Yeti, el perro de las nieves |
Por cosas como ésta, hoy en día me llevarían a la
cárcel. Para ser precisos, al Tribunal Correccional de Menores o como se llame.
Y aunque ahora pueda escandalizar, mi hijo me llama de todo por ello, lo cierto
es que era un ejercicio, no sé muy bien como denominarlo, al que nos
librábamos, al menos una vez al año, los niños en la aldea. Aunque la
diligencia practicada era más bien, esto no nos exime "a posteriori", tenía su origen en
las indicaciones de los adultos en la familia. Ellos mismos se encargaban a
veces.
Por casa siempre había gatos, muy esquivos y huidizos.
Ya no sé si era porque mi madre les alejaba a escobazos de la hornera, donde
cocinaba, lo que les convertía en raterillos de siete vidas y garras, en cuanto
ella se descuidaba con otras labores, siempre atentos a echar sus zarpas sobre
las sardinas destripadas que esperaban su turno para ser rebozadas.
O, por el contrario, si eran ariscos por naturaleza,
sin que hubiera que echar la culpa a la dialéctica del mango de la escoba, merodeando
por encima del tapial de adobe, olisqueando por entre el tronco del manzano del
patio, a la espera de que la ama de casa se entretuviera, más de lo debido, en
sacudir la alfombra de la entresala por la ventana.
Dependiendo de temporadas, en invierno se volvían
escasos y muy esqueléticos, seguro que algunos perecían víctima de las heladas
en los corrales o víctimas de las comadrejas en las tenadas. Por el contrario,
cuando el manzano florecía y las bardas de las tapias crecían con hierbajos y
amapolas, con la llegada del buen tiempo, los gatos aparecían más golosos y numerosos
que nunca. La familia se había multiplicado en algún resguardo de la patatera o
en el recoveco del pajar.
Este era el momento trágico donde nos encargábamos, bien
los niños de la familia, quizá acompañados de algún compañero de escuela, de meter
los gatitos, con los ojos a medio abrir, en un saco de yute, de los usados para
almacenar patatas, atarlo para que no se escaparan y, como cualquier otra tarea
de las menudas que éramos capaces, arrojarlos a la corriente del río.
Éramos crueles, no que en aquel momento tuviéramos
cargo de conciencia alguno al respecto, pero no tontos. Así que íbamos a la
parte baja del pueblo, más allá de donde se juntan los dos ríos, la corriente
se hace más violenta, las pozas mucho más hondas, para que el saco
desapareciera en las turbulentas aguas del río, ennegrecidas por las lluvias
que arrastraban los lavaderos de carbón de la montaña.
Supongo que al que corresponda, Horus, el
Todopoderoso, el Creador de todo lo que existe bajo el firmamento, el santo
protector de los gatos, San Antonio Abad u otro más especializado en el reino
felino, nos habrá perdonado por tamaña brutalidad. En nuestro descargo, si de
excusa sirve, es que el contexto de la época estaba a mil leguas de la
sensibilidad existente hoy en día al respecto, donde acaso el péndulo ha
oscilado demasiado hacia la parte contraria.
Con los animales teníamos una relación muy
ambivalente. Literalmente de amor odio. Quizá porque vivíamos en medio de
ellos, las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del
año. Eran inseparables de las tareas de nuestros padres en las cuales
colaborábamos y, ciertamente, también sabíamos ser agradecidos por los
servicios que nos prestaban. Con cinco o seis años, ir a acarrear la mies en
agosto, a las cuatro o las cinco de la mañana, nos hubiera resultado
extremadamente fatigoso, seguramente imposible, de no ir adormilados en el
carro del que tiraban la pareja de vacas. La Rubia y la Morena, como habían
sido bautizadas por mi padre, aunque ambas podrían ser calificadas de rubias.
Como imposible hubiera sido atravesar el río a pie
enjuto si no hubiera sido por nuestra mula, a quien llamábamos Naranja que,
dócil como un perro, nos dejaba subir a sus lomos desnudos en grupos de dos o
tres chavales. Y eso tras haberse pasado toda la tarde dando la vuelta a la
noria en la Huerta del Otro Lado del Río. Hablando de perros, en casa hubo unos
cuantos, Mirta, una mestiza local, de la variedad ratonera, bautizada así, sin
que ella lo supiera, por el nombre de la hermana de una amiga que apareció por
allí un verano. Otro ruego de perdón a San Antonio Abad.
O el inolvidable Yeti, que no sé de donde vino, pero
que me acompañó en infinidad de paseos, por páramos y montes, sin una queja,
sin un ladrido, en su corpachón lanudo y apacible. Si acaso con la lengua
fuera, cuando ya de viejo, el estío apretaba en la cañada. Si de perdón hablamos,
va a tener que rezar unas cuantas avemarías, y dudo de que sean suficientes, el
bestia que le pegó un tiro con una escopeta de caza. Un hombre hecho y derecho
que nunca se podrá escudar, como podría yo justificarme con los gatos, en que
no tenía uso de razón.
La letanía de animales que poblaron mi infancia y
parte de mi juventud podría extenderse a las vacas, ovejas, gallinas, yeguas, pollos,
conejos, cerdos, más vacas, estas de leche, palomas y, claro está, más gatos. Ratones.
Por los que concierne a los domésticos.
La relación amor odio se puede explicar muy bien con
un ejemplo de las vacas. Entre las tareas menores que nos asignaban a los muchachos
las tardes de verano era conducir y apacentar la modesta vacada familiar. Tarea
para la que con frecuencia nos juntábamos los niños de varias familias en edad
escolar. Una faena fácil, una vez salvados los cultivos de la cañada, las
vacas, abrasadas por el calor, buscaban la frescura de los prados y las sotas que
crecían al lado del arroyo. Bucólico y, nunca mejor dicho, pastoril.
Hasta que un tábano, o un enjambre de ellos, les
picaba en el lomo y salían disparadas en todas las direcciones. El caos.
Corriendo detrás de ellas para amansarlas, otras regresando espantadas al
pueblo, el enfado de los progenitores (“para una cosa que tenéis que hacer, la
hacéis mal”). Así que, al día siguiente, con el castigo a cuestas de no cenar
por no haber cumplido como era debido con nuestra misión infantil de boyeros,
nos volvíamos agresivos con los pacíficos animales y en cuanto hacían el menor
movimiento de salirse de la vera del camino, la vara tiesa estaba ligera y suelta
para sacudirla en el lomo.
No, no voy a entrar en detalles de cómo en primavera,
acaso aburridos de travesuras en las fronteras internas del pueblo, íbamos al
monte, buscando entre los robledales espesos los huevos de paloma torcaz, azor,
pájaro carpintero o lo que se terciase con objetivos meramente culinarios. Recoger
cuantos éramos capaces para después hacernos una tortilla. Delito de lesa
majestad, y con razón, hoy en día.
Así que, en estos días de encierro, antes nunca, con
las prisas, me había fijado tanto, tenemos por el patio al menos media docena
de gatos. Si no me equivoco, algunos se parecen sospechosamente, han creado una
gatería más bien endogámica. Deben de andar por la tercera o cuarta generación.
A mí, personalmente, mientras no entren en la vivienda, no me molestan
demasiado, a veces hasta me resultan graciosos cuando trepan por el tronco del
almendro.
Pero no puedo evitar ese doble rasero que siempre he
tenido hacia los animales. Por mí, si quieren estar por ahí, libres, me parece
bien. Hace poco escuché un comentario de que cuando los animales domésticos
tengan obligaciones, no solo derechos, entonces el mundo será más justo. Quizá
sea una afirmación algo exagerada. Mi hijo se ha pasado media tarde acariciando
al único que es más sumiso. Quizá esto también sea una forma de hacer justicia,
los hijos compensan las culpas de los padres, por aquellos que yo arrojé a la
corriente.
En todo caso, de una cosa estoy seguro. No seré yo
el que vaya a comprarles croquetas a Mercadona. Mientras tanto, espero que
todos mis delitos infantiles hayan prescrito.
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