domingo, 30 de junio de 2013

Domenica mattina

Era el instante más absorbente y mágico de la semana. Encapsulado en una hora y media, un par, como mucho, cuando la urbe desprendía la serenidad luminosa y brillante del domingo recién estrenado. Alejada del caos que, inevitablemente, la invadiría a finales de la mañana. El huso horario marcaba claramente su división de los tiempos a partir de las once. El revuelo del tráfico, incluso el restringido a los peatones en los días festivos, convertiría las aceras y los elegantes callejones del centro histórico en una ciudad completamente diferente, ligeramente agobiadora. Como si al desaparecer las sombras de las fachadas barrocas y renacentistas, al iluminarse las azaleas en los balcones, la ciudad recobrara, repentinamente, la existencia que durante tres milenios la había habitado, batallado, sobrevivido, sobre sus siete colinas y en torno al río, escapándose unos kilómetros más allá, hacia Ostia Antica y el Mare Nostrum que enmarcó su imperio.

Sobre todo a finales de mayo, cuando todavía no hacía demasiado calor y a eso de las ocho de la mañana el sol alumbraba las torres gemelas de Trinitá dei Monti, justamente detrás, en la culminación del sinuoso ascenso, camino del parque del Pincio. Al pie de la escalinata, por el lado donde se encuentra la casa que habitó John Keats, un par de barrenderos se esfuerzan, es un decir, en limpiar las boñigas dejadas por los caballos que tiran de las carrozellas. Tres de ellas acaban de llegar, en fila india, por la Vía del Babuino, desde la Piazza del Popolo. Los conductores han buscado el calor de los primeros rayos del sol que caen directamente sobre la plaza, tapando la mayor parte de un escaparate de Missoni.

La actividad del par de barrenderos, embutidos en un aparatoso uniforme verde, es cómica. Dan un escobazo, se paran, apoyan las dos manos en un extremo del mango, uno incluso la barbilla, como si fuera a echar una cabezada y comentan algo que les hace reír, mientras miran a la estatua de la Inmaculada, inamovible sobre su pedestal, enfrente de la embajada española ante la Santa Sede. La corona de flores que colocaron los bomberos, el último ocho de diciembre, en las manos de la Virgen está marchita, pero incólume. Otro par de escobazos y otro descanso. Vuelta a empezar. A este ritmo es muy posible que los excrementos de los caballos permanezcan sobre los históricos adoquines hasta más allá del mediodía.

Merodean inquietas un par de turistas orientales -por la forma que llevan el bolso en banderola, atravesado sobre el vientre y el abrigo por encima (benditas guías que les precaven desde el mismísimo prólogo de los robos en un santiamén)- tienen toda la pinta de ser japonesas. Concentradas en sus respectivas guías, cada una a lo suyo, aunque obviamente hacen la visita en pareja. Finalmente, la que porta el abrigo de pluma violeta –a todas luces excesivo, ya está aquí la primavera romana- señala a las abejas que adornan la proa pétrea de la Barcaccia de Pietro Bernini, padre de. La humedad se ha acumulado durante la noche en los bordes redondeados, plegados en una elegante curvatura. Quizá obra del  mismísimo Gian Lorenzo, aprendiz aventajado en el taller paterno. O acaso sea todo consecuencia del paso del tiempo y del acqua vergine desbordada, lo que ha terminado por alisar la piedra.

Los artífices de la última restauración, que ha durado un par de años, han devuelto a la fontana una notable refulgencia de la caliza original, mucho más blanca de como la recordaba. Las restauraciones romanas pueden tardar decenios –es posible que algunas siglos- pero una vez eliminadas las capas del paso de los años terminan por brillar en todo su esplendor. No cabe duda, de que el sol pálido, pagado por los Barberini para mayor gloria de la familia y el papado, tal como se ve ahora esculpido en la misma materia pétrea, debió de ser ya así en el original de los Bernini.

Me gusta sentarme, cuando la escalinata está fría, en esta hora fascinantemente serena de la mañana dominical, aquí, en el receso que conforma la curva barroca, tras cuatro tramos de escaleras, antes de retomar el tramo final que llega hasta el obelisco. En el lado derecho, mirando de frente a mi Via dei Condotti. Las hordas de turistas tardarán algo más de dos horas en aparecer y la piedra de los escalones todavía no se ha sumergido en la calidez de la luz romana de finales de primavera. Al pie de la escalinata, el quiosquero está desembalando La Reppublica y La Gazzetta dello Sport (la Roma favorita esta tarde contra la Lazio en la ‘partita dal secolo’).

Me gusta este lado, casi bajo las ventanas por donde supuestamente se asomaba Keats al fragor romántico de la Roma del XIX, en un punto preciso desde donde diviso la plaza en toda su amplitud. Lo justo para evitar la vista del McDonald’s que acaban de inaugurar, tras meses de polémica, en un lateral. A los pies de la mismísima Inmaculada. Mi Vía dei Condotti, salvo por los rayos que iluminan algunas de las balconadas de los pisos superiores, en la sección más próxima a la plaza, completamente en penumbra. Casi en oscuridad en la parte opuesta, la vecina a la Via del Corso. Resbaladiza y mojada. El camión de la limpieza que acaba de chorrear el pavimento delante de Bulgari y el Café Greco, ya llega a la altura de la sede de la Orden de los Caballeros de Malta. Por un momento la imagen se congela.

Tocan a misa de nueve en San Carlo Borromeo, también, de forma simultánea, en otra decena de iglesias, basílicas y capillas. Difícil identificar de donde procede el tañido de las campanas. Las curvas barrocas de la escalinata, encajonadas entre las dos hileras de edificios que la bordean crean un eco tan límpido como indescifrable. Tendría que estar situado mucho más arriba, cerca del carrito del tipo que anuncia panini y pizza napolitana, a la sombra alargada y triangular del obelisco, para poder identificar con exactitud su procedencia.
No conozco otro espacio, ni otra ciudad –eso sí, tiene que ser obligatoriamente a esta hora y en domingo- donde me sienta tan inmerso en sus plazas, sumergido en sus calles, identificado con las incontables huellas de su historia imperecedera. Sabinas, república, César Augusto, Marco Aurelio y los bárbaros, edades oscuras del papado, mecenas de arte renacentista, el barroco, la grandeza y la miseria del cristianismo, los tratados de Letrán. La imposibilidad de abarcar tanta historia en un instante. Al mismo tiempo, la satisfacción de contemplarla, en realidad de palparla, en cualquier rincón hacia donde se dirija la mirada.  Roma está viva, se despereza, en su fragilidad perenne, a esta hora donde brilla como lo ha hecho durante siglos, en estos instantes previos al caos cotidiano, cuando apenas tiene espectadores que la contemplen.

Mientras recobran su calidez las fachadas barrocas, de ocre desgastado, al presentir sus calles milenarias el paso de los primeros batallones invasores de turistas domingueros. La ciudad aparentemente decrépita, en perpetuo remodelamiento. Un inagotable resurgimiento de su propia historia y sus huellas. Está adormecida, como si estuviera viva, esperando entrar en la marabunta de tantos pasos como la poblarán en menos de un par de horas. Un animal agazapado esperando que el sol de principios de verano traiga calor a sus plazas, a sus callejuelas y a sus corsos. Para desgastar sus edificios y monumentos centenarios.

Retomo mis apuntes sobre las oscuras y laberínticas teorías según las cuales el Documento Q, se convirtió en Protomarcos y éste a su vez en Marcos. Bendito Klemens Stock S.J., con su italiano desbordado por un sufrido acento alemán, ése que le hace reflexionar (¿dudar?) unas milésimas de segundo, apenas perceptibles, por cada vocablo que pronuncia, antes de llamar nuestra atención con una pregunta a medias retórica, a medias escandalosa: “¿Sabía, o no, el propio Jesucristo que era Dios?”. Aunque no creo que muchos de mis colegas se lleven las manos a la cabeza por tamañas afirmaciones. Ya estamos curados de espantos, hasta el atlético estudiante de Kinshasa que se sienta a mi lado y tiene toda la pinta de ser designado, una vez se licencie, para una cátedra episcopal. Como dice el P. James Swetnam, el profesor de griego, ‘fidens quarens intellectum’, “mi fe religiosa no está basada en la comprensión de las Sagradas Escrituras, sino en la enseñanza de la iglesia católica, pero mi comprensión de la fe depende, en gran medida, de lo que las Sagradas Escrituras parecen decir”. Ni que decir tiene que esta afirmación tan sibilina sólo podía proceder de una boca jesuítica. Swetnam, además de gracioso y americano, lo es.

Herr Vater Klemens Stock lo explicita en su italiano tan reflexivo como modélico: “Sapeva Dio qui era lo stesso Dio?” Hamlet a mí. “Mateo provendría directamente del Protomarcos mientras que, para poder explicar ciertas diferencias que hay en Lucas para la recepción de algunos materiales, el evangelio de Lucas sería el resultado de una copia del Protomarcos realizada por alguien que también conocía Q y tomó materiales de él. Esta teoría, a poco que se mire, parece estar insinuando, que no sería ninguna idiotez por otra parte, la existencia de más de un documento Q”. No sé si me explico, termina con gracejo, si existiera tal cualidad en un profesor alemán, aunque no lo parezca, acérrimo defensor de la ortodoxia eclesial. Lo que nos lleva a discutir en qué momento exacto de la formación, fuere oral o escrita, del Evangelio de Marcos el concepto de divinidad cristaliza. “Claro que no todo es tan fácil como parece si otra teoría afirma que existió un Deuteromarcos, que por su parte, sería una versión surgida del evangelio de Marcos y, por lo tanto, intermedia; la cual, junto con el Q, sería la fuente combinada tanto de Mateo como de Lucas”. No sé si lo entiendo, me digo yo.

No es la primera vez que aprovecho este extraordinario lugar para exprimir el jugo a mis desafíos académicos. He llegado a la conclusión, aunque acaso sean ideas mías, de que durante una hora de estudio sentado una mañana de domingo en la escalinata de la Piazza Spagna aprendo y memorizo –incluso con las inevitables distracciones de barrenderos y turistas japonesas- de manera mucho más sólida los recovecos de la crítica literaria en griego que tres horas en el silencio bibliotecario de la facultad del Pontificio Istituto Biblico. Ni por asomo puede el bueno de Klemens Stock imaginarse que cuando vaya al examen oral, una buena parte de la materia ha sido empollada, preferiblemente asumida y argumentada, mirando de frente a Vía dei Condotti. Sentado en los banzos de Piazza Spagna.

Aunque esto no es nada nuevo. El año anterior los verbos polirrizos del griego, así como algunas de las desinencias verbales del hebreo, también las memoricé subiendo y bajando esta escalinata, camino del Pincio. Antes de cada examen semestral, especialmente los miércoles donde por una antiquísima tradición, algunos, en broma, dicen que originada en una bula papal del medioevo, toca día de descanso en la facultad. A cambio, clase los sábados por la mañana. Innecesario apuntar que el estudio en un lugar tan popular también tiene sus contratiempos. Tras la plaza de San Pedro es el lugar más visitado por los viajeros. No es que a las diez y pico la plaza comience a burbujear con las primeras avalanchas de turistas. Durante un rato, hasta eso de las once, resulta soportable. Generalmente son grupos aislados, más bien pequeños que acuden por su cuenta, siguiendo caminos diversos. Los peores son los que llegan a partir del mediodía. Entonces, tras los socorridos recorridos matinales, todos parecen confluir a la misma hora en la Plaza España, aprovechando que a mediodía algunas iglesias cierran sus puertas o están ocupadas para el culto.

La dificultad principal estriba que en cualquier momento, mientras declinas mentalmente el aoristo (ἔ-λυ-σα, ἔ-λυ-σα-ς , ἔ-λυ-σε, ἐ-λύ-σα-μεν, etc.), de manera inopinada,  se te aparezca la mismísima Audrey Hepburn conduciendo en Vespa, tomando vertiginosamente las curvas en la plaza Venecia o, todavía más real, se te presente, en toda su candidez e ingenuidad en esta misma escalinata, con su aire de princesa levantisca por un día, la falda con los bajos abombados, en blusa blanca, saboreando un helado, aquí, un par de peldaños más abajo de donde ahora mismo me siento. Sentada sobre el pretil que separa el bloque central de la majestuosa escalinata de uno de los laterales, mientras le dice a Gregory Peck: “Podría hacer las cosas que siempre me ha gustado hacer, (…) no te las puedes ni imaginar, lo que me la gana a lo largo del día”.

Esto es lo malo que tiene Roma, estás tan tranquilo repasando el aoristo o la cristología de Marcos y te encuentras haciendo de extra, al lado de la mismísima Audrey Hepburn. O quizá, en un vicolo te das de sopetón con Michelangelo Merisi, embozado en su capa porque tras pintar el imperioso dedo del Maestro llamando a San Mateo a seguirle, se va de putas: Incluso te resulta fácil imaginarte con toga al lado del imperioso  Julio César, no aquí, claro, sino en el Foro, cuando pregunta a Bruto, “¿Tú también, hijo mío?”.  De repente me doy cuenta que me he desviado de la cuestión esencial que me trae de cabeza esta mañana. ¿Sabía Jesucristo que era Dios o no lo sabía? Pero es un poco tarde para elucubraciones protoevangélicas. En la plaza ya hay una ruidosa muchedumbre. La magia se ha evaporado. Casi mejor, echar a correr tras Audrey. Me tomaré un espresso en el Panteón. Joe Bradley: [He takes her hand] ... First wish? One sidewalk cafe, comin' right up. I know just the place. Rocca's.

Imaginando que cuando Lucas –no creo que Marcos llegara tan lejos- andaba por estos lares, con o sin Protomarcos, con o sin Deuteromarcos, las placas de bronce que recubrían la imponente fachada estaban todavía clavadas en los muros. Pero después vino el incendio de año 80, la reparación de Domiciano, la reconstrucción de Trajano, Adriano que lo rehízo por completo. Roma…

Los barrenderos, como era previsible, necesitarán otro par de ociosas horas para eliminar los excrementos. Retomo Vía Condotti. Lástima de Vespa. De algún palazzo, tras las ventanas entornadas detrás de las persianas venecianas,  a la altura de la iglesia de la Santisima Trinitá degli Spagnoli, suena Amedeo Minghi (1950): Come profumi, che gonna, che bella che sei, /che gambe e che passi sull'asfalto di Roma /Serenella in questo vento di mare e di pini, /nel nostro anno tra la guerra e il duemila / dal conservatorio all'università' /la bicicletta non va e tu che aspetti me con i capelli giù /io li carezzerò seduti al nostro caffè, Serenella


lunes, 24 de junio de 2013

Con las cartas puestas

El pueblo está en una hondonada. Rodeado de montañas, las primeras estribaciones realmente escarpadas de los Picos de Europa. En verano es gris y oscuro, incluso en los días más luminosos. En invierno los tonos grisáceos de las calles, incluso los verdosos de la alameda que bordea el río, se agudizan, se tornan más oscuros y graves. Impenetrables en la neblina que desciende desde las cumbres. Las minas de carbón, que exhalaron su último aliento hace ya cuarenta años, han desaparecido por completo. Las fachadas de las casas todavía portan las huellas del polvo ennegrecido que despedía la antracita. En las laderas, que acompañan la bajada a la hondonada, los frondosos robledales todavía no han conseguido cicatrizar las heridas de las bocaminas por las que, durante medio siglo de gloria negra, la tierra escupió su riqueza.

El hogar de ancianos, un sólido edificio con una marcada arquitectura franquista, se asienta en el centro del pueblo, al lado del ayuntamiento que por algún extraño milagro presupuestario está siendo levantado en el espacio que hasta hace bien poco, aún sin serlo, hacía de plaza mayor. Delante de la rampa de acceso al hogar del pensionista, una escultura, vagamente cubista, en hierro de forja, recuerda a los cientos de mineros heroicos, los que durante decenios fueron el alma y corazón de toda la cuenca, en la linde con la provincia leonesa. El hogar está levantado sobre unos pilotes de hormigón armado bajo los cuales se enzarzan decenas de gatos en la estación de celo y, en las tardes alargadas del verano, algunos niños juegan al escondite. Los ventanales que recorren los dos costados, el que encara al norte, hacia la montaña y la calle principal, y el otro que se abre hacia el este, a la plaza del futuro ayuntamiento, amarillean con la luz cálida y espesa del anochecer. Los días comienzan a estirarse, incluso en este recoveco de montañas con sus sombras alargadas. Finales de abril.

Los aires de tango y pasodoble se alternan en el lector de cederom donde Ascindino, el portero, entrado en la cincuentena, hace de improvisado pinchadiscos, todos los sábados –salvo los meses de verano- a partir de las siete. Hoy, baile. Anuncia el cartel a la entrada, entre esquelas de fallecidos recientes. Las de mineros con insuficiencias respiratorias y viudas con carencias sentimentales. Los recordatorios honrando a los que pasaron a mejor vida, en tamaño folio, parecen haber sido impresos por el mismo patrón informático. Desbordan el panel de cristal de la puerta de entrada y cubren parte del ladrillo que la enmarca. Riguroso blanco y negro en la cenefa de la hoja en A4, la cruz en la cabecera, la foto del fallecido, su rostro recortado sobre un oval, detalles de los familiares doloridos, lugares con horas de las celebraciones de funerales, entierros y aniversarios variados. Hay uno que incluso rememora el décimo aniversario del fallecimiento de Elifio Pastor. Los deudos ruegan una oración por su alma.

El baile sabático está llegando a su apogeo. Manolo Escobar campa a sus anchas en el trasteado sistema de megafonía. Hay algunas parejas estables, entradas en años, que bailan una canción tras otra, salvo por los pequeños descansos que necesita el ordenanza para sustituir a Manolo Escobar por Julio Iglesias. Y la siguiente es un tango. Aparentemente los gustos de Ascindino, el portero, son más bien eclécticos en su clasicismo de mediados del siglo pasado. El resto de ancianos, las mujeres emperifolladas y ellos encorbatados, como si fuera la fiesta de Santa Bárbara, la patrona local, se van turnando en la elección de pareja.

La mayor parte, incluso, o quizá pese a sus dolencias y artrosis dispersas por articulaciones y columnas, danzan con un admirable aire de elegancia, como sólo los viejos, ligeramente encorvados, saben deslizarse sobre el pavimento enlosado. Pasos aprendidos hace más de medio siglo sobre las eras de trilla, en los bailes del vermú, donde se honraban a los variopintos santos patrones y vírgenes diversas de pueblos y aldeas. De repente, Ascindino debe haberse equivocado de cajita de cedé, suena melosa y romántica la voz extrañamente moderna de Alejandro Sanz. Los primeros compases se entremezclan con el ruido de las sillas removidas sobre el suelo de baldosa, mientras se conforman de nuevo las parejas y los pies se adaptan al ritmo de “Corasón partío”.

En el otro extremo del salón, el más cercano a la barra, un hombre con las cartas en la mano juega al solitario. Completamente ajeno a los dilemas amorosos del cantante madrileño. Sinforiano hace ya más de treinta años que dejó de picar en la mina, y desde hace veinte, invariablemente, todos los días en los que el hogar del pensionista abre sus puertas, todos los días del año, salvo los lunes, Navidad y Año Nuevo, ocupa la misma mesa para hacer su solitario, mientras bebe, nunca pide otra cosa, un mosto. Antes lo pagaba en pesetas, una a una. Desde que llegó el euro, por alguna extraña razón que nunca ha explicado, lo abona religiosamente en monedas de diez céntimos. Si alguna vez no le alcanzan los diez céntimos, recurre a las monedas de cinco. Sólo en un par de raras ocasiones pagó con las de cincuenta céntimos. “Ya lo ves, que no hay dos sin tres /que la vida va y viene y que no se detiene.../ y, que se yo, pero miénteme aunque sea / dime que algo queda entre nosotros dos”.

Sinforiano, todos lo afirman, es más bien raro. Pero al fin y al cabo, no se mete con nadie. Si le dirigen la palabra, responde cortésmente con un “buenas tardes” o lo que proceda, si no, tal como viene, se va. Sin mediar palabra. Salvo con Basilisa, la pizpireta camarera entrada en los cuarenta que, conoce de carrerilla los pequeños rituales de Sinforiano. Cuando le ve entrar por la puerta, saca el mazo de cartas españolas que le tiene reservado en un pequeño cajoncito debajo de la barra. Sinforiano viene y, tras musitar, “Buenas tardes, Basi”, así es como todo el mundo la llama, toma las cartas y ocupa su mesa al lado de la chimenea. Un lugar discreto donde nadie le molesta, ni molesta a nadie. La chimenea nunca se enciende, al menos desde que se puso la calefacción central de gasóleo.

Basilisa ya sabe que una vez que extienda cuatro filas delante de él, como un reloj, Sinforiano, algunos le llaman “el Sinfo”, pedirá el acostumbrado mosto. Sólo entonces, ni antes, ni después. “Basi, ¿me traes el mosto?”. Basi que lleva muchos años tratando –batallando, dice ella, con los viejos del lugar- tiene un insondable sentido del humor, a prueba de cascarrabias, manías de la vejez y quejas indecibles. Desde las políticas –el poso socialista de muchos de los viejos, que vivieron de adolescentes un duro y cercano frente de batalla en la cuenca minera durante la Guerra Civil, se remueve a diario contra el actual gobierno de derechas- hasta las más chismosas sobre si la Eudovigis “se ha arrimao al Valeriano, pero nunca se casarán para seguir cobrando sus respectivas pensiones”.

Ya hace un par de años que la Basi se ha apostado con Ascindino que si un día, el Sinfo –algunos le llaman también por el apodo familiar, “el chicharrero”- por una extraña conjunción de casualidades u olvidos no pide un mosto, ella tendrá el gusto y placer de invitar a una ronda a toda la parroquia. De lo que en ese bien hallado día, pida el Sinfo. “Lo mismo para todos, si el Sinfo pide guisqui, prometo que un guisqui para todos, Ascin”. Aunque de momento tal excentricidad no se ha producido ni parece que tenga visos de producirse. Esta noche, tampoco.

En el mismo instante que la Basi deposita el vaso con el mosto sobre la mesa, delante de las cuatro filas de cartas (“aquí lo tienes Sinfo”), el Sinfo, sin decir oste ni moste, se desliza desde la silla y se desploma con un golpe seco sobre el pavimento, como un fardo. La silla de madera no se ha movido ni un milímetro, sigue en su sitio. Como si una fuerza misteriosa le hubiera empujado fuera del asiento. Con Alejandro Sanz a todo volumen, nadie, salvo ella, se ha percatado del incidente. El Sinfo, tal cual ha caído, en posición semifetal, apoyado en un costado, un brazo a lo largo del tronco, el otro por encima de la cabeza tiene el rostro lívido. De la boca entreabierta sale una espumilla blanca que tiene muy mala pinta. Pésima. Durante unos treinta segundos, más tarde ella dirá que fueron como cinco minutos, la Basi resta paralizada. Inmóvil, contemplando el carrusel de los ancianos bailando al fondo de la sala. Por un momento, se le pasa por la cabeza que ella también se va a desmayar. Respira hondo a la vez que murmura para sí: “Ay va, la hostia”. Sin saber realmente qué hacer.

Finalmente, divisa al fondo del salón a Ascindino, que ocupado en reordenar sus cajas y sus cedés, tampoco se ha dado cuenta de nada. La Basi cree por un momento que la música se ha parado en seco, a la vez que el chicharrero se desplomaba, pero no es así. Alejandro ataca la última estrofa “dime si tú te vas, dime cariño mío, / ¿quién me va a curar el corazón partío?” Sólo entonces Ascindino asume que algo raro está pasando. Los aspavientos y, en pocos instantes, los gritos de la Basi son inconfundibles: “Ascin, Ascin, deja la música, vente aquí, joder”. Ascindino atraviesa el salón. Lo que coincide con el final de “Corasón partío”. Con una servilleta de papel limpia la baba que sale de la boca del chicharrero, toca con su pulgar la yugular del caído y como si fuera un experto forense, declara de manera tajante, no sin cierto aire de solemnidad: “Éste se ha ido para el otro barrio”, eufemismo usado comúnmente en la comarca para señalar la muerte de alguien.

La Basi entra en un estado de agitación notable. “Hay que hacer algo, Ascin, hay que hacer algo”. A lo que Ascin, algo cariacontecido, pero sin perder la calma responde: “Qué hostias quieres que hagamos, ha estirado la pata”. Como mucho llamar a la funeraria y a sus hijos, añade.

Los abuelos bailarines se miran extrañados sin entender por qué la fiesta, que hace unos momentos estaba en todo su apogeo, no continúa. Así que uno más voluntarioso y entendido en aparatos electrónicos aprieta un botón al azar y comienza a sonar Paquito el Chocolatero. Ascin deja con cuidado la cabeza del muerto sobre el pavimento frío y viene a paso rápido hasta el aparato de música que algunos de los ancianos todavía, rememorando el vocabulario antiguo se empeñan en llamar, no sin nostalgia, el picú. Ascin, que ha tomado el mando -ha pasado de ordenanza a capitán general en menos de cinco minutos- no se anda con muchas explicaciones. “Les ruego que salgan a la calle, el baile se ha acabado”, le acaba de salir el tono perentorio del alguacil de su pueblo que lo fué.

Cuando alguno de los viejos, de los que protestan por todo, renquea, sus órdenes son estentóreas. “Se ha muerto el chicharrero, a la calle, todo el mundo a la puta calle, a la puta calle he dicho”. Y en voz más neutral a la Basi: “Voy a avisar a su hijo, debe de tener la pescadería todavía abierta”. “No me dejes a solas con el muerto, joder”, protesta la Basi. Pero en un santiamén, Ascindino ya está en medio de la plaza. Aunque cojea ligeramente con su pierna derecha, y ya anda cerca de los sesenta, se apresura a cruzar la calle principal para comunicar la mala nueva a los familiares. Sólo en ese momento, la Basi se da cuenta de que el Sinfo, inerte, sobre el suelo que ha recogido su peso muerto, sigue agarrado con fuerza tenaz a los cuatro naipes que tenía en su mano izquierda para terminar el solitario que nunca completará. Como si le fuera la vida en ello.