Mi madre, gran narradora oral, de todo tipo de historias,
tenía una especial predilección por contar las que haya había vivido o le había
contado la bisabuela Catalina. La narrativa, en una aldea tan diminuta como la
nuestra, la mayoría de sus habitantes, de una u otra manera, más tarde o más
pronto terminaban por encadenarse al linaje familiar. La teoría de que toda la
humanidad termina por encontrarse con tan sólo seis pasos genealógicos era
perfectamente innecesaria en nuestro caso. O como muy lejos, el descendiente o
antecesor vivía o estaba enterrado en el cementerio de alguno de los pueblos
vecinos.
Algunas de las historias que mi madre contaba,
muchas de ellas repetidas en decenas de ocasiones, tuvieron como consecuencia
que hace muchos, muchos años, me interesara por estudiar la genealogía
familiar. Afortunadamente, los párrocos, aparte de que alguno tuviera la
caligrafía más o menos ilegible, habían seguido fielmente las instrucciones
eclesiales y todos los libros de velados, bautizados, difuntos y matrimonios
eran fácilmente consultables en el archivo diocesano. Durante unos años, en
cuanto disponía de algún día libre allí pasaba las horas muertas, escudriñando
los márgenes de los libros donde los curas sucesivos solían escribir en letras
mayúsculas o destacadas, a modo de índice, los apellidos de los fieles
enterrados, casados, bautizados, confirmados y demás.
Como el apellido familiar era poco común, la tarea resultaba
incluso hasta simplona. En cuatro o cinco inviernos, cuando acudía de forma
irregular al archivo recabé la mayoría de los familiares directos por parte de
madre hasta llegar hasta el año 1520, con un nombre castellano tan elemental como
Alonso, cuyo padre se llamaba Hernando. Salvo que uno haya nacido de alta cuna
o sea descendiente de marqueses es, en la práctica, imposible remontar más atrás,
por la sencilla razón que fue la Iglesia quien dictó en el Concilio de Trento
que todo el mundo fuera registrado.
Por parte de padre, al menos una de las líneas, se
cortaba en el cercano 1800 en algún pueblo perdido de Ávila. Como la familia procedía
de la costa cantábrica, siempre me he preguntado que se les perdió por los
páramos abulenses. Siempre he imaginado que tenían alguna actividad transeúnte:
comerciantes, quincalleros, algo que les obligaba a desplazarse. Otra parte de
la familia, al menos desde la perspectiva archivística, se evaporó en humo,
cuando los partidarios republicanos, cualesquiera que fuera su adscripción
política, prendieron fuego a la iglesia de un pueblecito santanderino en la
Vega de Pas.
Aún considerando la casi nula movilidad social de
los siglos pasados, al menos comparada con esta era de vuelos “low cost”,
emigraciones, Erasmus y demás, pocas cosas más chocantes para sorprenderse de
los vericuetos que ofrece la existencia humana que seguir la línea familiar de cualquier
apellido. Y estamos hablando sólo de huellas dejadas sobre el papel, si pasamos
a una investigación más científica vía ADN, las sorpresas son mayúsculas.
Una de las mayores sorpresas recibidas, aunque no
inimaginable, fue descubrir que mis padres eran primos. Primos séptimos, pero
primos, al fin y al cabo. Lo curioso de esta circunstancia es el cúmulo de
casualidades, otros hablarán de azar o providencia divina, para que los descendientes
de un tal Fernando, circa 1720, terminen por juntarse en los hijos de Elías y Judit,
pero de una forma tan rocambolesca como para que ahora lleve el mismo apellido
repetido. Lo que significa, entre otras muchas casualidades que fui concebido
con mi madre portando su segundo apellido a la vez que mi parte se hacía cargo
del primero.
Los recovecos y los meandros por los que corre el
río de la vida son más que tangibles en la contingencia de los acasos y el
albur de los que nos precedieron. Algunos de mis conocidos y, conocidas, claro,
afirman que todo lo que pasa en el mundo, incluida la peste que nos tiene
enclaustrados desde hace tres semanas, no acaece por el albur. Que todo tiene
un sentido y una razón en la vida. No lo niego, pero encontrar ese sentido en
los laberintos de las genealogías familiares, plenas de encrucijadas y
casualidades, resulta imposible. Quizá sea mejor pensar que todo es carambola o
si vienen mal dadas, fatalidad.
Después de todo, ¿cómo explicar que un servidor sea
descendiente de José Ruiz Ortega, mi tatarabuelo, un porquero de un pueblo
perdido en la llanura manchega, la Manchuela se llama la comarca, de la provincia
de Albacete? Mi madre: "El abuelo José, cuya madre se murió, al tener
madrastra le mandaron al monte a cuidar cochinos y entonces decidió irse a
Madrid con 16 años. Conoció a Martina en Madrid, ambos trabajaban como
sirvientes en casa del músico de zarzuelas Bretón de los Herreros, en la calle
Montera, en Madrid Murió en la alcoba de Renedo (cuarto de baño actual).
Nemesio y Félix (sus hijos) estaban vendiendo cochinos, estaba muy enfermo.
Entonces dos enmascarados le quisieron robar [solían tener dinero en efectivo
porque se dedicaban a la compraventa de cerdos]. Su hija María empezó a gritar
y los otros escaparon. Desde entonces María tenía una pistola. Una vez por el
pánico, al oír un ruido disparó desde la ventana y mató un gato que merodeaba
por la tapia". Incluso aunque mi madre se lo hubiera inventado, que
no, la historia no tiene desperdicio. Para completarla, vuelta al Archivo
Diocesano: "Falleció en su domicilio a las seis de la tarde del día
veinte a consecuencia de tifus, según certificación facultativa"
(Libro Difuntos).
Y así decenas de historias a cuál más fascinante. En
estos días de coronavirus, tratar con los vestigios genealógicos familiares es
encontrarse, cierto con las alegrías de bautizos, las familias eran muy
numerosas, pero también con la muerte a cada paso. De los 14 hermanos de mi
padre, por ejemplo, sólo 6 llegaron a edad adulta. Si el tatarabuelo murió por
tifus, otro tatarabuelo, o -¿cómo no acordarse del bichito de Wuhan o de
dondequiera que en aquella época vinieran las pestes?- "Falleció ayer a
las 9 de la mañana a consecuencia de una afección pulmonar, residente en el
molino de Arenillas de San Pelayo donde ejercía el oficio de molinero"
(Libro de Difuntos)”. Por cierto, no se puede decir que no hubiera
diversificación profesional en la familia.
La guinda de todo esto, hasta ahí ha llegado mi
pasión por la genealogía, es haberme hecho un análisis de ADN, cuyos resultados
científicos están perfectamente probados. Aquí las sorpresas, con intensidad
variante, son para caerse de espaldas. También se lo hice hacer a mi madre, y a
la hermana melliza de mi padre, al no poder llegar a tiempo para hacérselo a él.
Sorpresa, sorpresa… tengo alguna gotita de sangre askenazi, esto es, judía de
Europa del Este y, sea providencia o azar, tengo algo, poco cierto, de
nigeriano.
Estos días, espero que no estén aprovechando la
pandemia mundial para meterme el miedo en el cuerpo, con la misma toma
biológica que han descubierto mi huella africana, me están ofreciendo, por el
módico precio de 62 euros, un análisis médico, según el cual, me pueden
asegurar si soy propenso a más de una docena y media de enfermedades:
parkinson, alzheimer, cáncer de una porción del cuerpo, cáncer de otra
diferente, etc. Tengo que reconocer que alguna vez me ha tentado la oferta
comercial. Pero dada la situación en que nos encontramos, ya tenemos bastantes
desgracias encima, cómo para arriesgarme a que me anuncien de sopetón que soy
propenso a las gripes asiáticas, pongamos, por ejemplo, el COVID-19.
Aunque como morir, me tengo que morir de algo, acaso
no sea mala idea tomar las precauciones adecuadas, abonar los 62 euros y
empezar a almacenar material sanitario para no estar desprevenido en la
siguiente oleada. Cuando retorne la distopia en las entrañas de otro pangolín, de
otro murciélago, de cualquier otra porquería en la que se deleite un paladar chino.
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