domingo, 3 de abril de 2016

MURCIA: LA FRONTERA MERIDIONAL DEL CATALÁN

Jaume I, El Conquistador
“E com la dita ciutat, Murcia, hach presa e poblada tota de cathalans, e axí mateix Oriola e Elx e Guardamar e Alacant e Cartagena e los altres llochs; sí que siats cert, que tots aquells qui en la dita ciutat de Múrcia o els davant dits llochs són poblats, són vers cathalans e parlen del bell catalanesch del món”. Quien así escribe, hacia 1335, es Ramón Muntaner en su Crónica donde narra como Jaime I repobló, en 1266, el Reino de Murcia con 10.000 hombres, suponemos que acompañados de esposas, hijos, bastardos, queridas y siervos de la gleba. 

Con la escasa densidad de la época aquella repoblación, para evitar futuras sublevaciones, hizo que de repente, Murcia, tierra de frontera entre los moros, castellanos y aragoneses se convirtiera en la región más meridional, al menos en la península, donde en la Baja Edad Media el catalán, si hacemos caso a Muntaner el más bonito del mundo, se hablara no en Olot, sin a nadie ofender, sino en las riberas del Segura.

Aún admitiendo que el bueno de Ramón Muntaner se excediera en sus apreciaciones lingüísticas, lo cierto es que, según los Libros del Repartimiento de la época, los repobladores catalanes –actualmente quedan trazas en numerosos apellidos- eran mayoritarios en Murcia capital y alcanzaban proporciones menores en Lorca y Orihuela. A finales del siglo pasado, en Murcia capital, hasta un 25% de los apellidos tienen origen catalán, sujetos a diferentes adaptaciones locales como Amate, Monserrate, Pujalte, Reverte, Puche, Reche, Rosique.

Como en la época no había homologaciones lingüísticas a través de los medios de comunicación, el catalán fue calando no sólo entre los que lo hablaban por sus orígenes sino en aquellos con los que trataban, comerciaban o se esposaban. Pese al paso del tiempo esa frontera meridional del catalán ha pervivido en numerosas expresiones y, sobre todo en el vocabulario de las zonas rurales o profesiones especializadas como las relacionadas con el ámbito textil. Comentarios como  “Perete, que’s un pinchico mu minso, rosigó la pelaya de la rustidera y s’enzapó a [sic] yuz con présoles sin dengún regomeyo” no es que se oigan todos los días en la Gran Vía de Murcia, pero no resulta extraordinario encontrarlas en el habla de gentes del interior o de la huerta.

Habla que, aunque ahora es muy residual, era la parla habitual hasta bien avanzado el siglo XVIII. Cierto, después podemos entrar en vericuetos y disquisiciones lingüísticas sobre si la influencia era aragonesa, valenciana o una hibridación del catalán con el castellano. Pero durante unos años, quizá algo más de un siglo, el Reyno de Murcia, mejor dicho parte de él, fue bilingüe. Incluso aunque el lenguaje de la calle se fue castellanizando, muchos documentos legales se siguieron redactando en catalán.

Pese a todo, los catalanismos siguen perdurando en el vocabulario de oficios como el de pescadores: palomina-palometa, llobarro-lobarro, escate-angelote, mabre-magre y bacoreta-albacoreta. O en el vocabulario más o menos común, aunque cada vez más difícil de oir, como abocar, acibara (atzavara), embolicar, esclafar, forca, fuchina (full), futesa, gafete, grandaria, guipar, magraneta, pijo, terretremo (terratrèmol), tongada, traspol, trespol, veta (cinta).


Como era previsible, esta herencia histórica y lingüística ha llevado a algún docto erudito de la ¡Universidad de Valencia! a preguntarse si no sería “Murcia, ¿un país catalán frustrado?” Lo que ya es mucho preguntarse, por muy catedrático de geografía que uno sea. Mismo argumento peregrino y pintoresco que dándolo la vuelta puede derivar en una pregunta: ¿los charnegos murcianos que horadaron el metro barcelonés no serían descendientes de la nobleza heredada desde Jaime I el Conquistador? Seguro que habría algún Barberán, Celdrán, Guirao, Montolío o Palao con el pico y la pala a cuestas.