Nos había acompañado hasta donde el camino de vuelta
al pueblo comienza a empinarse ligeramente a la vez que gira, con suavidad,
hacia la izquierda y desciende hasta el paraje de Entrerríos, en la Fresneda. A
unos trescientos metros se perfilaba, entre la niebla vespertina de finales de
septiembre, el Caserío de Mazuelas. O lo que sobrevivía de sus muros de piedra.
Se derruyen los muros, a la vez que se mueren los viejos. Sin que nadie sepa lo
que viene antes. El tejado ya hacía años que se había hundido. La señora de
Lamadrid, como siempre que nos despedíamos, lloraba a lágrima viva. “¿Cuándo volveréis?” La respuesta usual,
mía o de la Conchita era invariable: “El domingo que viene”. Lo que solía ser
verdad y costumbre de venir a visitarlos todos los domingos por la tarde. Al
menos, mientras el buen tiempo durase. Aunque esta vez ya sabíamos que no lo
sería. Les traíamos algo de comida, les hacíamos compañía un rato y Julio o
Elías aprovechaban para cortar el pelo a Ciano, su marido.
Al día siguiente, los Servicios Sociales se habían
comprometido a llevar a la pareja de ancianos al asilo de Palencia. Vocabulario
políticamente correcto aparte, no cabe duda de que, en esta ocasión, el vocablo
respondía a la realidad. Ya no sólo era la edad de ambos, superados los
setenta. También las condiciones infames en las que se guarecían en aquella
casa aislada. Sin agua, ni electricidad. El pueblo más cercano, Renedo, a unos
cuatro kilómetros. Sin pensión. Así que dependían, mayormente, de la buena
voluntad de Celestino, el de Báscones, el propietario de la furgoneta de
ultramarinos que cuando pasaba por la carretera para llegar a los pueblos de la
cabecera del valle, tomaba el desvío para llevarles lo más elemental: patatas,
leche, ocasionalmente alguna caja de galletas.
Con un poco de suerte, Ciano, que salía a mendigar
una vez al mes por los pueblos de alrededor, se las apañaría para reunir las
suficientes limosnas con que pagarle lo que le había dejado a deber del mes
anterior. Y así mes a mes. En cambio, la señora Lamadrid, de nombre de pila
María Jesús, no salía nunca a pedir. No sé si por dignidad, vergüenza o ambas
cosas a la vez. Como la vieja vestía por obra y gracia de la vestimenta que su
marido recogía ocasionalmente en los pueblos, su indumentaria era
sorprendentemente colorida. Se vestía con las oportunidades ofrecidas por la
caridad vecinal. Ciertamente, para su edad, llamativa cuando no extravagante.
Un jerséi verde, con franjas blancas verticales, y
una falda de paño negro, véte a saber de dónde habría salido, era lo que
llevaba este domingo. Y por debajo de la chaqueta rosa, una faja de lana, verde
oliva. El último en que estuvimos con ella. Lo que no fallaba nunca era la
pañoleta que le cubría la cabeza, literalmente, de oreja a oreja. Aunque ligeramente
desdentada, la edad y los vaivenes de la vida habían hecho mella en su rostro,
sorprendentemente su piel no estaba demasiado ajada para su edad, incluso
exhibía los coloretes del sol que, día sí y día también, tomaba a la puerta de
la caseta, desde que asomaba la primavera hasta bien entrado el invierno. Algo
bisoja, por los años o acaso de nacimiento. Bajo la pañoleta asomaba una buena
mata de pelo que, tirando a canoso, todavía tenía trazas de haber sido muy
rubio.
Siempre era su Ciano quien cada quince días se
presentaba por casa. Tenía ajustado el horario, aunque fuera mentalmente,
porque siempre llegaba a la hora de la comida. Y como donde comen cuatro, comen
cinco, siempre había por la hornera un plato para llenarle el estómago mientras
comía silenciosamente en la mesa de la portada, acompañado de un vaso de vino
recién sacado del cántaro y un zoquete de pan.
El Sr. Ciano, que en gloria esté, fue el último
pobre que conocí. Pobre de los de pedir casa a casa. Durante años, la procesión
de mendigos por el pueblo y por nuestra casa era constante. No había semana que
no aparecieran dos o tres. En los años de la posguerra incluso a diario. Y
hasta en cuadrillas. Los más desheredados por la guerra, por las peripecias de
la vida o carentes de cualquier posesión, llegaban agrupados a los pueblos,
generalmente en el mismo día de la semana, de tres en tres o de cuatro en
cuatro. Se me escapa la razón por la que venían en grupo. El caso es que los
soportales del ayuntamiento, donde estaba el potro para herrar las vacas, casi
todas las noches tenía huéspedes. Arrumbados entre la paja y los chinches.
Poco a poco desaparecieron. A finales de los ochenta
sólo quedaban el Ciano y la María Jesús. Los otros pobres se habían ido
muriendo, los quincalleros se volvieron sedentarios, algunos, los más audaces y
más jóvenes, pocos, emigraron en búsqueda de trabajo a los paraísos fabriles de
las Vascongadas o Cataluña. Al desaparecer los pobres, hasta desapareció el
rancho que el ayuntamiento les ofrecía, tras la misa solemne, delante de la
casa del alguacil el día del santo patrón. Los que pedían, quiero decir.
Porque en la aldea también había pobres,
naturalmente, pero desde luego no de los que salían a mendigar. En caso de
necesidad y, discretamente, algún vecino les echaba una mano y todo quedaba en
el marco de un entorno familiar o buena vecindad. Lo mismo se puede decir que tampoco
había ricos. Quien más quien menos tenía un par de vacas, el huerto, algunas
tierras que cultivar. A mediados de los sesenta, sin que nadie nadara en la abundancia,
el nivel de vida de las gentes se incrementó ligeramente y pudieron pagarse
pequeños, hasta entonces, lujos: agua corriente, la televisión, quizá el
frigorífico. Nadie se hizo rico, pero comenzaron a arreglarse las casas.
Incluso a cobrarse las primeras pensiones estatales.
Sin embargo, Ciano proseguía, invariablemente, con
su peregrinar semanal. En el pueblo, sin que nadie pudiera presumir de
ricachón, quien más quien menos era capaz de darle unos céntimos, incluso
alguna peseta y los más generosos ya comenzaban a dar duros. Por los bamboleoas
de la vida, la pareja de pobres se había quedado en una tierra de nadie: donde
nada tenían y nada esperaban. Ni podían esperar. Su caso, para esos años,
finales de los setenta, resultaba notablemente excepcional. Él había servido de
pastor en la Vega de Saldaña. Por razones que me son desconocidas, o quizá
simplemente porque se aprovecharon de ellos, entraron en edad avanzada sin
tener ningún recurso propio (lo que no era del todo raro entre los pastores)
como tampoco ningún tipo de pensión. Alguien se olvidó, o quizá quiso ahorrarse
unas perricas, y no pagó el famoso sello de la seguridad social. Puede que
hasta ellos mismos lo desecharan por considerarlo un gasto inútil.
Contaban que la anciana era madrileña, en sus
tiempos jóvenes, durante la Guerra, se vio obligada a huir hacia Santander. Y
aunque decían que provenía de una familia rica, seguramente dimes y diretes de
los vecinos, al terminar la contienda se encontró en aprietos económicos. Formaba
parte de una de las cuadrillas que descendían de la montaña con un cuévano en
las espaldas, a veces para pedir alimentos, a veces para hacer trueques. Se
llevaban fruta de invierno, por ejemplo, a cambio de paños, o transportaban
estraperlo para algún mayorista de género.
Sobre que viniera de familia rica, tengo mis dudas.
Ambos eran analfabetos. Algo que resultaba excepcional por los contornos. Los
habitantes de los pueblos, incluso en aquella época gris. Fueran nacidos antes
o después de la guerra, todo el mundo sabía leer y escribir. Y hacer algunas
cuentas. Lo básico. Yo conocí, aparte de a ellos, sólo a otra persona que fuera
analfabeta.
El caso es que allí se habían quedado confinados, en
todos los sentidos, en aquella casa deshabitada. Si se puede decir, un mal
menor. El arroyo no estaba lejos, donde recogían el agua, y disponían de leña
para calentar la hornacha en el monte de los alrededores. La señora de
Lamadrid, al principio del verano se había caído de la cama y allí estuvo toda
la noche, con la muñeca rota y su cuerpo pegado a las húmedas losas del suelo.
Hasta que el bueno de Celestino, ya era casualidad, apareció con su suministro
semanal y consiguió levantarla y avisar al médico de Renedo. Fue entonces
cuando hicimos las gestiones para que los Servicios Sociales examinaran el
caso. Afortunadamente, no era muy complicado entenderlo a cualquiera que les
visitara, alguien aceleró todo el papeleo para fueran trasladados al asilo de
la capital.
Cuando llegábamos a la altura de Cañoperis, en unos
metros el camino descendería y el Caserío desaparecería de nuestra vista,
advertimos que de la chimenea salía un penacho de humo. La última humareda. De
leña y de dos personas que habían recorrido durante décadas la comarca, y la
vida, extendiendo la mano para sobrevivir. Posiblemente, la última noche que
Ciano y María Jesús, tendrían que atizar para pasar la noche en aquella caseta
abandonada.
Ya no volvió, evidentemente, ni a pedir, ni a almorzar
a casa. Apenas semanas después, él falleció en el asilo de Palencia. Y no mucho
más tarde la señora de Lamadrid.