lunes, 13 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XXVIII: Ficción (I)


Tatiana habitaba con sus padres, un apartamento inmenso, aunque decorado muy sobriamente, en uno de los bloques elevados a finales del siglo XIX, en el Lungotevere della Farnesina, unas centenas de metros, una vez que el cauce del río, sobrepasada la Via della Conciliazione que da acceso al Vaticano, hace una ligera curva a su izquierda. Era una fachada de imitación renacentista, con grandes portalones encimados sobre la espesa circulación del tráfico romano a casi cualquier hora del día, pero especialmente cuando la jornada laboral tocaba a su fin.

El apartamento estaba situado en una segunda planta, así que desde las ventanas que daban al río, las ramas de los plataneros que bordeaban la ribera tocaban, pese a la reciente poda municipal, se podían tocar con la mano. No que aquella umbría sobrevenida no fuera del agrado de sus padres, empleados ambos, en funciones laborales, bien distintas, en el engranaje administrativo del vecino mini estado del Vaticano. De hecho, por el apartamento pagaban una renta mínima, simbólica, que apenas había cambiado con el curso de los años.

Aunque para su trabajo no se les pedía un certificado de buena conducta, esta se daba por hecho, sin demasiados aspavientos ni exigencias documentales, salvo que estuvieran bautizadas y confirmadas, se esperaba que sus padres fueran personas de práctica religiosa dominical y cumplieran con otros sacramentos de la Santa Madre Iglesia. Por ello, resultaba raro, a diferencia de sus dos hermanos y una hermana menor que Tatiana, sus padres solían llamarla con el diminutivo de Tania, no portara el nombre de alguno de los más conocidos santos de la península. Para elegir había, ciertamente, unos cuantos. Lo de Tatiana había sido un capricho de su madre, a quien le hizo gracia el nombre, tras haber leído que una princesa rusa con ese nombre había sido recibida en audiencia especial por el Santo Padre.

Yo había conocido, unos meses antes, a Tatiana de la manera más accidental que uno se pueda imaginar. Sentado, una mañana de domingo, ella era bastante menos practicante que sus padres, en la escalinata de la Plaza España, al pié de la iglesia de Trinitá dei Monti. La escalinata estaba en restauración, un lateral recubierto de andamios, así que no estaba recubierta de las flores que en esta época del año solían adornarla. Como era bastante temprano, perpendicular a nosotros Vía Condotti estaba completamente en penumbra, el sol apenas comenzaba a alumbrar por encima de la estatua de la Inmaculada que ocupaba el lateral izquierdo de la plaza.

Como solía hacer cada mañana temprano, en tiempos de exámenes en la facultad, salía a pasear con mis apuntes de filosofía, más bien esquemas, como una manera eficaz de estructurar el pensamiento presocrático. Siempre idéntico recorrido, escaleras arriba, pasar la Academia de Francia, y por uno de los laterales del Pincio, el parque que dominaba la ciudad, llegar hasta la salida que embocaba Vía Veneto, pero antes me daba media vuelta y bordeando Villa Borghese retornar a mi punto de partida, en el apartamento que, milagrosamente y a un precio asumible, compartía con dos colegas de La Sapienza en la vecindad de Via Margutta. Un lujo que yo procuraba explotar, Nikon en ristre, esto era un requisito imprescindible, al máximo con mis idas y venidas, notas en mano, en cuanto llegaba la época de exámenes.

Yo había dejado la docena de cuartillas con los esquemas sobre la escalinata, la cámara de fotos encima de ellas para que no se volaran, o peor, fueran pisoteadas, cuando empezaran a poblarse las escalinatas de los turistas domingueros. Algunos guías que se sabían los trucos, como buenos expertos, tenían la mala costumbre de venir a descargar las hordas de visitantes a eso de las diez de la mañana, sabiendo que todavía era posible hacerse una foto en grupo, sin demasiado trajín, delante de la Barcaccia de Bernini, al pié de la monumental escalera doble.

Tatiana, de la que siquiera me había apercibido, pendiente como estaba de ver cuando Vía Condotti comenzaba a iluminarse con los primeros rayos de sol, me espetó en italiano:

-     ¡Vaya cámara más chula que tienes!, como si me conociera de toda la vida, sin ni siquiera haber comenzado por el banal “bongiorno” que los italianos tiene siempre en la punta de la lengua, a veces haciendo caso omiso de la hora del día.

-  Yes. Very nice and quite expensive, le dije, acariciando la parte superior de la FE, como si de una mascota se tratara, algo que de alguna forma lo era, tanto cariño tenía a aquella joya de la fotografía, por muy inerte que fuera.

Supongo que le respondí en inglés porque fue lo primero que me salió. Todas las clases de la facultad a las que asistía, salvo un par de asignaturas menores, se impartían en inglés, así que como tenía los apuntes tan a mano, de alguna manera la asocié con una colega universitaria. Mi italiano, en realidad, no iba muy allá. No es que sea muy complicado para un español, al menos para chapurrearlo, pero concentrado en otras tareas académicas, mis conocimientos de la lengua eran más que someros, aprendidos a salto de mata de las páginas deportivas del “Corriere dello Sport”. Quizá no la mejor metodología para aprender, como es debido, la lengua de Dante.

Tatiana no tenía aspecto de italiana. De hecho, si no me hubiera dirigido la palabra en italiano, seguramente la habría confundido con una turista francesa. Tenía el pelo, rubio, muy recortado como suele ser costumbre de las francesas, una blusa ligera, un poco excesiva para la temperatura matinal de este principio de mayo, estampada con flores en tonos pastel, muy holgada por el talle y un escote comedido, cuyo lazo de cierre, no parece que fuera atado con frecuencia, pendía sobre su pecho. Unos vaqueros impecables, como recién estrenados y deportivas de una conocida marca italiana.

Como su inglés era entrecortado y mi italiano demasiado adosado al argot futbolístico, rápidamente caímos en la cuenta de que el término intermedio para mejor entendernos era el francés. Al menos estábamos en igualdad de condiciones. No nos darían un sobresaliente en clase, ella asistía a una academia los martes y jueves para perfeccionarlo, y el mío era pasable, aprendido un par de años antes, en la costa normanda, con un amor del cual no quiero acordarme. Tan de mala manera terminó una pasión apenas esbozada.

-     ¿Qué estudias?, le pregunté, todavía pendiente, más que de ella, de las sombras que comenzaban a desaparecer en la parte inferior de la calle situada enfrente de nosotros.

-     Ingeniería mecánica, respondió, sin más explicaciones ni detalles, quizá sorprendida de una pregunta tan inane. No tenía apariencia de ingeniera, así que en un primer momento supuse que me estaba tomando el pelo. Había respondido lo primero que se le ocurrió. O quizá no. Sin esperar comentario alguno por mi parte, añadió:

-     Tú estudias griego, más bien afirmó, dando por hecho algo que no era exacto. Entre las notas de los presocráticos, para mejor recordarlas, había garabateado algunos conceptos claves en la que, yo creo, es la lengua más perfecta que jamás ha existido.

-     Filosofía griega, que no es lo mismo, pero sí, no me queda más remedio que aprender algo de la lengua en la que se expresaban, de otro modo resultaría imposible entenderles. Con todo y con eso, no es fácil, le respondí alargando las frases que, por un momento pensé en resumir en “No, listilla”. Pero no era el momento de ponerse en contra de quien tan amablemente, si bien bruscamente, había comenzado a darme conversación en la templada mañana romana.

La siguiente pregunta tenía mucha más lógica y parecía inevitable, así que mientras fruncía ligeramente el entrecejo, cerrando por un instante los párpados, comentó:

-     Entonces, ¿por qué llevas la Nikon?, replicó. Como esta pregunta no era la primera vez que me la hacían, después de todo, una joya de la tecnología japonesa no casa bien con los Tales de Mileto y Erastótenes, no era necesario preparar la respuesta.

-     Porque la luz de primeras horas de la mañana en Roma es excepcional, colecciono imágenes de las fontanas de todo el casco histórico con las primeras luces del día, le respondí. Algo absolutamente cierto. Los días siguientes a los exámenes, algunas veces los jueves, día en que no teníamos clase, pero sobre todo las mañanas de los domingos, me dedicaba a recorrer callejuelas y plazas, buscando sombras, ángulos y contraluces de las fuentes. De algunas, como la Fuente de las Tortugas, tenía decenas en diferentes épocas del año.

-     Completamente de acuerdo, me dijo Tatiana, de quien todavía no sabía su nombre, no hay luz matinal como la de Roma, especialmente en los meses de abril y mayo. Pero yo prefiero fotografiar cuadros en las iglesias, a escondidas, porque en la mayoría de ellas está prohibido. También en la penumbra de sus naves barrocas, la luz se transfigura en estos meses de primavera.

A Tatiana, eso no tardé mucho en descubrirlo, la filosofía no le interesaba gran cosa, tampoco las declinaciones en griego, ni para el caso en latín, más tarde me contó que cuando terminó el instituto, el aprobado fue obra de misericordia del profesor. En cambio, era una apasionada de la fotografía.

Si tienes tiempo, aquí al lado, en la Piazza del Popolo hay uno de los cuadros que más he fotografiado, si nos damos prisa, abren la iglesia a las diez, puede que lleguemos y no haya apenas turistas. El sacristán estará ocupado en apagar las velas que han encendido las devotas para la misa de ocho. Podremos tirar unas diapositivas y con un poco de suerte, te saldrán mejor que tus fontanas, añadió con un ligero deje de sorna.

Por un momento pensé si eran más importantes Teodoreto y Estobeo o aquella maravilla que Tatiana quería mostrarme. Decidí que los presocráticos habían esperado muchos siglos por mí, podrían esperar un par de horas por ellos.

-     De acuerdo, pero ¿cómo te llamas?, le dije, pensando que acaso la pregunta llegaba un poco tarde. Pero era ahora, o tirar escalera arriba.

-     Tatiana, respondió

-     ¿Tatiana?, dije en voz alta, aunque supongo que la pregunta, en forma de sorpresa, no debería haberse pronunciado en voz alta.

Me quedó la duda de si oyó la pregunta o estaba pensando en la diagonal de la luz al penetrar por los ventanales alargados de la iglesia.

Con voz firme, en un tono que me sonó a ligeramente militar, a la vez que nos levantábamos, añadió: ¡Andiamo! sin ni siquiera molestarse en preguntar mi nombre.

    [CONTINUARÁ…]

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