Aquella mañana de mediados de agosto, en
lugar de salir con la fresca, como era costumbre para evitar la canícula del
estío, estaba abriendo ahora, casi mediodía, las puertas de la tinada, apenas
acabada la misa del día de San Roque. A este santo, cuya estatua en escayola
coloreada ocupaba la capilla de la derecha, la más cercana al altar mayor de la
iglesia parroquial, le tenía una devoción especial. Seguramente porque en la
hornacina aparecía con un perro a sus pies, como si fuera a lametear la pierna
izquierda del santo, enllagada. Un perro que, por alguna extraña razón, parecía
idéntico al Moro, uno de los dos que le ayudaban a él a guiar el rebaño. Tarea
que había aprendido de su padre, también pastor, a quien a su vez le había
enseñado el oficio su abuelo.
Ahora, con catorce años, ya le habían
encomendado una manada propia. La de la señora Brígida, una viuda entrada en
años y achacosa, que había heredado de su difunto marido un puñado de tierras y
el centenar de ovejas, tres cabras de leche y un par de carneros. No sin
ciertas dificultades, Eleuterio se afanaba para que atravesaran la cañada,
evitando con silbidos, pedradas y la ayuda de los dos canes, que el ganado mordisqueara
las ramas de los patatales de la pequeña vega, que a la salida de la aldea, bordeaba
el camino en dirección a los terrenos comunales del monte.
Una vez pasada la vega, el camino
ascendía por encima de una pequeña colina y, rápidamente, descendía por el otro
lado para pasar al vallejo que en el pueblo denominaban Valdecerezos. Allí
comenzaba el páramo con sus rastrojos de centeno. A mediados de agosto, la miés
ya había sido acarreada a las eras que circundaban la aldea, por lo que
Eleuterio permitió que las ovejas, sin demasiado disgregarse, fueran pastando a
su aire. Llamó al Moro a su lado. Mientras que su otro perro, el Dogo, un
mastín enorme -más grande que algunos de los corderos, dotado de un collarín de
hierro con púas, necesario para defenderse de los lobos hambrientos en el
invierno- caminaba con la cabeza gacha una veintena de metros por delante de
las cabras que, como siempre, encabezaban la marcha del hato. Fue entonces
cuando oyó el runruneo lejano de un motor. Paulatinamente el ruido se fue
acercando. Desde el altozano que descendía hacia Valdecerezos pudo distinguir
con toda claridad, como el aeroplano, de ala doble, procedente del sur, seguía
el curso del Río Grande para alejarse, a la vez que se apagaba el ruido, hacia
el norte, camino de las estribaciones de la cordillera.
No era la primera vez que veía un avión
de guerra, aunque quizá nunca lo había visto volar tan bajo. Unos 20 kilómetros
al noroeste del pueblo, los militares italianos habían construido en medio del
páramo una pista de aterrizaje, disimulada entre los pinos, desde donde
bombardeaban, día tras día, las posiciones republicanas en la zona minera de la
montaña. En el pueblo, el paso de los aviones se había convertido en algo relativamente
ordinario en las últimas dos semanas. Ya apenas despertaba la curiosidad de los
vecinos.
Aunque el frente se encontraba tan sólo a
unos sesenta kilómetros, la incidencia de la guerra, comenzada hacía poco menos
de un mes, apenas se hacía notar. Algunos exaltados, el 25, tras la misa mayor
de Santiago Apóstol, habían reunido en la plaza a toda la población, apenas un
centenar contando los niños, para exhortarla a apoyar la Cruzada. Como media
docena de veces, al atardecer, habían aparecido camionetas de falangistas para
reclutar por las buenas o las malas a los mozos. Pero éstos ya estaban
cumpliendo el servicio militar al estallar la contienda así que no pudieron
llevarse a nadie más. Los que estaban cerca o sobrepasaban por poco la edad del
reclutamiento, sabedores de que podían terminar empuñando un fusil, al caer el
sol, una vez aparvada la trilla, se escondían en los corrales de ganado diseminados
entre los robledales del monte. Así que durante la jornada, como si la guerra
no fuera con ellos, los vecinos se apresuraban a acelerar la trilla, hacer la
bielda lo antes posible y almacenar el grano en las paneras, ante el temor de
que se lo requisaran de madrugada.
Eleuterio calculó que con el fuerte
calor reinante, las ovejas no aguantarían más de un par de horas respigando en
los rastrojos. Como tenían por costumbre, a eso de las dos, sin que ni él ni
los perros las azuzaran, se irían sedientas y balanceando la cabeza, a ras de
tierra, a buscar el frescor de la majada. La majada era un claro en el bosque,
cerca de la carretera que conducía a la cabeza del partido judicial de la
comarca. Incluso en los veranos más resecos, de la fuente siempre manaba un
hilillo de agua, la hondonada conservaba una fuerte y agradable humedad.
Especialmente en las partes más bajas, donde los matojos de menta salvaje
desprendían un espeso olor a hierbabuena y remedios medicinales. Por ello, en
lugar de enjutos robles, la hierba que crecía con fuerza, hasta la altura de la
cintura, a finales de primavera, apenas se agostaba durante el verano. Las
ovejas, las cabras eran más inquietas y se dedicaban a mordisquear los brotes
de los brezos en flor, se arriaron contra el bosquecillo de robles. Cuando
bajara el sol, aprovecharían el pasto de la pequeña majada.
Apenas había abierto el zurrón para
sacar la fiambrera cuando oyó el ruido de dos camionetas que desaceleraban,
seguramente para tomar la curva cerrada, en la carretera que conducía al valle
principal y de allí a la capital de la provincia. Le pareció raro que pasaran a
esa hora, aunque con la batalla en el norte, el tráfico de vehículos raros y a
deshora, sobre todo en la carretera principal, no tanto en esta secundaria, se
había incrementado notablemente. Los sotos de roble, por el otro lado del claro
de la majada, hacían de parapeto. Desde donde se hallaba sólo podía adivinar que
no habían dado la vuelta a la curva. Para su sorpresa, advirtió que no sólo
habían desacelerado, sino que se habían detenido por completo. Dejó de escuchar
el ruido de los motores. Aunque los arbustos y las matas de roble que bordeaban
la carretera le impedían divisar la ruta, dedujo que, quienquiera fuese, se
habían parado para hacer sus necesidades.
Oyó voces, portazos, alguien, a gritos,
daba órdenes. ¡Bajad a esos hijos de
puta, verás que rápido dejan de protestar! Más vocerío. Estaba en la parte
alta de la majada y la curva donde se habían parado, separada por el vallejo
que formaba la majada, no distaba, en línea recta, más de medio kilómetro. El
rebaño había terminado por recostarse contra los troncos de los robles, ajeno a
todo el alboroto que venía del lado de la carretera. De manera absurda, pese al
calor que hacía, algunas se acurrucaban pegadas, casi encima, de las otras. Un
pensamiento irrelevante le vino a la cabeza: “Menos mal que las hemos esquilado la semana pasada”. Por un instante, se le ocurrió acercarse a ver
qué pasaba. De inmediato recordó la advertencia de su madre, cuando el alcalde
les había exhortado a defender la patria de las hordas republicanas: “Hijo, donde mejor estás en el monte, allí
nadie te va a encontrar”. Metió la fiambrera en el zurrón y reculó unos
metros más. El follaje espeso del robledal le rendía invisible, incluso aunque
miraran con atención, desde el otro extremo de la majada.
De repente, notó que del sendero que provenía
de la carretera hacia el claro salían tres soldados, armados, aunque no
llevaban idéntico uniforme. El que daba órdenes, con una camisa azul, les
seguía. Delante iban dos civiles con pantalones oscuros, no portaban camisa,
sólo camisetas de media manga, color gris. Iban maniatados a la espalda. Hasta
podía distinguir las manchas de sudor. Caminaban con la cabeza gacha, mirando
al suelo. Uno trastabilló con alguna rama seca y estuvo a punto de caerse. Uno
de los soldados le dio un empellón con la culata de un rifle. Ahora se oía con
más claridad al que parecía ser el jefe: “Al
suelo, cabrones, os voy a enseñar lo que se consigue por predicar la revolución
a los hijoputas de los mineros marxistas”.
Como si esa fuera la orden, los soldados
dispararon, a menos de tres metros, a los dos civiles. Éstos se desplomaron sobre
los pastos de la majada. Al lado de un majuelo. El que mandaba se acercó al que
había caído primero y le pegó un tiro en la cabeza con la pistola que llevaba
en la mano. Eleuterio se agachó, amansó, uno con cada mano, a los dos perros.
Con el tiroteo ambos habían buscado refugio entre sus piernas. Las ovejas apenas
se sobresaltaron, se removieron ligeramente contra las cortezas ásperas de los
robles, no demasiado. A Eleuterio se le ocurrió que estaban bostezando. Una vez
terminados los disparos, volvieron a amodorrarse.
Eleuterio oyó que el que hacía las veces
de jefe daba más órdenes. Los tres militares volvieron a la carretera, esta vez
volvieron con seis personas más. Como si fuera un ritual, todo se repitió de la
misma manera. Hasta el tipo que mandaba el grupo repitió la misma frase, se
repitió el balaceo y el tiro en la nuca, aunque sólo a uno de ellos. Eleuterio
pensó que los dos tiros de gracia habían correspondido a los dos líderes de los
sendos grupos, fusilados de manera separada por razones que ni podía imaginar.
Las ovejas seguían impertérritas. Como si nada hubiera ocurrido.
Lo último que oyó fue al jefe decir: “Venga, larguémonos, dejad en el pueblo los
papeles de estos rojos de mierda, que les den polculo”. Las camionetas
arrancaron en dirección al pueblo. Todo ello no había durado más de veinte
minutos, media hora a lo sumo. Desde donde seguía oculto, Eleuterio podía
distinguir perfectamente los cuerpos sin vida de las cuatro personas. Los dos
asesinados en primer lugar estaban bien separados, pero los del segundo grupo
de cuatro, habían caído al suelo de tal manera, que formaba un pequeño montón, al
lado del majuelo. Sin razón aparente, desde donde estaba observó cómo
comenzaban a colorear los frutos ovalados del espino. Pensó: “en un par de semanas serán comestibles”.
Eleuterio pasó otra media hora
acurrucado con sus dos perros y aunque de lejos no pudo distinguir con exactitud
si alguno de los asesinados era alguien conocido, supuso que puesto que les
habían traído en las camionetas no eran de los pueblos vecinos, páramo arriba. Posiblemente,
del norte, donde las noticias que llegaban a la aldea eran que la batalla batía
su pleno. Olvidó completamente el almuerzo. Con cautela, aunque no volvió a oír
ningún ruido, empezó a mover el rebaño hacia la parte más espesa del bosque, en
dirección al pueblo vecino. Daría un gran rodeo y volvería a salir al arroyo de
Valdecerezos por la parte más alejada del suyo. Casi como si viniera de la
dirección opuesta a la que se encontraba. Cuando volviera al aprisco, al
atardecer, nadie le iba a preguntar si había visto algo. Nadie podría imaginar
que a mediodía se encontraba en la majada.
Con el sol ya puesto, anocheciendo,
entró en el pueblo hasta alcanzar la calle de los corrales. Las vecinas
comentaban, en corrillos, que habían matado a unos comunistas en la majada. Que
los cuatro viejos que quedaban en la aldea habían ido con palas para enterrarlos.
Que habían dado órdenes para no darles cristiana sepultura en el camposanto de
pueblo. Eleuterio encerró el rebaño. Durante varias noches revivió la escena.
Una y otra vez, aquella pesadilla concluía con los frutos enrojecidos del
majuelo agrandándose, flotando, como si se hincharan, como diminutos globos llenándose
de aire. La pesadilla terminaba cuando los frutos, explotando en mil pedazos,
caían suavemente, en tiras vegetales que se depositaban al modo de plumas,
sobre la menta fresca de la vaguada.
Tres años más tarde, el uno de abril,
volvió a ver al tipo al que había observado dando órdenes al pelotón de
soldados. El mismo que había dado un tiro de gracia a dos de los ejecutados.
Habían juntado a los vecinos de varios pueblos, aquí, en el suyo, y mientras
los niños ondeaban banderas de papel pintadas con los colores rojigualdas de
los rebeldes para celebrar la victoria, un gerifalte venido de la capital
arengó a los habitantes a regocijarse en el destino que había hecho de la madre
patria baluarte contra el comunismo sanguinario y al Caudillo estandarte de la
victoria contra las hordas rojas. El capitoste, también con camisa azul, venía
protegido por varios guardaespaldas. Uno de ellos era, inconfundible, aunque
ahora no daba órdenes, sólo miraba con un cierto aire de desconfianza y recelo en
derredor, el de la majada.
Con el paso de los años Eleuterio fue empujando
al fondo de sus memorias de caminatas y rebaños las imágenes atroces de aquel
16 de agosto. Nunca jamás, eso que estuvo pastoreando ovejas hasta bien
avanzados los setenta, se atrevió a acercarse con el rebaño a la majada Mucho
menos al majuelo, donde sabía que estaban enterrados, con las prisas de una
tarde de agosto y sin ningún memorial, aquellos seis desgraciados.
Así que un día de otoño, cuando setenta
y seis años más tarde profesores de la universidad y un grupo de voluntarios llegaron
al pueblo preguntando si alguien sabía dónde estaban enterrados los fusilados
de la guerra civil, supo que había llegado su hora. La de hablar. De todos
modos, el resto de los que hubieran podido acordarse había emigrado o estaban
muertos. En el pueblo apenas quedaban 23 personas y él, con diferencia, era el
más anciano. Sin un segundo de duda, como si hubiera ido allí cada día desde
aquella aciaga jornada de estío, guió a los visitantes hasta la majada. Se
plantó a un metro de donde había visto como fusilaban a los seis desventurados
y señaló con su índice arrugado el majuelo. Era octubre y ahora los frutos
estaban bien maduros, teñidos de rojo carmesí. “¡Aquí están¡”, dijo, y rompió a llorar.
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