Tatiana habitaba con sus padres, un apartamento
inmenso, aunque decorado muy sobriamente, en uno de los bloques elevados a
finales del siglo XIX, en el Lungotevere della Farnesina, unas centenas de
metros, una vez que el cauce del río, sobrepasada la Via della Conciliazione
que da acceso al Vaticano, hace una ligera curva a su izquierda. Era una
fachada de imitación renacentista, con grandes portalones encimados sobre la
espesa circulación del tráfico romano a casi cualquier hora del día, pero
especialmente cuando la jornada laboral tocaba a su fin.
El apartamento estaba situado en una segunda planta,
así que desde las ventanas que daban al río, las ramas de los plataneros que
bordeaban la ribera tocaban, pese a la reciente poda municipal, se podían tocar
con la mano. No que aquella umbría sobrevenida no fuera del agrado de sus
padres, empleados ambos, en funciones laborales, bien distintas, en el engranaje
administrativo del vecino mini estado del Vaticano. De hecho, por el
apartamento pagaban una renta mínima, simbólica, que apenas había cambiado con
el curso de los años.
Aunque para su trabajo no se les pedía un certificado
de buena conducta, esta se daba por hecho, sin demasiados aspavientos ni
exigencias documentales, salvo que estuvieran bautizadas y confirmadas, se
esperaba que sus padres fueran personas de práctica religiosa dominical y
cumplieran con otros sacramentos de la Santa Madre Iglesia. Por ello, resultaba
raro, a diferencia de sus dos hermanos y una hermana menor que Tatiana, sus
padres solían llamarla con el diminutivo de Tania, no portara el nombre de
alguno de los más conocidos santos de la península. Para elegir había,
ciertamente, unos cuantos. Lo de Tatiana había sido un capricho de su madre, a
quien le hizo gracia el nombre, tras haber leído que una princesa rusa con ese
nombre había sido recibida en audiencia especial por el Santo Padre.
Yo había conocido, unos meses antes, a Tatiana de la
manera más accidental que uno se pueda imaginar. Sentado, una mañana de
domingo, ella era bastante menos practicante que sus padres, en la escalinata
de la Plaza España, al pié de la iglesia de Trinitá dei Monti. La escalinata estaba
en restauración, un lateral recubierto de andamios, así que no estaba recubierta
de las flores que en esta época del año solían adornarla. Como era bastante temprano,
perpendicular a nosotros Vía Condotti estaba completamente en penumbra, el sol
apenas comenzaba a alumbrar por encima de la estatua de la Inmaculada que ocupaba
el lateral izquierdo de la plaza.
Como solía hacer cada mañana temprano, en tiempos de
exámenes en la facultad, salía a pasear con mis apuntes de filosofía, más bien esquemas,
como una manera eficaz de estructurar el pensamiento presocrático. Siempre
idéntico recorrido, escaleras arriba, pasar la Academia de Francia, y por uno
de los laterales del Pincio, el parque que dominaba la ciudad, llegar hasta la
salida que embocaba Vía Veneto, pero antes me daba media vuelta y bordeando
Villa Borghese retornar a mi punto de partida, en el apartamento que,
milagrosamente y a un precio asumible, compartía con dos colegas de La Sapienza
en la vecindad de Via Margutta. Un lujo que yo procuraba explotar, Nikon en
ristre, esto era un requisito imprescindible, al máximo con mis idas y venidas,
notas en mano, en cuanto llegaba la época de exámenes.
Yo había dejado la docena de cuartillas con los
esquemas sobre la escalinata, la cámara de fotos encima de ellas para que no se
volaran, o peor, fueran pisoteadas, cuando empezaran a poblarse las escalinatas
de los turistas domingueros. Algunos guías que se sabían los trucos, como
buenos expertos, tenían la mala costumbre de venir a descargar las hordas de
visitantes a eso de las diez de la mañana, sabiendo que todavía era posible
hacerse una foto en grupo, sin demasiado trajín, delante de la Barcaccia de
Bernini, al pié de la monumental escalera doble.
Tatiana, de la que siquiera me había apercibido,
pendiente como estaba de ver cuando Vía Condotti comenzaba a iluminarse con los
primeros rayos de sol, me espetó en italiano:
-
¡Vaya cámara más chula
que tienes!, como si me conociera de
toda la vida, sin ni siquiera haber comenzado por el banal “bongiorno” que los
italianos tiene siempre en la punta de la lengua, a veces haciendo caso omiso
de la hora del día.
- Yes.
Very nice and quite expensive,
le dije, acariciando la parte superior de la FE, como si de una mascota se
tratara, algo que de alguna forma lo era, tanto cariño tenía a aquella joya de
la fotografía, por muy inerte que fuera.
Supongo que le respondí en inglés porque fue lo
primero que me salió. Todas las clases de la facultad a las que asistía, salvo un
par de asignaturas menores, se impartían en inglés, así que como tenía los
apuntes tan a mano, de alguna manera la asocié con una colega universitaria. Mi
italiano, en realidad, no iba muy allá. No es que sea muy complicado para un español,
al menos para chapurrearlo, pero concentrado en otras tareas académicas, mis
conocimientos de la lengua eran más que someros, aprendidos a salto de mata de
las páginas deportivas del “Corriere dello Sport”. Quizá no la mejor
metodología para aprender, como es debido, la lengua de Dante.
Tatiana no tenía aspecto de italiana. De hecho, si
no me hubiera dirigido la palabra en italiano, seguramente la habría confundido
con una turista francesa. Tenía el pelo, rubio, muy recortado como suele ser
costumbre de las francesas, una blusa ligera, un poco excesiva para la temperatura
matinal de este principio de mayo, estampada con flores en tonos pastel, muy holgada
por el talle y un escote comedido, cuyo lazo de cierre, no parece que fuera
atado con frecuencia, pendía sobre su pecho. Unos vaqueros impecables, como
recién estrenados y deportivas de una conocida marca italiana.
Como su inglés era entrecortado y mi italiano demasiado
adosado al argot futbolístico, rápidamente caímos en la cuenta de que el
término intermedio para mejor entendernos era el francés. Al menos estábamos en
igualdad de condiciones. No nos darían un sobresaliente en clase, ella asistía
a una academia los martes y jueves para perfeccionarlo, y el mío era pasable,
aprendido un par de años antes, en la costa normanda, con un amor del cual no
quiero acordarme. Tan de mala manera terminó una pasión apenas esbozada.
-
¿Qué estudias?, le pregunté, todavía pendiente, más que de
ella, de las sombras que comenzaban a desaparecer en la parte inferior de la
calle situada enfrente de nosotros.
-
Ingeniería mecánica, respondió, sin más explicaciones ni detalles, quizá
sorprendida de una pregunta tan inane. No tenía apariencia de ingeniera, así
que en un primer momento supuse que me estaba tomando el pelo. Había respondido
lo primero que se le ocurrió. O quizá no. Sin esperar comentario alguno por mi
parte, añadió:
-
Tú estudias griego, más bien afirmó, dando por hecho algo que no
era exacto. Entre las notas de los presocráticos, para mejor recordarlas, había
garabateado algunos conceptos claves en la que, yo creo, es la lengua más
perfecta que jamás ha existido.
-
Filosofía griega, que no
es lo mismo, pero sí, no me queda más remedio que aprender algo de la lengua en
la que se expresaban, de otro modo resultaría imposible entenderles. Con todo y
con eso, no es fácil, le respondí alargando
las frases que, por un momento pensé en resumir en “No, listilla”. Pero
no era el momento de ponerse en contra de quien tan amablemente, si bien
bruscamente, había comenzado a darme conversación en la templada mañana romana.
La siguiente pregunta tenía mucha más lógica y
parecía inevitable, así que mientras fruncía ligeramente el entrecejo, cerrando
por un instante los párpados, comentó:
-
Entonces, ¿por qué llevas
la Nikon?, replicó. Como esta
pregunta no era la primera vez que me la hacían, después de todo, una joya de
la tecnología japonesa no casa bien con los Tales de Mileto y Erastótenes, no
era necesario preparar la respuesta.
-
Porque la luz de primeras
horas de la mañana en Roma es excepcional, colecciono imágenes de las fontanas
de todo el casco histórico con las primeras luces del día, le respondí. Algo absolutamente cierto. Los
días siguientes a los exámenes, algunas veces los jueves, día en que no
teníamos clase, pero sobre todo las mañanas de los domingos, me dedicaba a
recorrer callejuelas y plazas, buscando sombras, ángulos y contraluces de las fuentes.
De algunas, como la Fuente de las Tortugas, tenía decenas en diferentes épocas
del año.
-
Completamente de acuerdo, me dijo Tatiana, de quien todavía no sabía
su nombre, no hay luz matinal como la de Roma, especialmente en los meses de
abril y mayo. Pero yo prefiero fotografiar cuadros en las iglesias, a
escondidas, porque en la mayoría de ellas está prohibido. También en la
penumbra de sus naves barrocas, la luz se transfigura en estos meses de
primavera.
A Tatiana, eso no tardé mucho en descubrirlo,
la filosofía no le interesaba gran cosa, tampoco las declinaciones en griego,
ni para el caso en latín, más tarde me contó que cuando terminó el instituto,
el aprobado fue obra de misericordia del profesor. En cambio, era una
apasionada de la fotografía.
Si tienes tiempo, aquí al lado, en la Piazza
del Popolo hay uno de los cuadros que más he fotografiado, si nos damos prisa,
abren la iglesia a las diez, puede que lleguemos y no haya apenas turistas. El
sacristán estará ocupado en apagar las velas que han encendido las devotas para
la misa de ocho. Podremos tirar unas diapositivas y con un poco de suerte, te saldrán
mejor que tus fontanas, añadió con un ligero
deje de sorna.
Por un momento pensé si eran más importantes
Teodoreto y Estobeo o aquella maravilla que Tatiana quería mostrarme. Decidí
que los presocráticos habían esperado muchos siglos por mí, podrían esperar un
par de horas por ellos.
-
De acuerdo, pero ¿cómo te
llamas?, le dije, pensando que
acaso la pregunta llegaba un poco tarde. Pero era ahora, o tirar escalera
arriba.
-
Tatiana, respondió
-
¿Tatiana?, dije en voz alta, aunque supongo que la pregunta,
en forma de sorpresa, no debería haberse pronunciado en voz alta.
Me quedó la duda de si oyó la pregunta o
estaba pensando en la diagonal de la luz al penetrar por los ventanales
alargados de la iglesia.
Con voz firme, en un tono que me sonó a
ligeramente militar, a la vez que nos levantábamos, añadió: ¡Andiamo! sin
ni siquiera molestarse en preguntar mi nombre.
[CONTINUARÁ…]
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