domingo, 1 de mayo de 2016

EL HIJO DEL HERRERO

A mediados de los sesenta, en las estribaciones de los Picos de Europa, cuando la meseta castellana empieza a ondularse, alternando valles y páramos, sólo había dos caminos de huida. Uno era bien corto, apenas 200 metros, por las callejuelas que conducían desde la iglesia al camposanto. La tierra (sagrada), como solían decir, para quien la había trabajado en vida. La otra ruta de escape era, si cabe, más complicada y penosa de recorrer.

Pasajero de trenes nocturnos, con la carbonilla colándose por las ventanas, mientras dabas vueltas en la memoria a las casas de adobe abandonadas y los eriales que no volverías a binar. La fuga hacia el cinturón industrial de Bilbao, acaso hasta los arrabales del extrarradio madrileño, quizás el tren que, procedente de La Coruña, te recogía a horas intempestivas en Venta de Baños para, casi un día después, vomitarte cerca de los telares de Manresa, en alguna química del Vallés o, si por carambola, el primo de un primo era jefe de turno, la fortuna de terminar apretando las tuercas de los 600 en Martorell.

Meren tenía todos los números para más tarde o más pronto recorrer el trayecto más corto, de jamás subirse a un tren. Su padre, el señor Agapito, la bondad en persona, a la vez herrero y carretero en la aldea, ambas profesiones iban de la mano, nos fascinaba –la escuela infantil estaba enfrente de la fragua- mientras atizaba la fragua con el fuelle.  Meren sostenía con una imponente tenaza la reja del arado sobre el yunque, mientras su padre la moldeaba rítmicamente con un enorme martillo. Era un trabajo muy duro, sólo podía hacerse en pareja. Así que cuando el señor Agapito falleció, el mozo Meren, un buen día, desapareció de la aldea a bordo de uno de aquellos trenes nocturnos donde la carbonilla se colaba por las ventanas. Él afirma, quizá esté exagerando, quizá sea una metáfora, que se subió al primer tren que llegó al andén de la encrucijada férrea de Venta de Baños. Era el que tenía como destino Barcelona.

Pasaron los años y Meren, tras cambiar de trabajo en numerosas ocasiones, a medida que familiares, amigos o conocidos le hablaban de uno mejor pagado o más aceptable para su galopante reúma, terminó trabajando en la Universidad Autónoma de Barcelona. Cierto, de conserje. Al principio en unos horarios desquiciados, pero con un salario más que digno, al menos en aquella época de penurias, y el lujo de vacaciones anuales pagadas. Permisos las llaman en la parla local. Algo impensable para quien no se despegaba, ni a sol ni a sombra, del yunque y el garlopín. Vacaciones que aprovechaba para volver a la aldea donde su habilidad con la forja la trasladó a la paleta. En media docena de veranos rehízo la fragua que estaba desmoronándose y la convirtió en una especie de museo donde cada una de las herramientas que su padre había usado ocupa su sitio exacto en el exiguo espacio.

Meren ya está retirado y pasa los inviernos en Barcelona a donde poco a poco fue llamando, en la aldea dicen “colocando”, al resto de la familia. Su hermana es bibliotecaria en la misma universidad y su sobrina ha terminado recientemente, con brillantez, la carrera de Geografía. Es muy posible que, dentro de unos años, cuando acabe el doctorado, termine impartiendo clase en las mismas aulas de las que su tío fue guardián, después de ser herrero.


Emerenciano, lo de Meren es el diminutivo con el que se le conoce en la aldea desde pequeño, tiene dos pasiones. El cariño por la ciudad que le acogió y que desde el 8 de diciembre hasta el 19 de marzo recorre incansablemente. Todas las mañanas tres horas de caminata para aligerar los dolores del reuma. “Me conozco Barcelona bastante mejor que los barbechos del páramo”. Y la fragua donde aprendió a golpear el hierro candente junto a su padre. “El fuelle funciona exactamente igual que cuando lo usaba mi difunto padre, que en paz descanse”. Termina con una frase lapidaria: “No entiendo ni jota de política. Mi patria es aquella donde me han dado trabajo para vivir, pero también ésta, donde mis abuelos le enseñaron el oficio de herrero a mi padre y éste a mí”