeste americano. Un oficial va a comunicar a la familia de granjeros las malas noticias. 

Esa imagen capta a las mil maravillas el sacrificio que, con sus vidas, ofrecieron miles de jóvenes americanos para salvar Europa de las garras del nazismo. Precisamente, una de las escenas iniciales se desarrolla en este mismo cementerio, un veterano avanza hacia la tumba del personaje interpretado por Tom Hanks. Por cierto, los hermanos se apellidaban Niland no Ryan. La tumba se montó para la película, no existe, aunque sí las de dos de sus hermanos, caidos en combate el 6 y 7 de junio de 1944. Y no sólo los insospechados soldados de Arkansas. El hijo del presidente Franklin D. Roosevelt también yace aquí. Las tumbas, orientadas hacia Estados Unidos, tienen cruces y, ocasionalmente, estrellas de David, para conmemorar los judíos fallecidos. La superficie que ocupa el camposanto ha sido cedida, para siempre, por Francia al Gobierno estadounidense que lo mantiene pulcro e impoluto. En fin, en este caso, creo que Santo Tomás de Aquiino tenía razón.

 “A few rare times / freedom comes to this / death in battlefield” 

[Colleville-sur-Mer, Normandía, agosto 2015, iPhone 6s]

sábado, 10 de junio de 2017

IMÁGENES: COLUMNAS DE PRIENE, TURQUÍA (IV)

Priene, localizada al sur de Esmirna, en la costa egea turca, gozó de un gran esplendor hacia el siglo IV a. de C. gracias a su puerto que aprovechaba la desembocadura del río Meandro. Sí, el río Meandro (de ahí el vocablo correspondiente) fue dejando bancos de arena y el puerto desapareció. De hecho, en la actualidad, el sitio arqueológico está tierra adentro. Los comerciantes emigraron a la cercana Mileto y la ciudad cayó en el abandono. 

Como tantas ciudades griegas, era extremadamente cosmopolita y muy tolerante desde el punto de vista de la religión, como indican los templos excavados de Esculapio, Deméter (la diosa madre griega), dioses egipcios como Isis, Anubis, Serapis, así como una sinagoga con un bajorrelieve de la menorah (el candelabro de siete brazos). No es mencionada en el Nuevo Testamento. Llamada por algunos la Pompeya de Asia Menor en base a que son las ruinas más completas y mejor conservadas de lo que era una ciudad griega. En agosto de 1988 era un espacio arqueológico muy poco visitado, así que se podían recorrer las ruinas casi en solitario, el teatro es una maravilla. La mañana era espléndida y todavía quedaban en algunos rincones azaleas en flor. 

Sin embargo, lo que más me llamó la atención, de ahí la imagen, era el decorado de los Montes Mykala como contraste a las ruinas. En este caso, las columnas del templo de Atenea, donde Alejandro Magno hizo una ofrenda poco antes de sitiar Mileto no muy alejada de aquí. 

El contraste de las columnas con la montaña me hace recordar a uno de los mejores profesores que he tenido, “Hauser” de apodo, en el Instituto de Ávila, cuando existía una magnífica asignatura que se llamaba Historia del Arte y la Cultura. Si tuviera que elegir con la palma de la mano, los cinco mejores que he tenido a lo largo de mis estudios, él estaría entre ellos. Hacer que chavales de 16 años se apasionen, principios de los 70, por la arquitectura de Santa Sofía o sean capaces de distinguir entre los tres órdenes arquitectónicos helenos es digno de todo elogio. 

Al final, el poso quedó y lo que veíamos en filminas con el profesor “Hauser” se tradujo en una larga historia de entusiasmo permanente por todo lo que tenga que ver con la insuperable cultura griega. Al ver la imagen, cómo no, recordar al querido Marcel Beaudry, marista canadiense, compañero y guía de viaje por todo Oriente Medio, también en Priene, fallecido pocos años después en un trágico accidente en una carretera palestina, cerca de Jericó. ¡A toi, Marcel, wherever you are! 

“All glory passed / conquerors armies too / only dead stones remain” 

[Priene, Turquía, septiembre 1988, NIKON FE]

jueves, 8 de junio de 2017

IMÁGENES: BODA JAPONESA (III)

Imagen tomada en Kamakura, al sur de Tokio, en el templo shintoista de Tsurugaoka Hachimangu. Kamakura es una de mis ciudades preferidas en Japón. Histórica y monumentalmente no anda muy lejos de Kioto. Sin embargo, tiene el encanto de ser más pequeña, la mayor parte de las visitas se pueden hacer a pie y en cualquier rincón o colina existen rastros de su glorioso pasado, jardines, escalinatas, estanques, silencio... Tsurugaoka Hachimangu, sin embargo, es uno de los templos más grandes y, por lo tanto, muy visitado. 

No es raro encontrarse con "bautizos" y bodas, como es el caso. En la imagen original aparecen los padres de los novios. Al recortar la fotografía se aprecia la seriedad del instante, el recato de la novia, una cierta desazón por parte del novio, supongo que ante los numerosos fotógrafos familiares. Ambos llevan la indumentaria clásica de las nupcias, especialmente elaborada en la novia, como las grullas bordadas, simbolo de felicidad y amor eterno. Los ritos japoneses de las ceremonias son extraordinariamente complejos y en los mismos, la vestimenta es esencial. Cada detalle tiene su significado y cada gesto va cargado de símbolos (la liturgia católica asume, comparada con el ritual nipón para las ceremonias, una flexibilidad desmedida). 

La religión shintoista se practica en bodas, mientras el budismo es más bien de entierros. No empece que un japonés sea shintoista en la boda y budista en el sepelio. Por ello se dice que hay 80 millones de budistas y otros tantos shintoistas, bien que la población sea sólo de 130 millones. Cuando reveo fotos antiguas siempre me pregunto que habrá sido de los retratados, incluso me imagino que en la aldea global un día la novia se vea por casualidad en esta página y se quede maravillada de su modestia y pudor. 

Aunque había visitado la ciudad en numerosas ocasiones, apenas 45 minutos en tren de cercanías desde donde vivía en Tokio, mi templo preferido es otro, Kitakamakura. En esta ocasión, el hecho de poder asistir a la ceremonia casi por completo, música incluida, hizo que la visita fuera de lo más entretenida. 

[Nikon FE, Ektachrome, 20 junio 2005]

miércoles, 7 de junio de 2017

IMÁGENES: RÍO NILO (II)

Aunque por fin pude ver el mar, por primera vez, a los 16 años, este fue mi primer viaje en barco, de hecho, el más largo que he hecho en mi vida. Lo de barco suena pretencioso, después de todo, se trataba de un bote artesanal. No es de extrañar que el descenso desde Asuán hasta Edfu se hiciera interminable. Tan interminable que a los 3 días decidimos abandonar al bueno del capitán Marmoud y su grumete y llegamos a Luxor en taxi. 

La navegación en faluca, el barco tradicional del Nilo aparejado con una vela triangular, para un mesetario como yo, se hacía agradable el primer día, quizá incluso el segundo, pero ya no el tercero. Sin apenas una pizca de viento, el capitán Marmoud se veía obligado a zigzaguear una y otra vez buscando la ligerísima brisa que generaban las arenas del desierto a primera hora de la mañana y última de la tarde . En otras palabras, el recorrido quedaba doblado. Eso por no hablar de la convivencia de cuatro personas, más los dos tripulantes, en un habitáculo extremadamente reducido. 

Afortunadamente, se podía dormir en “cubierta”. Después de todo, era agosto del 1989 y estábamos en pleno desierto. Así que la calma chicha, por la noche anclábamos, es un decir, en la ribera, propiciaba que el hacer fotos a uno y otro lado del grandioso río fuera la principal distracción. Quizá no excesivamente ancho en esta parte media del mismo, pero, indudablemente, majestuoso y tranquilo, especialmente a primera y última hora del día. El original en diapositiva ha perdido calidad al pasarlo a digital. En todo caso, la calma y a veces la desesperación por la falta de velocidad en la navegación daba tiempo para uno y mil reflejos. 

Desde los tiempos de bachillerato, el Nilo había sido uno de mis ríos míticos, con el Eúfrates, así que, aunque fuera en condiciones económicamente precarias, después de todo todavía era estudiante, el descenso truncado río abajo resultó ser una experiencia genial. Todavía recuerdo al capitán Marmoud cocinando pescado a la brasa en la linde con el desierto por las noches y como sacaba agua con un bote atado a una cuerda para beber cuando tenía sed. Nosotros, por si acaso, íbamos bien pertrechados de agua mineral. Atrás quedaba Abu Simbel, Asuán y río abajo, Tebas y el Valle de los Reyes 

"Life is this / a quiet river / though not always"

[Egipto, Río Nilo, agosto 1989, Nikon FE Kodachrome 64]

domingo, 7 de mayo de 2017

IMÁGENES: ANCIANA CHINA EN EL TEMPLO DEL CIELO (I)

Hasta que no fui al Extremo Oriente nunca me había interesado especialmente China. Tenía más querencia por los países de América Latina. Y en 1990, justamente un año después de la Revolución de Tiananmén, tuve la oportunidad de visitar Pekín. Todavía era una ciudad poco desarrollada, nada que ver con la actual. Estaba empezando a surgir, no de la nada, porque histórica y científicamente, aunque desconocida en Occidente, tenía una extraordinaria historia. Posiblemente, una de las culturas más avanzadas del mundo en muchos momentos de su existencia. Por algo China significa en su propia lengua el “centro del mundo”. 

Las injerencias de las potencias coloniales occidentales a finales del XIX, más las guerras intestinas, la II Guerra Mundial y, finalmente, la revolución maoísta arrasaron el país. Pero debajo estaba el sustrato de la tradición de siglos, el “peligro amarillo” tenía un potencial enorme en la masa de la población y en la diligencia oriental y, desde luego, la china. Como se ha visto posteriormente. En 1990 no había muchos vehículos, aunque la contaminación ya comenzaba a notarse. Las bicicletas, en los escasos semáforos, se contaban por cientos. En los “hutong”, al lado de la mismísima Ciudad Prohibida, todavía había calles sin asfaltar y aunque no se veían mendigos en las calles, se advertía un nivel de pobreza considerable. Todo cambiaría en apenas 10 o 15 años. Si se tiene en cuenta que el cambio ha afectado a millones de personas, la proeza económica, por no hablar de la destreza política para llegar hasta donde han llegado, no deja de ser admirable. 

Entre las maravillas arquitectónicas, el Templo del Cielo es único por su monumentalidad y su relativo aislamiento en medio de la ciudad. En la también muy conocida tradición oriental, no sólo de cuidado, sino máximo respeto por los ancianos. No sólo por la edad, también porque su experiencia y sabiduría son inconmensurables. De hecho, los cumpleaños no tienen, quizá no tenían tanta importancia, hasta que no se cumplen los 60 años (en 2016 más de 220 millones de chinos han superado esa edad). Cuanto más viejo, más regalos y más grande es la fiesta. En signo de respeto, en lugar de “señor”, se le antepone la palabra “anciano”... 

Así que cuando ví al que supuse era el hijo empujando con cuidado y cariño una peculiar silla de ruedas, elaborada artesanalmente, en el patio del Templo del Cielo, con su madre en ella, me acordé de uno de los numerosos proverbios chinos sobre los ancianos: “Los ancianos tiene tanto conocimiento y experiencia como raíces tienen los árboles” 

"Love is this / your son pushing your wheelchair / if not, what else?"

[Templo del Cielo, Pekín, Nikon FE, Agosto 1990] 


sábado, 11 de febrero de 2017

LA ORACIÓN

La primera vez que los chavales lo oyeron se miraron unos a otros con estupor. Debían de tener unos 8 años y aquella voz estentórea, que venía de la habitación de arriba, ellos estaban viendo en la tele un inane programa veraniego, se colaba de manera inquietante por entre las abombadas tablas de roble del techo. Tardaron unos instantes en reconocerla. No era otra que la del abuelo.

Como solía tener por costumbre, para no molestar -había estado con nosotros viendo la tele hasta que dieron el tiempo- se había ido a dormir sin despedirse. Así que la sorpresa resultó aún mayor. Tras un breve intervalo, los chicos terminaron por percatarse que quien hablaba a sólas era el abuelo viejo, como le solían llamar. Y aunque apenas se entendía nada de lo que decía, no pudieron reprimir la carcajada porque el abuelo iba elevando, paulatinamente, su voz, casi casi a voz en grito. Aunque apenas se entendía lo que farfullaba.

Algo parecido me había pasado a mí la primera vez, un par años antes, en pleno invierno, cuando le oí por primera vez en circunstancias similares. Primero pensé que estaba leyendo el “papel” en voz alta. Pero como esto no tenía sentido a hora tan tardía, se me pasó por la cabeza que había enfermado y pedía auxilio con urgencia. Lo segundo era cierto. Estaba pidiendo socorro, pero a toda la corte celestial empezando por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y una retahíla de santos que yo sólo había oído en los oficios de Semana Santa. No sé si lo había estado haciendo durante toda su vida, con discreción, en voz más baja, como solía hacer la mayoría de las cosas. Más aún si éstas tenían un tinte religioso. Yo no me había dado cuenta hasta ese día de noviembre.

Entrado en años y cada vez más sordo, no advertía de que más que recitar la oración nocturna que, seguramente, había aprendido de pequeño, lo que hacía era suplicar a grito pelado. Yo diría que incluso con angustia. El tono exaltado de la plegaria se debía, posiblemente, a su sordera, pero a quien lo escuchara no le cabría ninguna duda de que oraba casi con desesperación.

Por la puerta entreabierta advertí que se había puesto de rodillas sobre la alfombra y, apoyados los antebrazos en la colcha de la cama, recitaba, con los ojos cerrados, apretados, más bien, la oración. Era un rezo que yo nunca había escuchado. Algo parecido al Acto de Contrición litúrgico del inicio de las misas, pero formulado en un vocabulario y una sintaxis mucho más antiguos que la versión postconciliar. Quizá fuera la traducción literal del antiguo Confiteor, la petición introductoria del perdón de los pecados, que Don Silvano, el cura del pueblo, nos había hecho aprender de memoria cuando nos llegó la edad de convertirnos en monaguillos. Cuando el latín todavía era de rigor en las celebraciones religiosas.

En una situación normal, la jaculatoria, sintaxis y vocablos obsoletos aparte, no habría significado otra cosa que el mero, casi banal, ritual de cualquier devoto feligrés de una aldea perdida en Castilla la Vieja. Pero la plegaria, puesta en boca de mi padre, a aquellas horas de la noche, recitada a grito pelado, producía un notable desasosiego. Al menos cuando la escuchabas por primera vez. “Señor, perdóname por mis innumerables pecados, por todos mis pecados, que he pecado mucho”, comenzaba la oración.

Con mi padre, jamás he hablado de religión. Bueno una vez, de forma tangencial y por un asunto muy puntual, pero esa es otra historia. Así que me resulta difícil, por no decir imposible, saber qué piensa de la divinidad de Jesús, si está plenamente convencido del dogma de la infalibilidad del Papa o si sigue creyendo en la literalidad de la historia del Génesis. Con toda seguridad, jamás se ha planteado tales disquisiciones hermenéuticas. Es más, no creo que le hayan importado mucho. Sí, se puede afirmar que ha sido una persona razonablemente religiosa. Como lo suelen ser en los pueblos, más específicamente los hombres. De cumplir. Con lo justo y necesario para dar satisfacción al señor cura, a la tradición secular de las familias, a la propia conciencia, al sentido de culpabilidad impermeable a cualquier desafección contra la piedad y el fervor. Ni más, ni menos.

Su religión ha sido la que le han transmitido, a lo largo de las décadas, los diferentes párrocos que ha tenido el pueblo. Asumir, con la fe ciega del carbonero, en este caso más bien del labrador, como buen devoto católico, lo que le han ido soltando desde el púlpito, desde que tenía uso de razón. Uso de razón que, oficialmente, le llegó el 24 de abril de 1932. Como proclama el recordatorio enmarcado en la entresala. Una especie de orla religiosa donde un comulgante, bien trajeado y peinadito, se postra delante del cáliz, acompañado del Buen Jesús. Debajo su nombre y la fecha del evento. Una estampa típica de la época, rezumando simbología sobre la pureza y la piedad infantil.

Yo le recuerdo, a partir de los sesenta, como un hombre piadoso, sin caer en la beatería que también se daba en algunos hombres de la aldea. Austero y sin aspavientos en sus prácticas. Fiel cumplidor de los domingos y fiestas de guardar. También perteneció, hasta que desapareció por falta de miembros, a la Cofradía de la Veracruz, la única que había en el pueblo, y en cuyas procesiones solía portar el pendón morado. Tenía por costumbre asistir a la misa de los domingos, desde el Coro, en la parte posterior de la iglesia, donde según la costumbre se sentaban todos los hombres y mozos. Las mujeres, según dicta la tradición, en los bancos delanteros. Y por Pascua Florida solía ir a confesarse y comulgar. Quizá, últimamente, incluso algún domingo más a lo largo del año.

Aunque su religión tuviera un matiz marcadamente ritualista no por ello dejaba de tener una vertiente práctica. Raramente solía discutir con los vecinos y, creo yo, que en general siempre lo han considerado una persona de bien, justa y generosa. Siempre era de los primeros con el carro para acercar el cascajo, cuando tocaban a huebra para reparar la escalera de caracol de subida a la torre, siempre preparado para limpiar las bóvedas de la nave principal de las inmundicias de las garduñas o presto a cavar, apenas tocaban a muerto, la fosa en el cementerio, al lado del río, para sepultar al último difunto.

A finales de los sesenta todavía recorrían las aldeas del valle una abundante y variopinta tropa de pobres, a los que entonces se denominaba como pobres de solemnidad. Era frecuente que a lo largo de la semana aparecieran por las casas tres o cuatro diferentes. Más bien hombres, aunque también había algunas mujeres. Mientras mi madre era la encargada de darles comida caliente, sopa de ajo, si llegaban por la noche, o torreznos y una reineta asada si aparecían al mediodía, era mi padre el encargado de ofrecerles alojamiento.

Este, invariablemente, consistía en extender algún saco de yute en el pajar, en la parte donde guardábamos la hierba seca del prado de Santamarina. Allí, con el calor del ganado y la mullida cama de heno, el tío Catedrales o el pobre Lucinio sabían, con toda certeza, que siempre encontrarían acomodo para pasar la noche. Resguardo especialmente imprescindible desde noviembre hasta bien entrada la primavera. Eso sí, mi padre siempre ponía dos condiciones.

Primero: terminantemente prohibido fumar. No sólo por el peligro de incendiar el pajar sino también por razones morales. Nunca fumó y consideraba el tabaco como una costumbre muy perniciosa. Esencialmente porque consideraba que era dilapidar el dinero que tanto costaba ganar. El segundo requisito para tener derecho al hospedaje, fuera invierno o verano, consistía en acudir al día siguiente a misa de ocho. El tío Catedrales, un fornido lebaniego, muy aficionado al morapio, cierta mañana no se levantó. Cuando vino mi padre con el primer acarreo de miés y observó que roncaba a pierna suelta, ni corto ni perezoso, cogió las alforjas del buen hombre y le puso de patitas en la portada y, de allí, a la calle.

Como no llegué a aprender su oración de arrepentimiento, hace unas semanas le pregunté si se acordaba de su contenido. Me miró con los ojos extrañados, frunció el entrecejo y no dijo nada. Dando a entender que no se acordaba. En realidad, creo que al minuto ni se acordaba que no se acordaba. Desmemoriado, seguro que ya no se acuerda de los pecados por los que rogaba con tanto ardor por el perdón del Altísimo, ni de la oración con la que impetraba misericordia a voces. O acaso llega un momento en la vida donde ya no hace falta pedir perdón. El todo misericordioso, Yaveh, padre de Abrahán, padre de los creyentes (“Y sacóle fuera, y dijo: Mira ahora a los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar” Gen 15,5), seguro que no se preocupa por las minucias y bagatelas de toda una vida, noventa y dos años, sin dejar de poner la mano en la esteva del arado. Todo lo demás se te dará por añadidura, que dijo alguien unos cuantos años más tarde. Incluso aunque hayas despedido con malas pulgas al Tío Catedrales por no acudir a misa de ocho.

Así que el que realidad está arrepentido soy yo. Por no haber transcrito la oración infantil de mi padre cuando tuve la oportunidad de hacerlo. Cuando lo observé por la puerta entreabierta, desde la entresala de la segunda planta, mientras recitaba la oración a grito pelado. Ahora, mucho me temo, que resulte del todo imposible.


Aunque me compensó sobradamente esperar a que acabara. La noche era oscura como boca de lobo. Desde la ventana de la entresala, por encima de la chopera, al otro lado del río pequeño, ahora helado, en un arco perfecto, como sólo es posible divisarla en las noches oscuras de la Meseta, allá arriba, inmensa e infinita, brillaban en todo su esplendor los millones de estrellas que conforman la Vía Láctea. Se me ocurrió que serían exactamente las mismas, milenio arriba, milenio abajo, que las que había observado nuestro padre Abrahán cuando emprendió el camino desde Ur de los caldeos hasta Harrán. Me quedé en silencio, escuchando. Hasta que mi padre dijo Amén.