miércoles, 8 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XXIII: El capitán Araña


Imagen: Luciano López

Corría el año de gracia del Señor de 1974. Madrid. Otoño. Un año faltaba para que el Caudillo pasara a mejor, o peor, vida. Depende de cómo y desde donde se mire. El Pardo a una quincena de kilómetros de la Cuesta de los Dominicos, donde, quien esto suscribe, cursaba mi primer año de carrera universitaria en el Instituto Pontificio de Filosofía. Agregado a la Universidad de Santo Tomás de Manila (PP. Dominicos), tal como reza mi certificado de estudios. Entre otras asignaturas, además de la psicología científica, discurríamos sobre lógica formal, lógica material, antropología científica, estética, fenomenología religiosa y así hasta 15 materias. Otras tantos el siguiente curso. Lo de citar el año no es baladí.

En esa época, mediados de los setenta, tras salir del enclaustramiento, en sentido literal y figurativo, de Ocaña, mis connovicios, una docena o así, salimos desbocados a devorar el mundo. El nuestro interno, el personal de cada uno, y el que nos rodeaba. Éramos jóvenes, bastante irreverentes, a pesar de donde veníamos, osados, ingenuos, despreocupados, piadosos. Una contradicción impenetrable entre lo que realmente éramos y lo que pretendíamos ser. También, y no menos importante, éramos virginales. De cuerpo, ni que decir tiene, pero también de mente.

En aquella época tumultuosa, más bien confusa, a la vez que difusa, a nivel eclesial y más, si cabe, en el ámbito de la sociedad civil. La política era un hervidero, la clase trabajadora en ebullición, la Iglesia una olla a presión. Baste decir que había una cárcel, la de Zamora, reservada para curas presos por sus ideas políticas. Para cualquier profesor de facultad que se preciara de ser medianamente decente en el aspecto académico, éramos, sin excepción, una tierra fértil y bien abonada donde dejar caer la buena semilla para que produjéramos el ciento por uno. Otra cosa es que pudiéramos tirar para Fuerza Nueva o para la CNT.

En las 27 asignaturas que cursamos en aquellos dos años, resultaba inevitable que hubiera una enorme discrepancia en metodologías de enseñanza, en el acercamiento a la docencia y en la pedagogía usada -en ocasiones de manera contraproducente- con los alumnos. Por no hablar de la edad de algunos de nuestros maestros, el Señor los tenga en su gloria, que habían dado sus primeros pasos académicos en la prehistoria. O cuando menos, se habían quedado varados en la enseñanza pretérita de un par de siglos atrás, sino del medioevo.

Siempre he dicho que ellos no fueron culpables, más bien víctimas, de una concepción rancia, antediluviana -pasada por el cedazo de la posguerra- de una manera de entender los nuevos horizontes eclesiales, de los del mundo ni te hablo, perfectamente ignorantes de la realidad que estaba a punto de estallar. Cuando el eje central de alguna asignatura, no digo más, era probar la existencia de Dios a través de las cinco vías tomistas, los poblados chabolistas de Valdebebas, tan próximos, parecían un asentamiento marciano.

Había otro grupo de profesores, más jóvenes de edad, pero sobre todo de pensamiento, formados -fruto de la estampida del Concilio Vaticano- allende nuestras fronteras, en Alemania o Francia, que eran la cara completamente opuesta, espiritual e ideológicamente, de la moneda con la que traficaba la vieja guardia. Esclava del ciclostil, pleno de arañazos y rasguños, a fuerza de imprimir, año tras año, los mismos apuntes incoloros, inodoros e insípidos. ¡Quien me iba a decir a mí, mirando desde el espejo retrovisor de los sesenta largos, que casi todo lo que sé, y sin duda, modestia aparte, muy selecto, de marxismo, sociología, fenomenología y psicología experimental, lo aprendí en un convento de religiosos! Y con el Generalísimo, insisto, todavía vivito y coleando. Aunque ya no por muchos meses.

Incluso tantos años después, me resulta complicado asumir, que en unos pocos meses pasáramos de los arrebatos místicos del P. Fueyo en el noviciado a discutir, acaloradamente, del significado de los sueños, la fase anal en la infancia o qué premisas del psicoanálisis podrían ser válidas al administrar el santo sacramento de la confesión. Y, sin embargo, así fue.

Aunque el expediente académico (8/10) dice que se denominaba Psicología Científica, siempre he creído que el nombre que aparecía en el tablón de anuncios era Psicología Experimental. Debajo, en letra algo más pequeña, el profesor que la impartía: P. Eusebio Martínez. Si bien siempre le apelábamos por su segundo apellido, el P. Peña. El P. Peña era natural, eso para nosotros siempre era un plus, de Caleruega, Burgos, la patria chica de Nuestro Padre Santo Domingo.

Aunque nosotros, entonces no indagábamos en el currículo de los profesores para elegir una u otra asignatura, pues se trataba de lentejas, la única optativa era el seminario, lo cierto es que tenía una formación académica brillante, no que él se vanagloriara de ella. Doctorado en filosofía (Roma), licenciado en psicología (Monreal), diplomado en alemán (Heidelberg), si de muestra vale un botón. Ofrecía, supongo que no lo era, un aire de pensador ligeramente despistado, pronto a fruncir el entrecejo, como si cada vez que nos dirigiéramos a él, empezara a tramar de inmediato algún análisis psicotécnico a fin de aquilatar nuestra valía para afrontar la vida, toda, que teníamos por delante con dieciocho años. Y sí, tenía apuntes editados a ciclostil, pero habían salido de un rodillo, a todas luces apenas estrenado. Estaban, notablemente, impolutos de rayones y cicatrices. De todos modos, lo que primaba no era el papel, sino la enseñanza oral que impartía en la Sala de Comunidad del Estudiantado (antigua ala de Padres Jóvenes).

El no bajar a las aulas era fortuito, fruto de un accidente, en el sentido literal del término, puesto que en cierta ocasión mientras observaba como los jóvenes filósofos cortaban un platanero ¿Qué no tendría que decir Herr Sigmund de esta precisa circunstancia? se le cayó encima, haciéndole añicos una pierna. Así que, para facilitarle el tránsito hasta la clase, él habitaba una celda en otra de las alas, la Sala de Comunidad se convertía, muchas mañanas en un grandioso anfiteatro académico, aunque quizá no fuéramos ni una quincena de alumnos, donde se desgranaban todas las teorías, tanto las más certeras como las más peregrinas, de Freud.

El psicoanálisis, un maná intelectual caído de lo alto, tan inesperado como fascinante, se convirtió en la comidilla de muchas conversaciones y lecturas, más allá de las clases. Es más, estoy pensando que acaso la asignatura, en nuestro fuero interno, se denominaba no psicología científica ni experimental, sino “El libro de los sueños”. Como dicen mis colegas, todavía más cargados de razón, puesto que accedieron a sus enseñanzas algunos años antes, a principios de la década anterior, cuando la nebulosa grisácea del tomismo enmohecido era aún más espesa, su docencia “significó un soplo de aire fresco”.

No es de extrañar que sus clases estuvieran entre las preferidas por la mayoría de compañeros, como tampoco resulta estrafalario, que después de 45 años nos acordemos perfectamente del Capitán Araña. ¿Quién era el Capitán Araña? El Capitán Araña ilustraba una de las teorías, poco importa ahora cuál, de nuestro querido doctor vienés. Con la particularidad de que el diván no estaba situado en la capital austriaca, sino en una de las celdas del sacrosanto convento donde el P. Peña pasaba consulta. Desconozco si mediante emolumentos para los más pudientes o gratis para pacientes más desesperados.

El caso es que cierta buena señora de la burguesía madrileña, que debía de ser unos de esos casos desesperados, además de pudiente, acudió al P. Peña,  pues tenía alteraciones mentales en grado notable, para solucionar sus males. Al parecer tenía unas pesadillas intratables donde siempre una araña gigante, de rojo intenso, la arrinconaba en una esquina de la casa hasta devorarla. Héte aquí que el P. Peña recurrió a los buenos oficios de los freudianos y tirando de un hilo por aquí y otro por allá, terminó por hacerla confesar (supongo que aquí, considerando la doble profesión del analista, la línea divisoria es muy delgada) que durante la Guerra Civil unos milicianos habían asaltado su casa, siendo adolescente, y ella había sido violada por el capitán del destacamento. ¿Cómo se llamaba el capitán? Efectivamente, era el Capitán Araña. Y con aquella confesión, se acabaron sus espantosas cuitas.

Ni que decir tiene que cuando el P. Peña nos contaba historias como esta para ilustrar diferentes problemáticas, asistíamos boquiabiertos, abducidos por aquellas narraciones que metían el dedo en la más pura condición humana, allí se hablaba de personas de carne y hueso, no de abstrusas e indescifrables tesis ontológicas. Como dice mi colega Carlos: “Siempre dije que fue la persona, ya no sólo profesor, de quien más he aprendido en mi vida: Eusebio”. Por lo que a mí concierne, no me atrevería a decir la que más, pero está con holgura en el “top ten”. Y he tenido, tirando por lo bajo, cerca de dos centenares.

Terminada la filosofía, nosotros pasamos a estudios teológicos, con lo cual ya nunca volvimos a tener la fortuna de compartir aula. Aunque sí, durante seis años, otras numerosas actividades. Por supuesto las devocionales, pero también conversaciones, debates y no pocas bromas a su costa. Con cariño y sin maldad. En parte porque parecía propenso a los percances. Después de la pierna quebrada tuvo un accidente de coche, del que salió bastante malparado y del que se estuvo rehaciendo durante años. Su deriva, no se entienda esto como definición negativa, hacia la oleada de espiritualidad carismática, que por aquellos años comenzó a ponerse de moda y cobrar pujanza, siempre me resultó, no fui el único, un poco chocante. Sobre esto también le tomábamos el pelo.

Nos resultaba complicado encajar sus enseñanzas intensamente freudianas en los moldes intangibles del Espíritu y alabado sea el Señor. Como que el nexo de unión entre los alambicados planteamientos de D. Sigmund y las erupciones emocionales de las multitudinarias reuniones de la Renovación Carismática, crujieran ligeramente. Pero ¿quien soy yo para juzgar los caminos inescrutables del Señor? Fue más que suficiente con la huella que imprimió con su maestría en la docencia. Los discípulos agradecidos no te olvidan. El resto es historia.

Como lo es el hecho de que durante muchos años nos perdiéramos de vista. Supongo que él más a mí que yo a él. Después de todo, sea el contexto que sea: serie de televisión durante la cuarentena, novela o conversación donde se mencione a Freud, allí está mi padre Eusebio.

Con la pata tiesa, la escayola soportada en una silla, aguantando, con un ligero rictus de pena, como buenamente puede, esto si que es ser asceta, los indudables dolores que le afligen, mientras explica la asociación libre, el complejo de Edipo y el Capitán Araña. Aquellas explicaciones conformaron, de puertas adentro, los primeros vientos de libertad que empezaban a soplar con fuerza en las plazas y barrios de Madrid.

Aunque nosotros no fuéramos conscientes en aquel momento.

SIT TIBI TERRA LEVIS


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El P. Eusebio Martínez Peña falleció el 8 de abril de 2020

1 comentario:

  1. Buenas noches, no sé quién es usted,pero me ha encantado leer el relato que ha escrito sobre mi tío. P.Eusebio Martínez Peña. Soy su sobrina ,me produce gran tristeza la manera en que ha partido ,estuve en su funeral qué soledad , no sé lo merecía.... Pero a la vez siento
    gran alegría sabiendo que ha ayudado a mucha gente y que muchos le recuerdan y le recordaran. Un ángel tenemos en el cielo .
    Muchas gracias de corazón .

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