Imagen: Luciano López |
Corría el año de gracia del Señor de 1974. Madrid.
Otoño. Un año faltaba para que el Caudillo pasara a mejor, o peor, vida. Depende
de cómo y desde donde se mire. El Pardo a una quincena de kilómetros de la
Cuesta de los Dominicos, donde, quien esto suscribe, cursaba mi primer año de carrera
universitaria en el Instituto Pontificio de Filosofía. Agregado a la
Universidad de Santo Tomás de Manila (PP. Dominicos), tal como reza mi certificado
de estudios. Entre otras asignaturas, además de la psicología científica, discurríamos
sobre lógica formal, lógica material, antropología científica, estética,
fenomenología religiosa y así hasta 15 materias. Otras tantos el siguiente
curso. Lo de citar el año no es baladí.
En esa época, mediados de los setenta, tras salir
del enclaustramiento, en sentido literal y figurativo, de Ocaña, mis connovicios,
una docena o así, salimos desbocados a devorar el mundo. El nuestro interno, el
personal de cada uno, y el que nos rodeaba. Éramos jóvenes, bastante
irreverentes, a pesar de donde veníamos, osados, ingenuos, despreocupados,
piadosos. Una contradicción impenetrable entre lo que realmente éramos y lo que
pretendíamos ser. También, y no menos importante, éramos virginales. De cuerpo,
ni que decir tiene, pero también de mente.
En aquella época tumultuosa, más bien confusa, a la
vez que difusa, a nivel eclesial y más, si cabe, en el ámbito de la sociedad
civil. La política era un hervidero, la clase trabajadora en ebullición, la
Iglesia una olla a presión. Baste decir que había una cárcel, la de Zamora, reservada
para curas presos por sus ideas políticas. Para cualquier profesor de facultad
que se preciara de ser medianamente decente en el aspecto académico, éramos,
sin excepción, una tierra fértil y bien abonada donde dejar caer la buena
semilla para que produjéramos el ciento por uno. Otra cosa es que pudiéramos
tirar para Fuerza Nueva o para la CNT.
En las 27 asignaturas que cursamos en aquellos dos
años, resultaba inevitable que hubiera una enorme discrepancia en metodologías
de enseñanza, en el acercamiento a la docencia y en la pedagogía usada -en
ocasiones de manera contraproducente- con los alumnos. Por no hablar de la edad
de algunos de nuestros maestros, el Señor los tenga en su gloria, que habían
dado sus primeros pasos académicos en la prehistoria. O cuando menos, se habían
quedado varados en la enseñanza pretérita de un par de siglos atrás, sino del
medioevo.
Siempre he dicho que ellos no fueron culpables, más
bien víctimas, de una concepción rancia, antediluviana -pasada por el cedazo de
la posguerra- de una manera de entender los nuevos horizontes eclesiales, de
los del mundo ni te hablo, perfectamente ignorantes de la realidad que estaba a
punto de estallar. Cuando el eje central de alguna asignatura, no digo más, era
probar la existencia de Dios a través de las cinco vías tomistas, los poblados
chabolistas de Valdebebas, tan próximos, parecían un asentamiento marciano.
Había otro grupo de profesores, más jóvenes de edad,
pero sobre todo de pensamiento, formados -fruto de la estampida del Concilio
Vaticano- allende nuestras fronteras, en Alemania o Francia, que eran la cara
completamente opuesta, espiritual e ideológicamente, de la moneda con la que
traficaba la vieja guardia. Esclava del ciclostil, pleno de arañazos y rasguños,
a fuerza de imprimir, año tras año, los mismos apuntes incoloros, inodoros e
insípidos. ¡Quien me iba a decir a mí, mirando desde el espejo retrovisor de los
sesenta largos, que casi todo lo que sé, y sin duda, modestia aparte, muy
selecto, de marxismo, sociología, fenomenología y psicología experimental, lo
aprendí en un convento de religiosos! Y con el Generalísimo, insisto, todavía
vivito y coleando. Aunque ya no por muchos meses.
Incluso tantos años después, me resulta complicado asumir,
que en unos pocos meses pasáramos de los arrebatos místicos del P. Fueyo en el
noviciado a discutir, acaloradamente, del significado de los sueños, la fase
anal en la infancia o qué premisas del psicoanálisis podrían ser válidas al
administrar el santo sacramento de la confesión. Y, sin embargo, así fue.
Aunque el expediente académico (8/10) dice que se denominaba
Psicología Científica, siempre he creído que el nombre que aparecía en el tablón
de anuncios era Psicología Experimental. Debajo, en letra algo más pequeña, el
profesor que la impartía: P. Eusebio Martínez. Si bien siempre le apelábamos
por su segundo apellido, el P. Peña. El P. Peña era natural, eso para nosotros
siempre era un plus, de Caleruega, Burgos, la patria chica de Nuestro Padre
Santo Domingo.
Aunque nosotros, entonces no indagábamos en el currículo
de los profesores para elegir una u otra asignatura, pues se trataba de
lentejas, la única optativa era el seminario, lo cierto es que tenía una
formación académica brillante, no que él se vanagloriara de ella. Doctorado en
filosofía (Roma), licenciado en psicología (Monreal), diplomado en alemán
(Heidelberg), si de muestra vale un botón. Ofrecía, supongo que no lo era, un
aire de pensador ligeramente despistado, pronto a fruncir el entrecejo, como si
cada vez que nos dirigiéramos a él, empezara a tramar de inmediato algún análisis
psicotécnico a fin de aquilatar nuestra valía para afrontar la vida, toda, que
teníamos por delante con dieciocho años. Y sí, tenía apuntes editados a
ciclostil, pero habían salido de un rodillo, a todas luces apenas estrenado.
Estaban, notablemente, impolutos de rayones y cicatrices. De todos modos, lo
que primaba no era el papel, sino la enseñanza oral que impartía en la Sala de
Comunidad del Estudiantado (antigua ala de Padres Jóvenes).
El no bajar a las aulas era fortuito, fruto de un
accidente, en el sentido literal del término, puesto que en cierta ocasión
mientras observaba como los jóvenes filósofos cortaban un platanero ¿Qué no
tendría que decir Herr Sigmund de esta precisa circunstancia? se le cayó
encima, haciéndole añicos una pierna. Así que, para facilitarle el tránsito
hasta la clase, él habitaba una celda en otra de las alas, la Sala de Comunidad
se convertía, muchas mañanas en un grandioso anfiteatro académico, aunque quizá
no fuéramos ni una quincena de alumnos, donde se desgranaban todas las teorías,
tanto las más certeras como las más peregrinas, de Freud.
El psicoanálisis, un maná intelectual caído de lo
alto, tan inesperado como fascinante, se convirtió en la comidilla de muchas
conversaciones y lecturas, más allá de las clases. Es más, estoy pensando que
acaso la asignatura, en nuestro fuero interno, se denominaba no psicología
científica ni experimental, sino “El libro de los sueños”. Como dicen mis
colegas, todavía más cargados de razón, puesto que accedieron a sus enseñanzas
algunos años antes, a principios de la década anterior, cuando la nebulosa grisácea
del tomismo enmohecido era aún más espesa, su docencia “significó un soplo de
aire fresco”.
No es de extrañar que sus clases estuvieran entre
las preferidas por la mayoría de compañeros, como tampoco resulta estrafalario,
que después de 45 años nos acordemos perfectamente del Capitán Araña. ¿Quién
era el Capitán Araña? El Capitán Araña ilustraba una de las teorías, poco
importa ahora cuál, de nuestro querido doctor vienés. Con la particularidad de
que el diván no estaba situado en la capital austriaca, sino en una de las
celdas del sacrosanto convento donde el P. Peña pasaba consulta. Desconozco si mediante
emolumentos para los más pudientes o gratis para pacientes más desesperados.
El caso es que cierta buena señora de la burguesía madrileña,
que debía de ser unos de esos casos desesperados, además de pudiente, acudió al
P. Peña, pues tenía alteraciones
mentales en grado notable, para solucionar sus males. Al parecer tenía unas
pesadillas intratables donde siempre una araña gigante, de rojo intenso, la
arrinconaba en una esquina de la casa hasta devorarla. Héte aquí que el P. Peña
recurrió a los buenos oficios de los freudianos y tirando de un hilo por aquí y
otro por allá, terminó por hacerla confesar (supongo que aquí, considerando la
doble profesión del analista, la línea divisoria es muy delgada) que durante la
Guerra Civil unos milicianos habían asaltado su casa, siendo adolescente, y
ella había sido violada por el capitán del destacamento. ¿Cómo se llamaba el
capitán? Efectivamente, era el Capitán Araña. Y con aquella confesión, se
acabaron sus espantosas cuitas.
Ni que decir tiene que cuando el P. Peña nos contaba
historias como esta para ilustrar diferentes problemáticas, asistíamos
boquiabiertos, abducidos por aquellas narraciones que metían el dedo en la más
pura condición humana, allí se hablaba de personas de carne y hueso, no de abstrusas
e indescifrables tesis ontológicas. Como dice mi colega Carlos: “Siempre dije
que fue la persona, ya no sólo profesor, de quien más he aprendido en mi vida:
Eusebio”. Por lo que a mí concierne, no me atrevería a decir la que más, pero
está con holgura en el “top ten”. Y he tenido, tirando por lo bajo, cerca de
dos centenares.
Terminada la filosofía, nosotros pasamos a estudios
teológicos, con lo cual ya nunca volvimos a tener la fortuna de compartir aula.
Aunque sí, durante seis años, otras numerosas actividades. Por supuesto las
devocionales, pero también conversaciones, debates y no pocas bromas a su
costa. Con cariño y sin maldad. En parte porque parecía propenso a los
percances. Después de la pierna quebrada tuvo un accidente de coche, del que
salió bastante malparado y del que se estuvo rehaciendo durante años. Su deriva,
no se entienda esto como definición negativa, hacia la oleada de espiritualidad
carismática, que por aquellos años comenzó a ponerse de moda y cobrar pujanza,
siempre me resultó, no fui el único, un poco chocante. Sobre esto también le
tomábamos el pelo.
Nos resultaba complicado encajar sus enseñanzas intensamente
freudianas en los moldes intangibles del Espíritu y alabado sea el Señor. Como
que el nexo de unión entre los alambicados planteamientos de D. Sigmund y las
erupciones emocionales de las multitudinarias reuniones de la Renovación
Carismática, crujieran ligeramente. Pero ¿quien soy yo para juzgar los caminos
inescrutables del Señor? Fue más que suficiente con la huella que imprimió con
su maestría en la docencia. Los discípulos agradecidos no te olvidan. El resto
es historia.
Como lo es el hecho de que durante muchos años nos
perdiéramos de vista. Supongo que él más a mí que yo a él. Después de todo, sea
el contexto que sea: serie de televisión durante la cuarentena, novela o
conversación donde se mencione a Freud, allí está mi padre Eusebio.
Con la pata tiesa, la escayola soportada en una
silla, aguantando, con un ligero rictus de pena, como buenamente puede, esto si
que es ser asceta, los indudables dolores que le afligen, mientras explica la
asociación libre, el complejo de Edipo y el Capitán Araña. Aquellas explicaciones
conformaron, de puertas adentro, los primeros vientos de libertad que empezaban
a soplar con fuerza en las plazas y barrios de Madrid.
Aunque nosotros no fuéramos conscientes en aquel
momento.
SIT TIBI TERRA LEVIS
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El P. Eusebio Martínez Peña falleció el 8 de abril
de 2020
Buenas noches, no sé quién es usted,pero me ha encantado leer el relato que ha escrito sobre mi tío. P.Eusebio Martínez Peña. Soy su sobrina ,me produce gran tristeza la manera en que ha partido ,estuve en su funeral qué soledad , no sé lo merecía.... Pero a la vez siento
ResponderEliminargran alegría sabiendo que ha ayudado a mucha gente y que muchos le recuerdan y le recordaran. Un ángel tenemos en el cielo .
Muchas gracias de corazón .