martes, 25 de septiembre de 2012

La ciudad del río de los cocodrilos


A las tres de la madrugada del 1 de diciembre, las calles de Bamako aparecen sorprendentemente desiertas. La ciudad -se trata de la capital africana que crece más deprisa y eso se nota en el caos de quioscos, cobertizos, chabolas y edificios a medio terminar que bordean la ruta- parece agazaparse en la perenne polvareda que la cubre, incluso en su nocturnidad apenas iluminada, a la espera de las primeras luces, antes de sumergirse en la vorágine diurna, en la búsqueda, a veces desesperada, del pan cotidiano. Pese a que la actividad debe haber cesado hace ya más de tres horas, la polvareda levantada por la agitación comercial de la jornada precedente parece que nunca termina de asentarse. Suspendido en la calma chicha y cálida de la madrugada, nos inunda el olor a leña recién quemada, que cada atardecer y cada madrugada, nos acompañará a lo largo de nuestro intenso periplo de ida y vuelta  hasta Bandiagara. En el centro geográfico del país, ya en la frontera con el desierto, en la frontera con las dunas donde habitan los bárbaros, bordeando los límites de nuestra supuesta imprudencia que, con tanta cordura, no estamos dispuestos a traspasar. Más allá, la legendaria Tombuctú, la de los 333 santos, existe, pero nosotros no la veremos.

Cruzamos uno de los tres puentes sobre el soberbio Níger. Incluso en estas horas de sinuosa somnolencia, su majestuosidad, subrayada por su anchura, aporta un poco de calma al pequeño rifirrafe que hemos sostenido a pecho descubierto con un aduanero –viejo conocido de visitas anteriores: mismo despacho, misma amabilidad, idéntica dejadez- para convencerle de que ni somos turistas del montón, ni estamos para poner nuestro granito de arena en la opacidad salarial de ninguna misteriosa fuerza gubernamental y aeroportuaria. Ha retenido la maleta de Narcisse, posiblemente porque le parecía, a ojo de buen cubero, de excelente aduanero, quiero decir, la más sólida y pesada. ¡Cáspita!, que diría Tintín, que buen ojo tiene, ha acertado de pleno con el embutido zamorano.

Tras un intercambio banal sobre de dónde venimos (se trata del único vuelo a esta hora, pregunta irrelevante) y a dónde vamos, le tocamos la vena sentimental con el motivo del viaje, tan real –nous sommes en mission humanitaire- como ladino (“traemos material escolar, pero no abra el equipaje, por favor”, evidentemente esta segunda parte queda sin traducción) conseguimos a duras penas que no nos esquilme el irreemplazable salchichón de Benavente y se conforme con un par de bolsitas de frutos secos de Mercadona. Nueces de California. Justo a tiempo. Estábamos a punto –como solución desesperada- de citarle algún precepto coránico sobre la prohibición de comer cochino. No ha sido necesario.

Pese a todo, no queda del todo satisfecho: “¿No podrían darme 10 euros?”. Indolencia hasta para solicitar este modesto impuesto revolucionario. Sin darle tiempo a que haga más preguntas, le aseguramos que el dinero, apelando a las costumbres étnicas del macho hispano, lo llevan las señoras, en este caso preciso Hellène, y ellas están lejos, muy lejos, al otro lado de la cinta.  Esto es, cierto, una mentirijilla piadosa, pero nos concede el tiempo suficiente para echar mano a la maleta, antes de que reflexione sobre las extrañas costumbres tribales de Hispania, y salir con paso decidido, como si nada hubiera pasado, hasta la calle.  Estamos salvados. Nos rescata el Père Emilio, salesiano, burgalés de pro, paisano de un viejo conocido mío, Domingo de Guzmán, de un pueblo tan bonito como su nombre, Araúzo de Miel. Pero esto es otra historia.

Tras la siestecica reparadora, ¡vaya horas!, al alba, en la acogedora casa de los salesianos, barrio de Nyarelá, dejado de la mano de Dios o de Alá, nos disponemos a explorar la ciudad. A estas horas, nueve de la mañana, las calles tienen tanta actividad que es difícil plantar la vista en un punto fijo. Todo es ebullición. Elegantísimas damas con deslumbrantes atuendos, niños harapientos, taxis que tuvieron una mejor mecánica, escolares camino de la escuela con camisetas desteñidas del Barça, del Madrid y de Obama, vendedores ambulantes, y vendedoras, claro, de plátanos locales y maletas indonesias, ruidosas motos chinas con tubos de escape ennegrecidos, bicicletas que en el siglo pasado fueron nuevas, peatones zigzagueando a través de la aparente confusión.  Y el polvo suspendido, siempre el polvo. Moléculas, corpúsculos, partículas por encima de la inenarrable anarquía del tráfico y los puestos de venta que ocupan cada metro de calle. Bamako, llamada en bambara, la lengua local, “río de cocodrilos” se ha convertido en un inmenso zoco donde todo tipo de mercancía parece estar a la venta. Y a la compra.

Decidimos navegar de lleno en este tohu babohu de Bamako, en el caos, visiblemente informe, de una ciudad donde apenas hay viejos. No es de extrañar. La esperanza de vida en el país no supera los 45 años y, según apunta Ramonet, nuestro insigne plumilla vienés, el grado de riqueza, más bien de pobreza, en alguna aséptica clasificación de la ONU, el Banco Mundial, el IMF, la CIA  o lo que sea, se sitúa, por lo que concierne al PIB, en el puesto 207 sobre un total de 228, a la misma altura que la miseria de Haití. No puede decirse que sus vecinos puedan arrimar el hombro, hasta el 228, salvo Afganistán, todos son países africanos.


Para someramente entender algo de lo que una fría estadística puede reflejar en el espejo de la vida de cada día, nada mejor que dejarse caer por el Marché Medina. Más que un mercado es, bromeamos, un polígono industrial. A su manera. Del medioevo, más bien. Situado al pié de las colinas que bordean la capital por el norte, en una de ellas se asienta el palacio presidencial y a sus pies el, parcialmente desvencijado, Estadio Nacional. Si en la ciudad la actividad es incesante, aquí es de vértigo. Centenas de talleres, básicamente chapas sostenidas con medios irrisibles, sirven de refugio a grupos de cuatro o cinco personas que trabajan todo tipo de metales, la mayoría de reciclaje, con utensilios no muy diferentes de los usados en la prehistoria. Todo se hace por la fuerza bruta, generalmente mazazos en frío, ocasionalmente combinados con el calentamiento de algunas piezas en diminutas fraguas excavadas en el suelo, alimentadas por pequeños fuelles movidos con un pedal de bicicleta. En un rincón, cualquiera sabe de dónde habrá salido, una antigualla de martillo hidraúlico  golpea la chapa con un ruido rítmicamente ensordecedor. Será el único signo de modesta modernidad que encontraremos durante el recorrido.

Todo sirve para moldear, cortar, recortar, dar forma. Nada por aquí, nada por allá, y aparecen espumaderas, regaderas, carretillas, sartenes, ollas. Todo parece de utilidad para extraer el producto final. Carcasas de automóviles desguazados, trozos de raíles o raíles enteros, bidones de gasoil y un largo etcétera de material reciclable va siendo deglutido en las pequeñas fraguas impulsadas con el pié o una manivela. Y esto es la parte sofisticada. El resto se moldea a martillazos, generalmente sincopados entre dos trabajadores que se alternan para golpear el mismo centímetro de metal hasta generar la curvatura precisa que da forma a la reja del arado, su esteva y su timón.

En la parte superior, ya cerca del acantilado, en un terreno impracticable, los forjadores se aplican a unos moldes donde vierten aluminio fundido, siempre reciclado, para amasar cazuelas, teteras, pucheros, ollas. Y un poco más arriba, entre el barrio de los obreros y la pared vertical de la colina, decenas de adolescentes mantienen un ajetreo constante alrededor de hogueras, de las que sale un humo negro como la tizna, nada recomendable para los pulmones, ocupados en fundir todo lo fundible. Si hay una imagen dantesca de actividad febril, ésta es. Todos son hombres, generalmente muy jóvenes, los niños no escasean. Algunas mujeres, pocas, aparecen diseminadas aquí y allá para servir comidas en precarios puestos de restauración. La impresión de haber caído en medio de un infierno no puede ser más real.

Empieza a apretar el calor, la humareda de las fraguas serpentea hacia el cielo azulado, los trabajadores, tan fuertes como sudorosos, bullen inmersos en un castigo eterno, golpean incesante, inacabablemente el metal.  Nuestra visita tiene algo de obsceno, sofisticadas cámaras en mano, deportivos recién comprados, mochilas impolutas, mientras sorteamos barracones y desagües hasta retomar la calzada principal. Me pregunto si durante la noche se oirá también el persistente fragor del metal golpeando contra el metal. Cuando salimos fuera y fuera es el ensordecedor embrollo del mercado de verduras, parece que salimos del túnel del tiempo, como si viéramos la luz, tras una hora escasa en el infierno. Comparado con el Marché Medina, la Bamako cotidiana es un pacífico purgatorio.

Un paso rápido por el mercado de artesanía, cerca de la gran mezquita, donde los turistas brillan por su ausencia, el turismo ha sido la víctima principal de los secuestros en el norte, nos parece un oasis de tranquilidad. El paraíso. La casa salesiana del Centre Père Michel un remanso de paz. Con el P. Emilio discutimos los planes para los próximos días. Cauto sobre la situación, aparentemente complicada por encima de Mopti y Sevaré, ha solicitado mediante una carta muy ceremoniosa, la protección de las autoridades locales para estos insignificantes cooperantes de la Fundación Polaris World. Nosotros, por otro lado, hemos decidido hacer caso omiso de las recomendaciones de embajadas y consulados. Aunque Isabelle, como buena francesa parisina y, por tanto, centralista, tendrá un momento de duda sobre si no será mejor entrar en contacto con la legación de Sarkozy. ¡Todos somos Carla, Nicolas!.

Los españoles somos más dados a la anarquía. Consideramos que los diplomáticos son pájaros de mal agüero, salvada sea la Alianza de Civilizaciones. Por nuestro trabajo profesional y nuestra vida de humildes expatriados tenemos sobrada experiencia de su cómoda tendencia para cubrirse las espaldas con el mínimo esfuerzo posible. Si con una vacuna valdría, mejor recomendar una docena, si a dos mil kilómetros actúan asaltacaminos, mejor que no se vaya más allá de los treinta. Son los reyes del por si acaso. Seguramente resulta más cómodo enviar un comunicado alarmante a los medios que dedicar un par de días (¡uy, con estas carreteras tan desastrosas!) a estar sobre el terreno donde, con toda seguridad, hubieran percibido que las informaciones alarmistas han acabado por aniquilar el turismo. Ojo al dato, se dice que el 50% de la población vive de ello.

No obstante, tenemos nuestras dudas de si haber movilizado al director general de la policía maliense ha sido la mejor idea. Seguro que a estas alturas, hasta en la sede central de Al Qaeda, si es que la tiene, deben de conocer al pié de la letra nuestro itinerario. ¡Allá ellos! Alea iacta est, que decía el otro. Nuestro Rubicón fue el día que compramos el billete de venida (esperemos que también el de vuelta). Y eso fue a finales de agosto, hace ya más de tres meses.  

Por la tarde, junto con el Père Emilio nos vamos hasta la granja de Moribabougou, a unos treinta kilómetros de la capital, donde la Fundación, en el año 2006, financió equipamiento agrícola por valor de 23.635,77 euros. Este año, gracias al ayuntamiento de Cartagena, la Fundación Polaris World les ha donado un reluciente tractor, mimado durante años por las olas del Mediterráneo, mientras limpiaba las playas en La Manga. Terminará sus días en esta linda curva del Níger que bordea los terrenos de la granja experimental. La finca se usa como terreno de prácticas para los alumnos de formación profesional agrícola del colegio de los salesianos en Bamako. En la actualidad, para un mejor mantenimiento de la misma, se la han alquilado a una familia camerunesa que se encarga de la explotación de aves de corral.

Los terrenos, salvo una porción más fértil, la más cercana al río, no dan para mucho, pero como terreno para aprender a regar, arar y gradear, resultan muy adecuados para las prácticas agrícolas de los alumnos. El Ebro, impecable tras la puesta a punto en el Colegio Salesiano de Cartagena, tiene una larga vida por delante, aunque no lo acaricie la brisa del Mediterráneo. En una parte incultivable, Antenne France ha montado seis piscinas de espirulina, una alga que se anuncia como el futuro de la alimentación en África. ¡Que así sea porque falta hace!. El P. Pelipe, de la comunidad salesiana de Bamako, ay que lejos queda Santa María del Páramo, ha dispuesto 40 colmenas a donde las abejas, inmunes a las calorinas tropicales, se espera que acudan a los paneles de rica miel. En lugar de sabor a tomillo y romero, el entusiasmado apicultor podrá proclamar a los cuatro vientos una miel con matices de mango y papaya. Pas mal.

Hemos venido acompañados de Antonio y Jose María, de Red Solidaria, tan sevillanos como su simpático acento, que realizan una tarea extraordinaria con la informática. Es, como si dijéramos, un nivel superior de cooperación. La Fundación Polaris les ha transportado junto con el tractor, la cuarentena de bicicletas, también del ayuntamiento de Cartagena, y varios centenares de libros del Lycee Francés de Murcia, el material informático que ellos se encargan de instalar. Pensaban llevarlos a Nara, una ciudad cercana con la frontera mauritana. Por problemas de seguridad en la zona pasarán toda la semana en Bamako montando los equipos antes de que la ONG con la que trabajan, Formación Sin Fronteras, los traslade a su destino. Maravillas de la modernidad, buen momento para recordar el antediluviano Marché Medina de la mañana, la gestión y mantenimiento de los equipos podrán hacerla desde la sombra de la Giralda.


Anochece. Como siempre la puesta de sol africana es deslumbrante en su penumbra acelerada. Incluso en la encrucijada de caminos, donde en un desvencijado tenderete, pero tiene una nevera y funciona, tomamos un refresco para concluir la jornada. Con el atardecer, parece que el tránsito de la carretera y el ir y venir de vendedores entra en una fase de menguado apaciguamiento. Se alargan las sombras de la noche. Regresamos a Bamako. El avión nos espera a las seis de la mañana, así que mejor descansar cuanto antes. Para los novatos, la colocación de la mosquitera es un rito sagrado que se realiza con extremado cuidado. En Ciencias Naturales nos metieron el miedo en el cuerpo con la mosca tsé-tsé. Aunque en la duermevela, fuera todavía se agita la ciudad del río de los cocodrilos, una vez y otra retumba el fragor perenne de los martillos golpeando la chapa en Marché Medina (Con imágenes cortesía de RS, EG, ID)

lunes, 17 de septiembre de 2012

El Gran Bosque de Tokio

Mediados de septiembre. En la televisión nacional anuncian que la cola del tifón Mayumi, nombre de mujer, agitará sin piedad la bahía hasta mañana al amanecer. Las precisiones geográficas más que entenderlas las he adivinado. En efecto, el ojo con perfil de remolino que representa el huracán y su vorágine está bien plantado, anuncia el meteorólogo, entre la península de Chiba y el puerto de Yokohama. En algún indefinido píxel, por encima de la cercana Kawasaki, estoy yo, queriendo adivinar si la palmera del jardín se quebrará antes de los próximos treinta minutos, tanto se bambolea, frente a la tumultuosa ferocidad de Mayumi. Curiosa denominación femenina para un fenómeno climático claramente agresivo e incontrolable. (¿Masculino?). Los postes telefónicos, atiborrados de cables, tampoco parecen quedar a salvo del intenso vendaval.  El fundido en negro de la áspera tormenta, arrecia el aguacero contra el cristal de mi ventana, impide ver, hacia el norte, la Torre de Tokio posiblemente iluminada en esta jornada festiva. La ciudad, un monstruo inconmensurable de 80 kilómetros de ancho, parece haber sido tragada por la oscuridad, las ráfagas de viento y el temporal. Apenas si acierto a entrever el callejón que discurre al pie de mi casa. Todos los semáforos de la calle principal parpadean en ámbar.

Llegué aquí por la fuerza del destino, improbable fruto de la casualidad, encrucijada de la Providencia la llaman otros. Los primeros días, perfectamente tangible, este sentimiento de temor ante lo absolutamente ignoto, tentativas de ciego geográfico, queriendo, impacientemente, averiguar cuál es la calle que me lleva más deprisa a la estación. Apuntes mentales para recordar a que hora cierra el Haagen Dasz de la esquina. A los tres días ya reconozco las caras, turno de tarde, de los guardianes del orden en la diminuta estación de policía, a escasos metros de la estación de tren. En mi casa, a 14.000 kilómetros de aquí, solían usar la expresión “se ha hecho con la ciudad”. Unas semanas después de haber emigrado –doscientos kilómetros- a una industriosa urbe de la cornisa cantábrica. En eso estoy yo. En hacerme con la ciudad. Tras cuarenta días con sus noches. Como si divisara la Tierra Prometida desde la cima del Monte Nebo. Resplandeciente y fecunda desde el mismo instante que enfilaba la autopista elevada que me transportaba desde el aeropuerto.  Desde la cumbre de los veinticuatro años y toda la vida por delante. Hasta el infinito y más allá.

No resulta fácil ozar bajo la superficie pulcramente aséptica de estos rostros orientales. Ladinamente indefinidos. Tan comedidos, tan propensos a guardar las distancias. Ni siquiera, cuarenta “buenos días” después, la taquillera ha esbozado una media sonrisa. Mucho menos ha osado preguntar de dónde vengo, ni a dónde voy. Da por hecho que el billete simple de cercanías, tan amablemente expedido, pasaporte para elegir un destino al azar en veinte kilómetros a la redonda -me puedo cruzar, en teoría, con doce millones de habitantes, tirando por lo bajo- será durante los años venideros nuestro único medio de comunicación. Lo importante es el mensaje, no el mensajero.

 En el principio, todas las calles me han resultado abusivamente iguales. Dondequiera que he ido, la misma gente apresurada, revoltijo de tiendas familiares, supervivientes, claro sabor de la posguerra, en torno a la estación y pacíficos vecindarios interiores. Me pierdo, infaliblemente, en cada ida y en cada venida. Todos los rincones me parecen falsamente simétricos en la confusión de signos lingüísticos inconexos, en la falta de referencias a los negocios habituales. Me falta la panadería de mi plaza mayor infantil, la droguería de la calle mayor que nunca habité. La capital de provincias donde me llevaban para consultar al especialista del corazón. La metrópoli, tan inmensa a mis ojos infantiles pero que apenas ocuparía, aquí, en Omori, las decenas de manzanas que llegan hasta el templo budista de la colina, visible detrás del caos organizado de vías y raíles hasta Kamata, el siguiente apeadero de cercanías.

Poco a poco, Omori, el barrio del Gran Bosque, como se traducen literalmente los ideogramas que lo denominan, ha ido tomando notas distintivas, acogiendo especificidades que le han hecho inconfundible en mi lógica gramatical. De hecho, cuando me preguntan, no vivo en Tokio, habito Omori. Se ha convertido en mi barrio. Incluso en tan escaso espacio de tiempo. Ahora tiene una cierta identidad propia. Algo invisible a los ojos pero que le diferencia, con toda nitidez, de los otros centenares de barrios que conforman lo que, sin duda, es la mayor aglomeración humana del planeta.

Es una especie de obscuro objeto del amor, querer sin rostros, sentimiento sin nombres propios porque, ciertamente, no se puede amar la fila interminable de bicicletas delante del supermercado, aunque sea técnicamente estética, ni el cubículo intemporal del castañero de la esquina, ni siquiera las ruidosas noches de los viernes ahogadas en cerveza Kirin. Pero una pizca de inculturización básica empezó a tocar fondo cuando los pronombres personales llegaron a ser lenguaje común. Mi calle, mi tienda de sushi, mi taquillera. Mi Mayumi. Con el tiempo, no sé cuánto, podré decir con los viejos de mi aldea mesetaria que me he hecho con la ciudad. Aunque, obvia decirlo, querré decir con mi barrio del Gran Bosque.

En realidad son tres barrios bien distintos. Está el barrio turístico, el más alejado, ya en la periferia geométrica, no la administrativa, sino la puramente práctica, lindando con los confines de la bahía de Tokio, el antiguo aeropuerto de Haneda y la desembocadura del río, de cuyo nombre nunca me acuerdo. Hasta allá, se hace propósito de ida sólo las mañanas de domingo. Para perderse en la masa que saca fotos a destajo de cada instante fugaz y vislumbrar los escasos restos de naturaleza, agazapados entre la autopista y los tendidos telefónicos. Siempre por los aires. Dicen que más fáciles de reparar en caso de terremoto. Sea.

Situado sobre una colina, está Honmonji, el templo budista de los noventa escalones y la pagoda de siete plantas más antigua de la región. Calma absoluta. Un grupo de escolares corretea por el jardín anexo, de fondo los mantras monocordes de los monjes a la búsqueda del supuesto auxilio divino. Y en primavera, su intratable belleza de cerezos en flor almenando el cementerio que lo circunda. Me siento y espero, por una vez con tranquilidad, que el futuro llegue. En un arbusto sin hojas, los peregrinos han entrelazado pedazos de “origami” con sus mejores deseos. Exámenes, trabajos, amores, salud. Hay en las cercanías un estanque para pescar carpas, pero “por favor, una vez pescado el pez, devuélvase al agua”, reza -muy a propósito el verbo para tal lugar- el letrero. Al cabo de un año son pocos los peces que han dejado de picar en una caña u otra. Hay que hacer cola para ocupar un puesto de pescador. Aunque sea de pega. Debe ser una tragedia para un pez morirse de puro viejo con las agallas repletas de cicatrices. La ecología geriátrica en perfecta combinación con la cultura del ocio.

Algunos, más devotos, penetran en el recinto interior del santuario, se inciensan –llevando sus manos, recién palpado el humo perfumado que sale del pebetero situado en el acceso- su partes doloridas y oran brevemente, confundidas sus oraciones con las de los monjes que repiten incansablemente, letanía ininteligible, sus rítmicas plegarias. Parece increíble, pero todavía se puede encontrar por algún dónde vecino ciertos restos de aquel “érase una vez”. Cuando Omori era un tradicional barrio de pescadores que alimentaba al Tokio imperial, antes del desastre monumentalmente aniquilador de la II Guerra Mundial. En algunos canales semiescondidos que desembocan en la bahía se topa uno con la imagen familiar de los pescadores, de los de verdad, no los aficionados domingueros, sobre todo a primeras horas de la mañana, desenmarañando chicharros y anzuelos. Todo esto a sólo tres kilómetros del centro metropolitano. Ginza, con su aura comercial, y el Palacio Imperial a tiro de piedra. Pintorescos botes en azul, rojo y verde atracan de espaldas al tráfico, a la crisis energética y a la contaminación que ensombrece otras partes del monstruo.

Más cerca, está el barrio comercial, la expresión vital del alma japonesa, del alma material, se entiende, si la aseveración es metafísicamente posible. Es la calle que discurre paralelamente a la estación de tren. Posee la popular algarabía y colorido oriental matizada con la pulcritud japonesa. Dominan, pese a todo, los tonos grises y discretos, las mercancías exhibidas en perfecto orden de revisión. Aunque algunos comerciantes no pueden evitar el fácil reclamo del neón destellante y las baladas melancólicamente amorosas del cancionero tradicional nipón.  Hay espaciosos comercios, grandes almacenes que ocupan la parte más cercana a la entrada. De hecho, para acceder a la estación hay que atravesarlos. Sin embargo, las diminutas zapaterías, las boutiques de material de escritorio y caligrafía china, las farmacias de medicina tradicional se las apañan para sobrevivir entre restaurantes y boleras.

Exactamente lo mismo que hacen los peatones. El problema no es invadir la calzada inconscientemente, al contrario, aquí las bicicletas acostumbran a circular por las aceras, así que ojo al peatón que viene de frente y oído al timbre del velocípedo que se acerca, peligrosamente, por detrás. Los días de fiesta, para acceder a las tiendas, hay que empujar. En las librerías, a los niños acurrucados al pié de los estantes mientras devoran aventuras cómicas y cósmicas. En los grandes almacenes, a las señoras con el niño cabalgando a sus espaldas, jamás en brazos, a horcajadas en una especie de talego, adaptado para que las madres puedan, las manos libres, manejar la bolsa de la compra cómodamente. Y pagar, claro.

Los días laborables, el acto de deglución humana, se realiza mayormente no en las tiendas, sino en la estación. La riada mecánica de pasajeros, interminable, entra y sale en las horas punta, cabizbajos los hombres con sus maletines negros, pensativas las mujeres con sus bolsos colgados, casi sin excepción, del antebrazo. Los andenes aún conservan cierto are fin de siglo, de hace dos, con sus columnas de hierro forjado y sus pasadizos de madera. Pero la puntualidad es tan absoluta y la eficiencia tan irremediable que el único hálito permitido a la nostalgia y a la poética son los anuncios de reposición de “Historia de Tokio”, la clásica película de Yazujiro Ozu, colgados de las paredes y el color, inmaculado azul, de los vagones de la línea Keihin Tohoku que llega hasta Kamakura.

Finalmente, está el barrio que veo todos los días. El que diviso desde la ventana, plomizo y adormilado los días de lluvia, brillante, pacífico y salpicado de árboles y casas bajas los días claros y con viento. Es el barrio de los tejados rojos y pizarra prefabricada, de la iglesia protestante en la diagonal de mi ventana, con su ladrillo colorado y su cruz de acero inoxidable. Mis calles. Desde donde puedo ver la torre de Tokio parpadeando al anochecer y Shinjuku, el corazón del monstruo, agitándose febrilmente en la distancia. Y si cierro los ojos, percibo el sempiterno olor a morisqueta –acaso insípido pero ciertamente no inodoro- procedente de la residencia de estudiantes situada al otro lado de la calle. Más cerca, justo a mi izquierda. sólo una pared nos separa, la adolescente de la casa vecina, Hiroko, Michiko, Masako, o comoquiera que se llame, teclea incansablemente a un fatigado Shubert. Asociado, indefectiblemente, al insólito perfume arrastrado por la brisa del Pacífico, para mí que soy de tierra adentro, todas la tardes de invierno.

Salvo hoy. Treinta y dos años después. El tifón de la memoria, con nombre de mujer, ha hecho desaparecer la ciudad. Y con la tormenta de la memoria se ha desvanecido, en la distancia y el olvido, mi barrio del Gran Bosque.