Los dulces sueños están hechos de esto, se dicen,
asperjados de nocturnidad, anclados en los últimos pensamientos vespertinos.
Aquel parecía durar demasiado. Tanto, que a él le parecía que hacía meses que
ya no lo era. Antes bien, lo tangible era la realidad cotidiana, la rutina de
los días que se sucedían. Moldeados en que lo que suceda mañana ya lo estamos
esperando hoy. Respiraba tranquilo en aquella estancia inmensa, sin límites,
cuyas únicas fronteras serían el despertar. En el supuesto de que alguna vez
abriera los ojos. De todos modos, en aquel instante, ni sabía, ni siquiera
sospechaba que los tuviera cerrados.
Al contemplar sorprendido las colinas escarpadas y
resecas del desierto a su izquierda, Salma advirtió que Cedar tomaba su mano izquierda
–decidida y firme- con la derecha suya, tibia y lisa, levantándola, como si
fueran a orar juntos a las divinidades antropomórficas que adornaban una
columnata lejana de piedras basálticas oscuras y mudas.
En la bruma de la duermevela cuanto todo existe y
nada es, la ribera de un río que bordeaba el desierto. La senda de su navegación
discurría entre un bosque de cañas, sorteando la placidez de los diminutos
barcos de vela que surcaban en zigzag la corriente somnolienta. Dejándose
llevar por el limo arrastrado por las aguas milenarias.
A los pies del terraplén, desde donde contemplaban
en silencio la ciudad que poblaba la ribera opuesta, un velero, inmaculadamente
blanco, maniobraba buscando la leve brisa del este. Cuando ésta soplaba
henchida con algunos granos de la arena calurosa que se desplazaba sobre las
dunas del desierto, el velero parecía redoblar la exasperante lentitud de su
navegar distraído.
Más allá del camino de tierra, que entre la penumbra
de los tamarindos y el ocioso estar de los palmerales evitaba las lenguas del
desierto, se discernían los recovecos del oasis, la brillante luz de la media
mañana quedaba reflejada en las pirámides truncadas del alejado horizonte.
La vida ronroneaba en derredor de Salma y Cedar. El
crepitar de las hogueras donde los habitantes de rostro desconocido incineraban
la maleza recién extraída de los bancales cultivados. La refrescante agonía del
agua, que agotado por las norias, se derramaba ligeramente estruendoso en las
acequias. Ocasionalmente, un gavilán del desierto surcaba, en las alturas
inalcanzables, casi confundido con el azul cobalto del cielo, las cúspides
informes de las colinas.
Mientras alzaban las manos, a Salma le sorprendió
esa sensación, indescriptible, sólo tangible en la irrealidad más evidente, de
que todo es realidad pura, ontológica existencia. Sólo existe lo que se palpa.
Sin embargo, el paisaje carecía de cualquier banda sonora, nada tenía voz, nada
se agitaba, ni una sola brizna de viento sacudía las dóciles palmeras del
oasis.
Caminaron, siguieron caminando, sorteando los
meandros del río, las manos estrechamente entrelazadas hasta hacerse
indefinibles la posesión de los dedos. Salma miró y las palmas estaban fundidas
en una sola, como la réplica de una escultura apenas esbozada que había
observado, tiempo ha, en el jardín de un museo europeo. La creación antes de
ser modulada, antes de ser extraída de la materia.
El sosiego del río, alejándose en el horizonte,
desaparecía en la siguiente curva de la ribera, justamente allí donde una
gigantesca casa de adobe, coronada de azoteas pardas, y ventanas con alféizares
amarillos, ajadas por el sol y la infinitud del desierto, parecía romper el
silencioso transcurrir de la corriente infatigable.
Cedar y Salma continuaron caminando por la senda
mientras la casa se perfilaba con nitidez. Ocasionalmente, cuando aquella se
introducía entre túneles los de cañas de la ribera, la penumbra les invitaba a
leves y fugaces besos, sin que detuvieran su marcha. Al acabar la enramada de
zarzas y espadañas, el río –siglos y siglos de leve y constante voracidad-
había excavado sobre la ladera, un acantilado de arena y tierra donde se
asentaba la casa.
Delante de la casa se distinguía, en el patio
delantero, un limonar reluciente con los frutos resplandecientes. Bajo el arbolado, un espeso tapiz de hierba
verde y dalias anaranjadas servían para eliminar la ruta que ya no conducía ni
a la casa, ni a ningún otro destino.
La mano inquieta de Cedar acariciaba la mejilla de
Salma para en el inmediato instante, abrazarlo. De pie, uno frente a otro,
estrechaban sus cuerpos con intensidad redoblada hasta confundirse, como lo
habían hecho con las manos, hasta difuminar por completo los salientes de sus
formas externas en las extremidades que se fusionan.
De esta guisa, observaban admirados la inmensidad
del desierto a su izquierda y el fluir del río a su vera. El mundo se había
parado, inmóvil y sordo, a su alrededor. Unos pasos más adelante, casi enfrente
de la casa y su jardín, se extendía un traslúcido bosquecillo de tamarindos.
Los ejemplares más viejos se habían doblado bajo el peso de los años, los
animales salvajes habían descortezado sus troncos de todos los retoños surgidos
al amparo de la humedad del río cercano.
En los que restaban, sombríos, nubes masivas de
bolitas amarillentas, sus flores, ocultaban el verdor de las hojas. Cedar y Salma se sentaron sobre el tronco
caído. Uno al lado del otro. Recomenzaron las caricias, el ligero deslizarse de
las manos sobre el pecho, los labios que se tanteaban.
Cedar, repentinamente, observó una cartera de piel
negra con un colorido logotipo sobre el suelo, surgida de la nada. Hacía unos
instantes no estaba. Ambos podían asegurarlo. La miró. Se besaron con más furia. Ahora fue Salma quien
concentró su vista en el misterioso cabás. Sin mediar palabra, ella observó el reloj
colgado de una cadena que portaba al cuello. “No puedo llegar tarde a la cita”,
exclamó. Se levantó, huyó despavorida por el mismo camino por el que habían
venido. Hacia ningún dónde.
En la radio se oye la tonadilla que anuncia el
boletín de noticias de las cinco de la mañana. Hoy es otro día.
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