lunes, 23 de marzo de 2015

LA MAJADA

Aquella mañana de mediados de agosto, en lugar de salir con la fresca, como era costumbre para evitar la canícula del estío, estaba abriendo ahora, casi mediodía, las puertas de la tinada, apenas acabada la misa del día de San Roque. A este santo, cuya estatua en escayola coloreada ocupaba la capilla de la derecha, la más cercana al altar mayor de la iglesia parroquial, le tenía una devoción especial. Seguramente porque en la hornacina aparecía con un perro a sus pies, como si fuera a lametear la pierna izquierda del santo, enllagada. Un perro que, por alguna extraña razón, parecía idéntico al Moro, uno de los dos que le ayudaban a él a guiar el rebaño. Tarea que había aprendido de su padre, también pastor, a quien a su vez le había enseñado el oficio su abuelo.

Ahora, con catorce años, ya le habían encomendado una manada propia. La de la señora Brígida, una viuda entrada en años y achacosa, que había heredado de su difunto marido un puñado de tierras y el centenar de ovejas, tres cabras de leche y un par de carneros. No sin ciertas dificultades, Eleuterio se afanaba para que atravesaran la cañada, evitando con silbidos, pedradas y la ayuda de los dos canes, que el ganado mordisqueara las ramas de los patatales de la pequeña vega, que a la salida de la aldea, bordeaba el camino en dirección a los terrenos comunales del monte.

Una vez pasada la vega, el camino ascendía por encima de una pequeña colina y, rápidamente, descendía por el otro lado para pasar al vallejo que en el pueblo denominaban Valdecerezos. Allí comenzaba el páramo con sus rastrojos de centeno. A mediados de agosto, la miés ya había sido acarreada a las eras que circundaban la aldea, por lo que Eleuterio permitió que las ovejas, sin demasiado disgregarse, fueran pastando a su aire. Llamó al Moro a su lado. Mientras que su otro perro, el Dogo, un mastín enorme -más grande que algunos de los corderos, dotado de un collarín de hierro con púas, necesario para defenderse de los lobos hambrientos en el invierno- caminaba con la cabeza gacha una veintena de metros por delante de las cabras que, como siempre, encabezaban la marcha del hato. Fue entonces cuando oyó el runruneo lejano de un motor. Paulatinamente el ruido se fue acercando. Desde el altozano que descendía hacia Valdecerezos pudo distinguir con toda claridad, como el aeroplano, de ala doble, procedente del sur, seguía el curso del Río Grande para alejarse, a la vez que se apagaba el ruido, hacia el norte, camino de las estribaciones de la cordillera.

No era la primera vez que veía un avión de guerra, aunque quizá nunca lo había visto volar tan bajo. Unos 20 kilómetros al noroeste del pueblo, los militares italianos habían construido en medio del páramo una pista de aterrizaje, disimulada entre los pinos, desde donde bombardeaban, día tras día, las posiciones republicanas en la zona minera de la montaña. En el pueblo, el paso de los aviones se había convertido en algo relativamente ordinario en las últimas dos semanas. Ya apenas despertaba la curiosidad de los vecinos.

Aunque el frente se encontraba tan sólo a unos sesenta kilómetros, la incidencia de la guerra, comenzada hacía poco menos de un mes, apenas se hacía notar. Algunos exaltados, el 25, tras la misa mayor de Santiago Apóstol, habían reunido en la plaza a toda la población, apenas un centenar contando los niños, para exhortarla a apoyar la Cruzada. Como media docena de veces, al atardecer, habían aparecido camionetas de falangistas para reclutar por las buenas o las malas a los mozos. Pero éstos ya estaban cumpliendo el servicio militar al estallar la contienda así que no pudieron llevarse a nadie más. Los que estaban cerca o sobrepasaban por poco la edad del reclutamiento, sabedores de que podían terminar empuñando un fusil, al caer el sol, una vez aparvada la trilla, se escondían en los corrales de ganado diseminados entre los robledales del monte. Así que durante la jornada, como si la guerra no fuera con ellos, los vecinos se apresuraban a acelerar la trilla, hacer la bielda lo antes posible y almacenar el grano en las paneras, ante el temor de que se lo requisaran de madrugada.

Eleuterio calculó que con el fuerte calor reinante, las ovejas no aguantarían más de un par de horas respigando en los rastrojos. Como tenían por costumbre, a eso de las dos, sin que ni él ni los perros las azuzaran, se irían sedientas y balanceando la cabeza, a ras de tierra, a buscar el frescor de la majada. La majada era un claro en el bosque, cerca de la carretera que conducía a la cabeza del partido judicial de la comarca. Incluso en los veranos más resecos, de la fuente siempre manaba un hilillo de agua, la hondonada conservaba una fuerte y agradable humedad. Especialmente en las partes más bajas, donde los matojos de menta salvaje desprendían un espeso olor a hierbabuena y remedios medicinales. Por ello, en lugar de enjutos robles, la hierba que crecía con fuerza, hasta la altura de la cintura, a finales de primavera, apenas se agostaba durante el verano. Las ovejas, las cabras eran más inquietas y se dedicaban a mordisquear los brotes de los brezos en flor, se arriaron contra el bosquecillo de robles. Cuando bajara el sol, aprovecharían el pasto de la pequeña majada.

Apenas había abierto el zurrón para sacar la fiambrera cuando oyó el ruido de dos camionetas que desaceleraban, seguramente para tomar la curva cerrada, en la carretera que conducía al valle principal y de allí a la capital de la provincia. Le pareció raro que pasaran a esa hora, aunque con la batalla en el norte, el tráfico de vehículos raros y a deshora, sobre todo en la carretera principal, no tanto en esta secundaria, se había incrementado notablemente. Los sotos de roble, por el otro lado del claro de la majada, hacían de parapeto. Desde donde se hallaba sólo podía adivinar que no habían dado la vuelta a la curva. Para su sorpresa, advirtió que no sólo habían desacelerado, sino que se habían detenido por completo. Dejó de escuchar el ruido de los motores. Aunque los arbustos y las matas de roble que bordeaban la carretera le impedían divisar la ruta, dedujo que, quienquiera fuese, se habían parado para hacer sus necesidades.

Oyó voces, portazos, alguien, a gritos, daba órdenes. ¡Bajad a esos hijos de puta, verás que rápido dejan de protestar! Más vocerío. Estaba en la parte alta de la majada y la curva donde se habían parado, separada por el vallejo que formaba la majada, no distaba, en línea recta, más de medio kilómetro. El rebaño había terminado por recostarse contra los troncos de los robles, ajeno a todo el alboroto que venía del lado de la carretera. De manera absurda, pese al calor que hacía, algunas se acurrucaban pegadas, casi encima, de las otras. Un pensamiento irrelevante le vino a la cabeza: “Menos mal que las hemos esquilado la semana pasada”.  Por un instante, se le ocurrió acercarse a ver qué pasaba. De inmediato recordó la advertencia de su madre, cuando el alcalde les había exhortado a defender la patria de las hordas republicanas: “Hijo, donde mejor estás en el monte, allí nadie te va a encontrar”. Metió la fiambrera en el zurrón y reculó unos metros más. El follaje espeso del robledal le rendía invisible, incluso aunque miraran con atención, desde el otro extremo de la majada.

De repente, notó que del sendero que provenía de la carretera hacia el claro salían tres soldados, armados, aunque no llevaban idéntico uniforme. El que daba órdenes, con una camisa azul, les seguía. Delante iban dos civiles con pantalones oscuros, no portaban camisa, sólo camisetas de media manga, color gris. Iban maniatados a la espalda. Hasta podía distinguir las manchas de sudor. Caminaban con la cabeza gacha, mirando al suelo. Uno trastabilló con alguna rama seca y estuvo a punto de caerse. Uno de los soldados le dio un empellón con la culata de un rifle. Ahora se oía con más claridad al que parecía ser el jefe: “Al suelo, cabrones, os voy a enseñar lo que se consigue por predicar la revolución a los hijoputas de los mineros marxistas”.

Como si esa fuera la orden, los soldados dispararon, a menos de tres metros, a los dos civiles. Éstos se desplomaron sobre los pastos de la majada. Al lado de un majuelo. El que mandaba se acercó al que había caído primero y le pegó un tiro en la cabeza con la pistola que llevaba en la mano. Eleuterio se agachó, amansó, uno con cada mano, a los dos perros. Con el tiroteo ambos habían buscado refugio entre sus piernas. Las ovejas apenas se sobresaltaron, se removieron ligeramente contra las cortezas ásperas de los robles, no demasiado. A Eleuterio se le ocurrió que estaban bostezando. Una vez terminados los disparos, volvieron a amodorrarse.

Eleuterio oyó que el que hacía las veces de jefe daba más órdenes. Los tres militares volvieron a la carretera, esta vez volvieron con seis personas más. Como si fuera un ritual, todo se repitió de la misma manera. Hasta el tipo que mandaba el grupo repitió la misma frase, se repitió el balaceo y el tiro en la nuca, aunque sólo a uno de ellos. Eleuterio pensó que los dos tiros de gracia habían correspondido a los dos líderes de los sendos grupos, fusilados de manera separada por razones que ni podía imaginar. Las ovejas seguían impertérritas. Como si nada hubiera ocurrido.

Lo último que oyó fue al jefe decir: “Venga, larguémonos, dejad en el pueblo los papeles de estos rojos de mierda, que les den polculo”. Las camionetas arrancaron en dirección al pueblo. Todo ello no había durado más de veinte minutos, media hora a lo sumo. Desde donde seguía oculto, Eleuterio podía distinguir perfectamente los cuerpos sin vida de las cuatro personas. Los dos asesinados en primer lugar estaban bien separados, pero los del segundo grupo de cuatro, habían caído al suelo de tal manera, que formaba un pequeño montón, al lado del majuelo. Sin razón aparente, desde donde estaba observó cómo comenzaban a colorear los frutos ovalados del espino. Pensó: “en un par de semanas serán comestibles”.

Eleuterio pasó otra media hora acurrucado con sus dos perros y aunque de lejos no pudo distinguir con exactitud si alguno de los asesinados era alguien conocido, supuso que puesto que les habían traído en las camionetas no eran de los pueblos vecinos, páramo arriba. Posiblemente, del norte, donde las noticias que llegaban a la aldea eran que la batalla batía su pleno. Olvidó completamente el almuerzo. Con cautela, aunque no volvió a oír ningún ruido, empezó a mover el rebaño hacia la parte más espesa del bosque, en dirección al pueblo vecino. Daría un gran rodeo y volvería a salir al arroyo de Valdecerezos por la parte más alejada del suyo. Casi como si viniera de la dirección opuesta a la que se encontraba. Cuando volviera al aprisco, al atardecer, nadie le iba a preguntar si había visto algo. Nadie podría imaginar que a mediodía se encontraba en la majada.

Con el sol ya puesto, anocheciendo, entró en el pueblo hasta alcanzar la calle de los corrales. Las vecinas comentaban, en corrillos, que habían matado a unos comunistas en la majada. Que los cuatro viejos que quedaban en la aldea habían ido con palas para enterrarlos. Que habían dado órdenes para no darles cristiana sepultura en el camposanto de pueblo. Eleuterio encerró el rebaño. Durante varias noches revivió la escena. Una y otra vez, aquella pesadilla concluía con los frutos enrojecidos del majuelo agrandándose, flotando, como si se hincharan, como diminutos globos llenándose de aire. La pesadilla terminaba cuando los frutos, explotando en mil pedazos, caían suavemente, en tiras vegetales que se depositaban al modo de plumas, sobre la menta fresca de la vaguada.

Tres años más tarde, el uno de abril, volvió a ver al tipo al que había observado dando órdenes al pelotón de soldados. El mismo que había dado un tiro de gracia a dos de los ejecutados. Habían juntado a los vecinos de varios pueblos, aquí, en el suyo, y mientras los niños ondeaban banderas de papel pintadas con los colores rojigualdas de los rebeldes para celebrar la victoria, un gerifalte venido de la capital arengó a los habitantes a regocijarse en el destino que había hecho de la madre patria baluarte contra el comunismo sanguinario y al Caudillo estandarte de la victoria contra las hordas rojas. El capitoste, también con camisa azul, venía protegido por varios guardaespaldas. Uno de ellos era, inconfundible, aunque ahora no daba órdenes, sólo miraba con un cierto aire de desconfianza y recelo en derredor, el de la majada.  

Con el paso de los años Eleuterio fue empujando al fondo de sus memorias de caminatas y rebaños las imágenes atroces de aquel 16 de agosto. Nunca jamás, eso que estuvo pastoreando ovejas hasta bien avanzados los setenta, se atrevió a acercarse con el rebaño a la majada Mucho menos al majuelo, donde sabía que estaban enterrados, con las prisas de una tarde de agosto y sin ningún memorial, aquellos seis desgraciados.

Así que un día de otoño, cuando setenta y seis años más tarde profesores de la universidad y un grupo de voluntarios llegaron al pueblo preguntando si alguien sabía dónde estaban enterrados los fusilados de la guerra civil, supo que había llegado su hora. La de hablar. De todos modos, el resto de los que hubieran podido acordarse había emigrado o estaban muertos. En el pueblo apenas quedaban 23 personas y él, con diferencia, era el más anciano. Sin un segundo de duda, como si hubiera ido allí cada día desde aquella aciaga jornada de estío, guió a los visitantes hasta la majada. Se plantó a un metro de donde había visto como fusilaban a los seis desventurados y señaló con su índice arrugado el majuelo. Era octubre y ahora los frutos estaban bien maduros, teñidos de rojo carmesí. “¡Aquí están¡”, dijo, y rompió a llorar.

Abrieron las fosas. Allí estaban.

No hay comentarios:

Publicar un comentario