viernes, 17 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XXXII: Decisiones

La escuela unitaria

No creo que haya en la vida de las personas, por muy aventureras que sean, más de media docena de situaciones donde el haber tomado una decisión, en uno u otro sentido, haya sido fundamental para cambiar el curso de su existencia. En mi caso personal, seguramente es que soy poco aventurero, aunque estoy convencido de que en cierta época lo fui, rebobinando, rebobinando, creo que han sido tres. No parece que hayan sido demasiadas para los sesenta años largos que llevo a cuestas. Mucho me temo que, a estas alturas de la vida, ni siquiera el coronavirus, tendrá la capacidad de añadir ni una sola más.

Tengo una especial predilección por la etimología de los vocablos pues encierran la esencia de la lengua hablada, mucho antes de que tantas palabras, como decidir, se hayan banalizado por el uso cotidiano. La etimología encierra el núcleo semántico de lo que una persona, presumiblemente en grupo, quiso manifestar cuando moldeó consonantes y vocales para manifestar el concepto que llevaba en el pensamiento. Acaso cuando todavía estaba probando los pigmentos en las paredes de alguna cueva.

Por ello me encantan las raíces indoeuropeas de las palabras, son los cimientos de la conceptualización que se ha transmitido a través de los siglos. Incluso las más cotidianas revelan no pocos sorprendentes secretos. Viene esto a cuento porque de-cidir enmarca a la perfección, más allá de su uso trivial, mi tesis en torno a que son escasísimas las decisiones que en la vida de una persona modifican su devenir de manera sustancial.

El ”de” se vincula a una raíz indoeuropea que produce resultados cruciales en el contexto de la actividad de que se trata, es más, indica una acción de arriba hacia abajo como en de-rramar, de-moler, de-capitar. Y con esto podría quedar dicho todo. Pero el asunto tiene otras aristas, pues la segunda parte “cidir”, significa cortar, talar, romper, matar. Como en homicidio, deicidio y similares. En resumidas cuentas, decidir no tiene sentido, al menos no lo tenía originalmente, para elegir entre ir al bar de la esquina o a otro localizado un par de calles más allá. Decidir es una elección que tiene consecuencias radicales, según se escoja uno u otro camino.

Sin embargo, incluso en esas decisiones que cambian el curso de nuestras vidas, no son el resultado genuino y puro de un instante de clarividencia absoluta. Incluso las decisiones más fundamentales dependen de otros factores, los cuales, en la mayoría de los casos, escapan a nuestro control personal. No voy a disertar aquí sobre el libre albedrío, la capacidad que las personas tienen de elegir, del destino y otros profundos asuntos que tantos filósofos han pasado años y años indagando y debatiendo.

Las decisiones de este tipo, las que cambian el discurrir de la vida de las personas, no están aisladas en el universo, como si fueran una burbuja esperando a explotar cuando la pinchemos como consecuencia de una idea mágica que nos haya caido, de lo alto para algunos, de un encadenamiento irresistiblemente lógico de encimas y moléculas en nuestro hipotálamo para otros.

Al contrario, están engarzadas con otras decisiones, muchas veces insignificantes, con las que vamos navegando por la vida. Más importante, si cabe, al menos es mi experiencia, no hay ninguna decisión de las cruciales, antes he aludido a tres, que no tengan que ver con una persona, ocasionalmente con varias.  Ahondando en este contexto, además de las personas, las decisiones fundamentales acaecen en un espacio geográfico muy determinado y, casi siempre, la consecuencia, siempre que se trate de decisiones germinales, terminan por trasladarte a otro que, casi nunca, tiene que ver con aquel en el que se habitaba hasta el momento de tomar la decisión que cambia el curso de la vida de una persona para siempre.

Estoy hablando pues de tres elementos que conforman la decisión crucial. Unas cuantas capas de pequeñas decisiones, nada ocurre de repente, como un terremoto, al menos no en mi caso, que van encauzando el ritmo de los días, el encadenamiento de las reflexiones hasta que se decide cortar radicalmente con lo que uno se traía entre manos.

A esas pequeñas decisiones han contribuido una persona muy concreta y específica (un profesor, una amiga). El salto mortal, tras ese de-capitar (no necesariamente dramático, aunque algunas veces sí) del río tranquilo de la vida por el que se avanzaba, termina por transportarte a otro espacio físico, a otro lugar geográfico, donde el discurrir tranquilo vuelve a apoderarse de las horas ordinarias de las jornadas. Hasta la siguiente de-capitación.

Si esto no hubiera pasado, no me cabe ninguna duda de donde me encontraría yo ahora. Encima de un tractor labrando los páramos heredados de mi difunto padre. Y voy con la primera.

De hecho, no estaba muy lejos, salvo que era hora de escuela y esta era sagrada, de las faenas en las que él se empeñaba en esta época del año, cuando comenzaban a alargarse los días. Y hasta la escuela unitaria de la aldea llegó el reclutador del internado religioso que hacía la ronda por los centros escolares de Castilla la Vieja para atraer a los muchachos, año abajo, año arriba, de diez primaveras, hacia el internado que regentaba su orden religiosa en la capital vallisoletana.

No es que con diez años yo tomara decisión alguna para acudir en septiembre a primero de bachillerato, después de todo apenas tenía uso de razón. Pero podría haberme obcecado, no sería ni el primero ni el último, en prometer que si no me enviaban a Pucela me encargaría de sacar todas las tardes, al terminar la escuela, el rebaño de la tenada para pacer en las eras, verdeantes por aquella época. O simplemente, coger una llorera de armas tomar, ante la cual, muy posiblemente mi madre se hubiera apiadado.

Después, evidentemente, hay, como en las capas de la cebolla, hasta llegar al cogollo de la decisión, digamos que, compartida con mis progenitores, decenas de pormenores que al cumplirse todas de una determinada manera, incluido el tiempo y la hora, propiciaron que el 21 de septiembre de 1967, a medias entre curioso y asustado, traspasara el umbral del colegio en el que iba a pasar cuatro años de rigurosa reclusión, salvo las vacaciones de verano y navidad.

Entre esos pormenores se podrían citar que el reclutador era primo en segundo grado o que me había bautizado en la iglesia parroquial. O acaso que aquella mañana de abril ya había pasado el sarampión, o quizá, aunque era algo excepcional, que mi padre no me hubiera llevado con él a rastrillar la hierba del prado en los pagos de la ermita de Santamarina.

Particularidades y pequeños detalles aparte, desde el momento que, en comandita, por decirlo de alguna manera, tomamos la decisión de que por cuatro perras gordas, mis padres no podrían haber afrontado gastos mucho mayores, se me ofrecía la oportunidad, otra cosa es que la aprovechara, de convertirme en hombre de provecho, la suerte, decisiva, en este caso, estaba echada.

Habían coincidido, pues las tres circunstancias: los pequeños detalles, las personas, en este caso el reclutador, mis padres y un servidor, y el cambio del espacio geográfico, de la aldea al colegio, para que aquella decisión fuera una de las tres fundamentales que cambiaron el curso de mi existencia.

Si no llega a ser por ese momento determinante, nunca hubiera sido lo que soy y, desde luego, nunca hubiera sido lo que fui. Sin esa ocasión a la que habría que sumar dos más.

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