sábado, 18 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XXXIII: A vueltas con la genealogía

Paseo del Batán

Durante muchos años, desde que del internado comencé a enviar cartas a mis padres, creí habitar en la calle Travesía Real. Lo que a mis entendederas infantiles me sonaba como cierto rango de nobleza, aunque fuera la calle de una aldea perdida en un valle del norte de Castilla la Vieja.

En realidad, no era necesario poner el nombre en la dirección, en el espacio exacto en el que nuestro profesor de Normas de Urbanidad, sí, en los sesenta había una asignatura con tal nombre, nos había dicho que se ponían las direcciones en las misivas: dividiendo la parte frontal del sobre en cuatro rectángulos, en el de la parte inferior derecha, bajo la jeta, esquina superior derecha, donde se pegaba, del Generalísimo.

Boca arriba, claro, decían, no sé si era verdad o cierto que, si se invertía la calva, ponían una multa al remitente. Y digo que no era necesario poner la denominación de la calle porque todo el mundo, valle arriba y valle abajo, por supuesto también el señor Isidoro que ejercía de cartero a lomos de su yegua parda, sabían, más que de sobra, quien era el señor Elías. Hubiera bastado, seguramente, con poner el nombre propio de mi padre, sin apellido, y el nombre del villorrio.

De hecho, lo de Travesía Real ha sobrevivido a que la calle haya quedado completamente deshabitada, salvo por nuestra casa, las paredes de adobe han comenzado a desmoronarse, los tejados a hundirse, pero la factura de Iberdrola sigue llegando a Travesía Real. Eso sí, sin número. Pero ya me dirán para que sirve un número de casa en una calle donde no vive nadie.

Pero mira por donde, en estas horas ociosas que nos regala el coronavirus, revisando un censo de 1935 para rellenar huecos en mi modesta indagación genealógica, que hay que tomar con calma para no quedar absorbido horas interminables en fotocopias y endogámicas relaciones de primos quintos, aparece el nombre de mi abuelo, Basílides -tengo un listado aparte con los maravillosos nombres que se impartían a los bautizados, ya no sé si vía el párroco o el santoral de El Promotor del Rosario, revista que se repartía las familias del Paseo del Batán y del resto de callejuelas y callejones de la aldea.

Con lo de paseo, mucho me temo que se le fue la mano al secretario de la corporación en la época, Don Arcadio ¿qué acabo de decir de los nombres propios? Si en los años treinta la calle era un paseo mucho, se ha debido degradar el urbanismo local, pues cuando yo la he conocido era una travesía paralela al río, sin asfaltar, por supuesto, y lo que seguramente eran viviendas, las del resto de vecinos que residen en la calle según el censo, no eran sino corrales de ovejas. Vamos que lo de paseo parece una denominación muy, pero que muy imaginativa.

Antes de ir a lo de batán, no puedo dejar de citar algunos de los nombres, los apellidos son más bien ordinarios, Herrero, Campos, Mazuelas, pero los nombres: Basilisa, Eleuteria, Heraclio, Euxiquia, Iluminada, Sulpicio, Gaudencio. Domiciano, Perpetua, Estanislada, Eufemia, Davídica, Fidenciano (mi bisabuelo) y unos cuantos más con este deje. Cuando se los leo a mis hijos se parten de risa, están en su derecho. Yo también me río a carcajadas cuando en los veranos oigo en la calle que la biznieta de quien yo he conocido como Anacleto o Parmenio, ahora se llamen Jónatan o Yésica, con perdón de todos los Jonathan y Jessica que en el mundo son.

Así que cuando esta tarde, a más de 800 kilómetros de distancia, he caído, repentinamente, en la cuenta de que mi calle de abolengo era en realidad una calle, al menos en su denominación, plebeya, me he sentido herido en mi categoría de hijo del pueblo, rebajado, por arte de un censo electoral, a residir, lo que me quede de mis días, en una calle con denominación obrera.

Pues eso es lo que era el batán, una palabra que escuché, para ser exactos, leí por primera vez haciendo los deberes de literatura en bachillerato, donde una famosa escena del Quijote habla de esta infraestructura artesana, toda fabricada en madera de roble, con ínfulas de industria y cuya utilidad no era otra que dar tundas a los tejidos enhebrados a fin de compactarlos y terminar sacando mantas. Todo ello con la corriente del agua.

Y aquí, sí, la geografía local no engaña, pues seguramente la presa que retenía el agua para canalizarlo al batán, debía de estar en las proximidades. Por lo demás, en la vega cercana se cultivó durante décadas el lino hasta el punto de que las fincas siguen llamándose en la actualidad linares.

Pero las sorpresas genealógicas no finalizan con el nombre de la calle. Mi abuelo, el Basílides, con acento en la primera i, mencionado más arriba, viene descrito como jornalero. Algo que, en aquella época de penurias y minifundistas locales, tenía 27 años, no podía significar otra cosa que ofrecerse al mejor postor para agavillar en verano o remover las patatas bajo el terreno helado en invierno. O quizá las propiedades de su padre eran tan escasas que no quedaba otro remedio que arrimar el hombro prestando su músculo de mozo a otros propietarios más acaudalados, no que nadie lo fuera en demasía.

Lo de jornalero me ha sorprendido. En la narrativa familiar se dedicaban al comercio de cochinos, yendo de feria en feria, de ahí que fueran conocidos como la familia de los lechoneros, profesión heredada de su abuelo, originario de Jorquera, un precioso pueblo de La Manchuela en la provincia de Albacete, que había conocido a su abuela, burgalesa del sur de la provincia, en la calle Montera, al lado de la Puerta del Sol madrileña, cuando ambos servían, como por entonces se decía, en la casa de Bretón de los Herreros, el popular músico de zarzuelas. Juro que no me estoy inventado absolutamente nada. Todo está documentado, y bien documentado, con partidas de bautismo y demás.

El abuelo del mío no se debía andar con chiquitas. Una vez viniendo de la feria de Lerma fueron asaltados por unos bandidos que accedieron al carro por el toldo de atrás, sabiendo que con las transacciones realizadas en la feria debían de ir bien cargados de billetes. Ni corto ni perezoso, llevaba una pistola, se ve que los caminos de antes no eran muy seguros y, en algún lugar, en la línea divisoria de las provincias de Burgos y Palencia, todavía no he llegado a dar con la noticia en los sucesos de la época, descerrajó un tiro a uno de los ladrones que falleció en el acto.

Pasó unos tres meses en la cárcel, pero el juez decidió que era legítima defensa o algo parecido, con lo cual se acabó la historia. Por cierto, con la pistola he jugado yo de pequeño, no había balas, en realidad era un revólver con su tambor herrumbroso que hacía un sugerente ruido al girarlo. Un juguete modélico para un chaval de pueblo en los años sesenta.

Los laberintos de la genealogía ofrecen apasionantes recorridos por las historias de las familias, infinidad de sorpresas, algunas que fueron escondidas bajo la alfombra de la vergüenza, del tatarabuelo pistolero, me he enterado no hace mucho, otras llamativas, como descubrir que mi padre y mi madre tuvieron un mismo antecesor, hacia mil setecientos y pico, lo que les convertía en primos. Séptimos, pero primos. No fue necesario, no que ellos fueran conscientes de esa familiaridad, la dispensa papal por consanguinidad.

Muchos otros detalles hay que deducirlos, los documentos eran más bien parcos en detalles, aunque la satisfacción es enorme como, por ejemplo, que entre los 501 pobladores de la aldea, dejando aparte los niños en edad escolar, en la doble columna de sabe leer / escribir, sólo se encuentra una persona que no era capaz, la señora Cándida a quien yo recuerdo sentada a la solana de su casa en edad avanzada.

Como las escuelas actuales se inauguraron en 1934 yo estaba convencido de que fue con la II República cuando el aprendizaje y la docencia elemental quedo enraizada en el pueblo. Pero por las fechas, se ve que venía de décadas atrás. Considerando las prioridades de la época, muy posiblemente la escuela no estaba entre las más cuidadas, no deja de ser sorprendente que en una aldea remota, en los páramos que acercan a las estribaciones de los Picos de Europa la gente, no es asunto de personas aisladas, estuvieran todas alfabetizadas, al menos desde principios del XX.

¿Cómo y por quién llegaron las buenas gentes del Paseo del Batán, de la Travesía Real, de la Rinconada a tomar interés en la lectura y la escritura? Y esto es otra conclusión fácilmente deducible de cualquier indagación genealógica: aunque sea por rasgos, detalles incompletos, pistas deducidas, no resulta fácil concluir que lo que ahora somos, lo somos porque a lo largo de decenios se han ido acumulando los conocimientos, esperanzas, ilusiones de los que nos han precedido. Aunque no lo sepamos o no nos demos cuenta.

Sin ir más lejos, mismamente yo. Si no hubiera visto, cuando era un chavalito, a mi abuelo devorar, a la sombra de la portada, cada página de El Diario Palentino / El Día de Palencia, con toda seguridad no estaría ahora mismo escribiendo estas líneas.

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