viernes, 17 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XXXI: Nemrut Dagi


Aunque declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1987, no es de los espacios monumentales más conocidos, ni siquiera en Turquía. Entre otras razones porque para llegar al sitio, en un lugar relativamente remoto de Anatolia, en la frontera con la región ocupada por los kurdos y no muy lejos de la frontera siria hay que poner bastante intención y un notable esfuerzo para llegar. Ahora quizá menos, pero en aquellos años, precisamente en el 1987, los pocos turistas que lo visitaban, en su mayoría alemana, hacían los doce últimos kilómetros a lomo de asno, desde la aldea más cercana. A la cual había que acceder, en un paraje desolador, de montañas peladas, a finales de agosto el sol abrasaba, por una pista convertida en un pedregal.

Tres estudiantes de arqueología, haciendo por entonces sus tesis de fin de carrera y quien esto narra, ocupado en otros menesteres académicos, aunque la arqueología no me era ajena, nos hicimos la última docena de kilómetros a pie. Adelantados, de vez en cuando por los arrieros que azuzaban los burros de los teutones con el objetivo cronometrado de llegar a contemplar el ocaso, sentados en lo alto de la montaña Nemrut. A 2.150 metros de altitud. Nuestro interés, que era sobre todo arqueológico, también sabía de aquel prurito fotográfico de disparar la Nikon FE con el sol asentándose en horizonte por encima de alguna de las gigantescas cabezas, separadas de sus cuerpos de piedra, que poblaban la cumbre.

Mis colegas, mucho más versados en asuntos arqueológicos se habían empeñado en llegar al sitio con luz del día, no tanto por contemplar la puesta del sol cuanto por tener tiempo suficiente para estudiar, aunque fuera someramente, la disposición de las figuras descabezadas, las estelas sin esculpir y las basas de mármol donde tras algo más de 20 siglos reposaban las grandiosas figuras de dioses y hombres.  Con indumentaria persa y peinados griegos. Y a la inversa.

A mí, más que la arqueología, lo que me interesaba era la historia de las religiones y, más específicamente de aquel mestizaje de cultos y divinidades que coexistían en la frontera de la época (primer siglo antes de Cristo), entre el imperio persa y romano, con huellas ambos de otros cultos, de otras etnias que, a lo largo de los siglos, habían atravesado aquella encrucijada geográfica. Sin ir más lejos, los griegos y armenios, pueblo de donde procedía el impulsor de aquel desmán monumental en medio de la nada: Antíoco I Theos de Comagene.

No muy lejos de allí se encontraba Listra, un poco más al este, en la llanura, donde unos cien años más tarde a Pablo y Bernabé, los dos intrépidos apóstoles de la primera época cristiana les habían confundido, nada más y nada menos, que con Zeus y Hermes. Asunto este, de la confusión y el equívoco, sobre el cual estaba yo sudando para elaborar mi tesis doctoral.

Antíoco I se había hecho construir su túmulo funerario, una vez que había desmochado la cima de la montaña. En lugar de recubrirlo con grandes piedras talladas decidió que para que no le esquilmaran después de muerto, el túmulo, en realidad la cumbre de la montaña, esta vez reconstruida, se edificaría a base de trocitos de piedra, más o menos del tamaño de adoquines. Así, si un ladrón de tumbas venía a rebuscar el oro, la plata y los tesoros que pasaran a la otra vida con su cadáver iban a encontrarse con la sorpresa de que al hacer el agujero, la misma gravedad de las piedras sueltas amontonadas sin argamasa ni sujeción se derrumbarían sobre el propio hoyo excavado. A fecha de hoy, nadie ha sido capaz de encontrar su tumba.

Pero las ambiciones de Antíoco no se paraban en evitar que los ladrones de tumbas se enriquecieran a su costa después de muerto, lo que le interesaba era, puesto que tenía previsto que le enterraran a más de 2.000 metros de altura, acercarse, si cabe, todavía más a las divinidades. Y en la época, no andaban escasos de ellas. Así que, ni corto ni perezoso, después de todo era rey, aunque su reino estuviera muy limitado por los romanos de un lado y los persas del otro, ordenó que le hicieran una estatua, sentado, en un lateral de la montaña, de unos 8 metros de altura.

Hasta ahí, nada excepcional. Salvo que a continuación mandó tallar, también en piedra, decenas de estatuas representando una sorprendente amalgama de dioses de la época, donde se combinaban los del imperio romano, los griegos, los armenios, los persas. Si había que compararse con los dioses, ¿por qué compararse con uno? De puestos mejor sentarse a la misma altura, figurada y mitológica, de todos los dioses de la vecindad. Así que a la vera de Antíoco aparecen, entro otros Zeus-Oramasdes y Apolo-Mitra y Tique. Una religión híbrida, cuyo culto, debía ser un verdadero rompecabezas de lenguas, ritos e invocaciones.

Aparentemente la egolatría del rey no tenía límites y, aparte de poner nombres a cada uno de las estatuas, para que nadie se llamara a equívocos, se hizo esculpir un friso con un león, como signo del zodiaco, donde aparecen tres estrellas donde se muestra la conjunción de Júpiter, Mercurio y Marte, algo que los astrónomos han fijado en una fecha precisa, el 7 de julio del año 62 a de C. Fecha en la que Antíoco inició la construcción de aquella locura. Por si quedaba todavía alguna duda, añadió una cuarta estrella en representación suya. Lo que de alguna manera lo igualaba a los objetos que giraban en el firmamento de Anatolia.

Aunque lo que, de manera mucho más sutil, tantos han sido imitadores, antes y después, al sentarse al lado de los dioses, pretendía era afirmar su poder político de la mano de su asociación con las divinidades que veneraban sus súbditos. Sólo que para asegurarse que nadie se escapaba a su control metió en el mismo saco todos los dioses que habitaban aquellas tierras de frontera. Durante uno años, aquella triquiñuela le debió resultar de utilidad pues mantuvo el imperio heredado de su padre.

Así que, para mí, la conclusión era evidente, si andaba el jefe supremo con estas ínfulas, no era de extrañar que unos lustros más tarde, sus súbditos (en realidad para entonces los súbditos ya habían cambiado, pobrecitos, de manos, unas cuantas veces) confundieran a dos predicadores de una nueva secta judía con un par de poderosos dioses helenos.

Con el paso del tiempo, el área geográfica, como cruce de caminos entre Asia y Europa sufrió numerosas invasiones. Por algo los turcos tienen la mayor mezcla genética de esta parte del Bósforo. Más o menos lo que está pasando ahora en las regiones vecinas. Entre otras una oleada de iconoclastas para quien todo aquello era pura herejía, por muy remotas que estuvieran de fieles y devotos, por muy olvidadas que estuvieran las intenciones políticas y religiosas de Antíoco I Theos de Comagene.

Así que en una época desconocida se pasaron una temporada descabezando dioses y asimilados, esto es, también la de Antíoco. De ahí que ahora se les encuentre en extrañas posiciones por lo que en su tiempo debió ser un extraordinario conjunto monumental. Especialmente por la historia que encierra y el lugar en donde se encuentra.

Tras unos cuantos viajes a sitios muy renombrados, a otros que lo son menos, tras haber fotografiado miles de magníficos paisajes, visitado espacios maravillosos y monumentos de quedar boquiabierto, Nemrut sigue siendo en mi memoria, uno de los lugares más extraordinarios de los que yo he visitado. El espacio abierto, el paisaje yermo, esas cabezas de piedra, como abandonadas en medio de la nada, entre los hombres y los dioses, siguen siendo uno de mis emplazamientos favoritos. La locura humana tocando la supuesta misericordia divina. En el vacío de un sueño absolutamente irrealizable: que un hombre se convirtiera en Dios.

Por cierto, cuando llegamos arriba, como 20 minutos faltaban para que el sol se escondiera, con todos los alemanes Leica en ristre, unos nubarrones aparecieron por el horizonte y nos quedamos cariacontecidos y compuestos. Sin la foto. Pero la ascensión había merecido la pena.

1 comentario:

  1. Lo importante siempre es el viaje, aunque el final nos decepcione, Ignacio. No es el caso de este relato, magnífico de principio a fin.
    Un abrazo.
    Valentín

    ResponderEliminar