Como me solía levantar muy pronto, antes que mi
padre, lo cual es muy, muy pronto, acostumbrado como estaba él, acostumbrado a
madrugar para acudir con la fresca a las tareas del campo, no era raro que
cuando bajaba de su habitación en el segundo piso me encontrara leyendo el
periódico digital en mi iPad. Siempre que me veía con algún instrumento
electrónico, fuera ordenador, móvil u otro artilugio cerraba con cuidado puerta
entreabierta de la cocina para preparar su cazolón de leche y así aprovechar
los restos de hogaza del día anterior o de dos días antes.
La cerraba para no molestar porque para él,
instrumento electrónico equivalía, invariablemente, a herramienta de trabajo.
Se apartaba de la puerta como si entrara en la iglesia y, casi haciendo una
reverencia, empuñaba el picaporte para que este ajustara en su mecanismo causando
el mínimo trastorno. Lo que él no sabía, siempre le dí a entender que estaba
trabajando, es que estuviera leyendo la página de deportes o sucesos.
Pared por medio, en la parte que lindaba con la
portada, colgadas de los muros, arrinconadas en una esquina, depositadas sobre
el suelo, estaban unas cuantas de las herramientas que él había usado a lo
largo de su vida trabajadora y campesina. Algunas desgastadas por el uso, otras
por las intemperies, un puñado sin que hubieran sido usadas jamás porque las
había encontrado en algún camino y, en su mentalidad ahorradora, todo lo que
estaba fabricado podía servir algún día.
Una llave de tuercas inmensa, de un cromado
brillante, posiblemente olvidada por algún cosechador en algún ribazo, tras
haber reparado la sierra de la máquina, un alicate de punta roma usado para
doblar extraer clavos de la madera, amén de puntas y clavos de tamaño variado.
Hasta cuerdas de diversos colores, perdidas por las máquinas empacadoras, a la
salida del verano, en los quiñones del monte. No era raro que, al volver de la
faena, más tarde, cuando se jubiló, de pasear en bicicleta, acarreara algún
pintoresco objeto.
Y después estaban los instrumentos que yo le había
visto usar año tras año. Todos tenían una característica esencial: eran, desde
la perspectiva tecnológica, de una simpleza absoluta. La gran mayoría habían
sido usadas por varias generaciones en casa y, con toda certeza, la mayoría habían
tenido su origen en las estepas asiáticas milenios antes.
Sin ir más lejos, ¿quién si no los escitas habían sido
los primeros usuarios de la segadera que mi padre usaba para cortar a mano,
como hace el barbero al final de su media hora de recorte peluquero, las hierbas
que se resistían a la guadaña en las esquinas de los linderos de la huerta? Pocos
utensilios más sencillos que este. Una hoja en forma de semiluna, afilada por
uno de los bordes, incrustada por un extremo en un mango de madera. De acuerdo,
después había variaciones en el tipo de mango, en la longitud de la hoja, el
más corto se llama tranchete, o en la calidad de los materiales. Pero al fin y
al cabo, desde Turquía hasta Finisterre, con ciertas variaciones, en los museos
arqueológicos se encuentras ejemplares, si no idénticos muy similares al que
empuñaba mi padre cuando salía a cortar las mielgas para los conejos. De ahí al
iPad habían transcurrido unas cuentas centurias de investigación y desarrollo
tecnológico.
A mí, de todos modos, el instrumento que más me ha
fascinado, de hecho, la conservo como si de un objeto museístico se tratara, es
la latilla. La latilla es, justamente, eso, una lata de conservas de medio
kilo, el contenido original es irrelevante. Puede ser de sardinas de Bermeo o
aguja de Cádiz. Una vez consumida la conserva, en mi casa se consumían a un
ritmo bastante acelerado -además de económico- porque era un recurso rápido
cuando en verano no había mucho tiempo para cocina sofisticada, las latas eran
el instrumento preferido de mi progenitor para distribuir el pienso a los
animales, sacar los garbanzos del saco de yute, echar el trigo a las gallinas y
una notable cantidad de tareas que dependían de la latilla, en realidad unas
cuantas, porque cada una se destinaba a una función diferente.
Así que no es de extrañar que las latillas que yo conservo
tengan el serigrafiado del pescador vasco más bien desvaído y unas cuantas
abolladuras en los laterales. Pero ahí mantuvieron el tipo hasta la última vez
que mi padre pudo ir a dar de comer a las gallinas del corral. Tengo mis dudas
que mi iPad, con tantas actualizaciones, tanta obsolescencia programada y tanto
márquetin en la nube dure la mitad de años que la latilla de mi padre.
Sin embargo, a la herramienta que más cariño tengo y
que continúo usando en mi modesto aprendizaje de cultivo de hortalizas, es a su
azada. Algún día, cuando comience a despedazarse por el paso del tiempo,
debería ponerla en una hornacina en la portada, en uno de cuyos clavos, ya no
sé si son imaginaciones mías y responden a la veracidad, la he conocido desde
que tengo uso de razón. Y de eso hace ya más de cincuenta años.
Conviene añadir que, en la parla local, la palabra
azada no suele usarse. Por alguna razón ese vocablo que parece un término medio
no es el común. Se trata bien del azadón, bien de la azadilla. Aunque, en
realidad, denomine la misma herramienta. La de mi padre está desgastada, tanto
el mango como la lámina de corte por el uso durante decenios.
Tan desgastada está, que la línea de corte se ha
desgastado tanto que ahora está más bien redondeada. El mango, de madera de
fresno, o quizá sea olmo, de cuando los había, parece que ha sido lijado una y
otra vez, hasta quedarse en un tacto suave. No diría yo que de terciopelo, pero
no me cabe duda, de que eran más callosas y arrugadas las manos de mi padre que
las de la herramienta que empuñaba.
El caso es que como mis tareas campesinas son de
pascuas a ramos todavía, después de tantos años, cumple la función para la que
fue concebida. Además, si creyera en los médium y los espiritistas, hasta
podría llegar a autoconvencerme de que a través del mango de madera sería la
forma más rápida de comunicarme con mi padre en el más allá. Tantas veces lo vi
con el azadón a la espalda, con la azadilla escardando las patatas que yo diría
que era una extremidad más de su existencia corpórea.
Si algunos dicen que de tanto usar los teclados de
los instrumentos electrónicos dentro de unas cuantas generaciones la humanidad
humana puede evolucionar a tener extremidades digitales, no me hubiera
extrañado que algo parecido hubiera llegado a ocurrir con los descendientes de
mi padre si yo no hubiera roto la racha agraria.
Pero si de utensilio simple hablamos, ninguno como
el que usaba para meter en el suelo los plantones de hortalizas. Tan sencillo
era que ni siquiera estoy seguro que tuviera un nombre propio. Busco en Amazon,
hablando de tecnología simplona no es el mejor ejemplo, y parece que se llama
perforador, si bien observo que estos perforadores no tienen nada que ver con
la herramienta tan sencilla de mi padre. Yo todavía la uso para plantar cabezas
de ajo.
Plantador de punta, por dar un nombre descriptivo,
podría valer. En realidad, era una raíz, generalmente de brezo u otra madera
dura, en forma de la letra r, de un palmo de largo, con su parte inferior
afilada, de forma que se introduzca en la tierra removida, haciendo fuerza para
hacer el agujero con la parte superior, a modo de mango, todo en una pieza y
hecho, como no podía ser de otra manera, artesanalmente.
Las líneas rectas de los surcos se tiraban a ojo de
buen cubero o, sofisticación máxima, con una cuerda, como la de las alpacas
mencionada más arriba, estirada por dos morillos plantados en el suelo. El gran
descubrimiento de la agricultura, en el Creciente Fértil de Oriente Medio debió
empezar por algo parecido.
Acostumbrado a trabajar con instrumentos sin complicaciones
-podría continuar con el trillo, la romana, el trespiés y unos cuantos más- no
es de extrañar que mi padre mi observara con respeto reverencial, sin apenas
ocultar lo orgulloso que se sentía de que yo pudiera manejar aquellos enseres
tan aparentemente complejos. Al menos para él que ya tenía dificultades para
controlar el mando de la tele.
En realidad, la deferencia era reverencial. Mientras
él admiraba que yo pudiera trabajar, algunas madrugadas de verano, con una
minúscula pantalla electrónica, yo me asombraba de que él hubiera sido capaz de
convertirme en hombre de provecho, al menos lo intentó, a fuerza de hacer
surcos de alubias, hundiendo una y otra vez, miles de veces, el pincho
plantador en la tierra que acababa de remover con la azadilla.
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