martes, 22 de octubre de 2019

DON TINO, MI PRIMER MAESTRO


Buceaba en los recovecos de su memoria infantil diseminada. Intentaba revivir las primeras imágenes de la infancia, observando, sin pestañear, la fachada perfectamente simétrica de la escuela infantil. De la mitad para la izquierda, según miraba, el aula de los chavales, de la mitad para la derecha, la de las niñas. La simetría se ampliaba por ambos laterales, en sendos portalillos que cobijaban las respectivas entradas, a donde llegaba corriendo para guarecerse en las mañanas siberianas de invierno, cuando entraba en la escuela con el cabás de madera en la mano helada y el vaho del aliento creando revolutas blanquecinas cada vez que se atrevía a respirar por encima de la chalina. Desde principios de noviembre.

Miraba desde allí, desde aquella corta distancia, apenas unas decenas de metros, donde tantas veces creía –si la memoria, pasados ya los cincuenta, no le engañaba- haber corrido detrás de una pelota de piel recosida decenas de veces por el zapatero del pueblo vecino. Cuero remendado que cumplía, sobradamente, las veces de balón de fútbol reglamentario. Contemplaba devotamente el mismo edificio con perfil de ladrillo rojo y cenefas ocres silueteando las ventanas que, según el señor Abundio, el cantinero y cronista oficioso de la aldea, había sido construido en tiempos de la Segunda República, incluso quizá antes. Por encima del tejado, milagrosamente incólume pese al más de medio siglo transcurrido, aunque unas centenas de metros detrás, se erguía, como lo había hecho siempre, la torre de la iglesia construida en piedra berrocal que al decir de los viejos procedía del antiguo castillo ya desaparecido.

Por más vueltas que diera a las imágenes, que él creía eran las más antiguas que podía palpar, no conseguía pasar de los seis años, más o menos cuando según el cura párroco, se alcanzaba el uso de razón. Siempre las mismas estampas desvaídas, convertido en espectador de su propia y lejana infancia que, en expresión bien gráfica, un antiguo compañero tildaba de “rebabas de la nostalgia”. Revenía, como en un sinfín, idéntica imagen. Casi siempre, como a cámara lenta, los alumnos, uno tras otro, se descolgaban cuidadosamente, algunos eran demasiado pequeños para tocar el suelo a la primera, desde el alféizar de uno de los dos grandes ventanales que se abrían en la fachada hasta que conseguían llegar abajo. Parecían, literalmente, flotar en el aire mientras escapaban sigilosamente del aula en penumbra. 

Siempre pensó que, si alguna vez le sometían a hipnosis para dejar de fumar o acaso para curar alguna ignota dolencia del alma, aquella sería la imagen primigenia, la madre de todas las memorias, que regurgitaría desde el fondo insondable de los tiempos, los suyos, aún antes que las supuestamente generadas en el vientre materno. Aquella estampa de huida escolar, una calurosa tarde de finales de mayo, con el verano en ciernes, era lo último o lo primero, dependía de la perspectiva, que podía entrever por más que rebuscara en los pliegues recónditos del olvido. 

Sin que pudiera, al menos no con certeza, definir si la escena se proyectaba en un gris ceniza o, por el contrario, venía iluminada en vívido tecnicolor. Ese era, aparentemente, un problema irresoluble cuando se mentaban los sesenta, los de su edad y los correspondientes a la época que intentaba rememorar. No había ni modo ni manera de trazar un decorado medianamente plausible de las razones por las cuales aquella precisa secuencia de “Escapada de la escuela infantil en abril” se había transformado en la primera escena grabada de toda una vida. La propia.

La veintena de alumnos fugados se apresuraba a señalar, con un montón de cantos rodados y los jerséis que portaban anudados a la cintura, los dos postes de la meta que desempeñarían, precariamente, las funciones de portería. El partido estaba en marcha. Aquella precisa tarde, sorprendentemente calurosa de abril, dislocada en la geografía áspera de páramos y robledales, anunciando un verano que tardaría, como siempre, en llegar. Si es que llegaba.

A través de la ventana, en la contraluz del espacio recién abandonado por sus pupilos, el sopor había vencido al bueno de Don Tino, el maestro. Toda su cabeza y el poco pelo que en ella quedaba, estaba apoyada, de bruces, en el diario provincial transformado en inesperada, si leve, almohada. Sobre la mismísima portada del periódico, ni tiempo le había dado para pasar a la segunda página. No llegaba a roncar, pero la respiración, a medida que transcurrían los minutos y su sueño se convertía en más profundo, se tornaba más audible.
Desde la era vecina, el grupo de alumnos al completo, la veintena que se habían descolgado por la ventana, comenzaban a olvidar las precauciones del principio. El siseo inicial, con el transcurrir de los minutos, iba dando paso a un alboroto considerable, enmarcado por las disputas deportivas, desde un pásame la pelota, chupón, hasta los cálculos a ojo de buen cubero, en el que todos parecían expertos, sobre si la pelota había traspasado la línea de gol por la parte interior o exterior del poste conformado por morrillos y jerséis. 

Cuando tras más de una treintena de minutos, Don Tino, sobresaltado por el griterío de la era vecina, cabeceó sobre la mesa de chopo repintado, se apercibió, finalmente, que estaba sólo, el aula completamente desertada. Rodeado de los pupitres desocupados, los tinteros quietos, el mapamundi con las cinco razas inamovible en la pared del fondo.  Mientras, los alumnos, ahora ya a grito pelado, se enzarzaban en la enésima disputa sobre si el balón había rebasado, o no, la línea de paja, que marcaba el lateral del campo. Y aquella extraña palabra que usaban para señalar los fuera de banda (“ha sido fao, ha sido fao”), le vino inopinadamente a la cabeza. Después de tantos años... Una muesca más rascada al pozo hondo de la memoria.

Don Tino, de un natural apacible, no se inmutó ni lo más mínimo al percatarse de que sus estudiantes le habían dejado, tan tranquilamente, echarse la siesta. Se estiró para asomar por la ventana medio corpachón, era más bien bajo y regordete, de manera que le oyeran mejor desde el terreno de juego. Les reconvino, como si nada hubiera sucedido, para que retornaran a sus asientos. No les amenazó con ponerles a todos de rodillas al lado de la pizarra, ni siquiera con los brazos en cruz al fondo de la clase. Ni siquiera, hubiera sido lo peor, con decírselo a sus padres. Quienes con toda seguridad les habrían impuesto un duro castigo.

Don Tino era natural de la aldea, así que conocía al dedillo a todos y cada uno de los progenitores de los alumnos, incluso jugaba al mus con algunos de ellos, los domingos a la hora del vermut. Uno de los compañeros de partida dominical incluso le llevaba a medias las pequeñas fincas que había heredado de su padre, también maestro. Rebasados los cincuenta, tras haber trastabillado durante años por otros pueblos de Castilla la Vieja, más o menos distantes, éste era su penúltimo destino profesional. Ganado por la veteranía de lo que en la jerga ministerial denominaban “los puntos”. 

Aunque para enseñar la Enciclopedia Álvarez de 2º Grado, no necesitaba ni de lejos tantos puntos ni tantos conocimientos. Aunque sus levantiscos alumnos lo desconocían, la formación académica de Don Tino no era la del maestro escuela usual de la época. De hecho, algo rarísimo por aquel entonces en un maestro de pueblo, era un experto conocedor de la filosofía, en general, y de la tomista, en particular.

Su padre estuvo durante años empeñado en que tenía vocación de cura de almas y con once años le había enviado a un internado de religiosos. Cuando su padre eufórico le comentaba al párroco que su vástago estaba en un tris de hacerse cantamisano, -incluso estuvo una temporada en las Filipinas, donde los dominicos regentaban la prestigiosa universidad de Santo Tomás- Don Tino decidió colgar los hábitos, y apenas un año antes de ser ordenado, decidió que lo suyo era enseñar más que predicar. Medio en bromas, medio en serio, él contaba que lo había dejado porque, en Ávila, donde estudiaba, hacía tanto frío que estaba permanentemente aterido, y harto, de estudiar la Suma Teológica, con una piel de cordero sobre las rodillas, fuera invierno o verano.

Era un hombre de andar pausado, de conversación fácil, aunque procuraba limitarla a asuntos que a sus convecinos les pudieran resultar de interés, nada de las cinco vías para probar la existencia divina: el tiempo atmosférico más propicio para la sementera, si los nitratos de Chile eran mejor que los abonos naturales y, muy raramente, de política.  De hecho, era el único suscritor del Diario Palentino en el pueblo. Poco importaba que el “papel” llegara con un día de retraso, en la furgoneta del correo que venía de Osorno a media mañana. Los alumnos le recordaban, todas las tardes, al volver del almuerzo, con su periódico bajo el sobaquillo. 

Por la tarde, cuando impartía las clases más llevaderas, digamos historia o geografía, por contraposición a las matemáticas que enseñaba al comenzar la jornada, antes de señalar en qué página debían de abrir los alumnos la enciclopedia, extendía el diario a doble página sobre su mesa, alisando los pliegues de las esquinas cuidadosamente, con mimo, mientras los alumnos contemplaban en silencio aquella ceremonia repetida, casi cinco minutos de preparación, cotidianamente. Esperando ansiosos a que les leyera la crónica de deportes, preferiblemente las de fútbol. Nunca lo hacía. Se trataba de un pequeño juego fútil. 

Una vez que terminaba de colocar el periódico, con la clase expectante, pasaba una de las hojas y señalando con el índice uno de los titulares, sin levantar la vista de la letra impresa, comenzaba la cantinela de “el Ebro nace en Fontibre, provincia de Santandeeeeer; pasa por Logroño y Zaragoooooza y desemboca por Ampooooosta en la provincia de Tarragonaaaa. Sus principales afluentes son: el Jalón por la dereeeeecha, y el Segre, por la izquieeeerda". U otra parecida, sobre las provincias que conformaban Castilla la Nueva o los picos más altos de la península ibérica. El Diario Palentino parecía tener cabida para toda la Geografía de España y la mayor parte de la Historia Universal. A los ojos de los más pequeños, aquel par de hojas desplegadas cada tarde, resultaban mágicas.

Ahora el griterío se invierte, desde lo que en su tiempo fue aula de clase, llegan las discusiones sobre el partido de fútbol, esta tarde serena de verano, retransmitido a través de la pantalla de plasma a todo color. La escuela mixta, después unitaria, fue, hace muchos años, convertida en teleclub. Desapareció el estrado sobre el que se asentaba la mesa de Don Tino, la pizarra fragmentada en las esquinas que ocupaba casi toda la pared, el armario donde con celo guardaba el manoseado volumen de “Corazón”, de Edmundo de Amicis. 

Con él aprendía a escribir, los primeros rudimentos de la gramática, las sencillas operaciones de álgebra y, quizá, más importante que los meros conocimientos, insufló en nuestras mentes infantiles y montaraces, la curiosidad por el mundo y las cosas, más allá de las fronteras reducidas de la aldea. Por saber donde se encontraba el Mont Blanc y sus nieves perpetuas, imbuirnos en las aventuras increíbles del Quijote, desgranar, a golpe de copla, algunas rimas de Gabriel y Galán. Era una pedagogía acorde con la época, mediados de los años sesenta, de memoria y tentetieso, moralizante como el gris que nos envolvía y pese a todo, Don Tino fue un magnífico maestro. Bondadoso y reticente al castigo, pese a que no debía ser fácil que entráramos en vereda, paciente y persistente en las tablas de multiplicar. ¿Por qué resta tan diáfana en la memoria aquella escapada de la primavera en ciernes? Misterios de los remolinos de la memoria.

Retornan las imágenes: Don Tino, una vez más, estira las esquinas del periódico, se oyen, inconfundibles los gritos de fao, fao, el Miño nace en Galicia, provincia de Lugo, afluente el Sil, el Duero nace en los picos de Urbión, provincia de Soria… Dos por una es dos, dos por dos, cuatro, dos por tres, seis, dos por cuatro ocho… Rebabas de la memoria. Cierro los ojos. Y no va más.