A las 8 de la
mañana no se apercibe ni un alma, ni un cuerpo, a lo largo del kilómetro y pico
de empedrado que abarca. No es de extrañar. La niebla y los cinco grados bajo
cero que han arropado durante la noche la alargada columnata de los soportales han
dejado impresa su trama fina de escarcha en las bases de la piedra tallada, al
ras del suelo. Por alguna extraña razón, la acera de la izquierda, según se
mira hacia el norte, ha conservado, casi intactos, salvo ciertos tramos próximos
a algunas bocacalles, los pilares de doble altura, rectangulares y austeros,
libres de todo adorno, engarzados a los capiteles de madera. Mientras que en la
parte de la derecha, que en una época no muy lejana también los tuvo, han
desaparecido por completo.
En su lugar
han aparecido ostentosas fachadas acristaladas de bancos, marquesinas de neón
anunciando tiendas de videojuegos, oficinas de inmobiliarias con decenas de
carteles solapados ofreciendo gangas. Por su parte, algún diseñador
minimalista, como si hubiera uno sólo para todas las cadenas de ropa para
adolescentes existentes en la ciudad, ha repetido en los escaparates de las
diferentes marcas, o quizá sean las mismas, los aderezos visuales con objetos variados,
apenas si hay maniquíes, en repetitivo negro, copiados de alguna tienda
norteamericana. De hace alguna temporada. A la capital de provincias, incluso
en estos tiempos modernos de Internet, la moda sigue llegando, como lo hizo
siempre, con retraso. No con ocho o diez años, como antaño, pero con un mínimo
de dos.
Este
paralelismo asimétrico de soportales por un lado y su inexistencia por la acera
opuesta conforma una extraña percepción visual. Cuesta decidirse ¿sigue siendo
la elegante Calle Mayor que fue en otro tiempo o una banal galería de cualquier
centro comercial? Hasta el inevitable chino, Gran Bazar Fu San S.L. se ha
entrometido para aumentar la confusión de lo que fue y lo que es. Algún
peripatético emprendedor de última hora ha dado con un adecuado nombre para un
“pub”, aunque acaso no muy original y con una ene menos, Kilkeny. El equilibrio,
aunque sea ya por la mera supervivencia –podrán negarlo, pero es una batalla
perdida- viene marcado por los comercios tradicionales, con nombres de toda la
vida: Pañerías Cebrián, Tejidos San Luis, Zapatos El Toro y Confecciones
Olmedo. Un poco más adelante, milagro inaudito de la resistencia cultural, la Librería
Merino. A través de su puerta, conformada por pequeñas retículas de cristal
esmerilado, se adivina todavía el antiguo mostrador de roble, repintado en un
rojo burdeos mate, aunque antes fue verde manzana, azul cielo y una docena de
tonos precedentes, cambiados, más o menos, cada diez años. Arrinconada, la
librería, casi sólo para libros infantiles, subsiste y persiste, entre dos
franquicias de audífonos y aparatos variopintos para la sordera
Resultan chocantes
las tiendas especializadas en aparatos para la vista y el oído que se
encuentran, últimamente, a uno y otro lado de la Calle Mayor. No menos de una
decena de estas franquicias ofrecen servicio, a una clientela previsiblemente
abundante. Basta recordar los peatones que ayer colmaban, es un decir, al
atardecer, la Calle Mayor. La media de edad de los paseantes rebasaba, con
creces, los cincuenta y seis. Es, sin duda, una Calle Mayor para viejos.
Algunos caminaban derrengados, preocupados por no tropezar en algún obstáculo
inesperado, otros apoyados en el brazo de asistentas con fisonomía sudamericana.
Los únicos jóvenes fueron un par de rumanos ensimismados en una vocinglera
conversación plena de ademanes y un africano arrastrando una bolsa de deportes
demasiado voluminosa incluso para su corpachón de atleta, indumentaria escasa y
tiritando de frío. Pese a la festividad, un par de cadenas de perfumería
profusamente iluminadas, ¿para quién? permanecían abiertas. Incluso el inmenso
escaparate de Zara, más adecuado para algún país del Golfo Pérsico que para esta llanura esteparia,
estaba iluminado como si mañana, hoy, llegara el fin del mundo. Entraron, menos
es nada, un par de adolescentes.
La Calle
Mayor, en otros tiempos más pujantes, hormigueaba con gentes que acudían de los
pueblos para hacer recados tan diversos como cumplir con algún trámite
burocrático o arreglar el despertador de cuerda. O simplemente comprar una
llave de tuercas inglesa en Maquinaria Urbón. Durante la jornada, hasta que
regresaban a los pueblos, la Calle Mayor se convertía en el lugar de tránsito
para ir a todos los sitios: desde la consulta al médico especializado en
reumatismos a la reparación del calzado en el zapatero remendón. Llegaban a
primera hora en el coche de línea, desaparecían a media tarde en los autobuses
que salían de la calle Correos. En ese interín, por unas horas, todos los días
de la semana, salvo domingos, la Calle Mayor hacia honor a su nombre.
Con el paso
del tiempo se ha transformado en un refinado paseo urbano, mayormente vacío, edulcorado
con tiendas estériles. En la penúltima bocacalle, al resguardo del cierzo,
sobrevive la castañera, (“no las hay mejores de aquí hasta el Bierzo)”,
sirviendo un docena, bien calentitas, a un cura ensotanado. Mayor, claro. Una
señorona parecida a las de antes, cuando todavía vivían señoras de caciques y
terratenientes en la capital, entra emperifollada, con su abrigo de visón en el
Casino (150 le contemplan, al Casino), tras descender de un Porsche Cayenne. Un
par de viejos, cada uno apoyado en su cachaba, avanzan con tiento, la niebla
empieza a descender y humedece el enlosado. “Hoy las tierras no valen nada”,
afirma uno de ellos, canoso y con la chaqueta de pana, cerca de los ochenta.
Hay cosas que no cambiarán jamás.
La de veces que hice esa calle arriba y abajo en mis tiempos de estudiante.
ResponderEliminarMuy bueno tu blog
Un abrazo
Juan