domingo, 22 de noviembre de 2015

¿Y SI EL PA AMB TOMÀTEC FUERA AZTECA?

El pa amb tomàquet es la quintaesencia del arte culinario catalán, no por lo sofisticado, cuanto por la popularidad. Cualquier “guiri” que haya pasado por Cataluña lo afirmará. Algo que, tenazmente, será discutido, en términos muy doctos, por andaluces, extremeños, valencianos, mallorquines y murcianos, alegando estos últimos que por algo sientan sus reales en la Huerta de Europa. De hecho, durante la polvareda generada por el 27-S, volvió a resurgir en los medios regionales de la capital del Segura un clásico del ardor patriota regionalista: el pan con tomate es un invento murciano. Para ser exactos, de los murcianos que trabajaron en la construcción del metro barcelonés en los años veinte del siglo pasado.

Y, al decir de algunos eruditos, no faltan testimonios de que los emigrantes murcianos, siempre indómitos emprendedores, eran tan propensos a disfrutar del manjar que hasta plantaron tomateras al lado de los raíles. Esta sagacidad y que el pan se les quedara duro con el paso de los días  para hincarle el diente, les condujo a popularizar entre los locales tan sencillo manjar. En estas laberínticas, como tan inútiles disquisiciones culinarias, no podían faltar otras regiones, provincias y comarcas del Levante, atribuyéndose el origen de bocado tan exquisito como sencillo.

Con lo cual las memorias insondables y los recuerdos de abuelos, bisabuelos y tatarabuelos que en pueblos de Valencia, Andalucía o Extremadura, restregaban –por cierto, en Murcia no se restriega, se unta el tomate ya rayado sobre el pan tostado- son tan abundantes como pintorescas. La más peregrina que he encontrado es ésta: los cartagineses lo introdujeron en la península por Cartagena y de ahí se extendió al resto de España, Cataluña incluida. ¿Diga? ¿Pero no fueron Colón y marineros quienes lo trajeron de las Américas, como mil cuatrocientos noventa y pico años después? Solución, los cartagineses, Aníbal, Asdrúbal y compañía lo copiaron de los vikingos quienes a su vez ya habían observado como restregaban el fruto del tomate los nativos de América. 

Cronológicamente toda esta sesuda aseveración es un dislate, pero hay foros y artículos donde la argumentación patriótica regionalista es tan procelosa e inane que resulta cómica. Como en la Edad Media se debatía durante horas, incluso días, sobre cuantos ángeles cabían en la punta de un alfiler o dónde se encontraba el verdadero prepucio del Niño Jesús, ahora es la época donde cualquier iletrado puede pasar por experto investigador. Basta tener una conexión decente a la banda ancha para escupir sandeces.


La ignorancia, solía decir mi abuelo, es muy atrevida. Si a ella se suma que mirarse al ombligo geográfico, sea estatal, regional, provincial o comarcal es la madre de todas las ciencias, hasta la gente más sensata pierde el oremus y se insulta, amenaza, zahiere y vilipendia por las más estultas de las nimiedades.  Entre otras sobre si el pa amb tomàquet se empezó a utilizar antes en Manresa que en Mazarrón. 

Y puestos a impartir sabiduría huera sobre el origen de las delicadezas gastronómicas se me ocurre que, quizás, ¿por qué no? los primeros que se deleitaron con el pa amb tomàquet fueron los aztecas. Después de todo disponían del fruto del Solanum lycopersicum. Mucho antes que murcianos, catalanes o andaluces. Cierto, no disponían de pan. Pero tenían exquisitas tortitas de maíz. Acaso, después de todo, el pa amb tomàquet fue en un principio docsa amb tomaquet. Vamos, que no hace falta ser de ningún sitio en especial, ni haber sido honrado con 3 estrellas Michelin, para llegar a la conclusión de que si frotas el tomate con un trozo de pan endurecido (o de torta de maíz) será la única manera de manducarlo. 

domingo, 8 de noviembre de 2015

DONDE ESTÁ ÍTACA...

Ulises, atado al mástil, resiste el canto de las sirenas
Mucho antes de que el zascandil de José María hablara catalán en la intimidad, quien esto escribe empezó a escucharlo bajo idéntica modalidad. Esto es, en la penumbra (apaga la luz, mariluz) de una habitación a oscuras, sinónimo del abismo infernal que profetizaban aquellos primeros escarceos amorosos. El insondable, a la vez que inquietante, pozo de lo que en el siglo calificaban como amores clandestinos. El aposento en contraluz se mimetizaba en un popular barrio madrileño, entonces poblado por funcionarios de la escala media, tirando a baja, madres demasiado jóvenes convirtiéndose en viejas, maestras de colegios de monjas y no pocos obreros que hacían, todos los días, el viaje de retorno hasta la frontera de Vallecas y más allá. Entonces era 1975 y el Generalísimo agonizaba en La Paz, a un par de kilómetros a tiro de piedra.

“Quan surts per fer el viatge cap a Ítaca, has de pregar que el camí sigui llarg, ple d'aventures, ple de coneixences. Has de pregar que el camí sigui llarg, que siguin moltes les matinades que entraràs en un port que els teus ulls ignoraven, i vagis a ciutats per aprendre dels que saben”. Ya fue casualidad que, mismamente un servidor, castellano viejo de los ásperos páramos de la meseta norte, me empapara con el catalán mientras el piano dominaba el huracán de viento y pasión que surgía del vinilo, en la misma capital de España.

Todo gracias a Lluis Llach. En la intimidad, sí, pero no en Banyoles, el Alto Ampurdán, ni siquiera en Calaf. En el corazón de Madrid, rompeolas de todas las España.  Aquello no fue fruto de la casualidad, claro. Mi amiga se apellidaba Roca Carrer, sus padres habían emigrado desde Sant Andreu, al borde del Besós, hasta las orillas de la M-30. Después de Lluis vinieron Pau Riba, María del Mar Bonet, Francesc Pi de la Serra y unos cuantos más. Todos ellos cómplices de fervorosas pasiones postadolescentes y algaradas a la carrera en la facultad.

Con el paso de los meses y de los años ‘Viatge a Itaca’, incluso después de arrinconar los amores de juventud y alcanzar la sosegada cincuentena, se convirtió en himno personal, mi propio mapa, mi brújula y mi hoja de ruta al filo de las décadas transcurridas, de las gentes encontradas, las ciudades habitadas, también de aquellas otras pasajeras, las montañas escaladas y los puertos en los que he buscado abrigo.

Soy plenamente consciente del trasfondo político que Lluis Llach imprimió a la canción. Desconozco, intuyo que no, si esa era la intención del autor de la letra, el gran Constantino Kavafis. Ni una cosa ni la otra me importan lo más mínimo. El “Viatge a Itaca”, para mí, no es el llegar a ninguna patria, ningún país, ninguna región. El “Viatge a Itaca” es el que me llevará, “Més lluny, sempre molt més lluny, més lluny del demà que ara ja s'acosta. I quan creieu que arribeu, sapigueu trobar noves sendes”. Pero a mí y a nadie más. Porque mi viaje a Ítaca es personal e intransferible. Único. Está dentro de mí. No vibra con una bandera fofa, cualesquiera el color, ni se oye en un himno huero, por bien que suene la música. Ni me arrodillo ante un Estado guardián, no importa su formato.

En realidad, Ítaca está dentro de cada uno de nosotros, en cuantos nos quieren y en a cuantos hemos querido. También en aquellos a quienes amaremos y nos amarán. Nuestra salvación, la mía al menos, no reside en arribar al puerto de una identidad de pueblo, religión, raza, nación, tribu o clan. Bien al contrario, está en los caminos que he recorrido para llegar hasta aquí. A lo que soy ahora.  Y en las sendas que todavía me quedan por andar para que “ l'amor ompli el meu cos generós, trobi els camins dels vells anhels, plens de ventures, plens de coneixence”.


Desconozco que habrá sido de quien fue mi amiga catalana en la intimidad. Quien me abrió los ojos a la bella cadencia de estos versos “I si la trobes pobra, no és que Ítaca t'hagi enganyat. Savi, com bé t'has fet”, amén de a “el camí llarg, ple d'aventures, ple de coneixences”. Me dijeron que regresó a San Andreu. Quizá alguna vez la memoria y la nostalgia me lleven a buscarla y si la encuentro, pobre, no es que Ítaca me haya engañado. Sabio como muy bien me he hecho, sabré lo que significan las Ítacas.
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Texto para la web Àgora Alta Segarra (http://www.agoraaltasegarra.cat/)