domingo, 9 de diciembre de 2012

La Calle Mayor


A las 8 de la mañana no se apercibe ni un alma, ni un cuerpo, a lo largo del kilómetro y pico de empedrado que abarca. No es de extrañar. La niebla y los cinco grados bajo cero que han arropado durante la noche la alargada columnata de los soportales han dejado impresa su trama fina de escarcha en las bases de la piedra tallada, al ras del suelo. Por alguna extraña razón, la acera de la izquierda, según se mira hacia el norte, ha conservado, casi intactos, salvo ciertos tramos próximos a algunas bocacalles, los pilares de doble altura, rectangulares y austeros, libres de todo adorno, engarzados a los capiteles de madera. Mientras que en la parte de la derecha, que en una época no muy lejana también los tuvo, han desaparecido por completo.

En su lugar han aparecido ostentosas fachadas acristaladas de bancos, marquesinas de neón anunciando tiendas de videojuegos, oficinas de inmobiliarias con decenas de carteles solapados ofreciendo gangas. Por su parte, algún diseñador minimalista, como si hubiera uno sólo para todas las cadenas de ropa para adolescentes existentes en la ciudad, ha repetido en los escaparates de las diferentes marcas, o quizá sean las mismas, los aderezos visuales con objetos variados, apenas si hay maniquíes, en repetitivo negro, copiados de alguna tienda norteamericana. De hace alguna temporada. A la capital de provincias, incluso en estos tiempos modernos de Internet, la moda sigue llegando, como lo hizo siempre, con retraso. No con ocho o diez años, como antaño, pero con un mínimo de dos.

Este paralelismo asimétrico de soportales por un lado y su inexistencia por la acera opuesta conforma una extraña percepción visual. Cuesta decidirse ¿sigue siendo la elegante Calle Mayor que fue en otro tiempo o una banal galería de cualquier centro comercial? Hasta el inevitable chino, Gran Bazar Fu San S.L. se ha entrometido para aumentar la confusión de lo que fue y lo que es. Algún peripatético emprendedor de última hora ha dado con un adecuado nombre para un “pub”, aunque acaso no muy original y con una ene menos, Kilkeny. El equilibrio, aunque sea ya por la mera supervivencia –podrán negarlo, pero es una batalla perdida- viene marcado por los comercios tradicionales, con nombres de toda la vida: Pañerías Cebrián, Tejidos San Luis, Zapatos El Toro y Confecciones Olmedo. Un poco más adelante, milagro inaudito de la resistencia cultural, la Librería Merino. A través de su puerta, conformada por pequeñas retículas de cristal esmerilado, se adivina todavía el antiguo mostrador de roble, repintado en un rojo burdeos mate, aunque antes fue verde manzana, azul cielo y una docena de tonos precedentes, cambiados, más o menos, cada diez años. Arrinconada, la librería, casi sólo para libros infantiles, subsiste y persiste, entre dos franquicias de audífonos y aparatos variopintos para la sordera

Resultan chocantes las tiendas especializadas en aparatos para la vista y el oído que se encuentran, últimamente, a uno y otro lado de la Calle Mayor. No menos de una decena de estas franquicias ofrecen servicio, a una clientela previsiblemente abundante. Basta recordar los peatones que ayer colmaban, es un decir, al atardecer, la Calle Mayor. La media de edad de los paseantes rebasaba, con creces, los cincuenta y seis. Es, sin duda, una Calle Mayor para viejos. Algunos caminaban derrengados, preocupados por no tropezar en algún obstáculo inesperado, otros apoyados en el brazo de asistentas con fisonomía sudamericana. Los únicos jóvenes fueron un par de rumanos ensimismados en una vocinglera conversación plena de ademanes y un africano arrastrando una bolsa de deportes demasiado voluminosa incluso para su corpachón de atleta, indumentaria escasa y tiritando de frío. Pese a la festividad, un par de cadenas de perfumería profusamente iluminadas, ¿para quién? permanecían abiertas. Incluso el inmenso escaparate de Zara, más adecuado para algún país del  Golfo Pérsico que para esta llanura esteparia, estaba iluminado como si mañana, hoy, llegara el fin del mundo. Entraron, menos es nada, un par de adolescentes.

La Calle Mayor, en otros tiempos más pujantes, hormigueaba con gentes que acudían de los pueblos para hacer recados tan diversos como cumplir con algún trámite burocrático o arreglar el despertador de cuerda. O simplemente comprar una llave de tuercas inglesa en Maquinaria Urbón. Durante la jornada, hasta que regresaban a los pueblos, la Calle Mayor se convertía en el lugar de tránsito para ir a todos los sitios: desde la consulta al médico especializado en reumatismos a la reparación del calzado en el zapatero remendón. Llegaban a primera hora en el coche de línea, desaparecían a media tarde en los autobuses que salían de la calle Correos. En ese interín, por unas horas, todos los días de la semana, salvo domingos, la Calle Mayor hacia honor a su nombre.

Con el paso del tiempo se ha transformado en un refinado paseo urbano, mayormente vacío, edulcorado con tiendas estériles. En la penúltima bocacalle, al resguardo del cierzo, sobrevive la castañera, (“no las hay mejores de aquí hasta el Bierzo)”, sirviendo un docena, bien calentitas, a un cura ensotanado. Mayor, claro. Una señorona parecida a las de antes, cuando todavía vivían señoras de caciques y terratenientes en la capital, entra emperifollada, con su abrigo de visón en el Casino (150 le contemplan, al Casino), tras descender de un Porsche Cayenne. Un par de viejos, cada uno apoyado en su cachaba, avanzan con tiento, la niebla empieza a descender y humedece el enlosado. “Hoy las tierras no valen nada”, afirma uno de ellos, canoso y con la chaqueta de pana, cerca de los ochenta. Hay cosas que no cambiarán jamás.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Cuento irlandés de medianoche

Abajo, en el fondo del valle salpicado con luces, la oscuridad estaba cayendo, cegando las últimas luces del atardecer, difuminando las frágiles silue­tas de tejados y praderas. Nevaba. Pronto el valle, visto a la luz de la luna, se empezó a cubrir con un velo blanco de nieve y silencio. Los senderos perdían sus tortuosos trazados y las colinas parecían más suaves y lejanas. Las cercas de lastras, que separaban al azar las propiedades, y los arbustos de fucsia, con sus innumerables ramas desnudas apuntando en todas las direcciones, adquirían una presencia esperpéntica y fantasmal.

Solamente el diminuto arroyo que serpenteaba a través de las granjas y laderas parecía li­brarse de los persis­tentes copos de nieve. Era más bien extraño ver caer la nieve sobre aquellas colinas que a poca distancia se agolpaban en torno a escarpados acantilados y se desplomaban en el vacío de un bravo y -generalmente en invierno- rugiente mar. Dos millas en la distancia, a través de la claridad desprendida por la nieve al caer, se podían sentir a las olas, arrojar al viento penachos de espuma. Y más allá el silencio. Nevaba. Toda esta calma era un sueño, un paraíso perdido, un lugar sobre la tierra, quizá el último, viviendo al ritmo y sólo al paso de las estaciones. Nevaba.

Rasgando el silencio de la medianoche la campana de la pequeña iglesia, llamaba a misa. Y a través de los caminos que ascendían a la cima de Brandon Hill, donde la pequeña iglesia resistía tormentas y tempestades, las antorchas y hogueras brillaban como luciérnagas en una noche de estío. Desde Ballyferriter, jus­tamente al otro lado de la bahía de herradura, las luces penetrando la distan­cia recordaban a los héroes de guerra y las mil libertades ganadas con el quejido melancólico de las gaitas. Sin embargo, en esta cruda noche nada disturbaba el tangible silencio.

Las botas de los casacas rojas, hollando los campos, ha­bían desaparecido hacía largo tiempo, los fogonazos sangrientos y el redoblar de los tambores sólo permanecían vivos en la memoria colectiva. Esa noche, las casi invisibles aldeas desparramadas alrededor de las encrucijadas -e incluso el mar- perspira­ban quietud y silencio. Como si el mundo no existiera más allá de la carretera a Dingle, o las luces apenas perceptibles de Tralee parpadeando en la oscuridad vinieran desde alguna galaxia inalcanzable.

Mientras sus padres iban de camino a Brandon Hill, Boru se quedó adormilado al lado de la hornacha. Diez años respirando el aire salado cerca del interminable océano, habían teñido su cabello con una ligera sombra castaña, quizás eco del lejano horizonte, la lejana perspectiva del cielo, fundiéndose con el fin del mar, en aquellas meridianas tardes de verano cuando Boru miraba y miraba, hora tras hora las gaviotas volar a contracorrien­te.

Desde que él aprendió a mirar, la tierra solo tenia dos colores según contemplara las colinas o las olas. Por eso no le gustaba la nieve blanqueando laderas y cimas. Esa nieve que no le había permitido ir arriba -a Brandon Hill- con sus padres. "Quédate aquí, y mañana todos juntos iremos a visitar al abuelo", había dicho su madre. Boru tenía miedo de quedarse solo en casa, porque aquella cortina blanca hacia que cada cosa pareciera como un monstruo de leyenda. Además, Nochebuena tenía para él un mágico senti­miento, allá arriba, cantando villancicos y andando detrás de los Tres Magos, en el pequeño belén colocado en el porche de la iglesia.

Aunque por otra parte Boru sabía de sobra que la visita a su abuelo siempre merecía la pena. ¡Cuántas historias no habría oído reclinado sobre sus rodillas! Reyes poderosos cayendo en la batalla, generosos guerreros venciendo lo invencible ... Verdad o fantasía era algo que no le importaba mucho a Boru. A través de su abuelo, Boru había viajado con los pione­ros americanos, soportado inenarrables peligros al pescar tiburones en las costas de Arán. Historias de mendigos-músicos, gloriosos capitanes, odiosos pira­tas, gente cuerda que se volvía loca, santos predicando a tribus paganas, cuentos sobre olvidados imperios y princesas sufriendo amores lacerantes en castillos en­cantados. Así tardes y más tardes.

Boru se despertó con el crepitar de un tron­co mojado en la chimenea. Leyendas de Navidad … cuen­tos de Navidad. Sí. Recordó uno que había escuchado cuando tenía seis años. "Todos los años, en la medianoche del veinticuatro de Diciembre -dijo su abuelo- cuando en la iglesia las campanas repican a Gloria, allá -y señaló un indefinido lugar en la dirección del océano, sobre la isla de Great Blasket- la luna comienza a danzar". Nadie le replicó porque nadie podía. ¿Quién iba a salir de la iglesia para verlo? El viejo cura, condenaría a cualquiera que lo hiciera al fuego eterno y rechinar de dientes. Y si algu­no desafiaba los terrores divinos se arriesgaría a ser llamado en todo lo ancho y largo del valle: "El loco de la Nochebuena" o "El loco-creyente-en-cada-viejo­idiota-abuelo" o para acabar antes, simplemente: "estúpido". ¿La luna danzando? ¡¡ i La luna danzando! !!. Y el pequeño Boru, sintió valentía de héroes recorrien­do sus venas. ¡Ver la luna bailando!

La nieve le llegaba a las rodillas y la carretera que tantas veces Abia andado Boru, había desaparecido por completo, como tragada por ese blanco y ancho monstruo helado que se esparcía a través de cada rincón del valle. Boru sabía que desde la cumbre de Kerry Hill, en los días claros se podía divisar la Great Blasket, e incluso en días excepcionalmente abiertos también Inishvicklane. El resplandor de la luna venía desde aquel lado, así que Boru subía tan rápidamente como podía.

Una veintena de veces tropezó en la maleza escondida y otras tan­tas reemprendió la marcha con renovada energía. Medio hundido en los campos de nieve la distancia se hacia infinita. Desde Brandon Hill, llegaban los ecos y la melodía del "Señor ten piedad". Boru entendió que sólo tenia una oportunidad de ver la luna danzar, esa noche o nunca. ¡Deprisa! ¡Deprisa!. Repentinamente la nieve cesó de caer, y al alcanzar la cima, la silueta inconfundible de la Great Blas­ket, se recortaba borrosamente contra el oscuro mar. ¡Señor ten piedad! El rumor de los cánticos desde la otra colina se apagaba lentamente. La luna colgaba del cielo, un perfecto globo de luz blanca. ¡Ahora! ¡Tiene que ser ahora! La cam­pana rompió el silencio. ¡Gloria a Dios en las alturas! La luna estática, quieta, un círculo de mármol más inamovible que nunca. Y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Nada. ¡Eh!.

 Boru miró arriba una y otra vez, se frotó los ojos y como si fuera un… la luna no estaba allí. La Great Blasket era ahora una sombra negruzca. Boru miró hacia el norte. Si. Allí estaba la luna. ¿Estaba? ¿No estaba? Ahora estaba hacia el sur, justamente en la vertical de Slea Head. En aquel momento la luna se volvió loca. Se dejaba caer sobre la superficie del mar y vertiginosamente ascendía las alturas. Arriba, hacia el cielo. Boru, levantó su brazo derecho y la luna fue rauda hacia la izquierda, el izquierdo y la luna a la derecha.

El corazón de Boru palpitaba salvajemente. La luna había impregnado el espacio con una multitud de relampagueantes estelas. Y seguía. Boru empezó a danzar alborozado, rebosante de felicidad, y cuanto más bailaba más se hundía en la nieve. Aquello era un hechizo reflejado en un inconmensurable espe­jo. El cielo parecía acoger mil lunas. Desde Brandon Hill, las últimas notas del "Gloria" resonaban nítidamente. Amén. Y un poderoso martillo clavó la luna en el cielo para siempre. Y el cielo, el mar recobraron sus oscuros horizontes de la medianoche. La luna se volvió quieta y seria. Como tú la puedes ver cada anochecer. Surcando el silencio de los espacios no habitados (Cork, 1982).