miércoles, 25 de febrero de 2015

EL AGOSTERO

En otras regiones eran conocidos como jornaleros u obreros. En los diminutos minifundios del norte de Castilla la Vieja, la contratación se efectuaba el día de S. Pedro, el 29 de junio, y se extendía hasta S. Miguel, 29 de septiembre, aunque en ciertos casos era de carácter anual. De ahí lo de agosteros. Una acepción cronológica un poco laxa, hay que reconocerlo. En la bien visible, aunque no precisamente definida jerarquía social, ocupaban un escalón ligeramente superior a los dos últimos de la fila, los pobres de solemnidad que iban de pueblo en pueblo mendigando y los pastores, más entrados en años, pero que contaban con la ventaja de estar asalariados –aunque el salario fuera en especie, tantas cargas de trigo y tantas hogazas de pan- todo el año y a veces de por vida.

Los agosteros eran mozos fornidos, en muchas ocasiones miembros de familias numerosas, sin tierras familiares, por lo que el sustento dependía de sus propios brazos. Otra acepción, la de braceros, era, pues, literal. El trabajo era rudo y en pleno estío la edad era un factor importante para aguantar a pié enjuto sobre los páramos interminables. Contratados por una módica cantidad y el sustento, entonces no había seguridades sociales ni seguros de desempleo, solamente el trabajo -varias horas antes de amanecer y hasta la puesta del sol- era su única vía de supervivencia. Quien era o quería aparentar que era más rico se podía permitir el lujo de contratar a dos o tres jornaleros en los picos de trabajo, durante la época de la siega. Para los pequeños latifundistas, caso de mis padres, era también una cuestión de supervivencia. Sin la ayuda del agostero, resultaba imposible realizar todas las faenas del campo, combinadas a partir de finales de los cincuenta con la primera entrada de la ganadería, antes de que llegaran los fríos de septiembre y los días se acortaran.

Por casa pasaron varios, Epi de Villamelendro, Flores, que después sirvió durante muchos años en la panadería de Buenavista y otro zagal de Villaroblejo, en el páramo saldañés, de cuyo nombre ahora nadie se acuerda. Al parecer, Villaroblejo era cuna generosa de agosteros puesto que en ciertos años, para las fiestas del santo patrón, San Esteban, se juntaban, de ese pueblo y alrededores, hasta quince villarroblejanos. En toda la región la pobreza era bien palpable, pero se ve que en los páramos más allá de la vega del Carrión las dificultades se agudizaban.

De Epi me acuerdo con absoluta nitidez. De su mirada desafiante, de hermano mayor, antes de echar mano a la hoz y coger el corte de los trigales por la lindera de la cañada. Campos que a mis ojos infantiles me parecían interminables, hasta casi tocar la montaña. O correr a guarecernos en medio de una imponente tormenta veraniega, mientras estábamos construyendo un muro de protección contra las crecidas del río Negro, en la huerta al otro lado del Valdavia. De Flores me acuerdo de comer con él en la hornera de la otra casa y, sobre todo, de verle trabajar durante años en la panadería. Del de Villarroblejo, ni la menor memoria. Así que la historia que sigue viene por la tradición oral materna. Supongamos que yo tendría media docena de años y que él se llamara Lucio.

Lucio, como la costumbre dictaba, había sido contratado por mi padre en la feria de S. Pedro en Saldaña. Como en la parábola bíblica, los agosteros que buscaban trabajo para el verano se congregaban, en corrillos, delante de la iglesia parroquial. Allí, con los primeros calores del verano, se realizaban las contrataciones, se ajustaban, según la parla local. Normalmente, si el agostero salía bueno, es decir, trabajaba, no bebía demasiado y cumplía con los deberes tácitos establecidos (los contratos eran siempre verbales) y seguía las buenas costumbres, se le contrataba año tras año. Supongo que fue el caso de Lucio.

Lucio, véte a saber dónde, se había hecho con un jerséi nuevo, carmesí, para la fiesta del pueblo, que como queda dicho, era la de S. Esteban, el 3 de agosto. Un jerséi nuevo en aquella època, mediados de los 60, debía costar una fortuna, o quizá se lo había hecho su madre. Cualesquiera el origen, todas sus escasas pertenencias, un par de mudas, como mucho otros tantos pantalones y tres camisas las guardaba en el baúl de la entresala. Aunque no era obligación, mi madre se ofreció a lavarle las prendas, bien que Lucio estuviera empeñado en enviárselas a su madre para tal menester. Asunto harto complicado por la distancia, como unos 50 kilómetros y la carencia de transporte regular. 

Así que tras la fiesta, mi madre le aseó la ropa de los domingos y fiestas de guardar. Eran los tiempos del tajo de madera y aclarar en la corriente del río. Adecentado también el jerséi, éste fue a parar al baúl hasta la próxima fiesta que no era otra que la de la Virgen, la Asunción de María, el 15 de agosto. Cuando repicaba la segunda en la campana pequeña de la iglesia, Lucio subió a buscar el jerséi, cambiarse los calzones y ponerse la camisa nueva de los domingos. Héte aquí, que el inmenso baúl estaba muy, muy vacío y la mayoría de sus prendas habían desaparecido. Del jerséi recién estrenado no quedaba ni rastro. Lucio se puso a llorar como un niño. Algo realmente extraordinario. Llorar estaba muy mal visto y peor aún en un rocoso agostero de veintitantos años.

Varios días después el misterio quedó resuelto. Nuestra vecina, de quien se decía que había sido madre soltera y había abandonado con nocturnidad al recién nacido depositándolo sobre el trillo en una era de un pueblo vecino, tan hábil como ingenua, fue observada colgando la ropa recién lavada en unas ramas de espino, en las cercanías del cementerio. No se le ocurrió otra cosa que colgar, arte de birlibirloque, la ropa interior de Lucio y su jerséi como si fueran suyos, aunque las prendas eran claramente de hombre y el único hombre conocido en su familia era su hermano Félix, también conocido como el Legionario, quien hacía años que no aparecía por la aldea.

Mi madre siempre sospechó que como la tapia medianera estaba derruída, la vecina, Pura de nombre, había aprovechado que mi madre se levantaba para enganchar la mula e ir a regar a la huerta de la Rinconada al amanecer, no mucho más tarde que mi padre y Lucio hubieran ya partido a por el primer viaje de acarreo de la miés, para entrar en la casa. Las puertas siempre quedaban abiertas desde que una vez que las habían dejado trancadas en su ausencia, mi hermano y yo fuimos sorprendidos colocando una silla en una ventana del segundo piso para saltar al patio.


Pese a las evidencias en los rosales salvajes del cementerio y viendo que la ladrona era aún más menesterosa que el agostero, lo que ya es ser pobre, mi madre decidió que hasta el final del verano, el bueno de Lucio podía arreglárselas con algo de ropa de segunda mano de mi padre, que conociéndolo, ya era mucha segunda mano. Lucio no acabó el verano. Antes de S. Miguel alguien le ofreció trabajo en Bilbao. No obstante, aunque verbales, los contratos eran sagrados, así que a sustituirlo vino su padre, un señor ya entrado en años, que según el mío: “hombre, trabajaba, sí que trabajaba, pero se notaba que ya no podía mucho el hombre”. Lucio, pues, se convirtió en  uno de tantos “maketos” castellanos que fueron explotados por la dinámica industria de la pujante burguesía vasca. Eso sí, sin su jerséi de fiesta. Seguro que bien doblado en alguna cómoda de la Pura.

lunes, 23 de febrero de 2015

LA FRONTERA

No ví el mar hasta los dieciséis años casi cumplidos. Eso que en línea recta no debía de estar a mucho más de cien kilómetros. Pero en medio estaba la infranqueable cadena de montañas. La cercana Peña Redonda a tiro de piedra, como telón, los inconfundibles dientes de sierra del Curavacas y a modo de vigía siempre ojo avizor, a medias escondido, en la retaguardia, el Espigüete. Una muralla inaccesible hacia el norte, cuyas cumbres, apenas entrado el otoño, se cubrían de nieve. Algo que nos resultaba del todo chocante cuando en la aldea ni siquiera habían comenzado a desprenderse las hojas en las choperas del río y los atardeceres de septiembre todavía llegaban arropados en una luz dulcemente intensa y transversal.

Toda mi geografía se condensaba en la decena de pueblos del valle. La única manera de escapar, más allá de los robledales que seguían las cimas de las colinas que bordeaban el río y llegaban hasta las estribaciones de las primeras peñas rocosas con sus minas de carbón, era la carretera que, por entonces, no estaba asfaltada. Si eras mayor, como mi padre, y tenías que ir a comprar una vaca del país para uncir y dar leche en la feria de la Asunción, el coche de línea de los Herreros, te llevaba al mercado de ganado, en el mismo límite con la provincia vecina. Un poco más allá estaba el puerto, que pocos vecinos habían tenido la oportunidad de cruzar, en las rarísimas ocasiones en las que se habían desplazado hasta Potes. Después, un trecho más, y ya se podía uno topar con el mar.

Hacia el norte, la cadena montañosa era una barrera intratable que limitaba tozudamente nuestras idas y venidas a lo largo del valle. No quedaba otra salida que dirigirse hacia los páramos de la meseta. Hacia allá, al menos, si te subías a voltear las campanas con los mozos los días de fiesta, desde la atalaya de la torre parroquial, se podía fácilmente adivinar que no había lindes en aquellos campos ondulados de cereal, aparentemente infinitos hasta más allá de donde la línea del horizonte se perdía de vista. Hacia el sur.

Cuando Don Tino, el maestro de la escuela mixta nos explicaba que las invasiones bárbaras habían arrasado el solar patrio viniendo desde el norte, a mí no me cabía duda alguna de que suevos, alanos, godos, ostrogodos, Ataúlfo y hasta el mismísimo Atila habían invadido mi valle, tras sortear aquella impresionante cordillera. Teníamos una profunda confianza en Don Tino y, además, así lo atestiguaban todas las ilustraciones de la Enciclopedia Álvarez: las invasiones bárbaras siempre seguían el mismo recorrido, de norte a sur. El norte, tierra de bárbaros, comenzaba unos kilómetros más allá de Cervera, cuando el puerto de Piedrasluengas descendía hacia la vertiente del Cantábrico. Desde allí vendría la siguiente invasión.

Por entonces, claro, mis conocimientos de geopolítica eran inexistentes. Aunque adivinar el rostro cabizbajo y meditabundo de los adultos aquellos días de mediados de octubre no resultaba muy complicado. Durante aquellos anocheceres resplandecientes camino del invierno, las conversaciones sobre el precio que pagaría el Servicio Nacional del Trigo por la cosecha habían dado paso a extrañas e incomprensibles conversaciones, nunca antes escuchadas en la aldea.

Los más viejos, como tenían por costumbre durante los períodos de escasa actividad en la labranza -estaban a la espera de las primeras lluvias para comenzar la sementera- pasaban las horas muertas delante del bar de Abundio. Sentados en una enorme viga vieja de roble, apeada sobre adobes, que los más fornidos habían acarreado de un corral cercano en ruinas. Para protegerse del habitual cierzo, habían buscado acomodo, al resguardo de la pared que miraba al este, aprovechando la puesta del sol. La cadena de montañas resplandecía al norte. En las eras sólo restaban algunos montones de avena tardía.

Términos como Cuba, embargo, Unión Soviética, misiles o Jrushchov, del todo nuevos, resultaban extremadamente inquietantes. Que los adultos pasaran las horas hablando de algo que parecía meterles el miedo en el cuerpo, incluso más que las temidas tormentas veraniegas, lo convertía, con el paso de los días, en aterrador.  “Chiguitos, id a jugar a la plaza” y sin más miramientos que lanzarnos un canto, el señor Lucio, con fama de malas pulgas y el único que recibía el Diario Palentino en el pueblo, nos echó de la solana. Tanto daba, era la hora de ir a tocar la primera al rosario.

Aquello debía de ser algo grave. Hasta las beatas que se acercaban al rezo vespertino seguían hablando de que aquello podía significar el fin del mundo. La crisis de los misiles, Kennedy y la bomba atómica a punto de explotar sobre nuestras cabezas parecía ser la única conversación en aquellos parajes olvidados de la mano de Dios.  Hasta el cura, tras el quinto misterio doloroso, invocó la sabiduría y bondad del Altísimo para que trajera la concordia a aquella disputa incomprensible que en algún lugar del mundo amenazaba con aniquilar  nuestro remoto valle.

La alarma se transformó en pánico palpable cuando al regresar a casa me encontré a mi padre y mi madre que tras terminar de ordeñar las vacas intentaban vislumbrar, por entre las ramas del nogal del patio, el cielo estrellado a la espera de que aparecieran los bombarderos de la URSS. Según creí entender, en El Cimbalillo, el diario hablado de Radio Palencia, habían advertido que la guerra entre rusos y americanos era cuestión de horas. Incluso de minutos.


Cuando aquella noche me subí a la cama, mi cuarto daba al norte, me sentía tranquilo y protegido. Para mí, aquellas montañas eran inviolables, una frontera que nunca nadie podría transpasar. Aunque a decir verdad, no las tenía todas conmigo. De repente, un avión, un Caravelle, uno de los primeros aviones a reacción que yo conocí, apareció por encima de la silueta del Curavacas, en dirección este, hacia donde Don Tino señalaba la posición del Atlántico. Supuse que la URSS, como era de esperar los bárbaros venían siempre del norte, había decidido pasar al ataque. Iba tan alto que su panza todavía reverberaba con los últimos rayos del sol ya oculto. La estela que dejaba tras de sí, al menos eso yo pensaba, no auguraba nada bueno. Mi valle no se iba a acabar con aquella primera pasada, pero yo estaba convencido de que en pocas horas los rusos iban a bombardear Nueva York. Después vendría el contraataque. El fin del mundo se aproximaba. En un abrir y cerrar de ojos estaría aquí. Dios te salve María…

miércoles, 18 de febrero de 2015

LA VARA

Se trataba de un gesto de magia pura. El reloj de la iglesia siempre lo he conocido parado a las cuatro y veintitrés. Sin embargo, mi padre, dondequiera que nos halláramos, poseía la extraña habilidad de decir la hora con una precisión de segundos. Inimaginable.  Eso que jamás ha tenido un reloj, ni de pulsera, ni de bolsillo.

Como tantas otras mañanas de estío abrasador en la meseta, nos encontramos en medio del páramo. La sombra más cercana es un solitario chopo que, milagrosamente, ha sobrevivido en medio de la desolada llanura. El pago se llamaba, se llama -aunque los nombres se van perdiendo al mismo tiempo que las memorias de los viejos que desaparecen- Campoloncillo. La siega de la avena es una faena penosa. La siembra tardía y las lluvias de primavera han propiciado que algunos cardos levanten tanto como las cañas. Antes de echar mano a las gavillas conviene cerrar los ojos y encomendarse a San Esteban, el patrono local, para que las espinas endurecidas por la sequía no se te claven hasta la médula del hueso. Mis seis años (mucho antes de que llegara al código penal el concepto de trabajo infantil) no me dan derecho a quejarme.

Mi único consuelo es mirar de reojo a mi padre, a la espera de que ejercite su prodigiosa magia con la vara de arrear las vacas. Entonces, y sólo entonces, el mundo se detendrá. Aunque, de sobra sé, que antes tiene que ejecutar a rajatabla su ritual. De momento, sigue agavillando los brazados de mies como si en ello le fuera la vida. Yo no lo sé, pero sí, en ello le va la vida. Por detrás del robledal se adivina el olor a chamusquina que arrastra, todavía lejana, la tormenta. Si el viento cambia de dirección, el sol sigue implacable en lo alto, la arrastrará hasta esta ladera del valle con sus temibles nubarrones de truenos, relámpagos y piedra.

Elevo mis plegarias al santo patrón para que mi padre haga algo, antes de que sea tarde. Me sé de memoria el ritual que está a punto de desplegar. Dejará de encorvarse sobre la hilera de mies que lleva en el corte semicircular de la guadaña. Incluso aunque no haya alcanzado la lindera de la tierra vecina. Palpará el gachapo que lleva atado a la cintura, para asegurarse de que no ha perdido la piedra de afilar en la última ronda. Dará la vuelta a la guadaña, el mango apoyado en el terreno escabroso y hostil, y apoyará su barbilla en el contrafilo. Mirará un par de minutos el horizonte, hacia el norte, hacia las cumbres de las montañas cuyo nombre desconozco. Su mirada cruzará por encima de los rastrojos y la mies ya acarreada, atravesará sobre el pequeño valle del río con su sombreada fresneda. Un poco más allá, divisará las siluetas tenuemente verdosas de los últimos montes de robles y pinos. Finalmente su vista alcanzará el gigantesco peñasco, en las primeras estribaciones de la cordillera, que en el pueblo todos conocen como la Peña Redonda.

En medio de mi ignorancia, me resulta fascinante, el misterio inalcanzable que esconde la Peña Redonda. Como el hecho de que mi padre olvide por un instante todos sus afanes y se quede contemplando, absorto, la montaña, distante unos treinta o cuarenta kilómetros. A modo de plegaria, aunque la hora del Ángelus hace ya un buen rato que pasó. De lejos, la Peña Redonda, ante mis ojos infantiles, no me parece nada del otro mundo. Es una mole regular, con una pequeña chepa en un lateral, pelada y desnuda. Al avanzar el verano su azulado se intensifica, y con las primeras nieves del otoño, su cima se tiñe de blanco hasta la primavera. Como tantas otras a su alrededor.

Estoy expectante, a la espera de la decisión de mi padre. Sé, como ha hecho en tantas otras ocasiones, que me pedirá la vara de arrear las vacas, tirada a la sombra del carro. “Tráeme la vara, chiguito”. Sé que se acerca el momento culminante de este solemne ceremonial. Se la llevo. La planta perpendicular en el suelo. Observa la sombra que enfila todo tiesa, en la distancia, ni un milímetro más, un uno menos, la cúspide de la Peña Redonda. Hasta aquí hemos llegado. “Son las dos, abre la fiambrera, es la hora de almorzar”.

Nunca ha usado otro reloj que la vara de arrear las vacas. Incluso los días nubosos, supongo que por costumbre, recurría a idéntica artimaña ¿suiza? No es pues de extrañar, que yo alcanzara la adolescencia en la creencia de que las horas del mundo, al menos las de la siega y el almuerzo, se regían por una vara de salce, y el péndulo inamovible de su sombra, apuntando eternamente a la Peña Redonda.

Tan reverencial era mi fe en aquel sencillo artilugio, tan convencido estaba yo de la magia de aquel palo nudoso, que aquellas navidades, a los Reyes, junto con los lápices de colores Alpino, les pedí “una vara, pero de pulsera, como la que usa mi padre para saber cúando es la hora de almorzar”. Por cierto, señor cura, tantos años después, el reloj de la iglesia sigue en sus perennes cuatro y veintitrés.


lunes, 16 de febrero de 2015

EL PAPEL

Mi padre afirma, yo creo que de manera algo exagerada, que aprendí a leer no en la escuela mixta, sino en la taberna del Tío Elpidio. Cierto, recuerdo con absoluta nitidez el papel con su tipografía agigantada, en riguroso blanco y negro, como correspondía a la época, ocupando de arriba abajo las cuatro paredes de la tasca. “El papel” no era otro que el Diario Palentino-El Día de Palencia, nombre demasiado extenso para los lugareños. Como además la tartana con el correo llegaba con un día de retraso, y no traía otro, la confusión resultaba imposible. Por lo tanto, “el papel” era el periódico y el periódico era el diario del día previo. O de dos o tres antes, si el enlace con el tren en Osorno se demoraba.

Para entonces la Taberna del Tío Elpidio había perdido sus años de apogeo. Hasta el mismo señor Elpidio había pasado, supuestamente, a mejor vida, alcoholizado, víctima de la ambrosía garnacha que despachaba a cualquier hora de la jornada. Tras sobrevivir malamente en forma de tienda de ultramarinos, se había transformado en la “gloria” o cuartín. Una modesta sala de estar calentada por debajo de las baldosas, como en las mismísimas termas romanas, propiedad de la familia de los Chillones, descendientes del Tío Elpidio. Los Chillones, creo que era un apodo, tenían hijos de mi edad. Así que cuando nos refugiábamos en la antigua cantina, al cubrirse los páramos y roturos con las copiosas nevadas de enero, mi diversión preferida era leer –hojearlo resultaba del todo imposible- el Diario Palentino que la señora Plautila había, con engrudo artesanal, usado para decorar las paredes del ahora convertido en cuarto de estar.

Mis escasos conocimientos escolares no se veían para nada incentivados por el rompecabezas que la señora Plautila había recreado sobre los muros Su única intención había sido la de tapar los desconchados de las paredes y el ennegrecido de tantos años de farias, los días de guardar, y tabaco de liar entre jarra y jarra de vino, los demás. Las primeras páginas con inauguraciones franquistas se mezclaban con las crónicas agrarias, los deportes con los sucesos y la política internacional -yo estaba obsesionado con la crisis de los misiles de Cuba- desteñía los comunicados del Jefe del Movimiento publicados en la capital. Naturalmente, la viuda del Tío Elpidio había elegido hojas al azar, así que podía haber alguna doble página del 13 de marzo de 1962, lado por lado con sucesos luctuosos del invierno de 1959. Y papel con papel, literalmente, los resultados de la liga de hacía un par de años con el reciente asesinato de Kennedy en Dallas. Para aprovechar el engrudo y ajustar las dobles páginas, eso sí, ni una sola recortada, algunas estaban colocadas en sentido horizontal, ciertas en vertical, y las más se solapaban unas con otras para cubrir esquinas, recodos y ángulos.

Daba igual. La incesante curiosidad por la letra impresa me llevaba a meterme por debajo del banco corrido que bordeaba tres de las cuatro paredes de la sala y, con un poco de suerte, podía continuar leyendo parte de la página por encima del mismo. Eso sí, menos los dos o tres párrafos cortados por el empotrado del banco contra la pared y sobre el papel. Aprender a leer requería, además de una insaciable curiosidad, cuerpo de contorsionista. A veces era necesario ladear el cuello a la derecha, otras subirse de puntillas encima del banco para llegar a las del techo, las más, buscar la prolongación donde el azar y la señora Plautila habían decidido embadurnar, sin señalarlo, claro, la continuación. Continuación que, tantas veces, resultaba inexistente. Era igual. Lo importante era leer y releer.

Cincuenta y cinco años después mi padre se sienta delante del televisor y se queda maravillado, absorto, de que en el mismo día de su publicación pueda leer “el papel”. No sólo leerlo, también escucharlo. Más bien sordo, los auriculares recogen la voz sintetizada del iPad y, por enésima vez, como tantas veces para los explotados hijos de la gleba, vuelve a leer, es decir, a escuchar, que un año más hay que malvender la cosecha de centeno. Porque, como hace cincuenta y cinco años, no merece la pena ni recolectarlo.

Al menos tiene una ventaja. A sus 90 años el precio del grano no le inquieta lo más mínimo. Lo que le preocupa: “¿Cómo hacen para que pueda leer el periódico en la tele y al mismo tiempo me lo dicten como si fuera la radio?” Empiezo a explicarle la descarga del Diario Palentino desde Kiosko y Más, la versátil conexión del iPad gracias a su sofisticado sistema operativo iOS, el requerimiento de que Apple TV tiene que estar en la misma red de Wifi. Antes de un minuto desisto.


¡Que el Altísimo te tenga en su gloria, Steve! Vale, también al Tío Elpidio y a la señora Plautila.

domingo, 15 de febrero de 2015

TRES VENTANAS

Tras tantos años de trashumancia, al final resulta que he observado el mundo sólo por unas cuantas ventanas. Literalmente. De variadas formas y tamaños, sí, pero ventanas al fin y al cabo. Con marco de madera, de aluminio o hierro y, siempre, claro, a través de los paneles de cristal. En la memoria geográfica de estas ventanas por las que he apercibido el mundo surge -como en un bombo de la lotería que comienza a girar con un sordo ruido de fondo- un aparente desorden en medio del azar. No existe una cronología fija. De hecho, ni siquiera existe la cronología. Lo que sí viene inquebrantablemente emparejado a las memorias trashumantes de los ventanales son los mismos libros, idénticos textos –aunque hubiera muchos otros- que vuelven una y otra vez a estar abiertos en las mismas páginas, reales o inventadas. En algún instante, entre tantas idas y venidas, ocurrió que el casamiento entre una precisa ventana, un determinado libro y la misma exacta página, imprimió carácter. Como el ritual de un sacramento, indeleble para siempre en su asociación. Una comunión insoslayable entre lo que se me ofrecía más allá de los cristales y lo que discernía por la letra escrita.

Hay veces que me veo viendo, pura inercia visual, la recoleta calle, empapada por rachas de viento y lluvia, que desciende hasta la ruidosa avenida principal. El tifón no amaina en Tokio. Y por más que he reescrito en la última hora, un centenar de veces, los rasgos del ideograma “isla” en mi cuaderno de escolar de primaria, aunque voy camino de la treintena, no termino de memorizar el orden correcto de los trazos. Incluso ahora mismo, aunque no recuerdo el autor, se me aparecen flamantes las pastas anaranjadas de “A guide to Reading & Writing Japanese”.  La lluvia arrecia contra los cristales. La vecina adolescente intenta por enésima vez, por ese lado, por mor de la privacidad, la ventana es opaca, no atragantarse con su partitura de Chopin. Dicen que el huracán se alejará a media noche.

No hay una lógica, o al menos la desconozco, por la que en otras ocasiones me viene a la memoria, en primicia, la vieja ventana, de madera repintada en un gris ceniza, anclada desde hace siglos en la fachada renacentista. Desde ésta apenas veo nada. Más ventanas similares a aquella por la que miro, en el edificio de enfrente. ¿Laura Biagiotti? Pero en esta tarde de domingo, como en tantas otras, mientras intento desentrañar los matices del aoristo perfecto en el Evangelio de la Infancia, se eleva desde el adoquinado, tres pisos más abajo, el inconfundible murmullo de la tarde romana. A tiro de piedra se divisaría la Piazza Spagna, si el “cortile” fuera transparente. A menos de trescientos metros. “A Greek Grammar”, un volumen con las cubiertas de gris evanescente y una textura áspera, hasta el punto de raspar, anticuadas. Como el autor, de cuyo nombre tampoco me acuerdo, un enrevesado gramático alemán de finales del XVIII.


Ésta otra es más reciente en su estructura. Muestra una clara influencia colonial francesa, recado de ocupaciones expansionistas de finales del XIX. Alguien tuvo la delicadeza de hacer el marco en piedra berroqueña local. Coronada con un arco de medio punto, expande la perspectiva más allá de la mole encalada de la Universidad Hebrea, hacia las colinas onduladas de Judea. En los días claros se adivina, con una cierta nitidez, la silueta del Monte Nebo, tras la fértil depresión del Jordán. Obcecado con descifrar las concordancias y divergencias de los Hechos de los Apóstoles, según el Codex Bezae y el Codex Sinaiticus, sobre el episodio de Listra. Cuando Pablo y Bernabé no se prestaron al juego de los nativos de Antioquía y prefirieron poner tierra de por medio, antes de que fueran elevados a una hornacina. Esta vez sí, recuerdo perfectamente el autor, que se me pegue la lengua al paladar si me olvido mi mejor profesor, Marie-Émile Boismard: “Le Texte occidental des Actes des apôtres. Reconstitution et rehabilitation”, (2 vol.) (Synthèse 17), avec A. Lamouille, Paris, Éd. Recherche sur les civilisations, 1984. Y  se me paralice la mano derecha si me olvido de tí. Jerusalén.