viernes, 30 de mayo de 2014

LA ROSA ROJA DE LA TRANSICIÓN

 En 1979, tras una agresión ultraderechista
Así, como el título de esta entrada, es como apodaban en los círculos militantes, tan bulliciosos como comprometidos con la causa, cualesquiera que ésta fuera, a Josefina López-Gay. Lo de ser militante de la izquierda, más a la izquierda y un poco más a la izquierda, en 1979, no era algo que pudiera ser tomado a broma. Menos si eras una firme y atractiva candidata del Partido del Trabajo de España, de ideología marxista-leninista de tendencia maoísta. ¡Ahí es nada! Sin olvidarnos de que era la presidenta de la Joven Guardia Roja y que Pina, como era conocida por la prensa, había sufrido dos consejos de guerra y, más tarde, escaparía a un intento de secuestro, durante el golpe de Tejero en 1981. Amén de agresiones varias.

A Pina la conocí a la pata coja, durante una reunión de emergencia, en una sala de las de visita que había a la derecha, según se entraba en la portería del convento dominicano de S. Pedro Mártir, subiendo a La Moraleja (ahora, cuando radian los atascos en Madrid, se conoce como “la cuesta de los dominicos”; pues ahí, aunque entonces no había aglomeraciones). Era un jueves, hacia mediados de junio, por la tarde. Acudió, tan maravillosamente guapa, y más, a como aparecía en las fotos de Cambio 16. Etérea bajo su melena lisa y su gracejo andaluz llegó Inés (nom de guerre), con una compañera, quiero decir, camarada, para salvar el congreso del Partido del Trabajo de España, cuya celebración estaba prevista el fin de semana siguiente en el Salón de Actos de los susodichos padres dominicos. Vaporosa y ondulante en una maxifalda floreada y unas sandalias que arrastraban el polvo de incontables mítines en las barriadas obreras del sur de la capital y decenas de alborotadas asambleas en las aulas de la Complutense. Al norte. El pánico era recíproco.

Yo acudí para salvarme a mí mismo de lo que pensaba era (penalti) y expulsión segura del claustro, disolución ipso facto de mis votos religiosos. En alguna esquinita de mi alma piadosa hasta temía la excomunión, incluso el fuego eterno,  si aquel contubernio que se preparaba en el salón de actos se llegaba a celebrar. Sin comerlo ni beberlo, con mis ingenuos veintitrés años allí estaba yo discutiendo con una de las musas más curtidas de la Transición, acusándola de haberme metido en un lío que, cuando menos, iba a finiquitar mis ideales religiosos en el peor de los casos, y con un poco de suerte, el castigo no podía calificarse de inferior, dar con mis huesos de por vida en el internado escolar de Valladolid, como vulgar profesor de alguna maría insoportable.

Cuando a principios de curso, los jóvenes teólogos y filósofos nos votábamos cargos y responsabilidades, como jardinero, sacristán, bibliotecario, etc. a mí me había tocado, algo que no me disgustaba en absoluto, ocuparme del mantenimiento del salón de actos, la proyección de películas, iluminación de las obras teatrales y adecentar el vetusto estudio de radio reconvertido en sala de profesores. Entre otras tareas que nos autoasignamos en nuestro imparable voluntarismo, junto con el siempre servicial Luis Alberto Rey que tan desgraciadamente, años más tarde, terminó sus días en la lejana Seúl, estaba la de repintar el techo del citado salón. Nuestro admirado genio de la arquitectura Miguel Fisac -que tantas maravillas había diseñado, desde la extraordinaria vidriera hasta los mismísimos sillones de la sala de visitas donde discutía con Pina- como tantos artistas, no siempre avenía adecuadamente la parte práctica con la estética.

La cubierta ondulada del salón era un prodigio de sonorización perfecta y a la vez una obra maestra para la retención del agua de lluvia. Las goteras se convertían, a poco que lloviera, en un chorreo insufrible sobre el patio de butacas, los charcos abundaban en el suelo y las filtraciones dejaban unas manchas inmensas en el techo blanco. Así que Luis Alberto, mismamente yo y algunos generosos compañeros (correligionarios más bien, no camaradas) dedicamos parte de la primavera a repintar el techo, con la mala suerte de que al mover uno de los andamios mi rodilla quedo atrancada entre un brazo de butaca y la tubular del andamio. Consecuencia, el líquido sinovial puso la rodilla como un botijo, con posible rotura de menisco. Todo ello sin tocar una maldita pelota de fútbol.

El salón de actos, en aquellos años revueltos donde escaseaban los espacios públicos en Madrid, y menos para actividades semiclandestinas, era alquilado al primer postor, sin hacer preguntas. Por lo menos no demasiadas, sobre de dónde venías y a dónde te dirigías. En la ebullición de la época, nuestra generosidad, acompañada con el óbolo que incitaba nuestra disponibilidad, todo hay que decirlo, compaginaba a las mil maravillas con la necesidad de decenas de organizaciones de todo pelaje que pasaban sus días, a veces también sus madrugadas, en reuniones y debates perpetuos e interminables. Por allí pasaron asociaciones de enfermeras, conciertos de cantantes protesta, o grupos folkloricos (Aguaviva ensayaba su mítico «Poetas Andaluces»). El sindicato USO, por ejemplo, celebró en el mismo lugar su asamblea constituyente y, según contaban nuestros próceres, unos años antes, hasta el mismísimo Marcelino Camacho había tenido que saltar la tapia posterior del convento, enfundado en su conocido jerséi de cuello de cisne, cuando en plena clandestinidad de CCOO se vió obligado a poner piés en polvorosa tras que le advirtieran de la inminente llegada de la pasma.

Así que cuando Pina había venido unas semanas antes para reservar el teatro para un fin de semana donde, según ella, iba a tener una reunión de “boy scouts” y sus líderes, las 12.000 pesetas que aportarían por las molestias de la ocupación (“pagar la luz, la limpieza la hacemos nosotros mismos el sábado por la mañana”) parecían hasta excesivas para un movimiento paraeclesial que en muchas parroquias madrileñas era usado por coadjutores y arciprestes para que los adolescentes se desfogaran en la sierra madrileña los fines de semana.

Así que allí estaban mis dominios, recién pintado el techo, barridos los suelos, fregados los pasillos, cuadro de mandos eléctrico en perfecto funcionamiento, sillas y mesas cuidadosamente preparadas en el escenario para que nuestros esforzados, honrados y corteses “boy scouts” tuvieran su función del fin de semana. Que dilucidaran en pacíficas discusiones las modalidades óptimas de ayuda para ayudar a las ancianitas a cruzar los semáforos. En una de las visitas para chequear que el equipamiento era correcto y los micrófonos funcionaban, héte aquí que al acercarme al vestíbulo un grupo de animosos jóvenes estaban decorando diversos carteles. Y aquello no parecían lemas muy apropiados para “boy scouts”: “La tierra para quien la trabaja”, “Solidaridad con los presos”, “Pan, trabajo y libertad” y una larga retahíla de eslóganes. A cual más pernicioso.

Que la hoz y el martillo apareciera en todas y cada una de las pancartas acababa de rematar la visión apocalíptica en la que me encontraba inmerso. Una reunión sindical de obreros del metal, pase en nombre de nuestra conciencia social cuyos ecos nos llegaban de forma teórica desde las aulas, situadas a apenas 100 metros de distancia de las pancartas marxistas-leninistas recién descubiertas. Vista gorda al concierto de Agua Viva y sus míticos poetas andaluces. Nada que decir con la asamblea de enfermeras reclamando salarios justos. Pero que el mismo Lucifer en forma de hermosa mujer ataviada con un halo de radicalismo y vanguardia solidaria me hubiera tomado el pelo era el acabóse.

Para más inri por sus venas de sangre azul corrían señas de identidad revolucionaria y marxista. El no va más. Una cosa era que nuestro, excelente, profesor de Edmund Husserl y su fenomenología, Chus Villarroel nos invitara a hojear ‘El Capital’, o por lo menos soportar la lectura de algunos extractos y otra bien diferente que 600 aguerridos y aguerridas, claro, militantes cantaran a grito pelado “La Internacional”. Todo ello, mientras al otro lado del patio, en la iglesia, bajo la hermosa vidriera de Fisac, los fieles entonaban devota y fraternalmente lo de “En este mundo que Cristo nos da”. ¡Dios salve a Bob Dylan!

De alguna manera, la noticia de que algo raro estaba pasando y de que los “boy scouts” no eran tales se había filtrado hasta llegar a los más altos responsables de la comunidad dominicana, padre prior incluído. Así que allí estaba yo un jueves por la tarde, recostado en uno de los sofás, pues no podía doblar la pierna, intentado convencer a mi Pina del enorme dilema al que un humilde estudiante de teología y una combativa radical se enfrentaban. Era su asamblea subversiva contra la disolución de mis votos de pobreza, castidad y obediencia. O viceversa.

Las 12.000 pesetas, con toda seguridad, no iban a amansar al ala ultraconservadora de la comunidad de dominicos, los mismos que se delectaban con el semanario “Fuerza Nueva” y, si lo pillaban, escondían “El País” en la papelera, mientras tildaban al ABC como de izquierdoso. Ya me veía yo el lunes camino de la estación de Chamartín para coger el tren que salía para Palencia a las 8:25. Era junio, así que llegaría a tiempo para la sementera de la patata tardía, sobrado de tiempo para la siega de la cebada temprana. Al menos mi padre dispondría de obra barata. Si Pina supiera…

Yo no tenía muchas armas, excepto la de la llave de entrada al salón de actos. Afortunadamente Pina, pese a resultar tan avezada en la lucha de clases, habilidosa en sus debates infinitos y eternas jornadas solidarias no tenía muchas más. Bien sabía que si yo no entregaba la llave, la asamblea constituyente no se celebraría ese domingo. Impensable buscar otro espacio tan grande en tan corto espacio de tiempo con la policía pisándoles los talones. Así que por su bien y el mío llegamos a un acuerdo. Adiós, al menos en el aparcamiento de la entrada, a la dialéctica de clases y al castillo de cartas de las superestructuras capitalistas.

Tras pedir encarecidamente disculpas por no haberme dicho la verdad desde el principio –¿quien era yo, imberbe estudiante de una antigualla como la metafísica tomista, para rechazarlas, procedentes de tal belleza de la progresía y adalid de la dialéctica ideológica de la Joven Guardia Roja?- quedamos en que una vez llegados los delegados, éstos, con la mayor discreción posible, se meterían en el salón y, en ningún caso, harían corrillos en el patio donde solían aparcar sus Mercedes los feligreses y, menos aún, sacarían ni una sóla de sus revolucionarias pancartas fuera del salón. Cantar que cantaran lo que quisieran, pero siempre con las puertas cerradas. Ya dije que la sonorización era excelente, la insonorización no le iba a la zaga.

La rosa roja de la transición cumplió su palabra. El domingo a mediodía, cuando fui a inspeccionar mis predios, el salón echaba humo, tanto físico como ideológico, en esos debates perennes, todo quisqui fumaba tanto o más que discutía, lo que ya es decir; los muros estaban cubiertos de pasquines; los debates y los cánticos se sucedían lindando con la insurrección. Allí, en el centro geográfico de la mesa de presidencia, estaba esplendorosa mi Pina, bien controladas todas sus hordas marxistas leninistas de tendencia maoísta. Estoy seguro de que, aunque hubiera aparecido algún feroz cachorro de los Guerrilleros de Cristo Rey, también lo habría amansado.

A escasos 200 metros, la feligresía de la misa de 12 –mayormente de la alta-altísima burguesía de la cercana  Moraleja- compuesta por un público más que adinerado, marquesas varias, damas de honor de Su Majestad y discretos empresarios a los que en aquel entonces exhibir su riqueza les daba vergüenza, escuchaban con fervor aquello de “Uno de la gente le dijo: Maestro, dí a mi hermano que reparta la herencia conmigo” (Mt. 12, 13). En la otra esquina del patio, puertas cerradas a cal y canto, mi Pina, puño en alto, se desgañitaba con lo de “Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan y gritemos todos unidos viva la internacional”.


Para bien o para mal, yo continué con mis votos incólumes, con mi sosegada  existencia en el claustro, aunque cada vez más escéptico ante las cinco vías del Aquinense para probar la existencia divina. Y Pina-Inés, que además de abanderada de la revolución era una auténtica dama de la oligarquía andaluza, apareció el martes con una botella de Rioja en sus dulces y delicadas manos, para agradecerme tanta comprensión hacia la clase explotada y trabajadora.

miércoles, 28 de mayo de 2014

ESTO ME SUENA: SALVEMOS LA CLASE MEDIA

Discutir sobre economía es como hacerlo sobre la biblia. Se puede argumentar sobre la divinidad del Nazareno y todo lo contrario. Habrá exégetas que transformen la insondable sabiduría de Salomón en inagotable pozo de ignorancia. De hecho basta echar una ojeada a la definición de “clase media”. Para algunos es un asunto meramente económico. Por ejemplo, los que superen el denominado, poéticamente, umbral de la pobreza: 7.040 euros anuales. Es decir, que si ingresas 7.041 euros, albricias, perteneces a la clase media. Otros más académicos y más flexibles, Universidad de Bremen, empaquetan en la clase media a todos aquellos que ganan entre el 75% y el 150% del salario medio. A saber, entre 16.554 euros anuales y 55.160, al estar el salario medio anual en 22.072 euros. Como diría el clásico, ¡cuán largo me lo fiáis, Don Lope!

Otros prefieren ligar el concepto, no tanto a cifras divisorias, sino a percepciones más etéreas. Definir la clase media por valores intangibles. Verbigracia, no tanto por la renta, cuanto por la formación, una posición social, unos intereses determinados o aficiones. Vamos, que si te gusta practicar el pádel, pero integras el gremio de los albañiles, el de los explotados, no el de los constructores, considérate un afortunado miembro de la clase media. Más aún en estos tiempos que nos abrasan.

Una vez que te has situado, eurico arriba, eurico abajo, te recomiendo el excelente documental “Desigualdad para todos”  (Inequality for all, de Jacob Kornbluth, 2013), actualmente se puede encontrar en Canal Satélite, donde el extraordinario maestro, Robert Reich, en hacer comprensibles las más abstrusas de las explicaciones económicas –al menos para un lego en la materia como mismamente yo- resulta del todo admirable. Reich fue secretario de Empleo en la primera administración Clinton y es profesor en Berkley. En la próxima vida quiero ser alumno en su popularísima clase “Pobreza y riqueza”. ¡Qué placer oír sus sólidas explicaciones sustentadas en datos, datos, datos! Claro que son discutibles, faltaría más, ya puse antes el ejemplo bíblico, pero incluso no estando de acuerdo con todo lo que dice, se siente que lo que enseña tiene sentido y sensibilidad. ¿Qué es lo que dice?

En primer lugar, hace una apología de la importancia fundamental (I agree) de la distribución de la riqueza entre el mayor número de personas posibles: la clase media. Aún siendo liberal o progresista como les gusta a los yanquis, ni de lejos estamos hablando de marxismo. De hecho, no rechaza el capitalismo, al contrario, lo considera necesario. Lo que Reich refuta es que la riqueza, los salarios altos, se concentren cada vez en menos personas creando una ruptura imposible de cubrir, no con los miserables del mundo, sino con los que podrían, en una economía equilibrada, vivir dignamente. Vivir dignamente en el sentido de poder consumir sin angustias. La rueda que mueve la economía, según Reich, es el consumo y no hay otra que pueda ser engrasada mejor, si no es moviendo el dinero a cambio de productos comprados y vendidos.

Habla de Estados Unidos, donde 400 personas 400 poseen más que los otros 150 millones juntos, aunque a mí me suena… Desde luego las extrapolaciones, salvando las distancias con los americanos, no son complicadas de llevar a cabo. Nick Hanauer, propietario de una fábrica de almohadas,  un multimillonario –ingresos anuales por encima de los 20 millones USD- que aparece en el documental, lo expresa a las mil maravillas: “una persona rica como yo, sólo necesita una o dos almohadas para dormir, no necesito comprar 1.000 almohadas”. A buen entendedor, pocas palabras bastan.

La reducción de la clase media que ahora está ocurriendo en España es una copia idéntica a lo que ocurrió en Estados Unidos a partir de los años 70. A diferencia de lo que se suele afirmar que los potentados crean riqueza, quien crea riqueza son los consumidores. Si a los consumidores (el consumo representa el 79% del PIB en España) se les reduce el salario, no compran y si no compran ¿para qué se necesitan fábricas de almohadas? La reducción de la base de clase media, entre otros motivos, tiene su origen en la disminución del salario medio, producido por la imparable presión de los accionistas (los ricos) por ganar más dinero, sin que el gobierno ponga coto, lo que genera que la brecha se incremente aún más. Y de la mano de los accionistas van los dirigentes de ciertas industrias, especialmente de las financieras, bancos, hipotecas basura y otras truculencias del género. Esto me suena…

Reich aboga por reforzar la importancia de los sindicatos como baluartes para reducir la presión sobre los salarios de la clase media. De esto no estoy tan seguro. Que me dispense mi amigo Valentín, que comenzó en los tiempos heroicos de Marcelino, pero en España con las muestras del espectáculo lamentable que los defensores de la clase obrera ofrecen un día sí y otro también con EREs fraudulentos, presuntamente, y similares, tendremos que agarrarnos a otra tabla de salvación. La de la clase política es aún peor. Ya, ya sé lo de las manzanas podridas en el cesto. En una escena del documental, Nancy Rasmunssen, obligada a recortar su mísero salario horario de 12 USD, dice llorando: “Si ellos tienen millones de dólares, ¿por qué quieren lo poco que yo tengo?

Sin salvadores gremiales, con la presión de las troikas y otros lobbies militaro industriales farmacéuticos, sin dios, sin patria (rey, de momento, tenemos para unos pocos telediarios), ¿dónde encontrar la redención de la clase media? ¿Dónde podremos sobrevivir, incluso los que tenemos progenitores que han sido siervos de la gleba y somos modestos (futuros) herederos de unos celemines de rastrojo, como un servidor, pero hemos terminado por apalancarnos (¿burguesamente?) en la horquilla por encima de los 21.000 euros y pico y por debajo de los 55 mil largos? Pues volviendo al Círculo Virtuoso (en la imagen, el contrario: el Círculo Vicioso).

Más o menos así: la economía se expande – crece la productividad – incremento los salarios – crece el consumo – empresas contratan más – mayores ingresos por impuestos – gobierno invierte más – los trabajadores reciben mejor formación y vuelta a empezar. Como el mismo profesor de Berkeley afirma, dejando la ideología al margen, no se trata de decidir entre capitalismo y estado de bienestar social,  más bien se trata del dilema: trabajar a favor de un sistema para beneficio de unos cuantos en la cima o trabajar para beneficio de todos. ¿Qué prefieres? 

La conclusión de Reich: “Nosotros hacemos las reglas de la economía, nosotros tenemos el poder de cambiar esas reglas”. Yo no estoy tan seguro. Ni de lo primero, ni de lo segundo.

lunes, 26 de mayo de 2014

CLASE DE FILOSOFÍA EN ÉFESO: ‘ALL THINGS FLOW’

Contemplo, desde la grada superior del teatro, el Mediterráneo en lontananza. A mis pies, la Vía Sacra que arranca en el Artemisión, el imponente templo de Artemis, la diosa protectora de la urbe. La calzada constituye la espina dorsal, que tras franquear la Puerta Magnesia atraviesa el centro de la “polis” y termina por fundirse con el océano, apenas vislumbrado, tras los restos del Gimnasio de Publius Antoninus Vedius. La interminable perspectiva de la columnata que bordea la Vía Sacra se confunde con la brisa marina de la mañana asiática.

Éfeso, el sueño de Androklos su fundador,  hasta donde alcanza la vista. En ruinas fantasmagóricas, sin embargo, tras el paso de generales inmisericordes, tan destructores como la desidia de sus últimos habitantes que la abandonaron a su pésima fortuna para mudarse a tierras más feraces. Desolada por el paso del tiempo y, pese a todo, tan atractiva en el ocaso de tanta pretérita belleza recobrada con un sólo abrir y cerrar de ojos. ¿Recobrada? Nada se puede recobrar porque nada permanece, afirmaba, hace 2500 años, el filósofo local Heráclito.

Seguramente, fue el oleaje del Egeo tan cercano, allí donde desemboca la Vía Sacra, lo que inspiró a Heráclito su noción de que todo cambia y todo cambia constantemente. El cosmos contenido en una ruleta del perpetuo fluir. Tras el paso de veinticinco siglos, las olas que en esta mañana de otoño primerizo espuman las playas de Éfeso no son, ciertamente, las mismas observadas por el filósofo.

Fruto de este carrusel imparable de la mutación, el mismo pensador advertía que en el instante exacto que lo proclamaba, la marea ya no era la misma que le había inducido a cavilar de ese modo. Es decir, hasta el mismo pensamiento, al fluir, expresaba una idea que ya era distinta de la imagen que lo había originado.

En realidad, acaso no sea tan difícil admitir que el viento huracanado, el agua desbordada de sus cauces, el fuego flameante en el bosque portan en su misma esencia la génesis del cambio. De hecho, los tres elementos primordiales existen porque fluyen y se transforman, desde la propia materia que los origina y en las formas exteriores que los configuran. Tres de los elementos vitales de la cosmogonía de la época, elementos indispensables y constitutivos de la esencia misma de las cosas ocupan, pues, el centro geométrico de los flujos del universo. El devenir convertido en eterno devenir.

Con la todavía inexistente Librería Celsus a sus espaldas, observaría hacia la izquierda, las cumbre estática, inamovible del Monte Koressos, únicamente desgastada al cabo de los siglos por las tormentas de arena originadas en las extensas llanuras de Anatolia, hacia el interior. ¿Qué pensaría de ese cuarto elemento?

De la arcilla que alimenta los campos de algodón en las laderas del vecino Monte Pylon, este mismo mármol del graderío, ocre, aparentemente inmutable y sólido hasta la exasperación de los canteros del emperador Claudio que mandó labrarlo. Hasta esta piedra noble, este mármol que en semicírculos ovalados se eleva desde la platea, también fluye, desgastado, se transforma porque, según el pensador efesino, nada es permanente. Como diría tantos siglos más tarde el austriaco Ludwig Wittgenstein, hasta “las rocas tienen sentimientos, puesto que muestran cicatrices”.

Yo mismo, que observo con detenimiento los rasguños de mi  corazón –en su origen puro barrial- que acogía hasta hace tan poco la fortaleza del amor imperecedero, la materia milenaria del cerebro que me arrastraba por los caminos sinuosos del deseo, de la misma forma, en constante metamorfosis.

Nunca podremos vadear el mismo río dos veces, afirmaba el filósofo, porque el río nunca es igual dos instantes seguidos. Veinticinco siglos más tarde, el tedesco Werner Karl Heisenberg –a medio camino entre la filosofía y la física cuántica- también describió un concepto similar. La luz que incide sobre un objeto, sus átomos, sus partículas infinitesimales se mueven y se mueven a tal velocidad que en el acto mismo de mirar ya no vemos el mismo objeto que estábamos mirando hace un instante.

Un símil más cercano. El jazminero en flor que perfuma el alféizar de mi ventana, agitado con dulzura por la brisa del alba, ya no es el mismo jazminero que he observado un nanosegundo después de observarlo. Las partículas de la luz matinal que absorbe lo han hecho mutar y mutar. Uno, dos, tres, millones de jazmineros que se superponen, incansablemente, con el paso del tiempo. De hecho, cada vez que absorbo su perfume invasor ya no es el mismo arbusto que me acaba de transmitir ese perfume. Fluye y fluye y fluye, hasta el infinito.

El filósofo efesino al ejemplificar su concepto con el personaje incapaz de atravesar un curso de agua idéntico dos veces seguidas, iba más allá y decía que no sólo la corriente, también el mismo personaje era diferente. El vadeador, en un breve lapso de tiempo había fluido de una determinada forma de ser y estar a otra, no absolutamente diferente de su esencia anterior, pero ciertamente no idéntica a la primera. En el tiempo transcurrido, nuestro personaje había adquirido conocimientos, acumulado memorias, descubierto emociones, palpado sensaciones que lo hacían tan diferente como a la corriente del río que se muda con el movimiento.

Así, pues, parece obvio, que cuando hace trece años miraba el Templo de Serapis desde el graderío del teatro, no soy el mismo que en este preciso momento admira la luna menguante ocultarse en el horizonte. Obvio y comprensible: la distancia y el tiempo transcurrido han hecho, por encima de toda duda, que el mismo espectador haya fluido, se haya transformado. He adquirido conocimientos, acumulado memorias, descubierto emociones, palpado sensaciones que me han hecho tan diferente como las corrientes que he vadeado.

Incluso recortando los espacios temporales y reduciendo las distancias físicas a meses, me resulta fácil admitir que ni siquiera soy el mismo que a principios de año adoraba –con el ancestral rito de los besos- los mismos labios de la persona que me adoraba. Ni ella lo es. Ni siquiera el mismo de hace unas semanas. Ni ella lo es.

A quién amé y me amó por primera vez en la penumbra del abril mediterráneo, en la otra orilla de nuestro mar, casi frente por frente a la mirada inquisidora de Heráclito, ya no es la misma. Entonces vibraba con los poemas que ahora apenas recuerda, admitía el valor inconmensurable de la palabra generosa que ahora cercena, apreciaba los pequeños gestos que ahora ignora.

Del mismo modo, se han mudado los campos de limoneros con la llegada del estío, hasta cubrirse de hojarasca el espacio que acunó en el otoño la pasión que –tras mudarse- ya no existe.  La alcoba diáfana, se ha transformado y llenado de sombras, dispersando las deslumbrantes luces del éxtasis. Los verbos, antes fácilmente conjugables, se han vuelto incomprensibles, casi mudos, y el mismo equilibrio –con tanta insistencia buscado- ha sido sacrificado en el altar la irracionalidad.

Han fluido y cambiado también  las palabras cómplices, el sentido de los vocablos, su imposible desgaste se ha consumado hasta dispersarse en envoltorios banales. Las caricias se han transformado –o se transformarán- en otras caricias, el tranquilo acontecer del tiempo al reposar la cabeza en el pecho pacífico de ayer resulta del todo imposible  hoy. Dudo que lo sea mañana.

En este sentido, la credibilidad del filósofo de Éfeso, y su énfasis en el todo que cambia, merece tanta credibilidad como la probada, científicamente, del laureado Nóbel alemán. Reduzcamos, en un ejercicio de puro hastío sentimental,  la percepción al mínimo comprensible, un segundo, el tiempo suficiente para pensar que estamos pensando.

 Hasta en ese encorsetado espacio de tiempo, cuando el pesimismo me abarca, el mismísimo rostro de la persona amada se transforma con el flujo constante del tiempo. La belleza de su rostro que ayer resplandecía con la felicidad, tan leve, del encuentro fugaz, aparece un segundo después en otro mundo flotante que ya no me pertenece, que me es desconocido. Las manos que ella entrelazaba pausadamente con las suyas, un segundo después no son si no mis propias manos vulgares y comunes.

Su sentido de la independencia que tanto admiré y me inspiró, recortado hasta el absurdo de lindar con la esclavitud. La fortaleza de su espíritu libre que tanto encomié, un instante después fagocitado por el desvarío, hasta rayar con la cobardía. La percepción de lo percibido, como diría Heráclito, en constante mudanza.

Alabado sea su contemporáneo Parménides que se empeñaba en decir todo lo contrario: nada cambia. La oposición a Heráclito también se manifestaba al afirmar que nuestras percepciones sensoriales son poco dignas de confianza, porque aunque –decía Parménides- todo es, sin duda ninguna, inmutable, nosotros creemos percibir que las cosas cambian. Por consiguiente, lo que concibamos por nuestros sentidos, es una equivocación, irrelevante para la auténtica realidad de la sustancia inmutable de las cosas.

 ¿La persona que me amaba me seguirá amando y será sólo mi percepción sensorial –y acaso la suya- la que crea que ya no me ama? O desde la perspectiva negativa: ¿el ser amantísimo -que según mi percepción- me amaba, nunca me amó, tampoco me ama ahora y mis sentidos –probablemente también los suyos- se engañan creyendo que el ardor de sus caricias –quizá también las mías- manifestaban amor indestructible?, Parménides dixit. Como en el concepto “maya” de la filosofía india, las percepciones crean un mundo irreal a nuestro alrededor que nos hace incapaces de percibir la realidad de los sentimientos.

 Volvamos a Heráclito, creyente absoluto, contra Parménides, que las percepciones sensoriales son perfectamente válidas para captar la realidad de las cosas, de las cosas en cambio permanente. ¿La persona que entiende que ya no me ama, efectivamente,  no me ama, tal como lo perciben mis sentidos, quizá también los suyos? ¿O bien, la persona que me amó, tal como entendió mi mente, me amó realmente?

“All things flow and our world is characterized by opposites”. Si no hubiera invierno no sabríamos lo que sería la primavera. Si no hubiera amor nunca entenderíamos lo que es el desamor. Y así, cabalgando sobre contrarios, el mundo fluye, y el concepto mismo de fluir provoca que el mundo exista –y al mismo tiempo- que nada permanezca.

¿Nada permanece? La memoria de los espejos que reflejaban los primeros tactos adolescentes erradicada de la piel otrora en ascuas. La dulzura de las primeras palabras balbucientes de amor a la gehenna del olvido. Las complicidades de las miradas transparentes, oscurecidas en un refugio que no me pertenece. Nada, nada permanece de aquel corazón que campaba a sus anchas. ¿Nada? Al menos, casi con toda seguridad,  permanecerán las cicatrices de Wittgenstein.

Por acabar con esta breve lección filosófica, examinemos el concepto de “logos” descrito por nuestro investigador de Éfeso. Aunque admita, desde este limbo, esta tierra de nadie, en donde los flujos de la vida y el amor ajeno me quieren depositar, que soy diferente de aquel aplicado estudiante de griego aficionado a la arqueología helénica, que contemplaba la ciudad en ruinas. Aunque asuma que no soy ni siquiera el mismo de hace una semana, jamás aceptaré, al contrario que Heráclito, que en medio del fluir y de los opuestos hay una razón universal –logos, en el sentido de deidad- que guía cada cosa de la naturaleza. Incluso las improbabilidades de mi, nuestro, corazón.

Puede ser que la luz del atardecer, ajena a mí, cambie, que la flor del jazmín descendida no sea la misma que florecía en la planta hace un instante, pero para mi alma y mi mente –que son indisolubles de mi ser- es completamente innecesaria esa razón universal, vaga, difusa que gobierna el fluir de mi mundo, de nuestro mundo, el mío y el de quien yo percibía (¿Heráclito, Parménides?) que me amaba.

El único “logos” válido es el que yo descubro en mi propia persona, en el sentido más noble del concepto griego del término, tan querido por los pensadores griegos posteriores a Heráclito. El “logos” (razonamiento, sentido común, capacidad creativa, fortaleza del amor) que yo mismo puedo insuflar en mi mundo y en el de aquellos que me rodean. Recrearlo con la belleza de la palabra compartida de improviso, el poema exprimido fugazmente en un café, el amor inquieto en la penumbra de la habitación... El “logos” que me ayude, te ayude, a discernir, en las eclipses del eterno fluir del tiempo, la luz de la sombra, la gracia de la generosidad frente al cálculo, la lógica como opuesta a la  incongruencia, el sentido común como opuesto a la insensatez. En definitiva,  ser tu misma o ser la nada. 

viernes, 23 de mayo de 2014

TIERRAS DE SANGRE

Acabo de comenzar a leer otro libro sobre la II Guerra Mundial, uno más,  y, más específicamente, sobre el nazismo, en este caso compañero de viaje, crueles y sangrientos ambos dos, del estalinismo. Contrapuestos ideológicamente compitieron por organizar, entre 1933 y 1945 uno de los desastres genocidas más espantosos de la historia de la humanidad: el asesinato, en múltiples formas, de 14 millones de personas. Con varias particularidades terribles. A destacar: estamos hablando de 14 millones de personas, pero ninguno de ellas era soldado, es decir, se trataba de población civil, y estamos hablando de que todo ocurrió en un espacio reducido, una franja de terreno (Timothy Snyder, Bloodlands: Europe Between Hitler And Stalin, 2010, edición española) relativamente pequeña que abarcaba la actual Polonia, los países bálticos, Bielorrusia, Ucrania y una pequeña parte del oeste de Rusia.

Las cifras son asombrosas por terribles. Desde los 5,4 millones judíos gaseados, tiroteados, dejados morir de hambre en el Holocausto (otros 300.000 perecieron fuera de estas Tierras de Sangre, en otros campos de concentración más al oeste), o los 3,3 millones, víctimas –principalmente ucranianas- que se resistieron a la colectivización de Stalin en la Unión Soviética y perdieron sus vidas en la hambruna, poco antes de comenzar la II Guerra. Y así hasta llegar a los 14 millones.

Lo de enumerar de esta manera, en grandes cifras, insípidas e incoloras, a las víctimas de la barbarie, a tantos miles y miles de personas es precisamente lo que intenta evitar Snyder. Acostumbrados a tantos libros de historia donde la enumeración de hechos y años resulta rutinaria y termina por convertirse en banal, la perspectiva de este autor resulta realmente novedosa. Ahora me acuerdo de mi examen de reválida en 4º de bachillerato donde los apuntes consistían, básicamente, en enumerar el año exacto de unos 250 acontecimientos históricos: el concilio de Toledo, la batalla de las Navas de Tolosa, la batalla de Bailén, etc. etc. Cierto, en los muertos y los perdedores, mi profesor, el ínclito padre Salustiano Reyero no solía explayarse. Por supuesto, el libro de texto era demasiado extenso y nos debimos de quedar en la Revolución Francesa o por ahí.

Como apunta Snyder, cualesquiera que fuera la tecnología del genocidio: asfixia con el monóxido de carbono de los tubos de escape, ácido cianhídrico, rociarles tiros en la nuca o enterramientos vivos en fosas comunes, las matanzas eran personales y bien personales. Para acentuar esta visualización tan personalizada de la matanza, que tantas veces queda diluida por la futilidad de los textos escritos tantos años después, cita cómo la gente que se moría de hambre eran observadas desde las torre de vigilancia por sus guardianes y los fusilados por el ejecutor, a través de la mirilla: “Antes de que les asfixiaran, los verdugos tuvieron que mirarlos a la hora de detenerlos, cuando les subían a los vagones de ganado, observarles cuando les empujaban hasta las cámaras de gas. Perdieron todas sus posesiones, toda su ropa y, además, si eran mujeres, también su cabello –Snyder termina de esta manera extraordinaria un párrafo- “cada uno de ellos murió una muerte diferente, puesto que cada uno de ellos había vivido una vida diferente”.

Catorce millones de seres humanos que habían vivido una vida diferente, unos de los otros. También tuvieron una muerte diferente. Personas asesinadas mucho peor que animales. Es imposible, naturalmente, describir esa vida diferente de cada uno de los 14 millones. Por ello, el autor recurre cada pocos párrafos a citar notas de despedidas encontradas entre los oficiales polacos fusilados por los rusos en Katyn, cartas de soldados alemanes de pelotones de fusilamiento enviadas a sus familiares en Alemania, actas de interrogatorios soviéticas, contabilidad de muertos llevadas con rigurosidad por los propios asesinos. Insufla, dentro de la áspera descripción histórica, pequeños soplos de vida para demostrar que esos 14 millones de asesinados eran, antes de nada, personas. Tenían nombres, apellidos. No pueden ser transformados en estadística. Tiene que ser tomadas una a una. Puesto que una a una eran diferentes de las otras.

La rigurosidad de la excelente investigación histórica no debe soslayar que los muertos eran personas, todos, del primero al último de los 14 millones. Ni pasar por la tragedia, de puntillas, redondeando los números. Así: “será mejor pensar en las 780,863 personas diferentes que murieron en Treblinka: como Tamara e Itta Willenberg, cuyos vestidos quedaron entrelazados, tras que fueran gaseadas o Ruth Dorfmann, que se echó a llorar junto con el prisionero que le cortaba el pelo, instantes antes de entrar en la cámara de gas”

Hace unos años visité el campo de exterminio de Madjanek, al lado de Lublin, en Polonia. Lo que más me sorprendió  no fueron las cámaras de gas. Por más que uno quisiera concentrarse en el tubo del techo por donde introducían el Zylon B resultaba del todo imposible imaginarse, ni siquiera en lo más mínimo,  el horror que atestiguaban aquellas, tan angustiosas como letales, paredes. Tampoco, quizá porque había visto con anterioridad muchas fotos, me chocaron en extremo los mortales hornos crematorios. Lo que me dejó literalmente anonadado fue que un espacio trivial, no muy alejado de los hornos crematorios, unos ligeros montículos, apenas una hondonada, que ni siquiera llegaban a formar una mísera colina. Allí, 18.400 judíos fueron ejecutados, en un solo día: el 3 de noviembre de 1943. Otra vez las cifras planas. Descerebradas.

La única vez que he podido advertir un poco de color en tanta negrura fue durante una visita al campo de concentración de Terezín, unos 70 kilómetros al norte de Praga. En el museo se podían ver algunos de los 4.500 dibujos que Freidl Dicker-Brandeis, internada en 1942, escondió poco antes de que en 1944 fuera deportada a Auschwitz, con 60 de sus estudiantes. Me acuerdo perfectamente del diseño de unas mariposas coloreadas. Eva Dorian, una de las alumnas que sobrevivió en Terezín dijo de su maestra Dicker-Brandeis “que las clases de arte que impartía a los niños no eran tanto para aprender a dibujar, sino que servían para que manifestáramos nuestros sentimientos, para que nos liberáramos de nuestros miedos”.

Para que no llegaran a formar parte de las estadísticas anodinas de la historia –muchos no lo consiguieron- de Tierras de Sangre, como canta Aguaviva en el último soldado estadísticamente muerto, espera…


El libro de Snyder, en medio de toda la monstruosa narración de la muerte de 14 millones de personas en los “Bloodlands” hitlerianos y estalinistas, deja un regusto agridulce pues intenta recuperar las voces de las mismas víctimas. Pero resulta complicado que la crudeza de los números no termine por convertir en roma nuestra percepción de la individualidad. La de las víctimas, y la de los verdugos. Snyder cita certeramente a la poetisa rusa Anna Ahkmatova: “Me gustaría llamaros a cada uno de vosotros por vuestro nombre, pero la lista ha sido destruida y no hay ningún sitio donde mirar”

domingo, 18 de mayo de 2014

CANCIÓN DRUSA DE AMOR

El todoterreno avanza vertiginosamente por una pista de tierra que atraviesa, en una recta de nunca acabar, la estepa reseca. Atrás va dejando una polvareda enorme, sólo visible durante unos segundos desde la ventanilla de atrás. El tiempo justo que las luces posteriores del vehículo iluminan la nube de arena levantada por el traqueteo de las ruedas sobre este páramo inerte y desértico. Un inhóspito arenal que hace siglos, según cuentan, formaba parte del Creciente Fértil. Una media luna geográficamente imaginada entre el Éufrates y el Nilo. 

Ahora, al menos en esta hora nocturna, sólo habitado por inquietantes sombras que la velocidad de la marcha apenas deja percibir a ambos lados de la pista. Samih, al volante, mira con abandonada atención a través del parabrisas cubierto de polvo. No hay curvas, ni cunetas, sólo un erial plano se abre unos metros por delante mientras cae la oscuridad. Pero a esta velocidad, cualquier descuido podría hacer volcar el vehículo en un instante. Samih conoce de sobra el camino, así que de vez en cuando interviene en nuestra conversación sin que ello parezca distraerle lo más mínimo de la conducción. Nosotros nos miramos desasosegados, si no claramente nerviosos. No estamos muy convencidos de que a estas horas, la noche comienza a estar cerrada como la boca del lobo, no se cruce alguna gacela del desierto atraída por las luces del vehículo. O topemos con algún pedrusco arrastrado por las lluvias del invierno hasta el carril que marca la ruta.

Miro hacia atrás. Las roderas paralelas por las que avanzamos desaparecen de inmediato en la oscuridad. En pocos segundos el remolino de polvo se asienta y sólo queda la noche. Sin luna, el cielo está mágicamente estrellado en esta frontera del desierto sirio, apenas a unas decenas de kilómetros del confín jordano. Los faros delanteros, les entra un tembleque permanente con los baches, se tornan fantasmagóricos con cada sacudida. Ni a izquierda ni a derecha se ve absolutamente nada. Ocasionalmente se vislumbran algunos hierbajos altos. Hace unos minutos incluso me pareció observar las pupilas rojas de algún conejo, huyendo despavorido tras recibir el impacto de las luces. Aunque no creo que este yermo permita la supervivencia de muchos animales, más allá de insectos y lagartijas.  

Pasan los minutos. Llevamos casi tres cuartos de hora en dirección contraria a la divisoria entre Jordania y Siria, más y más hacia el interior del desierto. Lo que se presentaba como  una aventura insólita, una generosa invitación, fruto de la legendaria hospitalidad drusa, amenaza con convertirse en una pesadilla. Quizá hemos sido demasiado confiados. Eso que nos consideramos viajeros curtidos por estas rutas improbables de Medio Oriente. Con pasaportes doblados, salvoconductos del Vaticano y unos cuantos sobresaltos hemos llegado hasta Diyabarkir, capital kurda en territorio turco, justamente antes de la frontera con Irak; sorteado, entre deliciosos tés con cardamomo y bromas, a los beduinos del Wadi Rum, en Jordania. Sin contar las duermevelas, al pie de la subida hacia el Monte Sinaí, aventando los persistentes mosquitos que, a diferencia, de los policías egipcios, no aceptaban backsheesh

Pero este trayecto, hacia no sé qué oasis tan desconocido como remoto, está comenzando a tener otra pinta ligeramente turbadora. Casi una hora desde que salimos de Bosra en búsqueda de un restaurante singular, al decir de Samih y, salvo error de cálculo, hemos recorrido no menos de cincuenta kilómetros por territorio sirio, paralelos a la línea recta de la frontera jordana, sin que aparezca ni el menor viso del mismo. Ni del mínimo asentamiento. Ni aldeas, ni acampamientos beduinos, ni tan siquiera alguna destartalada guarnición del ejército sirio. Mucho menos perfumados palmerales con exquisitos tabulé. En ese preciso instante, en medio de aquella paramera inhospitalaria, en la más oscura noche siria, Amir, que ocupa el asiento trasero entona un cántico, más bien un desasosegado y lastimoso lamento que, inmediatamente, interpretamos como una canción de desamor. 

Antes de partir de Bosra, Samih ha llegado con Amir,  un amigo suyo, entrado en años –parece rondar los sesenta- con una voz ronca, alto y enjuto, el pelo canoso, que no habla ni una palabra de otro idioma que no sea el druso. Cojea ligeramente de su pierna izquierda. Samir nos dice que le trae para sacarlo de casa y de la depresión en que transcurren sus compungidos días y sus afligidas noches. Para que se distraiga. Amir quedó viudo hace una decena de años y desde hace menos de uno está perdidamente enamorado de una muchacha de veinticinco. Pero en la intrincada, casi endogámica sociedad drusa, poco más de medio millón de habitantes en Siria, donde han sobrevivido por los siglos en una encrucijada de caminos, a Amir no le queda otro remedio que penar su amor en silencio. 

Quizá ahora, al encontrarse con desconocidos ha encontrado la oportunidad de, con su canto, proclamar a los cuatro vientos su culpa atribulada, manifestar al universo y a la noche estrellada siria, el desamor que corroe su alma. ¡Oh alma mía¡, ¿por qué mendigas por su amor? / ¡Oh corazón mío¡, ¿por qué te abrasas por su amor? / ¡Oh, mente mía¡, ¿por qué te vuelves loca por su amor? / Esta es la recompensa de quien reclama tu amor.
Es entonces cuando, sin razón aparente, yo comienzo a divagar sobre el grosor de las vacas esféricas. Los cosmólogos que indagan sobre el origen del universo suelen recurrir a esta expresión para manifestar el pragmatismo de que hacen gala en sus laberínticos cálculos. Para comprender el porqué de gigantescas explosiones galácticas, de eventos físicos acaecidos hace millones de millones de eones, insondables los años luz transcurridos hasta nuestra existencia actual, para entender la estructura del universo -a falta de pruebas tangibles- tienen que avanzar pasito a pasito, desechar una teoría que parecía inexpugnable cuando encuentran otra que les sirve mejor. 

Pues he aquí, que en determinado momento, un cosmólogo, un ingeniero y un físico se encuentran en un prado, debatiendo sobre la metodología más apropiada, delante de una vaca, cuyo volumen quieren calcular. El ingeniero propone cortar la vaca en trocitos, les resultará más fácil de mesurar. El físico propone arrojar el bóvido a una piscina para evaluar la cantidad de agua que desaloja. El cosmólogo, orgulloso de su sentido práctico de la vida dice: “Imaginemos que la vaca es esférica, bastaría medir su radio…”

Esto es, precisamente, lo que estoy intentando medir. La razón, si existe alguna, por la cual, en este exacto momento me encuentro con dos drusos, en un sendero ignoto del desierto sirio, escuchando una nostálgica canción de amor en la parte trasera de un vehículo cuya dirección me resulta desconocida y alarmante. Y si no es mucho pedir, me gustaría encontrar una respuesta que sea sencilla y práctica. Incluso obvia: ¿porque aceptamos su invitación? Todo tan simple como eso. ¿Así de fácil?

Pero ¿cuantos millones de circunstancias, cuantos millares de millares de casualidades, fruto del azar no se han dado en el último año para que me encuentre en medio de este desierto medioriental escuchando un apenado canto de amor druso mientras corremos en dirección a un destino insospechado? Ni siquiera hace falta ir tan atrás. Bastaría analizar la concatenación de las centenas de causas  y efectos de la última semana para llegar a la misma pregunta sin respuesta. Bastaría que –hoy es viernes, luego hablo del lunes pasado- nos hubiéramos entretenido un par de horas más en el enmarañado bazar de Alepo para que ahora mismo no estuviéramos aquí. Con una sóla y única circunstancia que no se hubiera producido en el tiempo y en el espacio dónde y cómo se produjo no estaría escuchando las lamentaciones amorosas de Amir. 

En realidad hubiera bastado con menos. Con un par de minutos más disfrutando del té con menta a la sombra de las noria gigantes de Hama sobre la ribera del Orontes. Cada instante de esta semana pasada, del mes pasado, del último año, con sólo haberse trastocado unas décimas del segundo en el tiempo hubiera provocado que ahora estaría presente en otro espacio, en otro lugar. El encadenamiento del pasado, tal y milimétricamente exacto a como ocurrió, es lo único que ha hecho posible que esté escuchando absorto, casi echándome a llorar, con una, con ésta canción drusa de amor. La vida es este instante, ni uno antes, ni uno después porque ayer, antes de ayer, el año pasado, hace veinte todo ocurrió como ocurrió. De otro modo no estaría aquí. Ni ahora.

Si fuera ingeniero, empezaría a despedazar cada instante de ayer, de la semana pasada para ver que ocurrió y que no ocurrió, lo que podría haber ocurrido. Hasta traerme aquí. O quizá una solución más global al estilo del físico que arroja la vaca a la pileta, sería mejor examinar los momentos claves y esenciales en mi existencia, no sólo los fugaces instantes, que me llevaron por las rutas de la vida para guiarme hasta aquí. Me fascina la manera como los astrónomos hablan de las dimensiones espectaculares, de las distancias inconmensurables del universo. Quizá por ello prefiero su solución, antes que la de físicos e ingenieros. Indagar sobre una explicación, hasta que encuentre otra mejor.  Midamos, pues, el radio de esta vaca esférica que es el discurrir por la vida.

Graderío y columnata de Bosra (1989)
Todo ha ido muy rápido. Al atardecer llegábamos a Bosra para visitar su extraordinario teatro romano. Como el sol se ponía y el sitio estaría cerrado decidimos localizar un lugar cercano para acampar en la vecindad de las ruinas, un poco más allá de la ciudad moderna, notablemente desfigurada, como tantas otras de la región, por construcciones sin terminar. Un bloque de tres o cuatro pisos, casi inevitablemente, tiene el último en el armazón de hormigón, a veces al revés. El último piso es el terminado, pero la escalera de acceso está apenas esbozada en los banzos de cemento armado. La calorina de agosto comienza a amainar y los comerciantes se sientan delante de sus tiendas a degustar el té, a conversar. Algunos niños, en un callejón, se entretienen jugando a la pelota. Estamos en medio de un cruce de caminos, en pleno centro de Bosra y el mapa, no muy detallado, no nos deja claro para donde continuar. 

Como ocupo el lateral de uno de los asientos traseros, me resulta más fácil a mí bajar a preguntar. Abro la puerta y abordo al primer tipo con el que me topo. “Good afternoon, the road to Bosra site, please?. Mi inglés es razonablemente decente, al menos para hacerme entender. Sea por mi aspecto, sea por mi pronunciación, el interlocutor me responde en perfecto castellano, ¿denoto un ligero acento latinoamericano?, “Siga por esta calle, en el primer cruce gire a la derecha”, impecable español. 

Así pues, sin ir mucho más lejos, en el tiempo y en el espacio, bastaría que hubiéramos tomado una calle diferente, hace dos minutos, al llegar a Bosra, distinta de esta misma para que ya no me hubiera encontrado con Samih, ni que hablara un español pulcro e impoluto, de emigrante veterano en Colombia. Menos aún podría habernos, de inmediato, invitado a su casa. Me tiro del lóbulo de la oreja izquierda, vamos demasiado apretujados en el vehículo como para darme un pellizco en el muslo. Me pregunto si no estoy soñando. Nuestro desvalido amoroso ha retornado a la canción y repite por enésima vez el estribillo. Pero no, esta melancolía de la noche siria es innegable, el desconsuelo de Amir genuino. A no ser que el pellizco en el lóbulo forme también parte de idéntico sueño. 

Escenario de Bosra (1989)
Muchos años después leyendo la vida de una novelista libanesa de origen druso aprendí que en la cultura drusa no existen canciones de amor. Todas las canciones de amor, en realidad, son cantos religiosos al Dios único. Es decir que, todas las melodías que hablan del amor hacen, insoslayablemente, referencia a la divinidad. Así que Amir se pasó la mayor parte del trayecto salmodiando a su Dios que como toda la cultura drusa está impregnada por el cruce de caminos en el que secularmente han habitado: monoteísta, con tintes neoplatónicos, una pizca de gnosticismo y salpimentado con principios esotéricos. 

Hubo una época que intenté descifrar las razones, medir los radios de las vacas esféricas a fin de entender el presente. Hace tiempo desistí. Demasiados radios a calcular. El caso es que tampoco he encontrado otra teoría mejor. Después de todo, acaso la solución resida en la canción drusa de amor. ¡Oh alma mía¡, ¿por qué mendigas por su amor? / ¡Oh corazón mío¡, ¿por qué te abrasas por su amor? / ¡Oh, mente mía¡, ¿por qué te vuelves loca por su amor? / Esta es la recompensa de quien reclama tu amor.

¿Será el radio de los derroteros de la vida producto del azar, de la Providencia, del destino, de los hados, de la chamba, de un ser supremo? ¿Quién gobierna, si alguien, la vaca esférica de mi tiempo y de mi espacio? ¿Quien es el guionista en el teatro de la vida, de la mía: entonces, en el desierto sirio y ahora cuando escribo sobre aquella la canción drusa de amor?

sábado, 17 de mayo de 2014

LO CONOCE HASTA EL TATO

La imagen de la izquierda corresponde a la portada, edición de hoy, sábado, del diario La Verdad de Murcia. Es una imagen del mitin de ayer del Partido Popular para las próximas elecciones europeas. A los políticos en los mítines les encanta usar metáforas y refranes porque saben que son carnaza fácil, bien masticada, para un titularista. Desconozco el resto de la intervención, es posible que dijera algo más interesante que la frase de marras (hace alusión al ex presidente de la región de Murcia, Ramón Luis Valcárcel que, en la actualidad ejerce de presidente del Comité de las Regiones de la UE). Es fácil imaginar a la vicepresidenta con su corte de asesores susurrándola al oído: “Dí que lo conoce hasta el Tato, que mañana lo sacan de titular en La Verdad”. Como así ha sido.

Esto me recuerda, a principios de los noventa, en Japón, como en ciertas ocasiones que intentaba vender a los importadores nipones mermelada de frambuesa, nada exótica, o de calabaza, algo más pintoresca, la respuesta era una y otra vez idéntica: a los japoneses sólo nos gusta la de fresa y la de naranja. Y así era, fuera un supermercado en Sapporo, fuera uno en Okinawa, en la estantería no había otra mermelada que la de fresa y naranja. Era evidente que como a los consumidores no les ofrecían otra variedad, sólo les gustaban esas dos. A los periodistas les pasa lo mismo, cómo sólo les ofrecen frase hechas (supongo que, es de rigor, también habría unas cuantas contra los partidos de la oposición), expresiones manidas, metáforas hueras, terminan por alimentarse de lo que les echan de comer. Si no les ponen otra cosa en la estantería...

Así que resulta inevitable la retroalimentación (¿debería decir círculo vicioso?), démosles metáforas, paráfrasis populistas, sentencias que quepan en el A3 de la portada, que las van a poner. Y como los editorialistas no fallan y las ponen, vuelta a empezar. De todos modos los mítines políticos, aunque se supone que son para convencer a los que no van, en realidad son para persuadir a los ya convencidos, para los adictos, para los incondicionales, para los discípulos, para los seguidores, para los simpatizantes, para los partidarios, para los admiradores, para los afiliados, para los incondicionales, para los secuaces y para los seguidores. Así que tanto da. Desde luego a los políticos y, me temo, que también a ciertos periodistas.

Pero de lo que yo quería hablar, en realidad, es del Tato. "Lo conoce hasta el TATO", afirma la vicepresidenta. ¿Pero quién era el Tato? El Tato fue un famoso matador de toros de la segunda mitad del siglo XIX. Tiene nombre y fotografía, en blanco y negro, claro. Tuvo una época muy activa en la que su nombre figuraba prácticamente en todos los carteles. De tal manera que daba la impresión de que no había corrida en la que no participase. Incluso después de que le amputaran la pierna derecha, por una herida recibida en una lidia que se le infectó, el Tato salió a torear con una pierna ortopédica. Finalmente tuvo de que desistir de su empeño. Pero debido a su afán de figurar en todos los carteles, se fraguó la expresión no venir ni el Tato, para reflejar una rareza (Fuente http://www.1de3.es/) Si se fija uno bien, la expresión de Soraya, de seguir esta etimología debería haber sido: “Es más conocido que el Tato”. Es evidente que la voz pasiva se impone.

Al usar frases hechas se corre el riesgo de meterse en un berenjenal. Dado que el Tato admite varias acepciones, como "Aquí no aparece ni el Tato"; "No vino ni el Tato"; "No había ni el Tato"; "Va a jugar hasta el Tato", la vicepresidenta del Gobierno se la ha jugado con la más que razonable polisemia a la que el susodicho Tato se presta.

Y aunque no parece que fuera el caso, sí que hubo algunos miles de convencidos, adictos, incondicionales, seguidores y simpatizantes, etc. a los que tirar caramelos masticados en forma de frases hechas (y esto incluye a los periodistas), no hubiera estado mal que sus asesores le hubieran puesto sobre el tapete (otra frase manida, por cierto) este otro posible origen de lo de el Tato.  Se non è vero, è ben trovato!

Equiparable a “no había ni dios” y es que precisamente este es su origen (Fuente: Emitologías). “No había ni el tato” es otra de esas expresiones que son mucho más antiguas de lo que podría parecer. Su origen se halla en el evangelio apócrifo de Tadeo el Menor, que escribió su obra sobre la vida y la muerte de Cristo en un dialecto ático ya minoritario en la época. En el pasaje en que las Tres Marías se dirigen al sepulcro de Cristo después de su muerte, la palabra que utiliza el ángel para nombrarle es “elthatos”, que significa literalmente “el que no ha muerto” o “el que ha vencido a la muerte” (nótese su descendencia de “thanatos”, muerte). Por lo tanto en algunos lugares como en España (gracias a la evangelización de Santiago, que era un grande admirador de Tadeo) “elthatos” empezó a utilizarse como sinónimo de “dios” y de ahí “No había ni el Tato”.

Me parece que quien ha discurrido esta explicación ha ido un poco lejos en la búsqueda de el Tato que, como se advierte, resulta un poco elusivo. ¿Torero ó el que no ha muerto? ¿Muy conocido ó es el que conoce a todo el mundo?

miércoles, 14 de mayo de 2014

EL ABUELO BASÍLIDES

El abuelo Basílides tenía un misterioso tatuaje en el brazo izquierdo que en los días calurosos del verano, cuando no le quedaba otro remedio que arremangarse, se hacía visible para intriga de todos los pequeños de la casa, en una época en que semejantes adornos epidérmicos no estaban tan a la moda entre los actores de Hollywood. A la altura del bíceps, sobre el antebrazo, se perfilaba claramente una serpiente sigilosamente enroscada en tonos azulados, ligeramente desvaídos. Acaso por el largo espacio transcurrido desde la incisión. Yo siempre pensé que aquello era cosa de sus tiempos de soldado en el frente. Nunca llegamos a saberlo a ciencia cierta.

Locuaz para tantas cosas, sobre todo para asuntos de política, de la época de la guerra, en sus inicios debía de tener unos 30 años, apenas hablaba. Sabíamos de oídas que había estado en el frente de Bilbao, reclutado a la fuerza por los franquistas, hacia el final de la contienda. Ocasionalmente, le gustaba hablar de la batalla del Ebro, aunque me parece que nunca llegó a estar allí, de las hazañas del general Líster y del campo de aviación italiano que los fascistas habían montado en un páramo no muy lejos del pueblo para atizar a los milicianos de la cuenca minera, un poco más al norte. Cuando nos atrevimos a preguntarle dónde se había hecho el tatuaje ya era demasiado mayor y no supo, quizá no quiso, decírnoslo. Así que la culebra retorcida será un misterio para siempre.

En el pueblo siempre acarreó fama de rojo y los diversos enfrentamientos que tuvo con algunos vecinos tenían, ciertamente, un trasfondo político. Eso sí, con los tintes habituales de las rencillas seculares de las aldeas: linderones arados más allá de la cuenta o cortes de agua en la vega porque a mi acequia llega del cuérnago antes que a la tuya. El pueblo, cierto, apenas fue tocado directamente por la guerra. Eso sí, los nombres y apellidos de media docena de voluntarios, o más bien involuntarios, aparecían –presentes- en la lápida de la fachada de la iglesia, fallecidos en aquellos terribles años. Hasta que fue quitada en tiempos bastante recientes por un párroco, ¡milagro¡, propenso a la separación Iglesia Estado. De uno, Ildefonso, sé que perdió la vida en el durísimo frente de Teruel, tras el aciago y helador invierno del 37. Aparentemente, su madre enardecida por la propaganda política o por su propio ardor patriótico fue a levantarle de la cama, con 18 años, una mañana que apareció por el pueblo una camioneta de falangistas reclutando personal. A los pocos meses cayó en algún desconocido parapeto. En los libros parroquiales se dice que murió el 28 de enero de 1938 en Cella (Teruel). Sin dar más explicaciones de las causas, fueran las heladas o el plomo. Su madre, dicen, nunca se recuperó de aquella tragedia que ella misma había propiciado.

Mientras, apenas a unos 40 kilómetros, en las minas del norte de Palencia y Asturias, la guerra civil causaba estragos. Los vecinos veían pasar con frecuencia aviones y convoyes hacia las montañas del norte. Incluso se comentaba que en el pequeño aeródromo en la vecindad de Saldaña, del que mi abuelo hablaba, las mozas de los pueblos vecinos se pirraban por retozar con los apuestos pilotos italianos. Los peores momentos ocurrieron tras el estallido de la contienda, cuando el desorden y descontrol reinaban por doquier. En el recuerdo ha quedado el hecho de que en la ermita de Buenavista, a cinco kilómetros, fueron fusilados algunos republicanos traidos prisioneros de las trincheras cercanas. Literalmente, aquí te pillo y unos kilómetros más allá, te mato. Así que no es de extrañar que con las noticias que circulaban en julio y agosto de 1936, el bisabuelo Fidenciano enviara al abuelo Basilídes, todas las noches, a dormir a las adoberas. En las cavidades generadas por la extracción del barro para hacer adobes, a la orilla del río Negro, apenas a un kilómetro de distancia del pueblo, dormía acurrucado, esperando que a ningún envalentonado falangista se le ocurriera aparecer buscando rojos y voluntarios. Ocasionalmente el refugio de las adoberas era cambiado por el monte donde los colmenares y los corrales de los pastores, diseminadas por pinares y majadas, resultaban casi imposibles de hallar.

De hecho, en alguna ocasión las temidas camionetas aparecieron en el pueblo para buscar no a Basilides, que acaso no era de los rojos más destacados, sino a Feliciano que en más de una ocasión había hecho burla del cura yendo desde la iglesia a su casa, un paso por delante de él, entonando coplas zahirientes contra el clero y la recta moral. Llegaron los sublevados y comenzaron a buscar por todo el pueblo a Feliciano. Pasaron la tarde y parte de la noche recorrieron olmedas, apriscos, horneras, desvanes, pajares y paneras sin que dieran con el fugitivo. A nadie, claro está, se le ocurrió buscar en la casa parroquial. Éste, haciendo caso omiso de las coplas y cantares de Feliciano y conocedor de las barbaridades de aquellas cuadrillas volantes, fue él mismo a buscar a Feliciano. Ni corto ni perezoso le escondió en el hueco de la chimenea de su casa. Si difícil es que hubieran indagado en tal lugar semisagrado, la chimenea se convirtió en un escondite perfecto y, sobre todo, salvador.

Así pues, salvo por las consecuencias ineludibles pero relativamente lejanas de la guerra civil, ésta no tuvo grandes repercusiones en el pueblo. La vida, no sin sobresaltos, pero con una cierta rutina, siguió su curso: siembra, siega y trilla, esconder la cosecha para que no fuera requisada y vuelta a empezar. La posguerra fue, si cabe y salvo por los muertos, que ya es demasiado, mucho más complicada. Esta empezó cuando el 1 de abril del primer Año Glorioso, todos los escolares de los alrededores, acompañados de todos los adultos capaces de caminar, banderitas de papel en mano, fueron convocados para celebrar la victoria del Generalísimo en Villabasta, una aldea perdida en un montículo inhóspito en dirección a la capital.

El abuelo Basilides se las ingenió para ocuparse toda la jornada poniendo aguamiel a las abejas del colmenar que poseía en el monte. El que está escondido en medio de un frondoso robledal, poco antes de alcanzar la majada y el cordel de las merinas. Él se tomó aquella silenciosa y solitaria peregrinación, en pos de las abejas, como una suerte de silencioso y solitario homenaje al desarmado y cautivo ejército rojo. De forma y manera que durante muchos años después, incluso cuando ya tenía que apoyarse en la cachaba para recorrer los seis kilómetros que separaban la aldea del colmenar, cada primero de abril, lloviera, saliera el sol o nevara –algo que no era tan raro en los páramos de la meseta- allá que se acercaba. Misteriosa manera de celebrar una derrota. Tan enigmática como la serpiente de su antebrazo.