martes, 21 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XXXVI: El martillo


Por poco que sea, no deja de ser sorprendente. Jamás en mi vida me lo hubiera imaginado. Pero sí, sangre nigeriana corre por mis venas engendradas en una aldea del norte de Castilla la Vieja. Eso que nací en una época donde los negros sólo eran conocidos por las películas de Tarzán en la primera cadena de TVE. Es cierto que deben de ser un puñado de células, pero ahí están. Además, probado científicamente. Se trata del 1% de las diferencias etnias que a lo largo de los siglos han terminado por aposentarse en mi cuerpo. No sé si también en mi alma.

En realidad, ese 1%, más precisamente el 1,2%, corresponde a mi padre, quien antes de irse al otro mundo, en la gloria de Dios esté, le hicimos un examen de ADN. Todo muy sencillo e indoloro. Un pequeño bastoncillo, similar a los que se usan para limpiar los oídos, frotado unos veinte segundos por el interior de un carrillo derecho, otro artilugio similar por el otro carrillo.

El resto, tras unas cuatro semanas de espera, llegó vía Internet, por el módico precio de 69 euros, desde algún laboratorio en Houston. Aunque 69 euros no parecen una cantidad exagerada por abrir la boca al mirar la pantalla y cerciorarme de que tengo un antepasado nigeriano. Técnicamente no sabría el porcentaje de ADN que se transfiere de padre a hijo, me quedé con la simplicidad de las leyes de Mendel en Ciencias Naturales de tercero de bachillerato, aunque sin duda algo resta.

Yo, dada la apariencia física y la tez más bien morena de mi padre, aunque no sabría decir, si le venía de raza o de las solanas que le caían encima agavillando centenos en el páramo castellano, ya sospechaba que algo de africano le había otorgado la naturaleza. Aunque lo de nigeriano fue una sorpresa en toda regla, el 8,7% de norafricano no lo fue tanto. A mi padre le hubiera resultado extremadamente fácil confundirse con los rifeños del Atlas marroquí.

Pero el mestizaje de mi padre continuaba en otros alejados parajes, con un 10,9% procedente del norte de Europa, a saber: 2,7% de escandinavo y un notable 8,2% de inglés. Así pues, mi señor padre, era un excelente ejemplo de que uno es de donde se hace y no de donde se nace. Por su ADN, parece evidente que mi padre fue el resultado de abundantes hechuras, geográficamente distantes, las cuales, con toda seguridad, encierran numerosas incógnitas, perdidas, y no es una metáfora, de la noche de los tiempos y de la aventura del ser humano.

Por muy modesto y dueño de sus propias fronteras que uno se considere, como mi padre se creyó, limitado por la época que le tocó vivir, carente de recursos económicos con los que poder desplazarse allende la comarca, la región, incluso los mares.

En este sentido mi madre fue mucho más modesta. Después de todo lleva las huellas de Iberia y Europa del Oeste, comparado con la extensión de la Tierra como si sus antepasados no se hubieran movido del patio de la casa familiar. Aunque no todos porque ¡mira por dónde! lleva un pequeño, pero medibles en los sofisticados instrumentos de Tejas, uno por ciento de sangre judía, más precisamente askenazi. Habitantes, sufridores, perseguidos durante centurias en la Europa del Este: Rusia, Ucrania, Polonia y países limítrofes. ¿Cómo llegó a las venas de mi madre ese 1% askenazi? Más misterios del vagabundeo humano, fuera por obligación o necesidad.

Puestas así las cosas, mi caso, a fuerza de heredar, generación tras generación se han ido diluyendo los antepasados moros del Magreb, la negritud de África Occidental, el tesón por la supervivencia de los askenazis y resulta que soy un corriente y moliente ibérico, según mi estimación étnica, del 81,7%, el resto, es decir, el 18,3% se adscribe a Europa del Oeste, es decir, la costa atlántica de Europa.

Nada exótico, salvo si Dinamarca, que también es costa atlántica se considera muy alejada de la de Santander que es de donde procede originalmente la familia. Quizá algún pescador naufragado, algún mercader vikingo. Pero comparado con el pigmento nigeriano de mi padre o la huella judía de mi madre, no parece gran cosa.

Para quien no está muy versado en estos asuntos y carece de una formación científica, como es mi caso, conviene señalar que la genética ha dado un estirón extraordinario en el último par de lustros, trayecto que sigue su curso como fuente de la antropología, grandes movimientos de poblaciones a lo largo de la historia y, para mí, como la mejor vacuna contra el racismo y la exclusión por la procedencia cultural o geográfica. Pese a los sólidos fundamentos científicos, todavía queda un largo camino por recorrer. En los próximos años muchos se van a llegar una sorpresa monumental al apercibirse de que el mestizaje humano, pese a las distancias y las dificultades en el transporte, ha sido extraordinario.

Un caso paradigmático puede ser el de los nazis y los que, mentalmente, se siguen asimilando a ellos, a veces hasta en las obras. Pese a lo que creyeron y difundieron, la raza aria, por usar sus términos, no era una entidad pura surgida en los bosques mitológicos del Rin, antes bien, eran -son- los descendientes de oleadas invasoras procedentes de las estepas ucranianas y de los Urales, justamente a los que ellos consideraban, por eslavos, como clase humana inferior (Untermensch). Por no hablar de la sangre judía, en algunos casos en un cuarto o más que circulaba por las venas de sus dirigentes. Así que, si se hubiera ido hacia atrás en el tiempo, alguno podría haber acabado en un campo de exterminio.

Para quien tenga interés en estos temas, un libro clave es el de David Reich, profesor de genética en Harvard, “Quienes somos y cómo hemos llegado hasta aquí”, uno de los mayores especialistas mundiales en análisis de ADN, donde describe a las mil maravillas, con datos comprobados el increíble movimiento de los grupos de población que a lo largo de los siglos fueron yendo para acá y para allá en todos los continentes, siendo el caso más reciente, ya en el límite con los tiempos históricos de la población de las Américas de la oleada humana que atravesó desde Asia, por el estrecho de Bering y fue cayendo en lo que nosotros conocemos como indios (los de las plumas), los antecesores de los incas o las tribus, cada vez menos perdidas, del Amazonas. Ha sido relativamente fácil encontrar los mismos rasgos genéticos en algunas de estas tribus que en los indios momificados en los pueblos de Nuevo Méjico, con el intermedio de 11.000 años por medio.

Así que yo no desespero por si acaso dentro de unos años, la genética da algún salto mortal más, y a golpe de laboratorio, en mi bastoncillo almacenado en algún depósito biomédico tejano, puedan averiguar algún detalle más. No sé, algún rasgo de neandertal o denisovano, lo de moro, negro y judío ya lo doy por hecho.

Por si acaso, aviso, tengo sumo cuidado de mi martillo, ese pequeño mecanismo morfológico en el interior del oído humano. Esa es la parte, como ha pasado en las zonas húmedas de Oceanía, donde mejor se conserva el milenario ADN de la raza humana. Es decir, que aunque vuelva al polvo de donde vine, mientras quede mi martillo, habrá esperanza de que algún investigador compruebe, para ser exactos, confirme, que después de todo, de ibérico tendré muy poco.

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