La señora Judit, izda, escuchando parte médico de la vecina |
La vida me ha tratado bien, muy bien, diría yo. Ni
en más remotas ilusiones adolescentes, de la infantiles no me acuerdo, salvo
aquello de que todos queríamos ser toreros o futbolistas. Un tópico muy real,
como la vida que llevábamos, sin mayores preocupaciones ni ambiciones en las
aldeas de Castilla la Vieja, a mediados de los sesenta. Después, el laberinto
de la existencia me ha llevado por rutas inesperadas, impensables entonces, he
conocido mundo, encontrado gente variopinta, como cada persona lo es de la
otra.
No digo nada si hablamos de otros países, otras
culturas, otros amigos allende los continentes, otros amores en las antípodas.
Una de las influencias más positivas de tanto viajes y traslados, ahora mucho
más sedentario, aparte de hacerte más tolerante, comprensivo, es que uno
termina, inexorablemente por acrisolar los aspectos positivos de cualquier circunstancia.
Incluso de las más penosas, otro tópico, siempre se puede obtener una
perspectiva provechosa. Acaso también tenga que ver con el paso del tiempo y la
edad. Pasados los sesenta empieza a darnos cobertura una cierta burbuja de indiferencia.
Supongo que tiene lógica esta actitud, después de todo “que me quiten lo bailao”.
Así que nada más facilón, en este enclaustramiento
vírico, que tomar papel y lápiz para hacer, en mi caso, más bien con una
aplicación y la tableta, una lista de los asuntos positivos que cada uno puede
atesorar. Incluso se pueden enumerar por orden de importancia. Es un buen
ejercicio mental y, seguramente, emocional. Ni que decir tiene que las
prioridades en materia de positivismo de cada uno, con toda seguridad, dependen
de como nos va en la tómbola de la vida. Y de cómo el tiempo ha hecho mella en
nuestros sentimientos, nuestras ilusiones cumplidas y nuestros fracasos que
guardamos debajo de las alfombras de las prisas cotidianas.
Personalmente, uso una aplicación, útil para muchos
esquemas, iThoughts, existen muchas parecidas. En el mundo anglosajón son muy
populares para ordenar las ideas, los conceptos, hacer mapas de la mente, sea
para escribir textos, ahondar en profundísimas meditaciones existenciales o,
simplemente, para garabatear ideas que vienen, antes de que se vayan. Una vez
grabadas en la memoria digital, ordenarlas por las prioridades del momento es
un juego de niños.
Como lo es el asociarlas con otras ideas, conceptos
e imágenes, de manera que se queden congeladas en la memoria. Al menos, hasta
la próxima enumeración donde, más que posible, el orden ha cambiado. Así que,
en estos días de peste y cólera, este juego mental resulta, además de
entretenido, extremadamente aleccionador. Un tetris psicoanalítico. Si todas
las excelentes enseñanzas del padre Eusebio, cuando Freud estaba tan de moda,
en el siglo pasado, fueran ciertas, yo sería, ciertamente, carne de diván.
Esta tarde, el primer elemento positivo, lo acabo de
decir, elemento más freudiano que este no puede existir, es que no dejo de
pensar en mi madre, fallecida hace medio año. No, no se trata de la cercanía
del tiempo. De hecho, creo que el duelo casi, casi, exagerando un poco, pero no
mucho, terminó cuando eché unas paladas de cascajo sobre el féretro, empotrado
en el terreno áspero del camposanto de mi pueblo.
En todo caso, cuando hace unas semanas, había tránsito
libre hacia el norte, comprobé que las ramas de brezo habían prendido, y
florecido, sobre el pequeño montículo que cubría su tumba, me dije que la vida,
como ella misma me hubiera dicho, seguía su curso.
Entonces ¿por qué pienso tanto ahora en la Judit? Creo
que tiene que ver, sobre todo, con el talante que ella hubiera tomado ante el pánico
que nos ha invadido desde un mes. Creo no equivocarme apenas nada, si algo,
recreando como ella hubiera admitido esta onda expansiva del bichito de Wuhan,
como algo inexorable, la fatalidad de los tiempos que corren, el sino de que el
futuro, cualesquiera sea, siempre va a peor. Ella era bastante más negativa y
resignada que su hijo.
Naturalmente, zanjaría la discusión sobre la
calamidad que nos asola, echando la culpa a los políticos de todo signo. En
esto era muy radical y admitía muy pocos compromisos. Algunas veces podía
resultar hasta cómica culpabilizándoles de todos los males y desdichas que en
el mundo existen. No sería nada raro que para ella, hasta el modesto alcalde
pedáneo, que qué va a saber de respiradores, curvas infecciosas y demás,
tuviera gran parte de la culpa en esta catástrofe.
Y después, en alguna tarde muy soleada de la
primavera, tendría tiempo, en esto la gente de los pueblos son muy dados a
regodearse en las enfermedades, de pasar media tarde en la calle, a la vera de
la casa, narrando, con pelos y señales a la vecina, y viceversa, las historias
de neumonías, catarros, gripes de tal y tal vecino ingresado en el hospital
provincial. Quizá, acaso, dotada de la extraordinaria memoria que poseía,
contaría ciertas historias que de manera oral había heredado de sus padres y
abuelos en torno a otras plagas y, naturalmente, contaría la muerte en la
alcoba, ahora transformada en cuarto de baño, del bisabuelo que pereció con la
gripe española.
Y si la distancia, más ahora con el confinamiento,
se hubiera hecho insalvable y no hubiera otro recurso que el teléfono,
preguntaría un día sí y otro no, si los nietos tosen, si están aprovechando el
tiempo, si no se quedarán sin trabajo, si el futuro no será mucho más negro de
lo que dice la tele. Siempre poniéndose en el peor de los posibles, pidiendo
que, por favor y, sobre todo, no venga otra guerra. Eso que, ella, cuando la
Civil era chiquita. No estoy muy seguro que los términos militares, trincheras,
batalla, etc. tan comunes en la terminología de expertos y políticos disertando
sobre los muertos y los contaminados, le hiciera mucha gracia.
Aunque parezca mentira, el que piense tanto en mi
madre, como quien dice recién fallecida, en estos tiempos de decesos por
millares, no tiene nada de morboso. Salvo que el Doctor Sigmund piense lo
contrario. En realidad, imaginarme a mi madre en este contexto, constituye una
especie de asidero al ancla a la vida. Después de todo, por ella empezó la mía,
así que supongo es una variación del retorno a los orígenes. En medio de algunos
amigos enfermos, con las noticias que llegan de otros conocidos fallecidos a
causa de la pandemia, pensar en mi madre, pensar en lo que ella pensaría, resulta
un, tan intangible como intocable, balón de oxígeno.
A la espera de que, por fin, lleguen las buenas
noticias. Me palpo la ropa para no echar la culpa a los políticos. O para no
cabrearme con los bulos ridículos que me llegan a diario. Y aunque me
desespero, como me desesperaba entonces, cuando en la portada contaba a la
señora Brígida los mínimos detalles de la fiebre que no bajaba. En otra
neumonía juvenil y, aparentemente mucho más benigna.
Al final, termino por volver a la imagen del brezo
que ha florecido sobre su tumba. Bajo las ramas enraizadas, en las profundidades
de lo poco que de ella reste, dondequiera que se halle, ahí está la Judit,
menos pesimista de lo que daba a entender, poniendo por las nubes a enfermeras y
doctores: “¡Vaya gente tan extraordinaria!”.
Mi madre muerta, esperanza de vida. Encabezando la
lista del lado bueno de las cosas.
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