Cuando vivía en Roma, pasaba muchas mañanas de
domingo sentado en la monumental escalinata que desde la Plaza España asciende
hasta la Academia Francesa y la iglesia de Trinitá dei Monti. Pasaba las horas
muertas observando a las hordas de turistas que desembarcaban con el tiempo
justo para hacerse la foto y salir pitando para la siguiente visita. Eran muy
fáciles de distinguir de los romanos genuinos que, periódico bajo el brazo, caminaban
saboreando la luminosidad del día, preparándose para su primer café.
Podía haber dedicado esas preciosas horas a visitar
los mil y un sitios que esconde la ciudad, fuera del alcance de los guías, y
disfrutar de descubrimientos arqueológicos en las ruinas dispersas por las siete
colinas. Pero no, aquel era un placer exquisito, a la vez que intentaba
averiguar la nacionalidad de los grupos, por su vestimenta, antes de que se
delataran por la lengua, imaginar si la familia romana que iba a misa de once
era de la antigua nobleza o bien algún pudiente industrial de nuevo cuño, cuya
riqueza se había multiplicado en el altar de la moda o de la perfumería fina.
En aquellas rutinas dominicales cuyo destino
ocasionalmente modificaba por la Piazza del Popolo o la Navona coincidían dos
propósitos, aparentemente contradictorios, pero que en realidad eran complementarios.
Por una parte el anhelo de viajar todo cuanto pudiera, limitado por los tiempos
y obligaciones de mi devenir de estudiante y por el otro el escapar,
precisamente del aburrido hábito del estudio de las declinaciones del aoristo
griego.
En realidad, se trataba de viajes sin destino.
Llegaba a la Plaza España o la de Venecia porque me pillaban cerca, no porque
tuviera como objetivo llegar hasta ellas. Mis viajes eran fruto de la huida y
de la pura inercia. Las divagaciones mentales sobre si el caballero con el
sombrero tejano que fotografiaba la estatua de la Inmaculada Concepción era
americano o simplemente, por poner un ejemplo, un inglés disfrazado de yanki,
no tenían otro objeto que seguir viajando con la imaginación. A falta de otros
destinos más lejanos.
Acaso sea eso, precisamente, lo que haga al día
siguiente que acabe este confinamiento. Roma está un poco lejos, pero coger el
coche, o quizá mejor a pié, y tirar para adelante, sin destino marcado en el
GPS, conducir por donde me lleve la imaginación del camino o la carretera que
otros hayan trazado. Desde luego, durante muchos años, esa actitud de viajar,
viajar y volver a viajar se transformó en pasión. Con el paso de los años se
moderó, pero no lo suficiente.
De hecho, cuando dentro de menos de un lustro me
libere de mis obligaciones laborales, viajar será uno de mis propósitos más
firmes. Acaso, aprovechando la salida de este enclaustramiento que va para mes
y medio puede convertirse en un buen entrenamiento. Una semana perdido por esos
mundos de Dios, donde en un instante, en medio de todas las encrucijadas con
las que me encuentre, pueda decidir, sin pensarlo apenas, si giro a la derecha
o giro a la izquierda. Tanto dará.
En el blog de un chaval japonés, que lleva por
título, “Quiero viajar a cualquier sitio, no importa dónde” deduzco una
metodología extremadamente simplista para cumplir mis sueños de viajar. Se
trata de aprovechando cualquier momento libre, un fin de semana, un puente,
unas vacaciones veraniegas, con el medio de transporte más asequible desde el
punto de vista económico, tirarse la manta a la cabeza, literalmente, e ir a
donde te lleven.
Que el autobús nocturno va camino de Marrakech, allá
que me voy. Que hay un vuelo de risa de Ryan Air a Palermo, cuya salida está prevista
a cinco de la mañana, para qué esperar mejor oportunidad. Y así sucesivamente.
Perderse en las ciudades que nunca hubieras imaginado estar, visitar los
espacios naturales que sólo has visto en los documentales, caminar por, no sé,
las montañas de Dakota del Norte o vagabundear por la tundra siberiana.
El muchacho japonés, por eso es japonés, claro, dice
que cuando llega a una ciudad no le interesa tanto visitarla cuanto huir de la
suya, de ahí lo del viaje. Así que cuando llega, pongamos que, a Fukuoka, en el
extremo meridional del archipiélago, no tiene otro interés que pasar las horas
en un McDonald’s jugueteando con su móvil, a la espera de pillar otro tren bala
en hora valle que le devuelva al punto de partida en la capital.
Personalmente yo aspiro a un poco más. Para ser
preciso a mucho más. Si tuviera tiempo, o cuando lo tenga, el fin será pasar
tres o cuatro meses en el mismo sitio, sea ciudad, pueblo, monte o llano.
Absorbiendo el entorno, confundiéndome con el paisaje, observando el ir y venir
de las gentes. Por experiencia propia, hace tiempo que llegué a la conclusión
de que los viajes turísticos, menos ahora en esta época de Internet, no
resultan tan atractivos como lo eran hace años.
Por eso, prefiero las estancias alargadas, aunque me
pierda monumentos que siempre son la octava maravilla del mundo. Lo que cuenta,
al menos para mí, es sentirme alguien en el espacio donde me encuentre, aunque
sea un extranjero genuino. Que las avenidas, las terrazas, el tranvía, las
bocas del metro me pertenezcan. Aunque sólo sea por unos días o por unas
semanas. Tal sentimiento, obviamente, sólo se consigue con una estancia alargada.
Sin embargo, si uno se queda demasiado en el mismo
sitio, al final el mundo que te rodea deja de sorprenderte. De hecho, eso me
llegaba a pasar en las escalinatas de la Plaza España tras varios años. Así que
entre el trayecto fugaz del bloguero japonés y el poso de rutina que procede de
los años aposentado en la misma calle, lo mejor será buscar un término medio. Ya
tengo apalabrado con la jefa cuál es el plazo equilibrado.
Digamos que tres meses en el desierto australiano,
otros tres meses en la costa del Pacífico, al norte de San Francisco, otros
tres meses de senderos de la trashumancia, entre Cáceres y la montaña leonesa.
Eso ya me da, entre idas y venidas para un par de años. Aunque en la recámara tengo
otra media docena. Sí, también ciudades: Bamako, Sapporo, Shiraz y Damasco.
Para abrir boca y a la espera de que las turbulencias políticas no me hagan, no
nos hagan, quiero decir, tirar para otros rumbos.
A lo largo de la historia, a la humanidad se le ha
definido de muchos modos, desde su intelecto para caminar erguidos sobre dos
patas, hasta la de ser capaces de vagabundear con la mente sin ni siquiera dar
un paso. Todas estas definiciones y algunas otras, encierran algo de verdad
porque en el fondo todas las personas tenemos el ansia de viajar, con o sin
destino específico. Exactamente lo mismo que hicieron nuestros congéneres
cuando abandonaron los acantilados etíopes en África para comenzar a dar
vueltas por la Tierra. Algunas veces sin ton ni son, otras con metas bien planificadas.
Por lo tanto, si sueño de esta manera, a dos años
vista, no debo ser un animal tan raro. Si somos personas es porque viajamos.
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