sábado, 11 de febrero de 2017

LA ORACIÓN

La primera vez que los chavales lo oyeron se miraron unos a otros con estupor. Debían de tener unos 8 años y aquella voz estentórea, que venía de la habitación de arriba, ellos estaban viendo en la tele un inane programa veraniego, se colaba de manera inquietante por entre las abombadas tablas de roble del techo. Tardaron unos instantes en reconocerla. No era otra que la del abuelo.

Como solía tener por costumbre, para no molestar -había estado con nosotros viendo la tele hasta que dieron el tiempo- se había ido a dormir sin despedirse. Así que la sorpresa resultó aún mayor. Tras un breve intervalo, los chicos terminaron por percatarse que quien hablaba a sólas era el abuelo viejo, como le solían llamar. Y aunque apenas se entendía nada de lo que decía, no pudieron reprimir la carcajada porque el abuelo iba elevando, paulatinamente, su voz, casi casi a voz en grito. Aunque apenas se entendía lo que farfullaba.

Algo parecido me había pasado a mí la primera vez, un par años antes, en pleno invierno, cuando le oí por primera vez en circunstancias similares. Primero pensé que estaba leyendo el “papel” en voz alta. Pero como esto no tenía sentido a hora tan tardía, se me pasó por la cabeza que había enfermado y pedía auxilio con urgencia. Lo segundo era cierto. Estaba pidiendo socorro, pero a toda la corte celestial empezando por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y una retahíla de santos que yo sólo había oído en los oficios de Semana Santa. No sé si lo había estado haciendo durante toda su vida, con discreción, en voz más baja, como solía hacer la mayoría de las cosas. Más aún si éstas tenían un tinte religioso. Yo no me había dado cuenta hasta ese día de noviembre.

Entrado en años y cada vez más sordo, no advertía de que más que recitar la oración nocturna que, seguramente, había aprendido de pequeño, lo que hacía era suplicar a grito pelado. Yo diría que incluso con angustia. El tono exaltado de la plegaria se debía, posiblemente, a su sordera, pero a quien lo escuchara no le cabría ninguna duda de que oraba casi con desesperación.

Por la puerta entreabierta advertí que se había puesto de rodillas sobre la alfombra y, apoyados los antebrazos en la colcha de la cama, recitaba, con los ojos cerrados, apretados, más bien, la oración. Era un rezo que yo nunca había escuchado. Algo parecido al Acto de Contrición litúrgico del inicio de las misas, pero formulado en un vocabulario y una sintaxis mucho más antiguos que la versión postconciliar. Quizá fuera la traducción literal del antiguo Confiteor, la petición introductoria del perdón de los pecados, que Don Silvano, el cura del pueblo, nos había hecho aprender de memoria cuando nos llegó la edad de convertirnos en monaguillos. Cuando el latín todavía era de rigor en las celebraciones religiosas.

En una situación normal, la jaculatoria, sintaxis y vocablos obsoletos aparte, no habría significado otra cosa que el mero, casi banal, ritual de cualquier devoto feligrés de una aldea perdida en Castilla la Vieja. Pero la plegaria, puesta en boca de mi padre, a aquellas horas de la noche, recitada a grito pelado, producía un notable desasosiego. Al menos cuando la escuchabas por primera vez. “Señor, perdóname por mis innumerables pecados, por todos mis pecados, que he pecado mucho”, comenzaba la oración.

Con mi padre, jamás he hablado de religión. Bueno una vez, de forma tangencial y por un asunto muy puntual, pero esa es otra historia. Así que me resulta difícil, por no decir imposible, saber qué piensa de la divinidad de Jesús, si está plenamente convencido del dogma de la infalibilidad del Papa o si sigue creyendo en la literalidad de la historia del Génesis. Con toda seguridad, jamás se ha planteado tales disquisiciones hermenéuticas. Es más, no creo que le hayan importado mucho. Sí, se puede afirmar que ha sido una persona razonablemente religiosa. Como lo suelen ser en los pueblos, más específicamente los hombres. De cumplir. Con lo justo y necesario para dar satisfacción al señor cura, a la tradición secular de las familias, a la propia conciencia, al sentido de culpabilidad impermeable a cualquier desafección contra la piedad y el fervor. Ni más, ni menos.

Su religión ha sido la que le han transmitido, a lo largo de las décadas, los diferentes párrocos que ha tenido el pueblo. Asumir, con la fe ciega del carbonero, en este caso más bien del labrador, como buen devoto católico, lo que le han ido soltando desde el púlpito, desde que tenía uso de razón. Uso de razón que, oficialmente, le llegó el 24 de abril de 1932. Como proclama el recordatorio enmarcado en la entresala. Una especie de orla religiosa donde un comulgante, bien trajeado y peinadito, se postra delante del cáliz, acompañado del Buen Jesús. Debajo su nombre y la fecha del evento. Una estampa típica de la época, rezumando simbología sobre la pureza y la piedad infantil.

Yo le recuerdo, a partir de los sesenta, como un hombre piadoso, sin caer en la beatería que también se daba en algunos hombres de la aldea. Austero y sin aspavientos en sus prácticas. Fiel cumplidor de los domingos y fiestas de guardar. También perteneció, hasta que desapareció por falta de miembros, a la Cofradía de la Veracruz, la única que había en el pueblo, y en cuyas procesiones solía portar el pendón morado. Tenía por costumbre asistir a la misa de los domingos, desde el Coro, en la parte posterior de la iglesia, donde según la costumbre se sentaban todos los hombres y mozos. Las mujeres, según dicta la tradición, en los bancos delanteros. Y por Pascua Florida solía ir a confesarse y comulgar. Quizá, últimamente, incluso algún domingo más a lo largo del año.

Aunque su religión tuviera un matiz marcadamente ritualista no por ello dejaba de tener una vertiente práctica. Raramente solía discutir con los vecinos y, creo yo, que en general siempre lo han considerado una persona de bien, justa y generosa. Siempre era de los primeros con el carro para acercar el cascajo, cuando tocaban a huebra para reparar la escalera de caracol de subida a la torre, siempre preparado para limpiar las bóvedas de la nave principal de las inmundicias de las garduñas o presto a cavar, apenas tocaban a muerto, la fosa en el cementerio, al lado del río, para sepultar al último difunto.

A finales de los sesenta todavía recorrían las aldeas del valle una abundante y variopinta tropa de pobres, a los que entonces se denominaba como pobres de solemnidad. Era frecuente que a lo largo de la semana aparecieran por las casas tres o cuatro diferentes. Más bien hombres, aunque también había algunas mujeres. Mientras mi madre era la encargada de darles comida caliente, sopa de ajo, si llegaban por la noche, o torreznos y una reineta asada si aparecían al mediodía, era mi padre el encargado de ofrecerles alojamiento.

Este, invariablemente, consistía en extender algún saco de yute en el pajar, en la parte donde guardábamos la hierba seca del prado de Santamarina. Allí, con el calor del ganado y la mullida cama de heno, el tío Catedrales o el pobre Lucinio sabían, con toda certeza, que siempre encontrarían acomodo para pasar la noche. Resguardo especialmente imprescindible desde noviembre hasta bien entrada la primavera. Eso sí, mi padre siempre ponía dos condiciones.

Primero: terminantemente prohibido fumar. No sólo por el peligro de incendiar el pajar sino también por razones morales. Nunca fumó y consideraba el tabaco como una costumbre muy perniciosa. Esencialmente porque consideraba que era dilapidar el dinero que tanto costaba ganar. El segundo requisito para tener derecho al hospedaje, fuera invierno o verano, consistía en acudir al día siguiente a misa de ocho. El tío Catedrales, un fornido lebaniego, muy aficionado al morapio, cierta mañana no se levantó. Cuando vino mi padre con el primer acarreo de miés y observó que roncaba a pierna suelta, ni corto ni perezoso, cogió las alforjas del buen hombre y le puso de patitas en la portada y, de allí, a la calle.

Como no llegué a aprender su oración de arrepentimiento, hace unas semanas le pregunté si se acordaba de su contenido. Me miró con los ojos extrañados, frunció el entrecejo y no dijo nada. Dando a entender que no se acordaba. En realidad, creo que al minuto ni se acordaba que no se acordaba. Desmemoriado, seguro que ya no se acuerda de los pecados por los que rogaba con tanto ardor por el perdón del Altísimo, ni de la oración con la que impetraba misericordia a voces. O acaso llega un momento en la vida donde ya no hace falta pedir perdón. El todo misericordioso, Yaveh, padre de Abrahán, padre de los creyentes (“Y sacóle fuera, y dijo: Mira ahora a los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar” Gen 15,5), seguro que no se preocupa por las minucias y bagatelas de toda una vida, noventa y dos años, sin dejar de poner la mano en la esteva del arado. Todo lo demás se te dará por añadidura, que dijo alguien unos cuantos años más tarde. Incluso aunque hayas despedido con malas pulgas al Tío Catedrales por no acudir a misa de ocho.

Así que el que realidad está arrepentido soy yo. Por no haber transcrito la oración infantil de mi padre cuando tuve la oportunidad de hacerlo. Cuando lo observé por la puerta entreabierta, desde la entresala de la segunda planta, mientras recitaba la oración a grito pelado. Ahora, mucho me temo, que resulte del todo imposible.


Aunque me compensó sobradamente esperar a que acabara. La noche era oscura como boca de lobo. Desde la ventana de la entresala, por encima de la chopera, al otro lado del río pequeño, ahora helado, en un arco perfecto, como sólo es posible divisarla en las noches oscuras de la Meseta, allá arriba, inmensa e infinita, brillaban en todo su esplendor los millones de estrellas que conforman la Vía Láctea. Se me ocurrió que serían exactamente las mismas, milenio arriba, milenio abajo, que las que había observado nuestro padre Abrahán cuando emprendió el camino desde Ur de los caldeos hasta Harrán. Me quedé en silencio, escuchando. Hasta que mi padre dijo Amén.