Jóvenes beduinos en el Siq de Petra (1987) |
Desde siempre me han fascinado los laberínticos
caminos por los que unas personas nos encontramos con otras, sin razones
aparentes, como fruto de millones, trillones, infinitas casualidades que
propician que el destino de cada uno de nosotros recorra senderos muy
diferentes si esos acontecimientos no hubieran nunca ocurrido.
En entradas anteriores ya he sacado a relucir este
tema. A decir verdad, podría escribir otras cuantas veces sobre lo mismo. He
pasado por la circunstancia en muchas ocasiones, entre ellas algunas de las más
pintorescas, anecdóticas, otras que fueron definitivas para seguir el camino de
la vida y llegar hasta donde ahora estoy. Enclaustrado, tecleando estas líneas
y observando de reojo los nubarrones de la tormenta que comienza a sombrear la
azalea en flor de la verja del jardín. Obviamente, no sólo de dónde estoy,
también de lo que soy.
De las encrucijadas pasajeras, hay una que siempre
recuerdo con agrado. Había pasado parte del verano del 85 en París, iniciándome
en la lengua nativa, sin sospechar lo que el destino me reservaba para unos
cuantos años más tarde, pero esa es otra historia. Esta, la de la anécdota
consiste en que, en el cosmopolita alumnado de la clase, rusa, kuwaití, americanos,
italianos, alemanes, turca, nos lo pasábamos en grande en aquella torre de
Babel del Boulevard Raspail.
La muchacha turca, periodista de profesión, se
llamaba Virgule, tal como suena, supongo que en el idioma del país tendrá un
bonito significado, pero dado el paralelismo con lo de la coma, no podía menos,
pese a mi pésima memoria para los nombres, que quedarse grabado en la mía para
siempre. Ahora tiene unos 14 millones de habitantes. En el supuesto de que en
1987 tuviera algunos menos, seguro que pasaba de los 10 millones. Entre ellos,
aunque fuera como transeúnte me encontraba yo una tarde de agosto, como prólogo
para una visita arqueológica de las maravillas que encierra el país. Paseando
por delante de Santa Sofía oigo una voz, que, a grito pelado, me llama por mi
nombre.
En estos casos no se suele escuchar porque el
contexto resulta tan inesperado que uno cree que son voces interiores o, como
mucho, algún turista como yo. Aunque en aquella época el turismo del Bósforo no
era tan común como ahora. Pero no, allí, sorprendente e increíblemente, allí estaba
Virgule, mi compañera de pupitre en el aprendizaje de la Alliance Française.
Con quien no había tenido el mínimo contacto en los años transcurridos. La
sorpresa concluyó tomando un té, guardo la foto, nunca más he sabido de ella,
en una terraza, contemplando la Torre de Gálata, al atardecer, en la parte asiática.
Mucho más trascendente para mi vida personal o, si
quisiera precisar, la intelectual, fue otro encuentro, éste mucho más elaborado.
Muchos creen que no se trata de casualidades, sino de causalidades, que todo
tiene un origen, una razón, un fin. Prefiero creer en el azar, el albur, la
contingencia, la chiripa, la chamba porque si se comienza a remontar en los
meandros de la vida de cada persona, los recovecos son indescifrables. Por
ejemplo.
Entre el 26 de mayo y 4 de junio de 1940, los nazis
cometieron, en Dunkerque, un error estratégico que, según algunos
historiadores, terminó por costarles la derrota final, cinco años más tarde.
Tenían cercados a los británicos y a los restos del ejército francés, belga, y
otros, hasta 192.000 soldados que, arrinconados contra el mar, gracias al parón
de la ofensiva alemana, pudieron ser evacuados. Como referencia visual, la
excelente película “Dunkerque” de Christopher Nolan.
Entre esos 192.000 estaba un joven francés, operador
de radio, de 24 años, Marie-Émile Boismard que, unos cuantos lustros más tarde,
terminó, ya como dominico y profesor de Nuevo Testamento, por dirigir mi tesis
doctoral en la Escuela Bíblica y Arqueológica de Jerusalén. En mi recorrido por
los profesores insignes que se pueden contar con los dedos de una mano,
Marie-Émile corresponde, sin duda ninguna, al índice.
Pese a mi mediocre francés, desde el primer momento
me aceptó no sólo como tutor, compañero, alumno, que también, sino, sobre todo,
como amigo. Y pareja de dobles en tenis. Pese a que tenía 70 años, en la pista
dura donde jugábamos, a un tiro de piedra de la Puerta de Damasco, exhibía una
enorme energía y, todo hay que decirlo, una extraordinaria habilidad con la
muñeca derecha para las dejadas. La diferencia de edad entre mis veintipocos y
sus setenta largos, así como la admiración sin límites que le profesaba, me
hacía sentirme culpable si andaba cerca de colocarle algún rosco.
Así que, modestia aparte, cuando el set no resultaba
competitivo, yo me relajaba para evitar la humillación deportiva. No que a él
le importase demasiado. Era en esas tardes cálidas de la primavera
jerosolimitana, entre set y set, cuando él también se relajaba. Olvidaba los
análisis literarios de los sinópticos, grabados en su Macintosh (¡el primero
que yo ví¡) las variantes textuales del Texto Occidental de los Hechos de los
Apóstoles, o dejaba a un lado su tesis tan controvertida de que el evangelista
S. Juan no fue el autor de su propio evangelio.
Era entonces cuando te contaba, con pelos y señales,
el infierno sufrido en las playas de Dunkerque. Era en esos momentos, cuando mi
querido profesor, sin que él lo supiera ni pusiera en ello ningún empeño, se me
volvía más cercano, más humano. Podía permitirme el lujo de bajarlo del
pedestal de la admiración sin fondo. El resto del tiempo, en el aula, durante
sus enseñanzas magistrales sobre análisis literario, en las discusiones
interminables sobre la estructura de mi tesis, en la inmensa biblioteca era,
para mí, el Doctor Honoris Causa por Lovaina, excelso profesor de Friburgo,
insigne conferenciante por toda Europa, rebelde con causa (intelectual), uno
más de los profesores díscolos a quien la Comisión de la Doctrina de la Fe,
desde Roma, había dado un toque (“¿Debemos seguir hablando de resurrección?”).
Eran esos momentos de ocio deportivo cuando te
contaba, con tremenda desazón y tristeza, otro acontecimiento que, mucho más
que Dunkerque, removió para siempre, durante los días que le quedaron de vida
(falleció en 2004) su conciencia, su fe, sus entrañas, su capacidad
intelectual.
En abril de 1963, Jerusalén todavía era jordana, le
llamaron con urgencia a Petra. Una tromba de agua, con la consiguiente riada,
arrastró, mortalmente, a 25 peregrinos franceses en el desfiladero de entrada,
el Siq (donde aparecen los dos jóvenes beduinos de la imagen), a la monumental
ciudad de Petra. Sólo dos supervivientes.
Nunca después, encontró respuestas a las preguntas
angustiosas sobre la vida, la muerte, Dios. El laberinto de las casualidades y
de las causalidades. Esto, para el exquisito traductor del libro del
Apocalipsis en la Biblia de Jerusalén, no resultó ‘peccata minuta’. Hasta el
final de sus días y de su memorable recorrido académico por el Evangelio de
Juan, las epístolas de Pablo y los Hechos de los Apóstoles, llevaba grabado a
sangre y fuego la visión, apocalíptica en su sentido más literal, de los 23
peregrinos esparcidos por las arenas del desierto.
Por citar a otro profesor: “estas preguntas siempre
le acompañaron, de creyente pasivo se convirtió en teólogo crítico”. Esta fue
precisamente la razón por lo que para mí le convirtió en maestro incomparable:
en contemplar cada aspecto de la existencia con sentido crítico. No hay que asumir
como cierto, ni una tilde, ni una variante del texto, ni una glosa
contemporánea, todo se analiza, todo se debate. Después ya decides si has
llegado aquí, a este preciso instante, por casualidad o por causalidad. Por el
hado o por designio divino.
Dondequiera que estés, querido Marie-Émile, seguro
que la tierra de la Ciudad Santa te ha sido leve, espero que algún día podamos
seguir debatiendo sobre si Bernabé y Pablo pusieron pies en polvorosa, cuando
escaparon de Listra, porque realmente les tomaron por Zeus y Hermes o por
alguna recóndita razón, que yo creía intuir en mi tesis, que descubriremos,
como tú me enseñaste, con la lupa de la crítica literaria y textual. Y, si
posible, antes de que todo se decida el “tie break” de la vida y la muerte.
[Jordania, Petra, junio 1987, Nikon FE, Kodachrome 64]
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