Paseo del Batán |
Durante muchos años, desde que del internado comencé
a enviar cartas a mis padres, creí habitar en la calle Travesía Real. Lo que a
mis entendederas infantiles me sonaba como cierto rango de nobleza, aunque
fuera la calle de una aldea perdida en un valle del norte de Castilla la Vieja.
En realidad, no era necesario poner el nombre en la
dirección, en el espacio exacto en el que nuestro profesor de Normas de Urbanidad,
sí, en los sesenta había una asignatura con tal nombre, nos había dicho que se
ponían las direcciones en las misivas: dividiendo la parte frontal del sobre en
cuatro rectángulos, en el de la parte inferior derecha, bajo la jeta, esquina
superior derecha, donde se pegaba, del Generalísimo.
Boca arriba, claro, decían, no sé si era verdad o
cierto que, si se invertía la calva, ponían una multa al remitente. Y digo que
no era necesario poner la denominación de la calle porque todo el mundo, valle
arriba y valle abajo, por supuesto también el señor Isidoro que ejercía de
cartero a lomos de su yegua parda, sabían, más que de sobra, quien era el señor
Elías. Hubiera bastado, seguramente, con poner el nombre propio de mi padre,
sin apellido, y el nombre del villorrio.
De hecho, lo de Travesía Real ha sobrevivido a que
la calle haya quedado completamente deshabitada, salvo por nuestra casa, las
paredes de adobe han comenzado a desmoronarse, los tejados a hundirse, pero la
factura de Iberdrola sigue llegando a Travesía Real. Eso sí, sin número. Pero
ya me dirán para que sirve un número de casa en una calle donde no vive nadie.
Pero mira por donde, en estas horas ociosas que nos regala
el coronavirus, revisando un censo de 1935 para rellenar huecos en mi modesta
indagación genealógica, que hay que tomar con calma para no quedar absorbido
horas interminables en fotocopias y endogámicas relaciones de primos quintos,
aparece el nombre de mi abuelo, Basílides -tengo un listado aparte con los
maravillosos nombres que se impartían a los bautizados, ya no sé si vía el
párroco o el santoral de El Promotor del Rosario, revista que se repartía las
familias del Paseo del Batán y del resto de callejuelas y callejones de la
aldea.
Con lo de paseo, mucho me temo que se le fue la mano
al secretario de la corporación en la época, Don Arcadio ¿qué acabo de decir de
los nombres propios? Si en los años treinta la calle era un paseo mucho, se ha
debido degradar el urbanismo local, pues cuando yo la he conocido era una
travesía paralela al río, sin asfaltar, por supuesto, y lo que seguramente eran
viviendas, las del resto de vecinos que residen en la calle según el censo, no
eran sino corrales de ovejas. Vamos que lo de paseo parece una denominación
muy, pero que muy imaginativa.
Antes de ir a lo de batán, no puedo dejar de citar
algunos de los nombres, los apellidos son más bien ordinarios, Herrero, Campos,
Mazuelas, pero los nombres: Basilisa, Eleuteria, Heraclio, Euxiquia, Iluminada,
Sulpicio, Gaudencio. Domiciano, Perpetua, Estanislada, Eufemia, Davídica,
Fidenciano (mi bisabuelo) y unos cuantos más con este deje. Cuando se los leo a
mis hijos se parten de risa, están en su derecho. Yo también me río a carcajadas
cuando en los veranos oigo en la calle que la biznieta de quien yo he conocido
como Anacleto o Parmenio, ahora se llamen Jónatan o Yésica, con perdón de todos
los Jonathan y Jessica que en el mundo son.
Así que cuando esta tarde, a más de 800 kilómetros
de distancia, he caído, repentinamente, en la cuenta de que mi calle de abolengo
era en realidad una calle, al menos en su denominación, plebeya, me he sentido
herido en mi categoría de hijo del pueblo, rebajado, por arte de un censo
electoral, a residir, lo que me quede de mis días, en una calle con
denominación obrera.
Pues eso es lo que era el batán, una palabra que escuché,
para ser exactos, leí por primera vez haciendo los deberes de literatura en
bachillerato, donde una famosa escena del Quijote habla de esta infraestructura
artesana, toda fabricada en madera de roble, con ínfulas de industria y cuya
utilidad no era otra que dar tundas a los tejidos enhebrados a fin de compactarlos
y terminar sacando mantas. Todo ello con la corriente del agua.
Y aquí, sí, la geografía local no engaña, pues
seguramente la presa que retenía el agua para canalizarlo al batán, debía de
estar en las proximidades. Por lo demás, en la vega cercana se cultivó durante
décadas el lino hasta el punto de que las fincas siguen llamándose en la
actualidad linares.
Pero las sorpresas genealógicas no finalizan con el
nombre de la calle. Mi abuelo, el Basílides, con acento en la primera i,
mencionado más arriba, viene descrito como jornalero. Algo que, en aquella
época de penurias y minifundistas locales, tenía 27 años, no podía significar
otra cosa que ofrecerse al mejor postor para agavillar en verano o remover las
patatas bajo el terreno helado en invierno. O quizá las propiedades de su padre
eran tan escasas que no quedaba otro remedio que arrimar el hombro prestando su
músculo de mozo a otros propietarios más acaudalados, no que nadie lo fuera en
demasía.
Lo de jornalero me ha sorprendido. En la narrativa
familiar se dedicaban al comercio de cochinos, yendo de feria en feria, de ahí
que fueran conocidos como la familia de los lechoneros, profesión heredada de
su abuelo, originario de Jorquera, un precioso pueblo de La Manchuela en la provincia
de Albacete, que había conocido a su abuela, burgalesa del sur de la provincia,
en la calle Montera, al lado de la Puerta del Sol madrileña, cuando ambos
servían, como por entonces se decía, en la casa de Bretón de los Herreros, el
popular músico de zarzuelas. Juro que no me estoy inventado absolutamente nada.
Todo está documentado, y bien documentado, con partidas de bautismo y demás.
El abuelo del mío no se debía andar con chiquitas.
Una vez viniendo de la feria de Lerma fueron asaltados por unos bandidos que
accedieron al carro por el toldo de atrás, sabiendo que con las transacciones realizadas
en la feria debían de ir bien cargados de billetes. Ni corto ni perezoso,
llevaba una pistola, se ve que los caminos de antes no eran muy seguros y, en
algún lugar, en la línea divisoria de las provincias de Burgos y Palencia, todavía
no he llegado a dar con la noticia en los sucesos de la época, descerrajó un
tiro a uno de los ladrones que falleció en el acto.
Pasó unos tres meses en la cárcel, pero el juez
decidió que era legítima defensa o algo parecido, con lo cual se acabó la historia.
Por cierto, con la pistola he jugado yo de pequeño, no había balas, en realidad
era un revólver con su tambor herrumbroso que hacía un sugerente ruido al girarlo.
Un juguete modélico para un chaval de pueblo en los años sesenta.
Los laberintos de la genealogía ofrecen apasionantes
recorridos por las historias de las familias, infinidad de sorpresas, algunas
que fueron escondidas bajo la alfombra de la vergüenza, del tatarabuelo
pistolero, me he enterado no hace mucho, otras llamativas, como descubrir que
mi padre y mi madre tuvieron un mismo antecesor, hacia mil setecientos y pico, lo
que les convertía en primos. Séptimos, pero primos. No fue necesario, no que
ellos fueran conscientes de esa familiaridad, la dispensa papal por consanguinidad.
Muchos otros detalles hay que deducirlos, los documentos
eran más bien parcos en detalles, aunque la satisfacción es enorme como, por
ejemplo, que entre los 501 pobladores de la aldea, dejando aparte los niños en
edad escolar, en la doble columna de sabe leer / escribir, sólo se encuentra
una persona que no era capaz, la señora Cándida a quien yo recuerdo sentada a
la solana de su casa en edad avanzada.
Como las escuelas actuales se inauguraron en 1934 yo
estaba convencido de que fue con la II República cuando el aprendizaje y la
docencia elemental quedo enraizada en el pueblo. Pero por las fechas, se ve que
venía de décadas atrás. Considerando las prioridades de la época, muy
posiblemente la escuela no estaba entre las más cuidadas, no deja de ser sorprendente
que en una aldea remota, en los páramos que acercan a las estribaciones de los
Picos de Europa la gente, no es asunto de personas aisladas, estuvieran todas
alfabetizadas, al menos desde principios del XX.
¿Cómo y por quién llegaron las buenas gentes del
Paseo del Batán, de la Travesía Real, de la Rinconada a tomar interés en la
lectura y la escritura? Y esto es otra conclusión fácilmente deducible de
cualquier indagación genealógica: aunque sea por rasgos, detalles incompletos,
pistas deducidas, no resulta fácil concluir que lo que ahora somos, lo somos porque
a lo largo de decenios se han ido acumulando los conocimientos, esperanzas, ilusiones
de los que nos han precedido. Aunque no lo sepamos o no nos demos cuenta.
Sin ir más lejos, mismamente yo. Si no hubiera visto,
cuando era un chavalito, a mi abuelo devorar, a la sombra de la portada, cada página de El Diario Palentino
/ El Día de Palencia, con toda seguridad no estaría ahora mismo escribiendo
estas líneas.
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