jueves, 9 de abril de 2020

CUARENTENA DÍA XXIV: Prisiones de Europa


En el hogar familiar no había libros, salvo un par de ellos. Mis padres se aficionaron a la lectura ya de mayores, seguramente por falta de tiempo, dedicados con inquebrantable intensidad, en cuerpo y alma, a las labores del campo durante desde que salía el sol y al cuidado de los animales domésticos al atardecer. Aquellas no permitían ni una jornada de libranza, lo que explica que mi madre, en sus últimos años denostara aquellas tareas de esclavitud genuina. Como mucho, durante mis tiempos de internado, se podían permitir el lujo de pedir un favor al vecino para que ordeñara las vacas y echara de comer a las gallinas, un único día en los 365 del año.

Cuando se celebraba, a principios de marzo, el Día de las Familias en el internado donde cursaba los primeros cursos de bachillerato. Pero además de la falta de tiempo para dedicarse a la lectura, seguramente existía otro motivo: era muy complicado comprar libros, dado su precio, cuando existían otras prioridades más perentorias. Como, por ejemplo, sufragar las 500 pesetas mensuales de mi educación. Por no hablar de que, si librería había, la más cercana debía estar en la capital de la provincia.

Mi abuelo, de quien recuerdo nítidamente que era un devorador de periódicos, durante muchos años estuvo suscrito al “Ya” que llegaba con un día de retraso en el correo de Osorno, andaba de feria en feria, como tratante de cochinos, así que tampoco debía de disponer de mucho tiempo para dedicarlo a la lectura.

El par de libros, citados más arriba, han sobrevivido a los años, prácticamente intactos, sin que nadie les prestara atención. Poco a poco, con el acceso al ascensor social de los descendientes, la pareja de libros se ha confundido con decenas de volúmenes de texto, diccionarios y apuntes universitarios que pueblan los armarios. Claro está, nadie les ha echado de menos y desconozco como llegaron a casa. Aunque, ciertamente, si pudieran hablar, seguro que tienen alguna historia curiosa y singular que narrar. Los libros, según mi propia experiencia, pasan por tantas encrucijadas atípicas como las personas que los poseen.

Uno que, por puro aburrimiento, has comprado en la tienda libre de impuestos de cualquier aeropuerto termina por convertirse en una joya escondida. Otro, una colección de cuentos japoneses que te prestó y nunca devolviste, por olvido, a la propia autora. En fin, un tomazo de los dichos y refranes de la huerta murciana que te regalaron los colegas cuando cambiaste de trabajo y apenas ojeaste. No cabe duda de que todos tienen una biografía, aunque no puedan ponerla por escrito.

De los dos que rondaban por mi casa, a mediados de los años sesenta, uno era una tercera edición, todavía la conservo, de El Quijote. Editado por una librería de Madrid “con superior permiso”, por la viuda de Ibarra, hijos y compañía en 1787. Así que hasta que comencé a estudiar literatura en el internado yo siempre creí que el título correcto de la obra cervantina era El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, Segunda Parte.

Esta edición de Don Quixote tenía, tiene, unas pastas tiesas y duras, un forro interior de papel estampado en espirales desiguales de colores desvaídos y un tacto más bien áspero. Al lado del ex libris de la imprenta, un anterior propietario, con una elaborada caligrafía ha escrito Delgado. El libro ha debido de pasar por diversas manos, pues alguien ha hecho anotaciones al margen, como esta que numera como (1) “El autor del Quijote dice bien, porque las personas de elevado rango siempre comían a las 6 y ½ de la tarde para que en después iban a descansar para ir a (ilegible) y la cena después de las nueve, la cual era muy frugal (G.B)”

Aunque lo peor, sin embargo, era que la tipografía usada tenía una tendencia abrumadora a alargar los rasgos de las letras de muchas palabras, como las de la g, de manera que, a veces, parecía que las palabras no estaban separadas. Muchas i latinas actuales se imprimieron como y griegas y, para colmo, sólo tiene una ilustración, un retrato del que la contraportada avisa que fue “compuesto por Miguel de Cervántes Saavedra”. El acento en la a de Cervantes en el original.

A mis ojos infantiles, había párrafos impenetrables, líneas enteras que parecían una misma palabra interminable. Algún intento hice, sin mucho entusiasmo, por intentar descifrar la primera página. Pero llegado al segundo y tercer párrafo, entre mi endeble capacidad de lectura y aquella engorrosa manera de impresión, mi empeño se revelaba como tarea ímproba. Una y otra vez, pese a que lo intentaba, terminaba por abandonar frustrado.

El segundo libro, que mi madre tenía escondido debajo de una mantilla de Manila -otra pieza misteriosa que nunca supe de donde procedía y que jamás mi madre, poco dada a los adornos, se puso- estaba bastante más baqueteado. Yo he supuesto que, tanto por el paso del tiempo como por un más frecuente cambio de manos que el Don Quixote. Hasta puede ser que alguien, pudoroso de que otros pecaran o arrepentido de haber pecado él mismo, haya arrancado algunas páginas. De hecho, algunas láminas interiores, las que ilustran los diferentes capítulos cada una treintena de páginas, más o menos, han desaparecido. Claramente arrancadas de cuajo, hasta podría suponerse como con rabia, de la forma en que han sido desgajadas.

Como también faltan la portada y la contraportada. Además de las primeras noventa páginas. Acaba en la 806. Por la forma de la encuadernación, yo diría que por la parte trasera faltan un par de cuadernillos o tres, lo que debe de hacer un total que se acerca a las 1000 páginas. Un tomo en toda regla. Por ninguna parte aparece el autor. Por lo demás, salvo por el tono pajizo de las páginas finales y algunas otras dañadas por lo que parece haber sido humedad, seguramente una gotera que lo empapó en algún momento de su recorrido por la vida de los lectores que haya tenido, sean estos pocos o muchos.

Uno de ellos fui yo. A escondidas. El primer libro completo que he leído en toda mi vida. No una, sino varias veces. En la habitación de la segunda planta, con la puerta del desván abierta para poder esconderlo a toda prisa en caso de que oyera a mi madre subir por la escalera. El libro era de muy fácil lectura, con párrafos muy cortos, de tres líneas, como mucho, en numerosas ocasiones sólo una. Intercalado con abundante diálogo. Es prácticamente un guion de cine. Ahora que he releído algunas páginas, estoy seguro que podría servir, si no ha servido ya, de base para alguna serie televisiva.

Las láminas, con un dibujo a plumilla de notable calidad, otorgaban sin duda un añadido de enorme valor a mi ansia de lectura e impulsaban, para un niño de aldea perdida en medio de la nada, que ni siquiera había salido del villorrio, el vuelo de la imaginación que, por aquellos años, comenzaba a buscar nuevos horizontes. Más allá de los páramos y valles que envolvían la rutina de todos los días. ¿Cómo no hacerlo al observar cómo a través del panel de una puerta agujerada, un preso ayuda a otro a deslizarse hacia la libertad?

Y los horizontes, los del libro, digo, eran increíblemente amplios. Recorrían diversos países de Europa a través de sus prisiones, los sufrimientos y penas de los condenados, el empeño de todos ellos en escapar, el gozo desmedido de los que consiguieron tamaña hazaña. Para mí, en puridad, se trataba de un libro de aventuras muy parecido a los de Dumas, por ejemplo, “El conde de Montecristo” que descubrí varios años mas tarde en una serie de TVE. Las descripciones no son ficticias, pueden tener más o menos adornos, pero todas están contextualizadas con figuras de opresores históricos: reyes, inquisidores, nobles. Los prisioneros siempre son víctimas inocentes que se encuentran en cárceles donde no deberían estar. De ahí que una y otra vez hagan lo imposible por escapar.

Así, se encuentra un capítulo, muy extenso, dedicado a las cárceles que comandaba la Santa Inquisición en Sevilla, otro a la de Venecia, denominada “Los Plomos”, otro a La Abadía, en París, La Ciudadela en Barcelona, el Castillo de Spielberg, en Austria y unas cuantas más. Por ellas desfilan numerosos personajes, la mayoría figuras políticas de su época, sometidas a confinamientos infames, torturas diversas, interrogatorios puntillosos. Y siempre, siempre, buscando alguna artimaña para la fuga. Hasta el mismo Casanova (“los prisioneros de los Plomos son hombres honrados que, a pesar de todo, es forzoso separar de la sociedad por razones que sus excelencias saben…y yo ignoro”, le dice el guardián) se las ingenia, con la ayuda de un religioso también preso, para evadirse.

Por muy tocho que fuera, devoré aquel extenso volumen como si de un cuento para niños se tratara. Seguramente, por lo trágico de las vidas narradas y el sadismo repetido página tras página, no era la lectura más adecuada para un chaval de siete u ocho años. Ciertamente no era pertinente, ni siquiera lo hubiera sido en estos tiempos modernos, donde la violencia se ha vuelto tan banal en la oferta cultural infantil, que saciara mi sed de lectura en un tocho tan extenso como cruel y despiadado, por mucho diálogo que incluyera o por mucho que me abriera los ojos a un mundo tan completamente diverso de aquel que yo habitaba. Una cosa son los monigotes japoneses atizándose con codos y tibias y otro las descripciones del estilo de “¡Muerte! ¡Muerte! a los perros facciosos que con eco lúgubre y espantoso resonaba en el interior de las oscuras mazmorras”

Nunca pregunté a mi madre por qué lo escondía. Posiblemente ni ella lo sabía. Acaso había heredado esa usanza de la bisabuela y ella a su vez de su madre o de su padre. Quizá no tanto por la rudeza de las descripciones cuanto por el fondo ideológico que portaba. No que yo fuera consciente cuando lo releía, una y otra vez, como un mero libro de aventuras. Pero, como se suele decir, ni un vocablo, ni una tilde de la ley se debe pronunciar en vano. Desde luego “Prisiones de Europa” estaba publicado con una finalidad bien clara, aunque cuando llegó a mis progenitores, ocupados en labrar la tierra, no tuviera ya mucho sentido el magisterio con el que fue redactado.

Buscando en diversas bibliotecas digitales, termino por encontrar el tomo completo, una reproducción fotocopiada, vamos, en la Biblioteca Central de Nueva York, con el número de referencia 257036A. A través de estas imágenes, por fin, puedo completar el libro, desde la portada, hasta la contraportada y todas las páginas faltantes en la edición que, a duras penas ha aguantado el paso de los años en nuestra casa. Prisiones de Europa lleva por subtítulo, descubro, “Primera obra de esta clase en España” y la que está en mis manos es el Tomo I, con su autor o autores, presumo, englobado en el anónimo de ‘Una Sociedad Literaria’, un paraguas, seguramente, para no traicionar a los autores y traductores (parte de la obra se presenta como traducción de reseñas publicadas en el extranjero). Está editada en Madrid y La Habana en 1862. Lo que explica ciertas particularidades lingüísticas y sintácticas. El ejemplar de la biblioteca newyorkina, cualesquiera que fuera el recorrido hasta atravesar el océano, fue adquirido en una librería de Gerona. Me pregunto que caminos habrá andado el que tengo en mis manos.

No hace falta releer muchas páginas para entender que la obra tiene un fin didáctico más que transparente. En el índice ya se dice que se trata de “Prisioneros célebres, víctimas del fanatismo político y religioso, etc.”, temática que se desprende repetidamente de las páginas que yo leía con tanta fruición. Inquisidores malvados, injusticias a personas humildes, avasallamientos del pueblo llano, militares ejecutores de héroes de la libertad, sublevados contra el rey condenados al suplicio…

Desconozco quien se parapetaba tras la autoría de Una Sociedad Literaria. Seguramente la publicaron para convencer a un público más adulto, para subrayar la noble causa del liberalismo pujante a mediados del XIX contra las monarquías europeas, el valor de los patriotas contra los verdugos infames. Libertad individual contra absolutismo colectivo. Tiene toda la pinta de haber sido redactada por una cuadrilla de conspiradores en la capital de España, al calor que ofrecían los últimos rescoldos de libertad, tras el fracaso de las Cortes de Cádiz y las décadas tenebrosas que siguieron. ¿Masones, quizás?

Aunque por mucha imaginación que pusieran en las descripciones de las tramas empleados por los encarcelados para buscar su liberación, estoy seguro que, jamás de los jamases, se les pasó por su cabeza de librepensadores que su obra terminara por inflamar los afanes de aventura de un niño que apenas sabía leer en una aldea remota de Castilla la Vieja. Más o menos 100 años después de ser publicada.

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