De adolescente era un apasionado lector de todo lo
que tuviera que ver con el Israel moderno, el antiguo, más que una pasión, era
una obligación en la catequesis parroquial y en las clases obligatorias de
religión bachillerato en el instituto abulense. Así que mi percepción de la
Tierra Prometida era una curiosa mezcla de hechos prodigiosos ocurridos entre hacía
más de dos mila años y la historia casi contemporánea de la Guerra de los Seis
Días, la del Yom Kippur y otras cuantas más.
Naturalmente, como adolescente no me interesaban
tanto las estrategias políticas de las grandes potencias, fueran las de los
asirios o las de los estadounidenses, cuanto las guerras relámpago, a caballo
de blindados, en el desierto del Sinaí y, sobre todo, las constantes
triquiñuelas del Mossad para conseguir información en los lugares más extraños
y con las triquiñuelas más sutiles. Sobre las batallas de Israel, moderno y
antiguo, por la supervivencia, he devorado unos cuantos tomos, visto decenas de
documentales y visionado un buen puñado de películas en gran formato. Como
ahora lo que se lleva son las series, he vuelto a las andadas. Por ejempo, “Fauda”
en Netflix.
En los años de estudios universitarios, pongamos que
hablo de mediados de los setenta, un año después de lo de Yom Kippur, sentía
una enorme admiración por un país que aún, siendo tan diminuto, rodeado de poderosos
enemigos, siempre terminaba por salir vencedor y conseguir más ventajas territoriales
que aquellas poseídas antes de que le fuera declarado la guerra. No una sino
tres. Entre mis compañeros de estudios no era el único, había unos cuantos más
con los que debatíamos, mapa en mano, si conviniera dar un empujón adicional a
los sirios en los Altos del Golán o si la fuerza aérea estaría preparada para
una cuarta contienda. Y a más de uno se le pasó por la cabeza pasar una
temporada en algún kibutz. En resumidas cuentas, podríamos haber sido
calificados de sionistas de tomo y lomo.
Diez años después de aquellos devaneos
intelectuales, a medio camino entre las hazañas bélicas y las huellas de la historia
sagrada, el destino, el azar, aunque sería más exacto si dijera la Providencia,
tuve la suerte de pasar dos años enteros en aquel espacio geográfico que tanto
admiraba. En pocos meses mis veleidades sionistas se redujeron notablemente
hasta llegar a un curioso equilibrio con la compasión por el otro cincuenta por
ciento, en favor de los árabes, con lenguaje más riguroso, por los palestinos.
La conclusión después de esos dos años es que el
fiel de la balanza sigue en su centrado equilibrio, por una parte, porque al
final las gentes que conocí y aprecié de los dos bandos, con cierta frecuencia,
en clases o fiestas compartidas, arrastraban el mismo sufrimiento, sentimiento
que como el dinero no tiene color. Por otro lado, porque estaba claro, los
hechos me van dando la razón, que el problema no tiene solución. O quizá la
tenga en un arco histórico mucho más amplio que el de dos o tres generaciones
humanas. Cuando un pueblo no vence y el otro no gana las soluciones no llegan.
Que se lo pregunten a Senaquerib, el todopoderoso rey asirio que se tuvo que
volver con el rabo entre las piernas a su capital Nínive tras sitiar, infructuosamente,
la Jerusalén de Ezequías. Así que tuvo que ser Nabucodonosor, unos cuantos años
más tarde quien arrasó la ciudad y se los llevó deportados para que tocaran el
arpa juntos a los canales de su capital.
Durante esos dos años, con mi malogrado amigo
canadiense, Marcel, como guía y el grupo de estudiantes de arqueología hicimos
a pie centenas de kilómetros, desde el Neguev hasta el Monte Hermón, desde el
Jordán al Mediterráneo. Aparte de las conclusiones arqueológicas, no siempre
fáciles de descifrar entre tantos muros derruidos, una cosa quedaba clara, si
un lugar en la historia ha pasado por conflictos, invasiones, guerras, victorias
y derrotas, con sus adyacentes gozos y sufrimientos, ese era este rincón del Creciente
Fértil. Dicho de otra manera, por más que hubieran pasado los siglos, las
tribus, naciones, reinos, estados, habían vuelto a tropezar una y otra vez con
la misma piedra: la destrucción mutua.
Como dice el pasaje bíblico: “Nada hay nuevo bajo el sol”.
O sí. Yo por lo menos intenté buscarlo a través de
la lente de mi Nikon FE, fotografiando a las gentes, de uno y otro bando, en
actitudes ordinarias, a lomos de sus borricos, volviendo de recoger los
centenarios olivos en Betania, soplando, con técnicas inmemoriales, el cristal
a tallar en los hornos de Hebrón, echando las redes al atardecer en el lago de
Genesaret.
O haciéndose arrumacos, aposentados sobre una roca tallada
hace centurias para elevar un templo, una mezquita, un mausoleo y que ahora
escucha palabras de amor. Cerca hay un kibutz, Naoshalim, de donde supongo
procedía la pareja de la foto, hecha en 1987. Para ese año ya hacía unos
cuantos que se me había pasado el fervor por el sionismo y la vida comunal.
Difícil de mantener semejante misticismo, en todo
caso, cuando por entonces habitaba entre los palestinos de Jerusalén ocupada.
Mi interés primordial en aquella época, como comentado, residía en visitar, con
Marcel de la mano, tantos sitios arqueológicos como nos permitían los viernes
de plegarias para unos, el Sabbat para los otros y el domingo para los que
quedábamos en tierra de nadie.
Y Tell Dor, sobre todo en primavera, era una
maravilla de la naturaleza con su diminuta península anclada en las tranquilas
mareas del Mediterráneo. A medias acantilado que, en suave pendiente, descendía
hacia el mar, a medias promontorio desde donde si divisaban los grandes
cargueros que se encaminaban a Haifa. Tierra adentro -unos treinta kilómetros
al sur del principal puerto israelí- la altiplanicie cubierta con una alfombra
interminable de margaritas amarillas y mandarinos en flor.
Como en la inmensa mayoría de asentamientos de
Oriente Medio, también por Tell Dor la ristra de invasores invadidos se había
solapado a través de las centurias: cananitas, filisteos, israelitas, fenicios,
asirios, persas, griegos y romanos. Por citar un puñado. Pero Tell Dor poseía
una particularidad especial. Con el rey Salomón, en el paso del segundo al
primer milenio, había sido uno de los principales puertos del Mare Nostrum. Hábil
comerciante, Salomón había creado un importante emporio comercial. Con los
tartesios, en la otra esquina del charco, con egipcios, con Nínive, Karkemish y
los grandes centros comerciales de la época.
Tres mil años después era complicado imaginarse, sobre
el rocoso acantilado, contra el que chocaban plácidamente las olas, dónde
podrían haber atracado los barcos fenicios, hacia el 960 a. de C. Pese a que
las excavaciones han sido exhaustivas durante decenios. Prácticamente los
arqueólogos no han dejado una sola piedra si remover. Incluso llevando un
extraordinario e inigualable guía -malogrado, a los pocos años falleció víctima
de accidente de automóvil en la vecindad de Jericó- me resultaba difícil
imaginar como en aquellos turbulentos tiempos del cambio de milenio, se las
había apañado Salomón para comerciar con pueblos tan diversos como los
pobladores de las faldas del Taurus o los nubios del Nilo Azul.
Por no hablar de sus tratos con la, supuesta,
yemenita Reina de Saba. La mayoría de los bienes, desde la púrpura fenicia a la
plata del sur de Iberia, posiblemente también la preciada madera de los cedros
de Líbano, entraba por este puerto de Tell Dor. Hasta el punto de que llegó a
hacerse, o casi, con el monopolio del cobre en esta ribera de la cuenca
mediterránea. Sin embargo, no es del vil metal, ni de prosaicas transacciones
comerciales, de lo que yo quería escribir. Sino del amor.
En realidad, más reseñable que los restos del puerto
por el que introdujo los materiales para el gran templo de su capital,
Jerusalén, Salomón es el autor -que sea el real o el imaginado es otra
historia- de uno de los libros más bellos de la literatura universal: el Cantar
de los Cantares. A veces la Biblia, narrada oralmente durante siglos y puesta
por escrito a lo largo de otros muchos, dado su carácter tan marcadamente
religioso, no es suficientemente apreciada desde el punto de vista literario.
Lo cual es una lástima.
El mismo Cantar de los Cantares no tiene nada que
envidiar a las grandes obras helenas, algunas contemporáneas, que se estudian
como clásicos, se estudiaban, para ser exactos, en los institutos. Es difícil
encontrar un poema de amor tan elegante, delicado, romántico, apasionado y
tierno como los versos atribuidos al impulsor de Tell Dor. Basta abrir al azar
cualquiera de los 5 Cánticos o el mismo Prólogo para admirar su belleza. “Mi
amado es para mí un manojito de mirra, que reposa entre mis pechos / racimo de
flores de alheña en las viñas de En-gadi es para mí mi amado / he aquí que tú
eres hermosa, amada mía; he aquí eres bella; tus ojos son como palomas / he
aquí que tú eres hermoso, amado mío, y dulce; nuestro lecho es de flores / las
vigas de nuestra casa son de cedro, y de ciprés los artesonados”.
Supongo que, en esta época de tanta protección,
paradójicamente de tanta invasión, de la privacidad, me hubieran denunciado por
sacar la lente de 300 mm y dejar que el amor, pasajero o eterno, de la joven
pareja israelí, quedara para siempre inmortalizada ¿qué habrá sido de ellos?
sobre un modesto y banal soporte de diapositiva. Pero a mí, al menos, me sirve
para hacer volar mi imaginación, creyendo a pies juntillas que se están
declamando, uno al otro, del primero al último verso, todas las estrofas de
Salomón. No sé, quizá en este mismo instante, ella, con los ojos cerrados, con
la memoria del corazón enamorado, recita, mientras el antebrazo de su amado
reposa sobre su hombre, el Cantar 2, verso 3: “Como el manzano entre los
árboles silvestres, así es mi amado entre los jóvenes; bajo la sombra del
deseado me senté, y su fruto fue dulce a mi paladar” [Israel, Tell Dor,
marzo 1987, Nikon FE, Kodachrome]
No hay comentarios:
Publicar un comentario