jueves, 30 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XLV: Murciano


Tengo una enorme debilidad por todo lo que tenga que ver con el mundo judío, tanto el israelí como el israelita. Algo menos por el israelí si se puede decir sin herir sensibilidades políticas. Aunque reconozco que he pasado por diversas etapas en este último apartado. Incluso de admiración por lo de Entebbe, la Guerra de los Seis Días, Yom Kippur y otras hazañas bélicas. 

Curiosamente, aquella fase pasó a mejor vida tras dos años en Jerusalén, pese a tener muy buenos amigos y compañeros de estudios judíos. Fue durante la primera intifada y mis profesores, alguno de ellos de linaje judío, eran, en su inmensa mayoría pro palestinos. 

No tanto porque residiéramos en los arrabales de la parte árabe de la ciudad, que también, sino porque algunos de ellos, después de haber pasado por tres guerras, tras cada una de las cuales vieron disminuir los territorios árabes a marchas forzadas, y administraciones varias: desde el mandato británico, el Gobierno jordano y, finalmente, la Jerusalén ocupada, habían sufrido en sus propias carnes las restricciones, órdenes y, ocasionalmente, abusos de la autoridad al mando, en este caso la israelí. 

Entrar en el avispero de esta discusión sería un debate interminable y, posiblemente, fútil. Ya he mantenido unos cuantos con los de un bando y los del otro. Imposible encontrar un punto de encuentro, ni siquiera en medio de las fiestas, donde todos revueltos, celebrábamos el fin de un viaje arqueológico o la despedida de un colega que había tenido un “cum laude” en una oscura tesis sobre algún versículo del profeta Oseas.

También, más tarde, en Japón donde una pareja, Zippy 'and husband', me apostaría mil siclos de plata a que eran del Mossad, hicimos muy buenas migas. Siempre nos preguntábamos qué es lo que hacían en Extremo Oriente, tan lejos de intifadas y resoluciones inútiles de la ONU. Bromeábamos que se dedicaban a vender Uzis a los japos. Ellos sonreían, pero ni sabían, ni respondían. He intentado buscarlos por las redes sociales, pero si su estancia en Tokio era una tapadera para camuflar alguna misión peligrosa, seguro que sus nombres no eran falsos. Aunque conservo fotos, acaso algún día me dé de bruces con ellos en algún noticiero. Pero de política hablamos en otra ocasión. 

Si yo fuera a Paris y no visitara la Pâtisserie Murciano es como si fuera a Roma y no visitara el Coliseo. Así que no hay vez que vaya y que no me pase a dar buen recaudo de una bandejita de pasteles enmielados, pegajosos, tan dulzones como para matar a un diabético de un solo bocado. Para mí, poco experto en las golosinas mediorientales, que son muy parecidos, cuando no idénticos, a los que venden los palestinos en el mercadillo de la Puerta de Damasco, en la Ciudad Santa. No hay viaje a la Ciudad de la Luz que no termine en el dulce Marais de pobladas kippas.

Por Murciano parece no pasar el tiempo, al menos, que yo recuerde, desde el año 1986. La marquesina de azul intenso, la menorah en el mismo sitio del escaparate, las guedejas del judío ortodoxo que despacha con el tirabuzón a la misma altura de las orejas, las jóvenes -no sé si son madres o adolescentes, o ambas cosas a la vez- que se turnan sacando los dulces del obrador siempre la cabeza cubierta con el mismo pañuelo de colores apagados. Escrutando, con aire de desconfianza, a los nuevos clientes. Como yo, que aparezco de cada dos o tres meses y por lo tanto no soy de los que compra los “strudel” cada víspera de Sabbat.

Pero lo entiendo. Justamente enfrente, atravesando la calle, en agosto de 1982 un comando terrorista palestino mató a seis clientes del restaurante judío Goldeberg. Han pasado muchos años, sí, pero los recovecos de servicios secretos, grupos terroristas, acuerdos bajo mano, incluso hasta el mismo Hafed-el-Assad, dicen algunos que estuvo por medio, es como para no inspirar confianza alguna a uno sólo de estos habitantes venidos de Rusia y Medio Oriente, a partir del siglo XIX. 

El encargado, el de las guedejas y la kippa, me dice que no soy el primero que pregunta por el curioso nombre del establecimiento. No tiene del todo claro cómo llegaron sus antepasados a la parisina rue des Rosiers. Aunque sí que sabe que lo hicieron tras un largo periplo por Marruecos y Oriente Medio. “Mi padre habla español”, dice. Me quedo con las ganas de saber si es el estandarizado de la tele actual o el del siglo XV. El Sabbat comenzará en apenas una hora y el buen hombre, con una clientela apresurada que hace fila hasta la calle, no tiene tiempo para las genealogías. 

Así que retomo la historia en la Baja Edad Media. Historia increíblemente atractiva. Desde siempre me ha intrigado la capacidad identitaria, sobre todo la cultural y religiosa, que ha hecho posible que, errantes, perseguidos, casi aniquilados en tantas partes de Europa, los judíos hayan sido capaces de mantener su lengua, sus costumbres, sus tradiciones. Su fe. La misma historia de los judíos en el Reino de Murcia es extraordinaria, capaces de sobreponerse a todas las dificultades y persecuciones en esta tierra, durante tantos años frontera con el reino nazarí. Hasta el cataclismo de 1492, donde es fácil suponer que tuvo su origen la saga que terminó en el Marais de París. 

¡Cuánta trashumancia! Desde la vega del Segura, quizá incluso para ser más precisos, desde la Puerta de Orihuela, en Santa Eulalia -al ladico de donde está mi oficina de modesto funcionario- donde se asentaba la judería, por el norte de África, quizá Egipto o alguna de las posesiones del antiguo imperio británico para, en un círculo de peregrinación casi perfecto, alrededor del viejo Mediterráneo, retornar a la vieja Europa. Yo fantaseo con que antes que pasteleros, los antepasados del Murciano fueron, muchos judíos de la época destacaron en este oficio, alfaqueques, esto es, redentores de cautivos, para intermediar en el intercambio de prisioneros entre cristianos y moros. 

O quizá trujamanes, o sea, traductores, como expertos conocedores de la cultura de sus futuros enemigos íntimos, los musulmanes. Haym Muddar era el intérprete, podríamos decir jurado, del Concejo de Murcia que escribía la correspondencia que se enviaba a los predecesores de Boabdil en la Alhambra. Otro, Luis de Torres, ya converso, por obligación o devoción, formó parte, como traductor, de la tripulación del primer viaje de Colón. Estoy convencido de que el nomadismo, por iniciativa propia o fruto del odio racial y el antisemitismo, es un gen integral del mundo judío, navega por sus venas. 

Si el mismo padre fundador, Abrahán, inició la diáspora tiene sentido que sus descendientes nunca se detuvieran. En lugar de quedarse tranquilo en Ur de los Caldeos. “Entonces hablarás y dirás delante de Jehová tu Dios: Un arameo a punto de perecer fue mi padre, el cual descendió a Egipto y habitó allí con pocos hombres, y allí creció y llegó a ser una nación grande, fuerte y numerosa”, (Deut 26,5). 

En la tan larga como penosa errancia de los antepasados del Murciano, la vuelta al Mare Nostrum para terminar casi en el mismo sitio no parece una peripecia desmesurada, al menos no en términos de la larga y triste historia de sus congéneres. Por eso, cada vez que salgo del metro en la plaza del ayuntamiento parisino, la boca más cercana a tantas delicias del cosmopolitismo errante de los judíos, tengo el santo temor de que los descendientes del Murciano hayan bajado la persiana y se encuentre otra vez en los caminos de un nuevo destino donde aposentarse. Aunque sea por unos pocos años.

miércoles, 29 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XLIV: Camposantos


Entre las primeras fotos que hice en color de los parajes de los valles y páramos donde se asienta mi aldea, de las paredes de adobe que, por entonces estaban más o menos firmes, también se encuentran tres o cuatro del camposanto del pueblo. Antes de que uno de los alcaldes decidiera renovarlo, mover los restos de crucero que había en la puerta de entrada a una de las esquinas y, horror de los horrores, comenzaran, es propiedad municipal, a vender nichos. 

Como era de esperar, comenzó una competición, sobre todo en los que habían abandonado el pueblo y se habían convertido en emigrantes por erigir pequeños mausoleos, de granito apomazado de Orense o mármol importado de China, para ver quien los hacía más grandes o más lujosos. Conociendo las penurias que habían pasado sus antepasados, en épocas no tan lejanas, es decir, cuyos huesos se han terminado de pudrir bajo las frías losas, no me extrañaría que de vez en cuando se revuelvan en lo que quede de su tumba. ¡Qué paradojas! Ser pobre en vida y parecer rico en el más allá.

Antes no era así y esa fue siempre una de las razones por las que me gustaba el camposanto. Si la muerte, dicen, nos iguala a todos, no hay mejor metáfora que la de ser enterrado en el cascajo donde yacen tus abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, sin que el ser enterrado te otorgue el derecho a poseer la tierra en propiedad. 

La tierra no pertenece a nadie, menos a los muertos. Así que las únicas, casi insignificantes diferencias, eran si las cruces de hierro forjados tenían un pequeño adorno de una u otra manera, si la muerte te pilló entre los parientes de dos familias que toda tu vida habían vivido enemistadas o si eras bebe, en cuyo caso, tenían una esquinita, a la derecha según se entra. Para los suicidas, los pocos que hubiere, terminaban con lo que quedara de sus almas turbulentas, en un exterior, pero pegado a la tapia. Ya no era camposanto, salvo por lo que les tocaba de proximidad.

El caso es que, al cabo de unos años, cuando tantos se morían, porque tantos habitantes había, tus restos se juntaban, extraídos del polvo que ahora ocupaba tu tumba y, todos juntos, al llegar el nuevo viejo muerto, terminaban en el osario. Así que, sin temor a equivocarse, se puede afirmar que centenares de habitantes, se llevaran peor o mejor en vida, terminarán por pasar la eternidad juntos.

Por eso me chocó el cementerio de un pueblo cercano, que no está deshabitado, aunque no me cabe duda, que en unos años lo estará. Hace unos años ni los muertos, ni el muerto, para ser precisos, parece tener la compañía de sus congéneres, salvo que sea una ilusión óptica de mi Nikon FE. 

Pero así está, lo seguía estando en visitas más recientes, el camposanto de Vallespinoso de Aguilar. Es una lástima que poseyendo una de las ermitas románicas más bellas del norte de España y parte del extranjero, la de Santa Cecilia, termine uno hablando del cementerio que se encuentra a sus pies. Literalmente, porque la encantadora iglesia se encuentra encima de una colina de postal. Desde que éramos niños, los diminutos cementerios de las aldeas del norte de Castilla, como este de Vallespinoso, y por supuesto el de la mía, nos imponían respeto. 

Allí se iba para lo justo y necesario: enterrar a los muertos. Como mucho, para rezar algún responso el Día de los Difuntos. Si la tierra, como ponía en la tapia de un cementerio de Soria, es para quien la trabaja, nunca mejor se pudo aplicar el dicho que a los camposantos de Castilla. Como mencioné más arriba, hasta hace unos años nadie poseía su propia parcelita para el más allá. Cuando te morías, te enterraban en el rectángulo que te tocaba en suerte. Se iba rotando por filas, en riguroso orden de defunción, de modo y manera que no era raro, cuando todavía la población era numerosa y los muertos más frecuentes, que el turno, digamos de unas 50 tumbas, diera la vuelta en unos pocos años y tuvieran que desenterrar a tu madre para sepultarte en el mismo e idéntico hoyo. 

Siempre me ha parecido una forma excelsa para expresar que, en la Parca, todos eran (somos iguales): El manifiesto más extraordinario de igualdad y equidad que pueda darse en la humanidad. Al menos, entre los habitantes de mi aldea. No importaba cuántas hectáreas de barbecho cultivaras, era irrelevante cuantas fanegas de trigo cosechases, al final, polvo eres y en polvo te convertiste. Tal cual. Es más, hasta el polvo en que te han transformado los años: tus mismos huesos, el ataúd de madera de chopo que construyó el carpintero de la aldea, será excavado para hacer hueco a un familiar, conocido, amigo o vecino. 

En otras palabras: ni siquiera la tierra es para quien la trabaja, a pesar de lo que digan los sorianos. Después vino el desarrollismo, las gentes compraron televisores Telefunken, frigoríficos Ignis y ¡cómo no! lo de los panteones en granito y mármol. Con arcángeles cursis, colocados en estrambóticas posiciones sobre las negras lápidas de mármol. Ni siquiera en los pueblos abandonados, no sé si de la mano de Dios, pero desde luego sí de las autoridades, se puede evitar marcar el terreno, incluso en la frágil separación entre la muerte y la vida. 

Por ello, siempre que admiro en Santa Cecilia el capitel, cada año que pasa más corroído por la humedad, de las dos mujeres delante del Santo Sepulcro y el ángel que les señala la tumba vacía no puedo sino mirar de reojo. Hacia el camposanto que se encuentra a media pendiente, en un vallejo que desciende de las estribaciones de los Picos de Europa. Siempre me pregunto, cierto, la aldea vecina es diminuta, la razón por la cual en todo el cementerio sólo existe una tumba. Y además colocada en una esquinita. Como si alguien hubiera comenzado una última ¿o quizás la primera? ronda de enterramientos y se hubiera parado en seco. Todo el camposanto, en su anchura y largura, para un solo muerto. 

¡Qué soledad! ¡No te acompañan ni los muertos! Seguramente existe una explicación más prosaica. No sé, acaso ahora les llevan a enterrar al pueblo de al lado, puede ser que los viejos ya no se mueran donde nacieron, sino donde emigraron y allá, en tierra extraña, son enterrados: Valladolid, Barcelona, Bilbao. Acompañados de muertos ajenos a sus vidas y a sus existencias, yaciendo entre algún cruce de autopistas, bordeados por viviendas con alturas de siete pisos o lo que la ordenanza municipal dicte. 

A miles de leguas de los páramos que sembraron, de los tapiales de adobe que les ofrecían cobijo en la canícula veraniega. Quizá sea una obsesión enfermiza. Como si dijéramos, un capricho “postmortem”. Yo ya lo tengo bien dicho. A mí que me entierren en la colina que domina un recodo en el río de mi pueblo. Y si dentro de décadas, quizá siglos, porque apenas hay ya muertos, alguien necesita un hueco, no me importará para nada que se remueva la tierra con la que me hayan amasado los lustros. 

Pero, mientras tanto, yo quiero estar cerca, palpar, ver -es un decir- mis prados y montañas, mis páramos y valles, mi vega y mis robledales. 

No sé. Por si la eternidad existiera. “All that space / so much time / perhaps this is eternity”

martes, 28 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XLIII: Roma


Para decirlo pronto y rápido, mi ciudad preferida. Aunque desde hace unos meses, quizá un par de años, París su ascendido muy rápidamente en el escalafón y se acerca al primer puesto si es que no va a la par. Yo creo que todo tiene que ver con habitarla, pasearla, perderse sin rumbo ni destino por cualquier bocacalle y en la siguiente volver a girar.
Eso es justamente lo que hice muchos domingos en Roma, siempre con el bolso de fotografía a cuestas. Es la única manera de absorber los olores de los callejones, detenerse ante un escaparate, sin pensar que hay que correr a algún sitio, atravesar un puente sin pensar en absoluto a donde se atraviesa. Esperar que tras la cuesta que asciende a la colina del Quirinale, haya otra colina que ascender. O quizá no. Poco importa.

Algo parecido, aunque sin colinas, es lo que me ha pasado últimamente en París. Es lo bueno que tienen las huelgas para los usuarios de transporte público, que te obligan a caminar y caminar. En las últimas navidades, sobrepasé una media de 20 kilómetros al día, rozando en algunos los 30. Lo que para mí, más acostumbrado a caminar por los montes y cañadas de mi pueblo y nada propenso a las urbes, es una barbaridad. Así que si pillo otro par de huelgas, algo que no será muy complicado dado el espíritu indomablemente reivindicativo de los gabachos, no sería de extrañar que comience a olvidarme de la Ciudad Eterna y me convierta en un apasionado de la de la Luz. 

La primera vez que visité Roma, me deslumbró. Tampoco era muy complicado. Eran principios de los setenta, la primera vez que salía de España, la primera vez que tuve que hacer un pasaporte, que todavía conservo y donde entre otras curiosidades había media docena de países que no se podían visitar, según las autoridades españolas, entre ellos, Mongolia Exterior. Que ya había ganas en la España franquista de emprender un viaje en el Transiberiano. Al menos me obligó a mirar en el mapa cuál era su capital: Ulam Bator. 

El viaje en autobús, estábamos en sexto de bachillerato fue épico. Un recorrido a matacaballo por todo lo más selecto que Italia podía ofrecer a un adolescente ferviente alumno de Historia del Arte y la Cultura: Pisa, Roma, Florencia, Venecia, Milán. En tan sólo 11 días, ida y vuelta incluidos, supongo que el presupuesto no daba para más. Derrengados retornamos a la ciudad amurallada, eso que estábamos sanos y fuertes. 

No estoy seguro por qué me fascinó ya desde esa primera vez. Lo intuyo. Fue la ciudad que más he imaginado antes de conocerla y la ciudad que más sigo imaginando. Incluso después de haberla habitado durante tres largos años. Una eternidad. Quizá sea eso el amor: imaginar. Lo que crees que podría ser, imaginar lo que crees que podría haber sido. Algo. Cualquier cosa. Tu adolescencia. Un paisaje de tu aldea. Un compañero que murió. Una mujer que surgió de un encuentro casual. Una ciudad. Roma. 

La ciudad con la que fantaseé en las sesiones de cine de las tardes de domingo en el internado pucelano. Yo no sabía que “La caída del imperio romano”, en realidad, había sido filmada en un decorado madrileño. Nunca imaginé, en la oscuridad adolescente de un cine de Ávila, otro Coliseo que no fuera el de Ben Hur. Antes de conocerla, ya tenía una concepción más que definida de la urbe de las urbes, con sus gladiadores, su decadencia y su Foro reconstruido, una y mil veces en las clases de Historia del Arte y la Cultura. Las de nuestro inigualable profesor Hauser. Que no era alemán, sino de Cádiz. Pero esta es otra historia. 

Para un chico de villorrio, que la primera salida al extranjero, cuando al Generalísimo todavía le quedaban tres años para espicharla y muchos años antes de que Michael O’Leary imaginara lo del “low cost”, terminara en la Ciudad Eterna resultó ser algo de otro mundo paralelo. Una cuarta dimensión. Amor a primera vista. De adolescencia tardía, pero flechazo al fin y al cabo. O quizá por eso. Ya se sabe, los primeros amores… 

El Moisés por aquí (S. Pietro in Vincoli), el templo escondido de San Clemente, con el altar de Mitra en el subsuelo por allá, Villa Borghese tras ascender, literal y metafóricamente, por la calle de Fellini “che fece de Via Veneto il teatro de la Dolce Vita”. Y una interminable ristra de basílicas mayores, menores, museos. Si hubiera sabido que apenas diez años más tarde iba a recorrer esas mismas calles recitando los verbos polirrizos y el aoristo griego camino de la facultad podría muy bien haberme evitado el maratón y el ranking que establecimos para ver cuantas iglesias, de las 262 que posee la ciudad, nos permitiera el tiempo y nuestros todavía frescos músculos adolescentes. 

Aunque no todo fueron iglesias. Todavía teníamos acné y tres años más de franquismo, así que fue una buena oportunidad para introducir de contrabando, por La Junquera, conteniendo la respiración, un puñado de revistas pornográficas que fueron manoseadas, no es una metáfora, por todas las clases de sexto del Instituto de Ávila. 

Justamente diez años más tarde, Roma se convirtió en la ciudad de las tardes otoñales memorizando, por las riberas del encajonado Tíber, hasta la isla de Esculapio y vuelta, los vericuetos de la Fuente “Q” camino de convertirese en los canónicos evangelios de Mateo y Lucas. Las diarias ascensiones hasta el Pincio y, de nuevo, pero con más calma, Villa Borghese, vía la escalinata de la Plaza España, engalanada de azaleas en mayo, para repasar antes de los exámenes finales sobre como dilucidar la importancia del arameo en algunas secciones del profeta Esdras. 

Pero también los paseos nocturnos, con mis excelentes compañeros de fatigas de entonces, Montecitorio, la estatua de Aureliano -siempre cubierta de andamios, en restauración permanente y eterna, como la propia ciudad- para terminar, chupándonos los dedos con el helado de Giolitti en el Panteón o la Piazza Navona. Mientras decenas de turistas desembarcan por un extremo, la atraviesan a la carrera, camino del autobús que les espera en Corso del Rinascimento. Y Roma no es eso, no es eso. 

Roma es la mañana esplendorosa de primavera. Cuando la Vía del Corso que recorro está en la penumbra del amanecer, aunque al fondo, el Capitolio ya recibe los primeros rayos de sol. Cierro los ojos. Me inundo de la incomparable luz romana de la primavera. Del perfume de su historia irrepetible. La sensación, inequívoca, de sentirme único en el mundo. No soy nadie, pero, a cambio, la ciudad es toda mía. En mis recuerdos y en mis memorias de juventud. Una “carrozzella” trota por delante del campanario románico de Santa Maria in Cosmedin y su Bocca della Veritá, circunvalo la muralla Aureliana, atravieso la rosaleda del Viale Murcia y entro en el Giardino degli Aranci. 

Al fondo de la hilera de naranjos, desde esta terraza de Santa Sabina, sobre el Aventino, que domina el río, envuelto en la calima matinal, el gigantesco Cupolone del Vaticano. ¡Me dejé tantas cosas en el camino! Por eso ahora imagino las “fontanas” (‘Serenella, in questo vento di mare, di pini, nel nostro anno tra la guerra ed il Duemila.’), las callejuelas atestadas del Trastévere, la soledad en Piazza delle Tartarughe, el ajetreado mercado de Campo dei Fiori y la estatua de mi colega Giordano Bruno achicharrado en la hoguera. 

Y pese a los años y la distancia, sigue siendo sólo mía. "The old river flows / while I look at/ my youth goes too " [Roma, otoño 1986, Nikon FE, Ektachrome 64]