miércoles, 1 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XVI: El lado bueno de las cosas

La señora Judit, izda, escuchando parte médico de la vecina

La vida me ha tratado bien, muy bien, diría yo. Ni en más remotas ilusiones adolescentes, de la infantiles no me acuerdo, salvo aquello de que todos queríamos ser toreros o futbolistas. Un tópico muy real, como la vida que llevábamos, sin mayores preocupaciones ni ambiciones en las aldeas de Castilla la Vieja, a mediados de los sesenta. Después, el laberinto de la existencia me ha llevado por rutas inesperadas, impensables entonces, he conocido mundo, encontrado gente variopinta, como cada persona lo es de la otra.

No digo nada si hablamos de otros países, otras culturas, otros amigos allende los continentes, otros amores en las antípodas. Una de las influencias más positivas de tanto viajes y traslados, ahora mucho más sedentario, aparte de hacerte más tolerante, comprensivo, es que uno termina, inexorablemente por acrisolar los aspectos positivos de cualquier circunstancia. Incluso de las más penosas, otro tópico, siempre se puede obtener una perspectiva provechosa. Acaso también tenga que ver con el paso del tiempo y la edad. Pasados los sesenta empieza a darnos cobertura una cierta burbuja de indiferencia. Supongo que tiene lógica esta actitud, después de todo “que me quiten lo bailao”.

Así que nada más facilón, en este enclaustramiento vírico, que tomar papel y lápiz para hacer, en mi caso, más bien con una aplicación y la tableta, una lista de los asuntos positivos que cada uno puede atesorar. Incluso se pueden enumerar por orden de importancia. Es un buen ejercicio mental y, seguramente, emocional. Ni que decir tiene que las prioridades en materia de positivismo de cada uno, con toda seguridad, dependen de como nos va en la tómbola de la vida. Y de cómo el tiempo ha hecho mella en nuestros sentimientos, nuestras ilusiones cumplidas y nuestros fracasos que guardamos debajo de las alfombras de las prisas cotidianas.

Personalmente, uso una aplicación, útil para muchos esquemas, iThoughts, existen muchas parecidas. En el mundo anglosajón son muy populares para ordenar las ideas, los conceptos, hacer mapas de la mente, sea para escribir textos, ahondar en profundísimas meditaciones existenciales o, simplemente, para garabatear ideas que vienen, antes de que se vayan. Una vez grabadas en la memoria digital, ordenarlas por las prioridades del momento es un juego de niños.

Como lo es el asociarlas con otras ideas, conceptos e imágenes, de manera que se queden congeladas en la memoria. Al menos, hasta la próxima enumeración donde, más que posible, el orden ha cambiado. Así que, en estos días de peste y cólera, este juego mental resulta, además de entretenido, extremadamente aleccionador. Un tetris psicoanalítico. Si todas las excelentes enseñanzas del padre Eusebio, cuando Freud estaba tan de moda, en el siglo pasado, fueran ciertas, yo sería, ciertamente, carne de diván.

Esta tarde, el primer elemento positivo, lo acabo de decir, elemento más freudiano que este no puede existir, es que no dejo de pensar en mi madre, fallecida hace medio año. No, no se trata de la cercanía del tiempo. De hecho, creo que el duelo casi, casi, exagerando un poco, pero no mucho, terminó cuando eché unas paladas de cascajo sobre el féretro, empotrado en el terreno áspero del camposanto de mi pueblo.

En todo caso, cuando hace unas semanas, había tránsito libre hacia el norte, comprobé que las ramas de brezo habían prendido, y florecido, sobre el pequeño montículo que cubría su tumba, me dije que la vida, como ella misma me hubiera dicho, seguía su curso.

Entonces ¿por qué pienso tanto ahora en la Judit? Creo que tiene que ver, sobre todo, con el talante que ella hubiera tomado ante el pánico que nos ha invadido desde un mes. Creo no equivocarme apenas nada, si algo, recreando como ella hubiera admitido esta onda expansiva del bichito de Wuhan, como algo inexorable, la fatalidad de los tiempos que corren, el sino de que el futuro, cualesquiera sea, siempre va a peor. Ella era bastante más negativa y resignada que su hijo.

Naturalmente, zanjaría la discusión sobre la calamidad que nos asola, echando la culpa a los políticos de todo signo. En esto era muy radical y admitía muy pocos compromisos. Algunas veces podía resultar hasta cómica culpabilizándoles de todos los males y desdichas que en el mundo existen. No sería nada raro que para ella, hasta el modesto alcalde pedáneo, que qué va a saber de respiradores, curvas infecciosas y demás, tuviera gran parte de la culpa en esta catástrofe.

Y después, en alguna tarde muy soleada de la primavera, tendría tiempo, en esto la gente de los pueblos son muy dados a regodearse en las enfermedades, de pasar media tarde en la calle, a la vera de la casa, narrando, con pelos y señales a la vecina, y viceversa, las historias de neumonías, catarros, gripes de tal y tal vecino ingresado en el hospital provincial. Quizá, acaso, dotada de la extraordinaria memoria que poseía, contaría ciertas historias que de manera oral había heredado de sus padres y abuelos en torno a otras plagas y, naturalmente, contaría la muerte en la alcoba, ahora transformada en cuarto de baño, del bisabuelo que pereció con la gripe española.

Y si la distancia, más ahora con el confinamiento, se hubiera hecho insalvable y no hubiera otro recurso que el teléfono, preguntaría un día sí y otro no, si los nietos tosen, si están aprovechando el tiempo, si no se quedarán sin trabajo, si el futuro no será mucho más negro de lo que dice la tele. Siempre poniéndose en el peor de los posibles, pidiendo que, por favor y, sobre todo, no venga otra guerra. Eso que, ella, cuando la Civil era chiquita. No estoy muy seguro que los términos militares, trincheras, batalla, etc. tan comunes en la terminología de expertos y políticos disertando sobre los muertos y los contaminados, le hiciera mucha gracia.

Aunque parezca mentira, el que piense tanto en mi madre, como quien dice recién fallecida, en estos tiempos de decesos por millares, no tiene nada de morboso. Salvo que el Doctor Sigmund piense lo contrario. En realidad, imaginarme a mi madre en este contexto, constituye una especie de asidero al ancla a la vida. Después de todo, por ella empezó la mía, así que supongo es una variación del retorno a los orígenes. En medio de algunos amigos enfermos, con las noticias que llegan de otros conocidos fallecidos a causa de la pandemia, pensar en mi madre, pensar en lo que ella pensaría, resulta un, tan intangible como intocable, balón de oxígeno.

A la espera de que, por fin, lleguen las buenas noticias. Me palpo la ropa para no echar la culpa a los políticos. O para no cabrearme con los bulos ridículos que me llegan a diario. Y aunque me desespero, como me desesperaba entonces, cuando en la portada contaba a la señora Brígida los mínimos detalles de la fiebre que no bajaba. En otra neumonía juvenil y, aparentemente mucho más benigna.

Al final, termino por volver a la imagen del brezo que ha florecido sobre su tumba. Bajo las ramas enraizadas, en las profundidades de lo poco que de ella reste, dondequiera que se halle, ahí está la Judit, menos pesimista de lo que daba a entender, poniendo por las nubes a enfermeras y doctores: “¡Vaya gente tan extraordinaria!”.

Mi madre muerta, esperanza de vida. Encabezando la lista del lado bueno de las cosas.

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