sábado, 11 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XXVI: Animales

Yeti, el perro de las nieves

Por cosas como ésta, hoy en día me llevarían a la cárcel. Para ser precisos, al Tribunal Correccional de Menores o como se llame. Y aunque ahora pueda escandalizar, mi hijo me llama de todo por ello, lo cierto es que era un ejercicio, no sé muy bien como denominarlo, al que nos librábamos, al menos una vez al año, los niños en la aldea. Aunque la diligencia practicada era más bien, esto no nos exime "a posteriori", tenía su origen en las indicaciones de los adultos en la familia. Ellos mismos se encargaban a veces.

Por casa siempre había gatos, muy esquivos y huidizos. Ya no sé si era porque mi madre les alejaba a escobazos de la hornera, donde cocinaba, lo que les convertía en raterillos de siete vidas y garras, en cuanto ella se descuidaba con otras labores, siempre atentos a echar sus zarpas sobre las sardinas destripadas que esperaban su turno para ser rebozadas.

O, por el contrario, si eran ariscos por naturaleza, sin que hubiera que echar la culpa a la dialéctica del mango de la escoba, merodeando por encima del tapial de adobe, olisqueando por entre el tronco del manzano del patio, a la espera de que la ama de casa se entretuviera, más de lo debido, en sacudir la alfombra de la entresala por la ventana.

Dependiendo de temporadas, en invierno se volvían escasos y muy esqueléticos, seguro que algunos perecían víctima de las heladas en los corrales o víctimas de las comadrejas en las tenadas. Por el contrario, cuando el manzano florecía y las bardas de las tapias crecían con hierbajos y amapolas, con la llegada del buen tiempo, los gatos aparecían más golosos y numerosos que nunca. La familia se había multiplicado en algún resguardo de la patatera o en el recoveco del pajar.

Este era el momento trágico donde nos encargábamos, bien los niños de la familia, quizá acompañados de algún compañero de escuela, de meter los gatitos, con los ojos a medio abrir, en un saco de yute, de los usados para almacenar patatas, atarlo para que no se escaparan y, como cualquier otra tarea de las menudas que éramos capaces, arrojarlos a la corriente del río.

Éramos crueles, no que en aquel momento tuviéramos cargo de conciencia alguno al respecto, pero no tontos. Así que íbamos a la parte baja del pueblo, más allá de donde se juntan los dos ríos, la corriente se hace más violenta, las pozas mucho más hondas, para que el saco desapareciera en las turbulentas aguas del río, ennegrecidas por las lluvias que arrastraban los lavaderos de carbón de la montaña.

Supongo que al que corresponda, Horus, el Todopoderoso, el Creador de todo lo que existe bajo el firmamento, el santo protector de los gatos, San Antonio Abad u otro más especializado en el reino felino, nos habrá perdonado por tamaña brutalidad. En nuestro descargo, si de excusa sirve, es que el contexto de la época estaba a mil leguas de la sensibilidad existente hoy en día al respecto, donde acaso el péndulo ha oscilado demasiado hacia la parte contraria.

Con los animales teníamos una relación muy ambivalente. Literalmente de amor odio. Quizá porque vivíamos en medio de ellos, las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año. Eran inseparables de las tareas de nuestros padres en las cuales colaborábamos y, ciertamente, también sabíamos ser agradecidos por los servicios que nos prestaban. Con cinco o seis años, ir a acarrear la mies en agosto, a las cuatro o las cinco de la mañana, nos hubiera resultado extremadamente fatigoso, seguramente imposible, de no ir adormilados en el carro del que tiraban la pareja de vacas. La Rubia y la Morena, como habían sido bautizadas por mi padre, aunque ambas podrían ser calificadas de rubias.

Como imposible hubiera sido atravesar el río a pie enjuto si no hubiera sido por nuestra mula, a quien llamábamos Naranja que, dócil como un perro, nos dejaba subir a sus lomos desnudos en grupos de dos o tres chavales. Y eso tras haberse pasado toda la tarde dando la vuelta a la noria en la Huerta del Otro Lado del Río. Hablando de perros, en casa hubo unos cuantos, Mirta, una mestiza local, de la variedad ratonera, bautizada así, sin que ella lo supiera, por el nombre de la hermana de una amiga que apareció por allí un verano. Otro ruego de perdón a San Antonio Abad.

O el inolvidable Yeti, que no sé de donde vino, pero que me acompañó en infinidad de paseos, por páramos y montes, sin una queja, sin un ladrido, en su corpachón lanudo y apacible. Si acaso con la lengua fuera, cuando ya de viejo, el estío apretaba en la cañada. Si de perdón hablamos, va a tener que rezar unas cuantas avemarías, y dudo de que sean suficientes, el bestia que le pegó un tiro con una escopeta de caza. Un hombre hecho y derecho que nunca se podrá escudar, como podría yo justificarme con los gatos, en que no tenía uso de razón.

La letanía de animales que poblaron mi infancia y parte de mi juventud podría extenderse a las vacas, ovejas, gallinas, yeguas, pollos, conejos, cerdos, más vacas, estas de leche, palomas y, claro está, más gatos. Ratones. Por los que concierne a los domésticos.

La relación amor odio se puede explicar muy bien con un ejemplo de las vacas. Entre las tareas menores que nos asignaban a los muchachos las tardes de verano era conducir y apacentar la modesta vacada familiar. Tarea para la que con frecuencia nos juntábamos los niños de varias familias en edad escolar. Una faena fácil, una vez salvados los cultivos de la cañada, las vacas, abrasadas por el calor, buscaban la frescura de los prados y las sotas que crecían al lado del arroyo. Bucólico y, nunca mejor dicho, pastoril.

Hasta que un tábano, o un enjambre de ellos, les picaba en el lomo y salían disparadas en todas las direcciones. El caos. Corriendo detrás de ellas para amansarlas, otras regresando espantadas al pueblo, el enfado de los progenitores (“para una cosa que tenéis que hacer, la hacéis mal”). Así que, al día siguiente, con el castigo a cuestas de no cenar por no haber cumplido como era debido con nuestra misión infantil de boyeros, nos volvíamos agresivos con los pacíficos animales y en cuanto hacían el menor movimiento de salirse de la vera del camino, la vara tiesa estaba ligera y suelta para sacudirla en el lomo.

No, no voy a entrar en detalles de cómo en primavera, acaso aburridos de travesuras en las fronteras internas del pueblo, íbamos al monte, buscando entre los robledales espesos los huevos de paloma torcaz, azor, pájaro carpintero o lo que se terciase con objetivos meramente culinarios. Recoger cuantos éramos capaces para después hacernos una tortilla. Delito de lesa majestad, y con razón, hoy en día.

Así que, en estos días de encierro, antes nunca, con las prisas, me había fijado tanto, tenemos por el patio al menos media docena de gatos. Si no me equivoco, algunos se parecen sospechosamente, han creado una gatería más bien endogámica. Deben de andar por la tercera o cuarta generación. A mí, personalmente, mientras no entren en la vivienda, no me molestan demasiado, a veces hasta me resultan graciosos cuando trepan por el tronco del almendro.

Pero no puedo evitar ese doble rasero que siempre he tenido hacia los animales. Por mí, si quieren estar por ahí, libres, me parece bien. Hace poco escuché un comentario de que cuando los animales domésticos tengan obligaciones, no solo derechos, entonces el mundo será más justo. Quizá sea una afirmación algo exagerada. Mi hijo se ha pasado media tarde acariciando al único que es más sumiso. Quizá esto también sea una forma de hacer justicia, los hijos compensan las culpas de los padres, por aquellos que yo arrojé a la corriente.

En todo caso, de una cosa estoy seguro. No seré yo el que vaya a comprarles croquetas a Mercadona. Mientras tanto, espero que todos mis delitos infantiles hayan prescrito.

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