Por poco que sea, no deja de ser sorprendente. Jamás
en mi vida me lo hubiera imaginado. Pero sí, sangre nigeriana corre por mis venas
engendradas en una aldea del norte de Castilla la Vieja. Eso que nací en una
época donde los negros sólo eran conocidos por las películas de Tarzán en la
primera cadena de TVE. Es cierto que deben de ser un puñado de células, pero
ahí están. Además, probado científicamente. Se trata del 1% de las diferencias
etnias que a lo largo de los siglos han terminado por aposentarse en mi cuerpo.
No sé si también en mi alma.
En realidad, ese 1%, más precisamente el 1,2%,
corresponde a mi padre, quien antes de irse al otro mundo, en la gloria de Dios
esté, le hicimos un examen de ADN. Todo muy sencillo e indoloro. Un pequeño bastoncillo,
similar a los que se usan para limpiar los oídos, frotado unos veinte segundos
por el interior de un carrillo derecho, otro artilugio similar por el otro
carrillo.
El resto, tras unas cuatro semanas de espera, llegó
vía Internet, por el módico precio de 69 euros, desde algún laboratorio en Houston.
Aunque 69 euros no parecen una cantidad exagerada por abrir la boca al mirar la
pantalla y cerciorarme de que tengo un antepasado nigeriano. Técnicamente no
sabría el porcentaje de ADN que se transfiere de padre a hijo, me quedé con la
simplicidad de las leyes de Mendel en Ciencias Naturales de tercero de
bachillerato, aunque sin duda algo resta.
Yo, dada la apariencia física y la tez más bien
morena de mi padre, aunque no sabría decir, si le venía de raza o de las
solanas que le caían encima agavillando centenos en el páramo castellano, ya
sospechaba que algo de africano le había otorgado la naturaleza. Aunque lo de
nigeriano fue una sorpresa en toda regla, el 8,7% de norafricano no lo fue
tanto. A mi padre le hubiera resultado extremadamente fácil confundirse con los
rifeños del Atlas marroquí.
Pero el mestizaje de mi padre continuaba en otros
alejados parajes, con un 10,9% procedente del norte de Europa, a saber: 2,7% de
escandinavo y un notable 8,2% de inglés. Así pues, mi señor padre, era un
excelente ejemplo de que uno es de donde se hace y no de donde se nace. Por su ADN,
parece evidente que mi padre fue el resultado de abundantes hechuras, geográficamente
distantes, las cuales, con toda seguridad, encierran numerosas incógnitas, perdidas,
y no es una metáfora, de la noche de los tiempos y de la aventura del ser
humano.
Por muy modesto y dueño de sus propias fronteras que
uno se considere, como mi padre se creyó, limitado por la época que le tocó
vivir, carente de recursos económicos con los que poder desplazarse allende la
comarca, la región, incluso los mares.
En este sentido mi madre fue mucho más modesta.
Después de todo lleva las huellas de Iberia y Europa del Oeste, comparado con
la extensión de la Tierra como si sus antepasados no se hubieran movido del patio
de la casa familiar. Aunque no todos porque ¡mira por dónde! lleva un pequeño,
pero medibles en los sofisticados instrumentos de Tejas, uno por ciento de
sangre judía, más precisamente askenazi. Habitantes, sufridores, perseguidos
durante centurias en la Europa del Este: Rusia, Ucrania, Polonia y países limítrofes.
¿Cómo llegó a las venas de mi madre ese 1% askenazi? Más misterios del
vagabundeo humano, fuera por obligación o necesidad.
Puestas así las cosas, mi caso, a fuerza de heredar,
generación tras generación se han ido diluyendo los antepasados moros del
Magreb, la negritud de África Occidental, el tesón por la supervivencia de los
askenazis y resulta que soy un corriente y moliente ibérico, según mi
estimación étnica, del 81,7%, el resto, es decir, el 18,3% se adscribe a Europa
del Oeste, es decir, la costa atlántica de Europa.
Nada exótico, salvo si Dinamarca, que también es
costa atlántica se considera muy alejada de la de Santander que es de donde procede
originalmente la familia. Quizá algún pescador naufragado, algún mercader
vikingo. Pero comparado con el pigmento nigeriano de mi padre o la huella judía
de mi madre, no parece gran cosa.
Para quien no está muy versado en estos asuntos y
carece de una formación científica, como es mi caso, conviene señalar que la genética
ha dado un estirón extraordinario en el último par de lustros, trayecto que
sigue su curso como fuente de la antropología, grandes movimientos de
poblaciones a lo largo de la historia y, para mí, como la mejor vacuna contra el
racismo y la exclusión por la procedencia cultural o geográfica. Pese a los
sólidos fundamentos científicos, todavía queda un largo camino por recorrer. En
los próximos años muchos se van a llegar una sorpresa monumental al apercibirse
de que el mestizaje humano, pese a las distancias y las dificultades en el transporte,
ha sido extraordinario.
Un caso paradigmático puede ser el de los nazis y
los que, mentalmente, se siguen asimilando a ellos, a veces hasta en las obras.
Pese a lo que creyeron y difundieron, la raza aria, por usar sus términos, no
era una entidad pura surgida en los bosques mitológicos del Rin, antes bien,
eran -son- los descendientes de oleadas invasoras procedentes de las estepas
ucranianas y de los Urales, justamente a los que ellos consideraban, por
eslavos, como clase humana inferior (Untermensch). Por no hablar de la sangre
judía, en algunos casos en un cuarto o más que circulaba por las venas de sus
dirigentes. Así que, si se hubiera ido hacia atrás en el tiempo, alguno podría
haber acabado en un campo de exterminio.
Para quien tenga interés en estos temas, un libro
clave es el de David Reich, profesor de genética en Harvard, “Quienes somos y
cómo hemos llegado hasta aquí”, uno de los mayores especialistas mundiales en
análisis de ADN, donde describe a las mil maravillas, con datos comprobados el
increíble movimiento de los grupos de población que a lo largo de los siglos
fueron yendo para acá y para allá en todos los continentes, siendo el caso más reciente,
ya en el límite con los tiempos históricos de la población de las Américas de
la oleada humana que atravesó desde Asia, por el estrecho de Bering y fue
cayendo en lo que nosotros conocemos como indios (los de las plumas), los antecesores
de los incas o las tribus, cada vez menos perdidas, del Amazonas. Ha sido
relativamente fácil encontrar los mismos rasgos genéticos en algunas de estas
tribus que en los indios momificados en los pueblos de Nuevo Méjico, con el
intermedio de 11.000 años por medio.
Así que yo no desespero por si acaso dentro de unos
años, la genética da algún salto mortal más, y a golpe de laboratorio, en mi
bastoncillo almacenado en algún depósito biomédico tejano, puedan averiguar
algún detalle más. No sé, algún rasgo de neandertal o denisovano, lo de moro,
negro y judío ya lo doy por hecho.
Por si acaso, aviso, tengo sumo cuidado de mi martillo,
ese pequeño mecanismo morfológico en el interior del oído humano. Esa es la
parte, como ha pasado en las zonas húmedas de Oceanía, donde mejor se conserva
el milenario ADN de la raza humana. Es decir, que aunque vuelva al polvo de
donde vine, mientras quede mi martillo, habrá esperanza de que algún
investigador compruebe, para ser exactos, confirme, que después de todo, de
ibérico tendré muy poco.
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