martes, 28 de julio de 2015

QUE SE ME PEGUE LA LENGUA AL PALADAR SI ME OLVIDO DE TI, JERUSALÉN

No he visto otra ciudad tan cosmopolita como Jerusalén. En el sentido más pleno de la palabra: abierta, étnica, multicultural y, aunque ahora parezca poco creíble en los tiempos que corren, maravillosamente tolerante. Herencia de haber sido una encrucijada de la historia durante milenios. La genética de tantos invasores, a su vez invadidos por los siguientes usurpadores.  A su manera, eso sí. Es cierto que era a finales de los ochenta y ahora los vaivenes políticos, ya complicados entonces, han hecho de la Ciudad Santa por excelencia, una perla insondable que se recubre, para no perecer, acercándose a los seis mil años de existencia, con sus propias excreciones de violencia, odio y destrucción. Nada nuevo, por lo demás, en tantos siglos de supervivencia, sobre la colina que ocupaban los jebusitas cuando todavía el rey David era muy capaz de arrebatarles la ciudad. Lustros antes de que, en su vejez, le trajeran a Abisag, la virgen sunamita, para que le calentara el lecho.

En diciembre de 1987, apenas un año antes de que estallara la primera intifada, todavía era posible, por ejemplo, ir caminando, en la oscuridad estrellada de la Nochebuena, desde la puerta de Damasco, a campo través, por las colinas de Judea, hasta la misma gruta de la Basílica de la Natividad en Belén. Por supuesto, la tensión se mascaba en el “hanshin”, el viento cálido que venía desde la otra ribera del Jordán, el áspero territorio nabateo. Había controles con demasiada frecuencia en pleno zoco de Nablus Road, adolescentes israelíes con aparatosas armas automáticas al hombro, sentados en todas las esquinas de las calles que ascendían hacia la Ciudad Nueva, y de la nada, surgían siempre policías de jeta adusta, tez morena y malas pulgas en patrullas de tres. Un solo gesto para extraer el monedero de la mochila bastaba para que los tres, al unísono, comenzaran a palparse la pistola que lucían en el cinto.

Cuando viajas con adolescentes a Nueva York te sorprenden con expresiones del tipo “ese rascacielos ya lo he visto yo infinidad veces”. Cierto, en una serie repetitiva hasta la náusea, en un taquillazo apocalíptico sobre el fin de la civilización occidental, en un vídeo clip pretencioso y etéreo. Idéntica sensación tuve yo cuando la primera noche, al alba, me despertó el cántico del “muezzin” a la plegaria matutina. Y el olor a pan ázimo del horno al otro lado de la calle, fuera de la muralla otomana, bien adentrado ya en el barrio palestino. Era mi primer contacto con Oriente, el Medio, un mundo tan diferente, por lo demás, del Extremo Oriente. Durante dos largos años y tantas caminatas a pie, siempre tuve la sensación de que yo había estado allí antes. En todos los sitios que admiré, en cada centímetro de excavación arqueológica que hollé.

Esta intuición se acrecentaba cada vez que me topaba con un resto inesperado del asedio de Tito, cuando no dejó piedra sobre piedra del Templo de Salomón, o descubría, boquiabierto, una nueva panorámica, al caer el sol, desde alguna de las colinas que circundan la ciudad. Esa sensación tan aseguradora, a veces tan inquietante, de que yo ya lo había visto. En alguna otra vida. Mirando desde aquí, desde la cima del Monte de los Olivos, la cúpula bruñida por el sol de la Mezquita de la Roca. Fijando la vista en los centenares de sepulturas musulmanas que, en inescrutable desorden, jalonan la ladera, esperando que el Profeta salga por la Puerta Áurea y pronuncie el Juicio Universal en nombre del Altísimo. “Entre los dos grupos se interpondrá una muralla con una puerta, en la parte de dentro campeará la misericordia, en la de fuera, el castigo” (Sura 57,13).

Ni pensar por un momento, en esta cuna del monoteísmo, en la reencarnación. Ni lo más mínimo. En absoluto. La pura linealidad de la existencia, en esta confluencia de caminos del Creciente Fértil, donde tantos –reyes y siervos- pasaron y de la misma manera se difuminaron por los laberintos de la historia. ¿Alguien sabe hacia dónde? ¿Cómo no pensar en el padre de los creyentes, Abraham, a punto de sacrificar a su primogénito, aquí mismo sobre el Monte Moria? O la interminable fila de israelitas, camino del destierro, derrotados por Nabucodonosor. Ante los ojos y lamentos del mismísimo Jeremías !Cómo ha quedado sóla la ciudad populosa! / La grande entre las naciones se ha vuelto como viuda, / La señora de provincias ha sido hecha tributaria. /Amargamente llora en la noche, y sus lágrimas están en sus mejillas. / No tiene quien la consuele de todos sus amantes; /Todos sus amigos le faltaron, se le volvieron enemigos. (Lamentaciones 1,1-2). Y sin embargo…

Juraría que cuando atravieso el cardo romano para llegar hasta el Muro de las Lamentaciones, donde observo el inquebrantable ritual de judíos ortodoxos, completa regalía de tirabuzones y filacterias, creo haberme dispersado con ellos por alguno de los innumerables guetos de Europa del Este o la Alemania rural para, por fin y, previsiblemente, para siempre, retornar de nuevo a la Ciudad Santa. Para recordar cómo nos acordábamos de ti. Junto a los canales de Babilonia, en el barrio viejo de Cracovia, o en las poblaciones mercantes de las mesetas castellanas que hace tantos siglos nos hicieron abandonar a la fuerza.

Dejo a un lado la Iglesia del Santo Sepulcro, con sus milimetradas fronteras de mosaicos entre confesiones cristianas, pisar la baldosa del vecino en la fe puede ser más grave que declararte ateo, amén de ser fuente inagotable de sibilinos debates teológicos y algún que otro altercado. Desciendo bordeando la colina del Ofel, el núcleo esencial de la ciudad davídica y voy camino de uno de mis lugares preferidos. La piscina de Siloé, en la confluencia del valle del Tyropeion y del torrente Cedrón. A última hora de la tarde, cuando el sitio permanece todavía abierto, pero ya ha sido abandonado por las hordas de turistas, el frescor de la fuente –lo de piscina es un término cuando menos excesivo- desprende una quietud absolutamente mágica. Aquí, al pie de la ciudad fortificada por David, en la penumbra que comienza a cubrir el otro lado del valle, desde las laderas de casas bajas de los palestinos, se oyen gritos de niños persiguiéndose por entre las empinadas callejas. “Y le dijeron: ¿Cómo te fueron abiertos los ojos? / Respondió él y dijo: Aquel hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó los ojos, y me dijo: Ve al Siloé, y lávate; y fui, y me lavé, y recibí la vista. / Entonces le dijeron: ¿Dónde está él? Él dijo: No sé” (Juan 9, 10-12).

Maronitas libaneses venidos desde las faldas del Monte Hermón, Saladino el damasceno, sirios ortodoxos, Alejandro Magno, el macedonio, coptos etíopes, Judas Macabeo, armenios de las riberas del Caspio, Godofredo de Bouillon, el normando, Herodes Antipas, de por aquí, protestantes de Virginia, Solimán el Magnífico, del Bósforo, sunnitas de la península arábiga, Lawrence de Arabia de la pérfida Albión, hassidines neoyorquinos, fatimitas, abasidas, sultanes, cruzados, cananeos. Después de tantos siglos, de tantas centurias y tantas generaciones. Todos, mismamente un servidor, a la búsqueda de un milagro redentor, a la caza y captura de un espejismo imposible. ¿Pero qué milagro? ¿Qué sueño? ¿El del poder omnímodo, la gloria infinita, el dinero inagotable, la juventud eterna, la muerte dulce y pequeña, la nada de la Gehena al fondo del valle?

En realidad, creo saber por qué. De hecho, al escribir estas líneas lo sé a ciencia cierta. ¿Por qué durante aquellos dos maravillosos años de incansables caminatas, tan interminables como las largas horas de polirrizos griegos y conjugaciones hebreas dedicadas a descifrar las Sagradas Escrituras, me parecía haber visitado cada rincón en alguna –inexistente- vida anterior?. Porque en realidad me encontré a mí mismo. Un milagro redentor. Un espejismo palpado con la punta de los dedos. El amor. Finalmente. Puede parecer una broma, sería pura casualidad, y no digo más, a los treinta y tres años exactos. Fui, me lavé y recibí la vista. Por eso, si me olvido de tí, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha (Salmo 136,5).


domingo, 19 de julio de 2015

DESPACHOS

Es bien sabido que entre los mamíferos el hecho de marcar territorio –los métodos y costumbres ancestrales varían de una especie a otra y son muy diversos- más que una deuda hacia la funcionalidad del espacio que habitan, en el que luchar por la supervivencia o en el que cazan, protegen a sus cachorros o simplemente sestean, es el símbolo del poder. Entre la especie humana esta tendencia está sobradamente reconocida por los científicos más prestigiosos.

Si ya descendemos a las subespecies de funcionarios, subcontratados y asimilados, as myself, la observación de sus comportamientos no hace sino apuntalar el concepto de que si quieres ser un funcionario de categoría –independientemente de las escalas reconocidas oficialmente- debes de tener tu propio despacho. ¡Qué digo tener, el vocablo adecuado es poseer! Como mal menor se podría admitir que lo compartas con un colega. Ya en el límite de la dignidad estaría el hecho de que lo disfrutaras, he escrito correctamente, disfrutaras, compartido entre tres. Más de tres es un sinsentido, te conviertes en uno más de la manada.

De ahí que sea tan complicado y competitivo el que tu superior jerárquico tenga la delicadeza, de que si te aprecia, te conceda este Santo Grial del habitáculo reservado que te convertirá en un genuino funcionario. De la cabeza a los pies. O, en este caso, el sillón reclinable. A veces, no hablo de memoria, resulta mucho más interesante disponer de despacho, lo dicho, preferiblemente individual, a que te otorguen un complemento económico por asumir responsabilidades jerárquicas.

Tan importante resulta que si accedes a convertirte en uno de los ungidos con la gracia celestial del espacio reservado, más te resultará el abandonarlo. Léase volver a convertirte, y diluir tu inmarcesible individualidad, entre el vulgo, en pura plebe. Por esto, a veces, en el interminable tiovivo de los cambios que se suceden en las administraciones pueden ocurrir dos cosas. A) Que la propia inercia de los cambios te permita seguir gozando del despacho que te concedió tu superior tres o más generaciones (de directores generales) atrás. B) Que el carrusel de cambios haya convertido las instalaciones de la entidad administrativa en un infinito laberinto de cubículos donde haya más despachos que empleados. Así que al nuevo responsable no le quede otro remedio que hacer “tabula rasa”. Literalmente, si mi latín no me engaña, porque de lo que se trata es de empezar a derribar tabiques.

Todo lo anterior tiene como consecuencia, que en el largo ciclo de la vida funcionarial, los despachos vayan pasando de mano en mano y termines por llegar a uno, o quizá son todos, donde heredas parte del territorio que tus predecesores han marcado con denodada tenacidad. A veces tendrás la impresión de que han huído a la carrera, como si el cese o el cambio de funciones hubiera sido parte del guión de una película apocalíptica. En la mesa encontrarás carpetas de tapa dura, mezcladas con documentos anillados, propuestas de hace cuatro lustros y, sin duda, decenas folios en blanco, algunos amarillentos, desparramados en montoncitos por encima de las estanterías.

Me encanta abrir los cajones del escritorio. Más sorpresas que el baúl de la Piquer. Por aquí, un líquido borrador, momificado. Estoy seguro de que se usó antes de que naciera Bill Gates. Con alguna vieja Olivetti que, siento pavor, de un momento a otro, se me tirará a la yugular desde el armario que no puedo abrir porque alguien lo ha cerrado con llave. Como era de esperar, siempre se encuentra uno con un par de docenas de llaves, aunque sólo haya dos armarios, pero ninguna es la que corresponde. En el fondo del segundo cajón, unas tijeras, con el filo ligeramente oxidado y las hojas inamovibles por lo que parece un pegamento de cola. Alguien debió de usarlas en el calcolítico, se olvidó de secarlas, pero ¿para qué las dejaría empapadas?

El lapicerero, la palabra todavía es válida, ¡hay hasta un Castell Faber a estrenar! porque contiene tres unidades, el susodicho, otro sin punta y otro mordisqueado por la parte trasera. Si yo tuviera una lámpara, de esas azuladas con las que descubren las huellas en CSI, estoy convencido que podría remontar en el tiempo con este insondable yacimiento arqueológico en las alegrías y las penas de los funcionarios que me han precedido. Todo un libro de memorias, la herencia que me ha tocado en suerte, en las decenas de objetos, abandonados al azar, que pueblan cajoneras, baldas y compartimentos. La autopsia detallada del lapicerero, que conste en acta, dona, además: un bolígrafo de propaganda de un certamen turístico, anuncio de un hotel caribeño, un sacapuntas, esto es más grave de lo que yo pensaba, un par de bics, uno de ellos –milagrosamente- conserva la capucha, un abrecartas, otro recuerdo ferial, media docena de rotuladores, uno curiosamente rosa y un par de marcadores de flúor (naranja y amarillo).

Pasar a la parte documental te lleva, si cabe, más atrás en el tiempo. Los funcionarios son esclavos del papel. Más vale una fotocopia en mano que mil volando en la virtualidad digital. Para empezar, en el armario de la derecha, ¡vaya!, la cerradura parece que está un poco desventrada, otra llave innecesaria, contiene un tesoro: una cinta VHS sobre el gasoducto Magreb-Europa. Miro la fecha. Seguro que me he equivocado, pero no. 1974. Acompañada de un cable de red para el ordenador –qué raro, todavía no he visto ninguna tipo LAN, una variedad que suele pulular por este tipo de anaqueles- y varios rollitos de calculadora de contabilidad. Impecables en su embalaje de plástico. ¿Fue despacho del departamento de contabilidad? No conviene sacar conclusiones precipitadas. En el estante de arriba, dos copias de un informe emitido por la Agrupación Astronómica de la Región de Murcia. Empiezo a estar confundido, no me suena para nada la existencia un departamento que analice el estado de la contaminación lumínica. Aunque en las administraciones no es raro encontrarse con denominaciones y siglas a cúal más peregrina.

Prosigamos. Aparentemente aquí han marcado territorio muchos funcionarios. Y funcionarias, por supuesto, faltaría más ¿Cómo si no explicar que lomo por lomo, en el armario de la pared opuesta se encuentren tomos sobre “Nicaragua Patrimonio Cultural y Natural” con los “Anales de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Murcia, con una recopilación de Doctrina Legal? Vaya, nos acercamos a la modernidad. Es del 2003. Total eso fue ayer.

Desisto de mi modesta condición de documentalista, de hecho me tengo que apoyar en la pared, casi me desmayo, aunque debe ser por estar agachado tanto tiempo, al observar que en un mapa de la pared se representa la ruta a Madrid, con un diminuto tramo de autovía a la altura de Molina. Back to the future. Parece que fue hace milenios cuando recorrí esa carretera, para llegar por primera vez a la región. ¡Toooda una vida¡ Para llegar a esto. Cuando mis conocimientos sobre la región se resumían en la importancia histórica que había tenido la cría del gusano de seda y en Amílcar Barca. Estoy seguro que si revuelvo un poco más en los armarios terminaré por encontrarme con mi libro de primero de geografía, en bachillerato, donde Murcia y Albacete iban de la mano, conformando una unidad indivisible en lo universal. Mediados de los sesenta.

Yo siempre había imaginado que cuando te cambiaban de despacho era como en las películas americanas. Todas tus pertenencias te las llevas en una caja de cartón. Ahora voy a tener que necesitar media docena, de las grandes, para desembarazarme de tanto territorio marcado. Y como buen mamífero que soy, empezaré a marcar el mío. Pero antes me tengo que deshacer de los clips. Como una invasión de hormigas robóticas están por todos lados. Es mi peor pesadilla cuando llego a un despacho nuevo. Recolectar por las esquinas de los armarios, en los rincones de los cajones, en las tazas de café, en cuencos, en tiras enlazadas esos insignificantes objetos de escritorio que sólo sirven para juntar papeles. Aunque puedo ofrecer una pesadilla peor para los que me han testado esta herencia de objetos inaprovechables y artículos inservibles.

La planta entera, la sala de contrataciones de Mitsubishi, en el otro siglo y en pleno corazón de Tokio, donde 200 empleados hormiguean codo con codo, ni un solo tabique, donde la única concesión a la intimidad de los jerifaltes era que tenían su mesa medio metro separada del resto de los empleados. Yo negociaba, con mi interlocutor, en la parte baja del escalafón, cartas de crédito a 200.000 dólares a cambio de pulpo del banco sahariano, con una docena de sus colegas en otros tantos metros a la redonda. Más o menos cuando construían el reducido trecho de autovía en Molina. Creo que antes que de los clips debería deshacerme del dichoso mapa mural. No sea que se me empiece a aparecer en sueños la cría del gusano de seda. Peor aún: la variante de Camarillas.

martes, 14 de julio de 2015

CUANDO ME TRASLADARON DEL BRONX A MANHATTAN, ES UN DECIR, EN MURCIA

El barrio de La Fama, en medio plano, desde la torre de la Catedral
Ayer, por razones laborales, me trasladaron del barrio de La Fama, el extrarradio que no es, pero lo parece, a las Cuatro Esquinas, en pleno corazón de Murcia. No quiero abusar de metáforas pero es la comparación, de mis tiempos jóvenes, entre Vallecas y el barrio Salamanca. La distancia entre ambos barrios, no Vallecas y el barrio Salamanca, sino entre La Fama y las Cuatro Esquinas no debe de ser de más de un kilómetro. Pues bien, como si hubiera una frontera, digamos, para los que conocen Murcia, a partir de la iglesia de Santa Eulalia.

La población de la capital del Segura está en torno a los 500.000 habitantes lo que la convierte en la séptima ciudad, por población, de España. Como tantas otras, ha ido creciendo y afeándose a medida que los especuladores han ido ganando la partida a los urbanistas que nunca existieron. O sí, porque incluso en pleno desarrollo franquista, a las casas bajas y aseadas de La Fama, por la parte de la ribera del río, se les dotó de placitas interiores, arbolado y paredes encaladas que, incluso tras tantos años, siguen conservando encanto nada desdeñable. Un poco más al norte, a partir del mercado de abastos, el desarrollismo impenitente que aqueja a los españoles cada veinticinco años, más o menos, de gloriosa paz, se han convertido en estrafalarios monolitos de una decena de pisos. No sé si abandonados de la mano de Dios, pero ciertamente del concejal del ramo, del alcalde de cuatro lustros y de algún especulador que salió trasquilado.

El caso es que las fachadas desconchadas, las paredes pintarrajeadas, las ventanas sin balcones serían el lugar ideal para un decorado de película neorrealista de hace 50 años. Amén de las periódicas redadas policiales, los pregoneros el día del mercado anunciando a grito pelado “melones robados a un euro, señora, a un euro”, sin olvidar bares cutres y malolientes donde desde el alba se despachan carajillos y soberanos. Y después, claro, están las buenas gentes que habitan estos inmuebles en decadencia aparentemente imparable. En ninguna zona de Murcia se ven tantos africanos atravesando los pasos de cebra, senegalesas o malienses -de anchas caderas y culo más ancho todavía- arrastrando, literalmente, un carrito de bebe con bolsas de plástico de Mercadona y niños en edad prescolar, con la lengua fuera por el calor del estío, agarrados a la otra mano de la mama.

No faltan puñados de magrebíes a la puerta de la consejería de Asuntos Sociales, acompañados, siempre, de “hombre-blanco-que-sabe-trucos-de-administración”. O quizá sea el sempiterno listillo de turno. En las escalinatas sucias que salvan los desniveles entre las torres de pisos y la plaza del mercado de abastos hay gitanos envejecidos, de los que no pueden disimular que sus antepasados recorrían el levante de sol a sol, ennegrecida la tez, sentados en las escalinatas destrozadas, contemplando, sin apenas hablar, un futuro que nunca tuvieron y nunca tendrán.

Por el contrario las madres gitanas, todas tan sorprendentemente jóvenes como escotadas o apretadas a sus leggings, su camiseta de tirantes o alguna indumentaria que estuvo de moda hace media docena de años, gritan a sus vástagos, en una cantinela interminable: “nene, no jodas con la pelota”. Pero ya se sabe cómo son de obedientes los nenes cuando las madres les increpan. Así que, si cabe con más fuerza, el nene prueba otra vez a ver si la pelota pasa por un resto de seto miserable que, cualquiera sabe, cómo ha podido sobrevivir a tanta desidia.

Hoy hace un sol abrasador, pero cuando llegue la gota fría, las aceras, pavimentadas con mosaicos, desconchados como las fachadas, absorberán, ante la falta de desagües, el agua de tormenta y cuando pises alguno de ellos, casi uno sí y otro no se remueven con la lluvia, se levantará por una esquina y salpicará tus zapatos de marca al reasentarse en el pavimento. Lo del Bronx es una comparación odiosa, por supuesto, puramente literaria. Una simple metáfora que se disuelve a medida que desde la Plaza de Toros se camina hacia el centro. Hacia la otra metáfora, la del Manhattan, eso sí, sin rascacielos.

Pero a su manera, pese al calor del mediodía, al llegar por la antigua calle de Correos parece uno entrar, salvando las distancias, en el East Upper Side. Un par de señoras mayores, ninguna imagen más descriptiva de un par de burguesas de provincias, salen de una tienda de ropa, en realidad una cadena extendida por todo el mundo, discutiendo sobre si en la casa de la playa hizo (o no) mucho calor el pasado fin de semana. Una incluso lleva una pamela y un vestido floreado que no le pega ni a tiros. Si acaso con cuarenta años menos y en la boda de una prima emigrada a Barcelona.

Afortunadamente, los zapatos de tacón de una elegante veinteañera que contempla el escaparate de una lujosa zapatería, pisa sobre cemento firme y no sobre pavimento movedizo, nunca salpicarían ni aunque cayera el Diluvio Universal. Juraría que el bolso de Luis Vuitton que porta es falso, pero no me atrevo a afirmarlo. Conversa por un iPhone 6, de funda tan hortera como dorada, y quizá un poco alto, salvo que pretendiera que alguien de los paseantes la oiga, señala a su interlocutora que “la fiesta fue guay y el DJ estaba como un tren”.

Muchas motos aparcadas en las calles ahora convertidas en peatonales. Aquí no hay espacios para los automóviles salvo si dispones de un mando a distancia para bajar los bolinches que impiden el acceso a las calles interiores. En La Fama lo hacen sobre las aceras, los bordillos, en doble fila. Aunque, por todo decir, sí que hay un negro, uno sólo. Resulta sorprendente. Los africanos no suelen mendigar, sobre todo por vergüenza o dignidad. Pero este tiene la lección bien aprendida. A primera hora de la mañana, ante la escasez de peatones, se pone en la esquina de Trapería para cortar el paso a los funcionarios de medio pelo –as myself- que se apresuran para fichar y salir rápido a tomar el cafelito. Cuando a media mañana empiezan a acudir las amas de casa, más pesarosas y con insondables cargos de conciencia por asistir a la misa dominical, se aposta al otro lado, cerca de la Calle Correos, a esa hora más frecuentada por la existencia de pequeños comercios en la vecindad de la plaza Cetina.


Pese a todo, hay algo que está completamente fuera de lugar. Y no es el negro. Intento adivinar, como en el juego de los siete errores, donde salta la discrepancia. Aquí enfrente hay un Carrefour Market, mucho más delicado que el revoltijo existente en el bazar chino, al otro lado de la frontera, pero tampoco es eso. Tampoco el gastrobar donde sólo sirven zumos ecológicos. Finalmente caigo en la cuenta. En este barrio pudiente, los deshechos están a la orden del día. Sino que se lo pregunten a la pareja de jóvenes rumanos que antes de las ocho de la mañana ya ha llenado su carricoche con una variopinta colección de objetos. Mientras el marido observa el paso apresurado de los transeúntes como si ya hubiera concluido la jornada, la señora, con relumbrantes dientes frontales de oro y posiblemente en la postadolescencia, ya ha almacenado un par de cajas de cartón, un manillar de bicicleta, un marco de ventana en aluminio, media docena de bolsas de plástico llenas de algo que no consigo adivinar ¿periódicos? y un par de cajones de madera contrachapada. Es evidente que los pobres no necesitan reciclar porque nada les sobra. Salvo a este lado de la frontera.