domingo, 26 de mayo de 2013

Rituales de difuntos

El cementerio, situado en un altozano al lado del río ha conservado, pese a la reciente reforma, su antigua estructura. Todo un monumento a la levedad de la existencia y una loa a la importancia de las tierras comunales. Todo un manifiesto, popular y tangible, en contra de la propiedad privada. Hace muchos años se enterraba en la Iglesia, tal y como afirman los libros parroquiales. Hacia 1700, alguna autoridad decidió que los muertos descansarían mejor, seguramente sin caer en la fácil metáfora, al lado de la corriente del río que va a dar en la mar… El pequeño rectángulo que conforma el camposanto no tiene dueño. Ni un centímetro cuadrado de la tierra sagrada pertenece a nadie. El que muere va ocupando su pequeña cuadrícula de eternidad por estricto orden cronológico de defunción, como en la escritura japonesa, de derecha a izquierda y de arriba hacia abajo, como si de una hoja de pergamino, escribible y borrable una y otra vez, se tratara. Este mismo orden se aplicaba a los nonatos, a quienes les estaba reservado un espacio más cerca de la entrada y del pueblo, como si quisieran estar más cerca de sus sufrientes progenitores.

Cuando la población rondaba las 500 almas, lo que en el pueblo llamaban “dar la vuelta al cementerio” debía durar unos 50 años. Como nadie poseía la tierra, cuando llegaba el turno de ser enterrado en un determinado espacio, el pico y la pala, ésta era del tipo denominado ‘de cavar’, se ponían mano a la obra. Generalmente media docena de mozos, algunos familiares directos, y los voluntarios de siempre. Es posible que en una determinada época hasta hubiera un enterrador. Medían la superficie con una cuerda, la misma que se utilizaba para alinear los surcos de patatas en la vega a fin de que la caja de pino cupiera sobradamente en el agujero. En invierno con la humedad y el barro, pese al metro y medio de hondura, había peligro de hundimiento, así que se apuntalaban las paredes con estacas de roble. En verano, el problema era la dureza de la arcilla reseca por los ardores veraniegos. Al ir cavando, iban saliendo a la luz los huesos del antiguo enterrado. Estaba claro que la tierra, pese a lo que dicen algunos, no era para quien la había trabajado. Ni siquiera en el más allá.

Como no existía el lujo de las lápidas, a lo más, a lo más, alguna cruz de hierro para los más pudientes, el paso de los años hacía difícil saber a quien pertenecían los huesos desenterrados. En medio de las tumbas se alumbraban acalorados debates de si aquí fue enterrada esta persona o la otra. “Que no, cojona, la tía Eudovigis está enterrada dos más allá”, aseveraba el señor Severino que tenía tan malas pulgas como pésima memoria. A lo que el tío Porfirio, a quien no le faltaba el buen humor –entrado en años hacía cálculos de donde terminaría por dar con sus huesos cansados de pastor- respondía, sólo por llevarle la contraria: “Cagüen sanquintín, mira que tienes la testa dura, ¿eh?”. Evidentemente, la ventaja en el conocimiento sobre quien yacía en el espacio que se acomodaba para el nuevo muerto, siempre correspondía a los más ancianos. A los niños nos fascinaba ver, aunque fuera por encima de las tapias encaladas, no nos dejaban acercarnos demasiado, la extracción de los cráneos y los húmeros. A veces parece que sólo salían esas partes del cuerpo. Sin muchos miramientos estos eran arrojados a una especie de reservado, localizado en la parte derecha del camposanto y apropiadamente llamada osario.

A veces hacíamos apuestas para ver si alguien de noche era capaz de saltar el muro, lo cual hubiera significado una enorme hazaña, y acercarse al osario a recoger una la misteriosa calavera de algún muerto a quien nunca habíamos conocido, lo que se consideraba una hazaña inenarrable. Las apuestas se hablaban, pero nunca se llevaban a la práctica, aunque siempre circulaban leyendas de mozos osados que en alguna noche de invierno, plena de aburrimiento y acaso rebosante de alcohol, se habían atrevido a penetrar en el sancta sanctorum de los muertos vecinales. Pero ¿quién sabe si eso era cierto?.

La otra parte importante del sepelio se producía en casa del finado o la finada, aunque de esta parte más bien reservada a las mujeres tengo menos memorias. El luto negro, con amplios faldones y pañuelo al cuello era de absoluto rigor, al menos un año, en las mujeres más cercanas a la familia. Las viudas se vestían de negro para el resto de sus días. A mi bisabuela, por ejemplo, no la conocí con otra indumentaria. Los allegados, convecinos y visitantes de los pueblos cercanos se apelotonaban en el cuartón de la planta baja, si era invierno, o en la portada en verano, alrededor del féretro colocado sobre el tajo en el que para San Martín se estazaba el cerdo. Esto es menos dramático de lo que parece. La altura y dimensiones del tablón se adaptaba a las mil maravillas al ataúd, cepillado a toda prisa por la garlopa del señor Agapito, el carpintero. Bastaba oir el triste tañido de las campanas a muerto para que el señor Agapito se pusiera manos a la obra.

Los chicos veníamos acompañando al cura, de riguroso morado en estola, casulla y bonete. Los que portaban los ciriales y la cruz a la cabeza, mientras otro monaguillo caminaba a la izquierda del reverendo para que este pudiera asperjar con el hisopo el féretro mientras algunos sollozos entrecortados y un silencio sobrecogedor envolvían la escena, signo de que la ceremonia representaba una extrema gravedad, si bien en nuestra mentalidad infantil, salvo si eran de un familiar muy cercano, no era sino una función más en los periódicos y abundantes rituales eclesiales de la infancia. Naturalmente nos contagiaba el ambiente entristecido de los presentes y observar al muerto en la sencilla caja de pino. Observar la lividez del difunto, aseado y revestido con la chaqueta de pana que se ponía para la fiesta del santo patrón, nos inquietaba. Contemplar inerte a alguien que hacía pocos días habíamos visto trayendo el carro de miés a la era, mientras el cura entonaba los responsos de carrerilla, nos volvía cariacontecidos y serio;  pero al final la propinilla, que siempre nos caía por ser ceremonia tan especial, rápidamente disipaba nuestras melancolías.


Una vez ejecutados los ritos de rigor en casa del difunto, éste era transportado por los mozos –los mismos que sacaban las andas del patrón el día de la fiesta mayor- hasta la iglesia, tras cerrar la tapa de la caja que ya no se abriría más, sin que el cura reposara un instante de sus latines y recomendaciones para que el finado fuera acogido en la gloria de la corte celestial. Aumentaban entonces ligeramente los sollozos de los familiares, aunque siempre contenidos y sin aspavientos. Las campanas volvían a su repique alternado, acelerando el ritmo hasta que el campanero no podía ir más deprisa. Entonces, volvía a empezar despacito. La procesión funeraria entraba en la iglesia.

domingo, 5 de mayo de 2013

La estación de autobuses


El techo altísimo acentúa el aspecto lúgubre de las paredes lisas, construidas con ladrillo de caravista, tan mortecino e insulso como banal en su regularidad rojiza y simétrica. Todo parece de tránsito en la estación de autobuses. Hasta las ideas arquitectónicas. Como si al arquitecto o al funcionario de turno se les hubieran agotado los conceptos estéticos detrás de la ventanilla donde cumplían, cansinamente, sus labores de administradores de lo ajeno.

Hace unos años, mi línea, entonces llamada “los Herrero”, dejó de recoger a los viajeros en la calle Correos y como el resto de las que daban servicio a los pueblos, terminó por ser acogida aquí, precisamente en el andén 23. No hay en todo el recinto, ni la mínima alusión al entorno espacial de las gentes a las que da servicio. ¿Un pequeño mural tal vez con palomares? Ni el mínimo guiño a la geografía de los usuarios que vienen desde las indivisibles llanuras terracampinas o retornan a los valles y páramos ásperos del norte de la provincia. ¿Un mosaico con espigas de centeno? Está aquí, pero podría localizarse en Sudáfrica o Winsconsin. Salvo por el inconfundible tono –impecable castellano- del anuncio emitido por el altavoz: “El autobús con destino Cervera, con paradas en Villasarracino, Castrillo, Villanuño, Villasila –sigue una larga retahíla con todos los pueblos del valle y las estribaciones de la montaña- va a efectuar su salida desde el andén 23 en cinco minutos”.

El arquitecto, obviamente, cumplió al pié de la letra las indicaciones y, posiblemente, tal como le pidieron, se afanó en hacer una sala de paso más que de espera. Sobre todo de paso. Pese a la fila de prosaicos bancos naranjas con respaldos de plástico que divide en su centro geométrico el hangar embaldosado, el excesivo frío en invierno –el acceso a los andenes carece de puerta y la que da a la calle nunca se cierra- y el extremo calor del verano hacen que, efectivamente, el sombrío lugar donde se atiende hasta que el altavoz, cargado de ruido estático, anuncia la hora y el andén de las salidas inminentes, se haya convertido en un inmenso salón de transeúntes, presurosos, casi todos, por tomar el coche de línea que les devuelve a sus aldeas. Hora punta de medio centener de viajeros. Tirando por lo alto.

Casi todos. Porque no todos están de paso. En realidad, es una estación, sobre todo, de vuelta. Más que de ida. De forma regular, grupos de viejos bien abrigados, cuando las noches de invierno se ciernen a una hora tan temprana como las seis de la tarde, se reúnen en corrillos para evocar las sementeras de otrora, cuando la estación de autobuses ni siquiera existía y las tierras que sembraban, como comenta uno de ellos, valían lo mismo que ahora. Es decir, nada. En otro corrillo, un viejo de pelo muy canoso, pero abundante y recio, con el rostro enrojecido por las calorinas de agosto y, quizás, por una notable afición a la bodega familiar, narra, con pelos y señales, las dificultades que entrañaba acarrear el ganado ovino desde Portugal. “Al llegar a la altura de Torremormojón… “. Sus palabras se confunden y tornan inaudibles en el insufrible eco de la megafonía Optimus anunciando que “el autobús de la línea Estébanez-Aja, con destino Cervera y paradas en, Villasarracino, Castrillo…” para desgranar la cantinela de, no menos, de una cuarentena de pueblos.

Son los pueblos que yo me sabía de memoria, de carrerilla hasta llegar al mío, que estaba por la mitad de la tabla. Después, con los situados en las estribaciones de los Picos de Europa, la enumeración se me hacía más confusa y terminaba por mezclar unos con otros. Nunca terminé por decidirme si Ríosmenudos estaba antes de Viduerna o viceversa. En caso de duda, miraba el billete, una cartulina rectangular, fina y alargada de color anaranjado, donde venían listados uno tras otro, en una letra minúscula, emitida por lo que se leía en un lateral por “Impr. Palencia”. Hubo una época donde los coleccionaba entre las tapas de mi libro de literatura de segundo. ¡Cualquiera sabe por qué! Lo del libro de literatura. El cobrador, al subir al autobús, porque aparte de chófer siempre había un cobrador con su zurrón –desgastado y grasiento- de monedas y billetes, colocado de través en su hombro, perforaba la cartulina, con un utensilio similar al que usan los zapateros para agujerear la piel en los cintos, en el sitio exacto que marcaba el nombre del destino. Al menos lo intentaba.

La perforación tenía forma de estrella y, muchas veces, con las prisas, marcaba los billetes siete u ocho pueblos más allá del destino original. De ahí el dicho: “Te has pasado siete pueblos, Urcisino…” Los chicos que veníamos en bandada del internado bromeábamos sobre si al perforar nuestro billete media docena antes del propio nos dejaría alcanzar nuestro destino. O si media docena después nos obligaría a continuar viaje hasta Cornón o Cornoncillo, donde el valle se estrecha y se hace uno con el monte. Urcisino, el cobrador del zurrón en bandolera, gozaba de todo nuestro aprecio porque sin su inestimable ayuda, la maleta se hubiera quedado en tierra, y por sus exhibiciones circenses con sus aires de saltimbanqui de feria pueblerina. Se subía hasta la mitad de la escalerilla metálica que recorría toda la parte trasera del autocar –después se plegaba hacia arriba por la mitad- y con un pié en uno de los banzos, una mano agarrada a la escalerilla y una pierna en el vacío, se las arreglaba a las mil maravillas, para recoger la maleta con la mano libre y tirarla con un resoplido encima de la baca. Cuando tenía varias echadas, se subía sobre el techo del autocar y las colocaba bien pegadas unas a las otras, en fila india, antes de atarlas con una cincha elástica que pasaba entre las asas.

En un lateral del rectángulo que conforma esta desapacible sala de espera, sostenida por una decena de columnas banales pintadas de amarillo mate, imitando vagamente el peristilo de un patio romano, las diferentes líneas de autobuses se anuncian de forma tan irregular como estrámbótica en su cartelería de soportes variopintos y tipografía diversa con nombres –después de tantos años- remotamente familiares: Abagón, Estébanez Aja, La Bilbaína, La Regional Vasca. Otras parecen más recientes: Alsa, Rex, Enatcar.

En segundas intenciones, alguien tuvo la idea de que resultaría más conveniente numerar las ventanillas, así que cada proveedor ha puesto un número, al azar, al lado de la denominación de su empresa. No siempre en el mismo lugar. Algunos en la esquina superior derecha de los letreros, otros en la parte inferior, el resto donde encontraron hueco. Así que cuando en la minúscula ventanilla de información indican que el billete se saca en la diminuta ventanilla 23 se requiere ir leyendo un letrero tras otro, con sumo cuidado, hasta dar con la ventanilla veintitrés. Ni siquiera la numeración se ha puesto de modo correlativo. Las ventanillas, como las de hace decenios, son pequeñas aberturas ovaladas en la parte superior, situadas a la altura de la cintura. En la cercana Estación del Norte, durante un tiempo fueron más modernos y había un letrero que decía “hable por el higiafono” que no eran sino unos agujeritos practicados en el cristal. Aquí, a la hora de pedir el billete, conviene agacharse o pedirlo a gritos para que el despachador consiga entender el destino.

El resto del espacio aparece completamente desierto, salvo el bar La Lastra retranqueado con el nombre de uno de los pueblos al extremo de la línea que llega más al norte de la provincia. El sindicato agrario ha aprovechado una esquina para instalar sus oficinas, aparentemente, siempre cerradas. El confitero, los periódicos que vendía hace tiempo que dejó de venderlos, para hacerse más visible, ha plantado un par de mesas llenas de golosinas, casi en medio de la sala, para los clientes inexistentes. Vestido con una bata blanca de farmacéutico, a falta de clientes, se dedica a conversar con un abuelo. A su lado, en un banco, dos ancianas enlutadas narran, como sólo saben hacerlo en los pueblos, las mil y una enfermedades que ha tenido que soportar la de rostro más arrugado (“no, hija, a mi nuera el especialista le ha dicho que el ‘posintrón’ (por Sintrom) es pa’ toda la vida, hasta que la lleven al hoyo”). Metáforas, cuantas menos, mejor. Aunque parece que su compañera no le va a la zaga como narradora de desgracias y, sin venir a cuento, deben de ser del mismo pueblo, cambia de tema para afirmar que “mi tío Emeterio no pasa de San Bartolomé, no sé quien se quedará con las ovejas”. Y, olvidadas del supuesto e ineludible fallecimiento del tío Emeterio, la discusión se ciñe al futuro propietario de la cabaña ovina familiar.

Mediados de febrero, falta medio año para San Bartolomé, no sé quien es el tío Emeterio, pero los malos augurios de las dos viejas no predicen una primavera halagueña. El otro corrillo, el que hace decenios (¿siglos?) se afanaba con acarrear el ganado desde la raya de Portugal hasta Torremormojón sigue enfrascado en discutir si la sementera de la avena es mejor hacerla en otoño o al acabar el invierno. Creo haber escuchado la misma discusión decenas, centenas de veces. Cae la noche. Han salido los últimos autobuses hacia su destino. En todo el hall, como en una imagen secularmente petrificada, sólo resta el confitero hablando con el abuelo, las dos ancianas –a estas alturas deben ir por la enésima vecina a punto de espicharlas— el corrillo de ancianos que no acaba de ponerse de acuerdo, de hecho comienzan a acalorarse, sobre la pertinencia de la siembra de la avena. Por alguna razón ignota, la ventanilla 23, la de la línea a la montaña, sigue abierta. El autobús ha partido, no hay billetes que despachar, no hay viajeros  para montar o los que se ven son demasiado ancianos para regresar a los pueblos, salvo para ser enterrados. Se me ha pasado por la cabeza que de un momento a otro el altavoz comenzará a declamar: “El autobús del andén veintitrés, con destino a la nada, a ninguna parte saldrá dentro de cinco minutos”. Pero no, son imaginaciones mías. Con toda certeza, esta noche helará.