Aunque declarado Patrimonio de la Humanidad por la
UNESCO en 1987, no es de los espacios monumentales más conocidos, ni siquiera
en Turquía. Entre otras razones porque para llegar al sitio, en un lugar relativamente
remoto de Anatolia, en la frontera con la región ocupada por los kurdos y no
muy lejos de la frontera siria hay que poner bastante intención y un notable
esfuerzo para llegar. Ahora quizá menos, pero en aquellos años, precisamente en
el 1987, los pocos turistas que lo visitaban, en su mayoría alemana, hacían los
doce últimos kilómetros a lomo de asno, desde la aldea más cercana. A la cual
había que acceder, en un paraje desolador, de montañas peladas, a finales de
agosto el sol abrasaba, por una pista convertida en un pedregal.
Tres estudiantes de arqueología, haciendo por
entonces sus tesis de fin de carrera y quien esto narra, ocupado en otros
menesteres académicos, aunque la arqueología no me era ajena, nos hicimos la
última docena de kilómetros a pie. Adelantados, de vez en cuando por los
arrieros que azuzaban los burros de los teutones con el objetivo cronometrado
de llegar a contemplar el ocaso, sentados en lo alto de la montaña Nemrut. A
2.150 metros de altitud. Nuestro interés, que era sobre todo arqueológico,
también sabía de aquel prurito fotográfico de disparar la Nikon FE con el sol
asentándose en horizonte por encima de alguna de las gigantescas cabezas,
separadas de sus cuerpos de piedra, que poblaban la cumbre.
Mis colegas, mucho más versados en asuntos
arqueológicos se habían empeñado en llegar al sitio con luz del día, no tanto
por contemplar la puesta del sol cuanto por tener tiempo suficiente para
estudiar, aunque fuera someramente, la disposición de las figuras descabezadas,
las estelas sin esculpir y las basas de mármol donde tras algo más de 20 siglos
reposaban las grandiosas figuras de dioses y hombres. Con indumentaria persa y peinados griegos. Y
a la inversa.
A mí, más que la arqueología, lo que me interesaba
era la historia de las religiones y, más específicamente de aquel mestizaje de
cultos y divinidades que coexistían en la frontera de la época (primer siglo antes
de Cristo), entre el imperio persa y romano, con huellas ambos de otros cultos,
de otras etnias que, a lo largo de los siglos, habían atravesado aquella encrucijada
geográfica. Sin ir más lejos, los griegos y armenios, pueblo de donde procedía
el impulsor de aquel desmán monumental en medio de la nada: Antíoco I Theos de
Comagene.
No muy lejos de allí se encontraba Listra, un poco
más al este, en la llanura, donde unos cien años más tarde a Pablo y Bernabé,
los dos intrépidos apóstoles de la primera época cristiana les habían confundido,
nada más y nada menos, que con Zeus y Hermes. Asunto este, de la confusión y el
equívoco, sobre el cual estaba yo sudando para elaborar mi tesis doctoral.
Antíoco I se había hecho construir su túmulo funerario,
una vez que había desmochado la cima de la montaña. En lugar de recubrirlo con
grandes piedras talladas decidió que para que no le esquilmaran después de
muerto, el túmulo, en realidad la cumbre de la montaña, esta vez reconstruida,
se edificaría a base de trocitos de piedra, más o menos del tamaño de adoquines.
Así, si un ladrón de tumbas venía a rebuscar el oro, la plata y los tesoros que
pasaran a la otra vida con su cadáver iban a encontrarse con la sorpresa de que
al hacer el agujero, la misma gravedad de las piedras sueltas amontonadas sin
argamasa ni sujeción se derrumbarían sobre el propio hoyo excavado. A fecha de
hoy, nadie ha sido capaz de encontrar su tumba.
Pero las ambiciones de Antíoco no se paraban en
evitar que los ladrones de tumbas se enriquecieran a su costa después de
muerto, lo que le interesaba era, puesto que tenía previsto que le enterraran a
más de 2.000 metros de altura, acercarse, si cabe, todavía más a las
divinidades. Y en la época, no andaban escasos de ellas. Así que, ni corto ni
perezoso, después de todo era rey, aunque su reino estuviera muy limitado por
los romanos de un lado y los persas del otro, ordenó que le hicieran una
estatua, sentado, en un lateral de la montaña, de unos 8 metros de altura.
Hasta ahí, nada excepcional. Salvo que a
continuación mandó tallar, también en piedra, decenas de estatuas representando
una sorprendente amalgama de dioses de la época, donde se combinaban los del
imperio romano, los griegos, los armenios, los persas. Si había que compararse
con los dioses, ¿por qué compararse con uno? De puestos mejor sentarse a la
misma altura, figurada y mitológica, de todos los dioses de la vecindad. Así
que a la vera de Antíoco aparecen, entro otros Zeus-Oramasdes y Apolo-Mitra y Tique.
Una religión híbrida, cuyo culto, debía ser un verdadero rompecabezas de
lenguas, ritos e invocaciones.
Aparentemente la egolatría del rey no tenía límites
y, aparte de poner nombres a cada uno de las estatuas, para que nadie se
llamara a equívocos, se hizo esculpir un friso con un león, como signo del
zodiaco, donde aparecen tres estrellas donde se muestra la conjunción de Júpiter,
Mercurio y Marte, algo que los astrónomos han fijado en una fecha precisa, el 7
de julio del año 62 a de C. Fecha en la que Antíoco inició la construcción de
aquella locura. Por si quedaba todavía alguna duda, añadió una cuarta estrella en
representación suya. Lo que de alguna manera lo igualaba a los objetos que giraban
en el firmamento de Anatolia.
Aunque lo que, de manera mucho más sutil, tantos han
sido imitadores, antes y después, al sentarse al lado de los dioses, pretendía
era afirmar su poder político de la mano de su asociación con las divinidades
que veneraban sus súbditos. Sólo que para asegurarse que nadie se escapaba a su
control metió en el mismo saco todos los dioses que habitaban aquellas tierras
de frontera. Durante uno años, aquella triquiñuela le debió resultar de
utilidad pues mantuvo el imperio heredado de su padre.
Así que, para mí, la conclusión era evidente, si
andaba el jefe supremo con estas ínfulas, no era de extrañar que unos lustros
más tarde, sus súbditos (en realidad para entonces los súbditos ya habían
cambiado, pobrecitos, de manos, unas cuantas veces) confundieran a dos predicadores
de una nueva secta judía con un par de poderosos dioses helenos.
Con el paso del tiempo, el área geográfica, como
cruce de caminos entre Asia y Europa sufrió numerosas invasiones. Por algo los
turcos tienen la mayor mezcla genética de esta parte del Bósforo. Más o menos
lo que está pasando ahora en las regiones vecinas. Entre otras una oleada de
iconoclastas para quien todo aquello era pura herejía, por muy remotas que
estuvieran de fieles y devotos, por muy olvidadas que estuvieran las
intenciones políticas y religiosas de Antíoco I Theos de Comagene.
Así que en una época desconocida se pasaron una temporada
descabezando dioses y asimilados, esto es, también la de Antíoco. De ahí que
ahora se les encuentre en extrañas posiciones por lo que en su tiempo debió ser
un extraordinario conjunto monumental. Especialmente por la historia que
encierra y el lugar en donde se encuentra.
Tras unos cuantos viajes a sitios muy renombrados, a
otros que lo son menos, tras haber fotografiado miles de magníficos paisajes,
visitado espacios maravillosos y monumentos de quedar boquiabierto, Nemrut
sigue siendo en mi memoria, uno de los lugares más extraordinarios de los que
yo he visitado. El espacio abierto, el paisaje yermo, esas cabezas de piedra,
como abandonadas en medio de la nada, entre los hombres y los dioses, siguen
siendo uno de mis emplazamientos favoritos. La locura humana tocando la supuesta
misericordia divina. En el vacío de un sueño absolutamente irrealizable: que un
hombre se convirtiera en Dios.
Por cierto, cuando llegamos arriba, como 20 minutos faltaban
para que el sol se escondiera, con todos los alemanes Leica en ristre, unos
nubarrones aparecieron por el horizonte y nos quedamos cariacontecidos y
compuestos. Sin la foto. Pero la ascensión había merecido la pena.
Lo importante siempre es el viaje, aunque el final nos decepcione, Ignacio. No es el caso de este relato, magnífico de principio a fin.
ResponderEliminarUn abrazo.
Valentín