La escuela unitaria |
No creo que haya en la vida de las personas, por muy
aventureras que sean, más de media docena de situaciones donde el haber tomado
una decisión, en uno u otro sentido, haya sido fundamental para cambiar el curso
de su existencia. En mi caso personal, seguramente es que soy poco aventurero,
aunque estoy convencido de que en cierta época lo fui, rebobinando, rebobinando,
creo que han sido tres. No parece que hayan sido demasiadas para los sesenta
años largos que llevo a cuestas. Mucho me temo que, a estas alturas de la vida,
ni siquiera el coronavirus, tendrá la capacidad de añadir ni una sola más.
Tengo una especial predilección por la etimología de
los vocablos pues encierran la esencia de la lengua hablada, mucho antes de que
tantas palabras, como decidir, se hayan banalizado por el uso cotidiano. La
etimología encierra el núcleo semántico de lo que una persona, presumiblemente
en grupo, quiso manifestar cuando moldeó consonantes y vocales para manifestar el
concepto que llevaba en el pensamiento. Acaso cuando todavía estaba probando
los pigmentos en las paredes de alguna cueva.
Por ello me encantan las raíces indoeuropeas de las
palabras, son los cimientos de la conceptualización que se ha transmitido a
través de los siglos. Incluso las más cotidianas revelan no pocos sorprendentes
secretos. Viene esto a cuento porque de-cidir enmarca a la perfección, más allá
de su uso trivial, mi tesis en torno a que son escasísimas las decisiones que
en la vida de una persona modifican su devenir de manera sustancial.
El ”de” se vincula a una raíz indoeuropea que
produce resultados cruciales en el contexto de la actividad de que se trata, es
más, indica una acción de arriba hacia abajo como en de-rramar, de-moler,
de-capitar. Y con esto podría quedar dicho todo. Pero el asunto tiene otras
aristas, pues la segunda parte “cidir”, significa cortar, talar, romper, matar.
Como en homicidio, deicidio y similares. En resumidas cuentas, decidir no tiene
sentido, al menos no lo tenía originalmente, para elegir entre ir al bar de la
esquina o a otro localizado un par de calles más allá. Decidir es una elección
que tiene consecuencias radicales, según se escoja uno u otro camino.
Sin embargo, incluso en esas decisiones que cambian
el curso de nuestras vidas, no son el resultado genuino y puro de un instante
de clarividencia absoluta. Incluso las decisiones más fundamentales dependen de
otros factores, los cuales, en la mayoría de los casos, escapan a nuestro
control personal. No voy a disertar aquí sobre el libre albedrío, la capacidad
que las personas tienen de elegir, del destino y otros profundos asuntos que
tantos filósofos han pasado años y años indagando y debatiendo.
Las decisiones de este tipo, las que cambian el
discurrir de la vida de las personas, no están aisladas en el universo, como si
fueran una burbuja esperando a explotar cuando la pinchemos como consecuencia
de una idea mágica que nos haya caido, de lo alto para algunos, de un
encadenamiento irresistiblemente lógico de encimas y moléculas en nuestro hipotálamo
para otros.
Al contrario, están engarzadas con otras decisiones,
muchas veces insignificantes, con las que vamos navegando por la vida. Más
importante, si cabe, al menos es mi experiencia, no hay ninguna decisión de las
cruciales, antes he aludido a tres, que no tengan que ver con una persona,
ocasionalmente con varias. Ahondando en
este contexto, además de las personas, las decisiones fundamentales acaecen en
un espacio geográfico muy determinado y, casi siempre, la consecuencia, siempre
que se trate de decisiones germinales, terminan por trasladarte a otro que,
casi nunca, tiene que ver con aquel en el que se habitaba hasta el momento de tomar
la decisión que cambia el curso de la vida de una persona para siempre.
Estoy hablando pues de tres elementos que conforman
la decisión crucial. Unas cuantas capas de pequeñas decisiones, nada ocurre de
repente, como un terremoto, al menos no en mi caso, que van encauzando el ritmo
de los días, el encadenamiento de las reflexiones hasta que se decide cortar
radicalmente con lo que uno se traía entre manos.
A esas pequeñas decisiones han contribuido una
persona muy concreta y específica (un profesor, una amiga). El salto mortal,
tras ese de-capitar (no necesariamente dramático, aunque algunas veces sí) del
río tranquilo de la vida por el que se avanzaba, termina por transportarte a
otro espacio físico, a otro lugar geográfico, donde el discurrir tranquilo
vuelve a apoderarse de las horas ordinarias de las jornadas. Hasta la siguiente
de-capitación.
Si esto no hubiera pasado, no me cabe ninguna duda
de donde me encontraría yo ahora. Encima de un tractor labrando los páramos
heredados de mi difunto padre. Y voy con la primera.
De hecho, no estaba muy lejos, salvo que era hora de
escuela y esta era sagrada, de las faenas en las que él se empeñaba en esta
época del año, cuando comenzaban a alargarse los días. Y hasta la escuela
unitaria de la aldea llegó el reclutador del internado religioso que hacía la
ronda por los centros escolares de Castilla la Vieja para atraer a los muchachos,
año abajo, año arriba, de diez primaveras, hacia el internado que regentaba su
orden religiosa en la capital vallisoletana.
No es que con diez años yo tomara decisión alguna
para acudir en septiembre a primero de bachillerato, después de todo apenas tenía
uso de razón. Pero podría haberme obcecado, no sería ni el primero ni el
último, en prometer que si no me enviaban a Pucela me encargaría de sacar todas
las tardes, al terminar la escuela, el rebaño de la tenada para pacer en las
eras, verdeantes por aquella época. O simplemente, coger una llorera de armas
tomar, ante la cual, muy posiblemente mi madre se hubiera apiadado.
Después, evidentemente, hay, como en las capas de la
cebolla, hasta llegar al cogollo de la decisión, digamos que, compartida con
mis progenitores, decenas de pormenores que al cumplirse todas de una
determinada manera, incluido el tiempo y la hora, propiciaron que el 21 de
septiembre de 1967, a medias entre curioso y asustado, traspasara el umbral del
colegio en el que iba a pasar cuatro años de rigurosa reclusión, salvo las vacaciones
de verano y navidad.
Entre esos pormenores se podrían citar que el
reclutador era primo en segundo grado o que me había bautizado en la iglesia
parroquial. O acaso que aquella mañana de abril ya había pasado el sarampión, o
quizá, aunque era algo excepcional, que mi padre no me hubiera llevado con él a
rastrillar la hierba del prado en los pagos de la ermita de Santamarina.
Particularidades y pequeños detalles aparte, desde
el momento que, en comandita, por decirlo de alguna manera, tomamos la decisión
de que por cuatro perras gordas, mis padres no podrían haber afrontado gastos
mucho mayores, se me ofrecía la oportunidad, otra cosa es que la aprovechara,
de convertirme en hombre de provecho, la suerte, decisiva, en este caso, estaba
echada.
Habían coincidido, pues las tres circunstancias: los
pequeños detalles, las personas, en este caso el reclutador, mis padres y un
servidor, y el cambio del espacio geográfico, de la aldea al colegio, para que
aquella decisión fuera una de las tres fundamentales que cambiaron el curso de
mi existencia.
Si no llega a ser por ese momento determinante,
nunca hubiera sido lo que soy y, desde luego, nunca hubiera sido lo que fui.
Sin esa ocasión a la que habría que sumar dos más.
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