sábado, 10 de febrero de 2018

LOS ÚLTIMOS POBRES

Nos había acompañado hasta donde el camino de vuelta al pueblo comienza a empinarse ligeramente a la vez que gira, con suavidad, hacia la izquierda y desciende hasta el paraje de Entrerríos, en la Fresneda. A unos trescientos metros se perfilaba, entre la niebla vespertina de finales de septiembre, el Caserío de Mazuelas. O lo que sobrevivía de sus muros de piedra. Se derruyen los muros, a la vez que se mueren los viejos. Sin que nadie sepa lo que viene antes. El tejado ya hacía años que se había hundido. La señora de Lamadrid, como siempre que nos despedíamos, lloraba a lágrima viva. “¿Cuándo volveréis?” La respuesta usual, mía o de la Conchita era invariable: “El domingo que viene”. Lo que solía ser verdad y costumbre de venir a visitarlos todos los domingos por la tarde. Al menos, mientras el buen tiempo durase. Aunque esta vez ya sabíamos que no lo sería. Les traíamos algo de comida, les hacíamos compañía un rato y Julio o Elías aprovechaban para cortar el pelo a Ciano, su marido.

Al día siguiente, los Servicios Sociales se habían comprometido a llevar a la pareja de ancianos al asilo de Palencia. Vocabulario políticamente correcto aparte, no cabe duda de que, en esta ocasión, el vocablo respondía a la realidad. Ya no sólo era la edad de ambos, superados los setenta. También las condiciones infames en las que se guarecían en aquella casa aislada. Sin agua, ni electricidad. El pueblo más cercano, Renedo, a unos cuatro kilómetros. Sin pensión. Así que dependían, mayormente, de la buena voluntad de Celestino, el de Báscones, el propietario de la furgoneta de ultramarinos que cuando pasaba por la carretera para llegar a los pueblos de la cabecera del valle, tomaba el desvío para llevarles lo más elemental: patatas, leche, ocasionalmente alguna caja de galletas.

Con un poco de suerte, Ciano, que salía a mendigar una vez al mes por los pueblos de alrededor, se las apañaría para reunir las suficientes limosnas con que pagarle lo que le había dejado a deber del mes anterior. Y así mes a mes. En cambio, la señora Lamadrid, de nombre de pila María Jesús, no salía nunca a pedir. No sé si por dignidad, vergüenza o ambas cosas a la vez. Como la vieja vestía por obra y gracia de la vestimenta que su marido recogía ocasionalmente en los pueblos, su indumentaria era sorprendentemente colorida. Se vestía con las oportunidades ofrecidas por la caridad vecinal. Ciertamente, para su edad, llamativa cuando no extravagante.

Un jerséi verde, con franjas blancas verticales, y una falda de paño negro, véte a saber de dónde habría salido, era lo que llevaba este domingo. Y por debajo de la chaqueta rosa, una faja de lana, verde oliva. El último en que estuvimos con ella. Lo que no fallaba nunca era la pañoleta que le cubría la cabeza, literalmente, de oreja a oreja. Aunque ligeramente desdentada, la edad y los vaivenes de la vida habían hecho mella en su rostro, sorprendentemente su piel no estaba demasiado ajada para su edad, incluso exhibía los coloretes del sol que, día sí y día también, tomaba a la puerta de la caseta, desde que asomaba la primavera hasta bien entrado el invierno. Algo bisoja, por los años o acaso de nacimiento. Bajo la pañoleta asomaba una buena mata de pelo que, tirando a canoso, todavía tenía trazas de haber sido muy rubio.

Siempre era su Ciano quien cada quince días se presentaba por casa. Tenía ajustado el horario, aunque fuera mentalmente, porque siempre llegaba a la hora de la comida. Y como donde comen cuatro, comen cinco, siempre había por la hornera un plato para llenarle el estómago mientras comía silenciosamente en la mesa de la portada, acompañado de un vaso de vino recién sacado del cántaro y un zoquete de pan.

El Sr. Ciano, que en gloria esté, fue el último pobre que conocí. Pobre de los de pedir casa a casa. Durante años, la procesión de mendigos por el pueblo y por nuestra casa era constante. No había semana que no aparecieran dos o tres. En los años de la posguerra incluso a diario. Y hasta en cuadrillas. Los más desheredados por la guerra, por las peripecias de la vida o carentes de cualquier posesión, llegaban agrupados a los pueblos, generalmente en el mismo día de la semana, de tres en tres o de cuatro en cuatro. Se me escapa la razón por la que venían en grupo. El caso es que los soportales del ayuntamiento, donde estaba el potro para herrar las vacas, casi todas las noches tenía huéspedes. Arrumbados entre la paja y los chinches.

Poco a poco desaparecieron. A finales de los ochenta sólo quedaban el Ciano y la María Jesús. Los otros pobres se habían ido muriendo, los quincalleros se volvieron sedentarios, algunos, los más audaces y más jóvenes, pocos, emigraron en búsqueda de trabajo a los paraísos fabriles de las Vascongadas o Cataluña. Al desaparecer los pobres, hasta desapareció el rancho que el ayuntamiento les ofrecía, tras la misa solemne, delante de la casa del alguacil el día del santo patrón. Los que pedían, quiero decir.

Porque en la aldea también había pobres, naturalmente, pero desde luego no de los que salían a mendigar. En caso de necesidad y, discretamente, algún vecino les echaba una mano y todo quedaba en el marco de un entorno familiar o buena vecindad. Lo mismo se puede decir que tampoco había ricos. Quien más quien menos tenía un par de vacas, el huerto, algunas tierras que cultivar. A mediados de los sesenta, sin que nadie nadara en la abundancia, el nivel de vida de las gentes se incrementó ligeramente y pudieron pagarse pequeños, hasta entonces, lujos: agua corriente, la televisión, quizá el frigorífico. Nadie se hizo rico, pero comenzaron a arreglarse las casas. Incluso a cobrarse las primeras pensiones estatales.

Sin embargo, Ciano proseguía, invariablemente, con su peregrinar semanal. En el pueblo, sin que nadie pudiera presumir de ricachón, quien más quien menos era capaz de darle unos céntimos, incluso alguna peseta y los más generosos ya comenzaban a dar duros. Por los bamboleoas de la vida, la pareja de pobres se había quedado en una tierra de nadie: donde nada tenían y nada esperaban. Ni podían esperar. Su caso, para esos años, finales de los setenta, resultaba notablemente excepcional. Él había servido de pastor en la Vega de Saldaña. Por razones que me son desconocidas, o quizá simplemente porque se aprovecharon de ellos, entraron en edad avanzada sin tener ningún recurso propio (lo que no era del todo raro entre los pastores) como tampoco ningún tipo de pensión. Alguien se olvidó, o quizá quiso ahorrarse unas perricas, y no pagó el famoso sello de la seguridad social. Puede que hasta ellos mismos lo desecharan por considerarlo un gasto inútil.

Contaban que la anciana era madrileña, en sus tiempos jóvenes, durante la Guerra, se vio obligada a huir hacia Santander. Y aunque decían que provenía de una familia rica, seguramente dimes y diretes de los vecinos, al terminar la contienda se encontró en aprietos económicos. Formaba parte de una de las cuadrillas que descendían de la montaña con un cuévano en las espaldas, a veces para pedir alimentos, a veces para hacer trueques. Se llevaban fruta de invierno, por ejemplo, a cambio de paños, o transportaban estraperlo para algún mayorista de género.

Sobre que viniera de familia rica, tengo mis dudas. Ambos eran analfabetos. Algo que resultaba excepcional por los contornos. Los habitantes de los pueblos, incluso en aquella época gris. Fueran nacidos antes o después de la guerra, todo el mundo sabía leer y escribir. Y hacer algunas cuentas. Lo básico. Yo conocí, aparte de a ellos, sólo a otra persona que fuera analfabeta.

El caso es que allí se habían quedado confinados, en todos los sentidos, en aquella casa deshabitada. Si se puede decir, un mal menor. El arroyo no estaba lejos, donde recogían el agua, y disponían de leña para calentar la hornacha en el monte de los alrededores. La señora de Lamadrid, al principio del verano se había caído de la cama y allí estuvo toda la noche, con la muñeca rota y su cuerpo pegado a las húmedas losas del suelo. Hasta que el bueno de Celestino, ya era casualidad, apareció con su suministro semanal y consiguió levantarla y avisar al médico de Renedo. Fue entonces cuando hicimos las gestiones para que los Servicios Sociales examinaran el caso. Afortunadamente, no era muy complicado entenderlo a cualquiera que les visitara, alguien aceleró todo el papeleo para fueran trasladados al asilo de la capital.

Cuando llegábamos a la altura de Cañoperis, en unos metros el camino descendería y el Caserío desaparecería de nuestra vista, advertimos que de la chimenea salía un penacho de humo. La última humareda. De leña y de dos personas que habían recorrido durante décadas la comarca, y la vida, extendiendo la mano para sobrevivir. Posiblemente, la última noche que Ciano y María Jesús, tendrían que atizar para pasar la noche en aquella caseta abandonada.  


Ya no volvió, evidentemente, ni a pedir, ni a almorzar a casa. Apenas semanas después, él falleció en el asilo de Palencia. Y no mucho más tarde la señora de Lamadrid.